Capítulo 34: Final

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Kirvi

Después de presionar la toalla con delicadeza encima de su pierna durante minutos conseguí que dejara de sangrar tanto. No sé si era porque había conseguido parar la hemorragia o se estaba quedando sin sangre. Eso significaría amputarle una pierna. «Sabes, que se la amputen, se lo merece después de todo. Espera, estoy hablando como él. Calma ese genio, bonita».

Agarré las vendas que descansaban en el suelo y las enrollé alrededor de la herida. Observé su cara y vi como como las gotas de sudor seguían deslizándose por su frente hasta su cuello.

—Hay que llamar a emergencias —murmuré cansada.

—No —susurró sin apenas mover los labios.

—¿Porqué? —cuestioné.

No respondió. Sus ojos se concentraban en el blanco del techo.

Sin poder hacer nada me eche hacia atrás y apoyé mi espalda contra el cajón de la encimera y observé cómo su cuerpo perdía energía por segundos. La fiebre ya se estaba apoderando de él. No podía hacer nada más que sentirme mal conmigo misma. Sentirme culpable. Sería la culpable de la muerte de una persona. Yo era una asesina. Pero si no le hubiera herido yo me hubiera matado él. En ese momento deseé volver atrás en el tiempo y dejar que me matase él en vez de haber hecho lo que hice. No había testigos de que hubiera sido defensa propia. Estaba acabada. El día que acaben los problemas de mi vida, entonces, la guerra amainará y la paz resurgirá. Es decir, nunca.

La oscuridad empezó a conquistar el apartamento de fuera hacia dentro. Me levanté y encendí la luz para tener mejor vista. Su cuerpo se iba relajando y el peligro pasaba. Había esperanza de que se pusiera bien.

El timbre volvió a llenar mis oídos. Corrí hacia la puerta de la entrada. Volvía a estar cerrada con llave. Empecé un ritual que consistía en correr de un lado a otro abriendo y cerrando cajones en busca de la llave. Al levantar mi vista vi como las llaves aguardaban encima del armario del cual abría y cerraba como loca los cajones. ¡Más estúpida y no nazco!

Al otro lado de la puerta hallé a la persona que menos deseaba en ese momento. Junaid, aún con la ropa que llevaba por la tarde. Su mirada penetrante disparaba a la mía con furia. La ropa la llevaba sucia y la cara manchada con sangre seca.

—¿Qué te ha pasado? —pregunté mientras observaba cómo tensaba la mandíbula.

—Nada especial, un problema con Nader —respondió sin interés aún parado en la puerta.

—¿Dónde está Nader? —volví a interrogar cuando él me empujó a un lado sin brusquedad para pasar hacia dentro.

—Con su hermana. —Se adentró en el salón mirando de un lado a otro en busca de alguien o algo.

—¿Qué hermana?

—La que se casó conmigo antes de ser asesinada.

Ahogué un grito. Está muerto. «¿Cómo? No puede ser».

—¿Cómo?

—Que lo he matado —canturreó con sarcasmo—. Tal cual hice con Samira, mi difunta mujer. Tu maldito padre se pensó que el fue quién les mató al pensar que no arregló bien su coche en su maldito mecánico. Yo corté los putos frenos. ¿Entiendes o te lo vuelvo a explicar? Ya oigo demasiadas voces para que me añadas la tuya. Yo maté a mis padres, lo hice yo. Vine a por tus padres porque necesitaba más víctimas, pero tú no me dejaste acabar con lo mío. ¡Aguafiestas!

Ojos abiertos. Boca abierta. Cara pálida y corazón en la garganta. Así estaba yo al recolectar tanta información a la vez.

—Está muerto, demasiado muerto. —Sus ojos que expresaban odio penetraron los míos.—Primero le disparé dos veces con la misma pistola con la que te amenazó y, después, le eché gasolina para quemarlo aún vivo.

Todos Somos Africanos©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora