Prólogo

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Hallábame yo en aquel estado de ataraxia, inmerso en la entrañable floresta que ofrecía el lugar. El viento soplaba las decumbentes hojas de los árboles que en armonía iban cayendo una a una, mientras su sonido hacía de melíflua voz para un Bajo Miño en vísperas de otoño. Y tan sólo el sonoro gorgojeo de los pájaros parecía silenciarlo.

Andaba yo absorto, perdido entre las hojas que caían, sus delicados movimientos al compás de la suave brisa marina, el vago rumor del mar al alcanzar la playa, recuerdo con extraña exactitud el rumbo de las erráticas gaviotas que volaban sobre la costa.

A lo lejos se distinguía el pueblo donde vivía, el último resquicio de civilización, más allá sólo podía haber agua. Aunque por el pueblo, los más experimentados marineros decían ser conocedores de una tierra más allá, una tierra apartada por insalvables distancias cerúleas que le separaban del resto de continentes, una tierra llamada América.

Aquellas habladurías despertaban en mí un gran interés, cada vez que alzaba la vista y contemplaba aquella delgada línea que separaba el cielo del océano, avivaba con energía mis ganas de salir a conocer el mundo, pisar aquella tierra de aventuras, de oportunidades...

Miraba entonces con especial atención el cielo azul que adornaba el paisaje, pensando que algún día podría mirarlo del otro lado del mar. En ocasiones me quedaba observando por horas, y cuando el atardecer acaecía, permanecía postrado junto al suelo verde que, movido por el viento, acariciaba mi piel.
Sabía disfrutar de cada detalle como si fuera el último, aquel momento de paz en la rutinaria vida de un pobre plebeyo.

Antes de que el bello arrébol arrojara sus últimos rayos de luz, me ponía camino a casa, evitando así la oscuridad de la noche. Durante la vuelta, todo tipo de cosas despedían mi presencia, las rudimentarias casas de antiguos pobladores, los amables conejos saliendo de sus madrigueras o la tierna estampa de una familia de tímidos ciervos.
Todo ello bajo la mirada atenta de muchas aves o incluso de algún zorro cuyo pelaje era resalzado por los cálidos tonos del atardecer.

Cuando llegaba al pueblo, en la entrada, siempre se encontraba mi madre aguardando mi llegada con cierta impaciencia.
Para ella, mis pequeños devaneos eran tan banales como infantiles. Era menéster ayudar, y estaba claro que durante esas horas yo no lo hacía.

Durante la cena todo el mundo hablaba de sus preocupaciones rutinarias, sus alegrías... excepto yo, inducido en mis propios pensamientos, cautivo de aquel lugar que con fuerza me atraía. Quizás fueron las vistas, o la agradable compañía de algunos animales.Lo cierto es que algo me hacía volver a aquel lugar, sin saber muy bien el por qué ni el cómo, lo hacía.

Durante el invierno, el gélido viento del norte cubría de blanco aquel paisaje, sin distinción ni cuidado. Aquel fenómeno suponía en mí un gran efluvio de sentimientos negativos. Hacía frío, ya no habían animales, y el verde color que predominaba ahora era un insulso blanco que vestía el bosque.

Cada vez que respiraba, un grotesco vaho salía de mi boca, como si de mi alma se tratase. Y mientras veía sucumbir al invierno, la pasaba jugando con niños de mi edad. En especial con uno llamado por apellido Fonseca. Aquel muchacho podríamos convenir en que, físicamente, era opuesto a mí. Rubio, ojos azules, nariz pequeña y bastante delgado, estaba claro que los dos no encajábamos en aquel lugar, el de ciudad y yo, bueno, más al sur. 

Solíamos coincidir en la plaza mayor del pueblo, donde el resto de niños solía jugar ,y cuando llovía, nos cobijábamos en algún lugar para no tener que volver a nuestras respectivas casas. Si éramos pocos, intentábamos quedar en alguna casa cerca de la lumbre para no pasar frío.Normalmente íbamos a parar a mi casa, al quedarse vacía después de que todos mis hermanos se independizaran, ya que tan sólo vivía yo con mis padres. Y tampoco ellos estaban pues, a menudo, desaparecían durante horas para hacer negocios en algún pueblo aledaño.

El silencio sin compañía se hacía incómodo y, tanto en cuanto, exasperante. La soledad, punta de lanza del sentir, se hacía más notoria cada vez que un hermano se iba de casa.
Y cuando este sentimiento evadía mis sentidos, es cuando volvía a pensar más que nunca en aquel lugar, rodeado de verde, peinado por el viento... Era entonces cuando crecía en mí un imperante deseo de madurar, de ser independiente, de poder ver... el otro lado del mar...


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⏰ Última actualización: Dec 29, 2017 ⏰

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