Melodía

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El mar lo era todo para él. Park Jimin era el mayor y más fiel amante del mar. Sí, aquella gran masa de agua que se extendía más allá del horizonte y que escondía las cosas más bellas que sus ojos alcanzaron a ver jamás. El mar era su único amante, con sus tesoros bajo el agua y todas aquellas maravillas eran lo único con lo que podía soñar. Cada noche en la que salía a pasear por la orilla de la playa perdiéndose en la inmensidad de aquella hermosa imagen: las olas rompiendo en un suave vaivén, la luna alta y brillante se reflejaba en las aguas, aquella sensación de paz que le entregaba la suave brisa. Todo era perfecto cuando el mar le hablaba. Conocedor de sus secretos, de sus miedos, de todo él. Lo único que le hacía feliz.

— No quiero.

— Me da igual lo que quieras, Jimin. No puedes quedarte el resto de tu vida en un lugar como éste.

— ¿Qué tiene de malo este lugar, padre?

— Eres mi único heredero. Muchos han muerto en estas aguas. No quiero que tú te sumes a esa lista.

— Aquellos que murieron no conocían el mar tan bien como yo lo hago, padre.

— Tu madre...

— Mi madre está muerta —se cruzó de brazos mostrando un semblante sin expresión alguna a su padre— Amo el mar más que nada y más que a nadie. No pienso abandonar la costa solo porque mi padre tenga el temor de que vaya a ahogarme en estas aguas. —posó su brazo en el hombro derecho de su padre— Mi hogar es éste. Es donde soy feliz. No me arrebates eso, por favor. Sé que deseas lo mejor para mí, pero ya lo tengo, aquí está.

El mayor miró a su hijo con ojos amables y llenos de cariño.

— Eres igual a tu madre. —dijo mientras dejaba un beso sobre el cabello negro de su hijo antes de marchar hacia la casa.

Los Park eran una familia de dinero. No billonarios, pero sí con un buen manejo de las finanzas. Solamente eran ellos dos: padre e hijo. La madre del pelinegro había fallecido años atrás cuando salió a bañarse en el mar. Nunca llegó a regresar. Encontraron su cuerpo en la orilla tiempo después.

Eso no consiguió que Jimin odiara el mar. Se había llevado el alma de su madre, pero no le guardaba rencor u odio. Su madre ahora estaba con lo segundo que más amaba, pues él siempre fue el primero en su corazón o, al menos, eso solía decir ella.

Sin embargo, su padre se había vuelto receloso y no quería ver a su hijo cerca de las aguas, algo que no conseguía, pues el pelinegro de veintitrés años solo era feliz junto al mar. La felicidad era algo que no se atrevía arrebatarle a su hijo por más peligroso que ésta fuera.

La doncella le había despertado apenas minutos antes, dejándole la bandeja del desayuno sobre la mesita cerca del cabecero. Jimin se estiró bajo las sábanas y observó por el balcón la maravillosa vista de un precioso amanecer. El sol salía radiante tras las aguas, emergiendo para dar paso al nuevo día.

Se destapó y se incorporó hasta quedarse sentado. Tomó la bandeja y la colocó sobre su regazo. Tres rebanadas de pan tostado con mantequilla y azúcar, un vaso de zumo recién exprimido y un café manchado en la delicada taza con adornos de estrellas del mar. Su taza preferida.

Tomó una de las rebanadas, mordió ésta y con la otra mano sacó su móvil de debajo de la almohada.

Ninguna llamada. Ningún mensaje.

Eso a Jimin no le importaba ni lo más mínimo.

Escogió una canción de su lista de reproducción: Who You de G-Dragon. Él admiraba más al compañero de éste, Taeyang, pero aquella canción era la más idónea para el comienzo de un gran día.

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