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Aracer era una niña fuerte, una niña valiente, pero no dejaba de ser eso: una niña. Y sus lágrimas no dejaban de salir. Había salido corriendo escalinata arriba, dirección al templo, y allá donde corriese, ojos desconocidos la miraban. Con lástima, con preocupación, con miedo. Quería huir de esas miradas que la hacían sentir como una víctima más de todo el caos y se adentró más en los oscuros túneles, donde las nuevas estructuras del templo dejaban paso a unas más viejas, muchas de ellas recubiertas de un polvo blanquecino, con miles de años de antigüedad. Aquella zona ya no era tan conocida por las doncellas del templo. Y por Arecer tampoco. Sólo su señora madre se conocía aquella inmensa cueva como la palma de su mano, fruto de haberla recorrido incontables veces. Pero por alguna extraña razón, siempre elegía sin mirar el camino correcto tras una bifurcación, como si alguien ya hubiese estado allí y le indicase el camino hacia algún sitio.

Cuando Aracer se cansó de correr pero no de llorar, se vio perdida en las profundidades del monte y, sin antorcha ni lámpara de aceite, podía ver con claridad. El camino que había tomado se ensanchó, formando una especie de claro; no llegaba la luz natural, pero el lugar estaba suficientemente iluminado. Las paredes tenían el mismo polvo blanquecino de las estructuras viejas de antes, pero en mayor cantidad. La niña iba palpando la pared para guiarse y debido al polvo se le había quedado la mano blanca. Un olor húmedo, mohoso pero algo dulce le hizo apartar la tristeza que sentía de su consciencia durante unos momentos. Era la primera vez que se estaba en ese lugar.


«Este lugar es... raro», comentó para sí misma.


Las paredes de esa cueva tenían pequeñas grietas naturales, rellenas de polvo compactado y pequeñas rocas de gamas frías. Azules, verdes y blanquecinos minerales decoraban los costados. Algunos hongos crecían en las partes bajas de ese extraño claro, y se reunían especialmente en unos bultos que había, ridículamente ordenados, como si alguien los hubiese colocado ahí, siguiendo un círculo que rodeaba una pequeña laguna interior.


«¿Una laguna aquí en medio?», pensaba intrigada.


Kirsse era un territorio donde abundaban cuevas y cavidades acuosas, pero esa laguna era muy extraña. No sólo por la tenue luz verde-azulada que emitía, sino porque la cueva, a pesar de ser húmeda, no tenía más charcas, tampoco ni un solo espeleotema, de ningún tipo. Como si las formaciones naturales creadas por el agua a través del tiempo hubiesen sido eliminadas. No, un momento... había uno. En el centro de la laguna había una especie de islote formado por la acumulación de cal.

Aracer prestó más atención. Delante del islote había un pequeño remolino acuático, cada vez más débil. Entonces recordó lo que la extrañeza del lugar le había hecho olvidar.


—¿Hermana? —llamó al aire—. ¿Estás aquí todavía?


La respuesta fue su propia respiración entrecortada. La pequeña volvió a tener los ojos llorosos. Se frotó con las manos para intentar dejar de llorar, volviendo a olvidar que las tenía recubiertas de polvo. Éste le entró en los ojos y comenzaron a irritársele.

Se dirigió a la laguna para lavarse, pero engañada por el falso suelo calcáreo que rodeaba a ésta, se hundió en un agua muy fría. El brusco cambio de temperatura le provocó un leve mareo y los oídos comenzaron a pitarle. Sentía un hormigueo en los pies, luego frío y, antes de perder el conocimiento, le pareció ver una figura pálida. ¿Su hermana tal vez? Nunca lo supo.

Cerezo de Flor Perenne - Oasis 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora