Capítulo 5: Panqueques quemados y ciento un posibles desastres

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Cuando bajé cuidadosamente las escaleras en mi primer día de clases, creía sentir temblar hasta mi propia alma. Sin embargo, me concentré en que mi expresión se mantuviera neutral. Por nada del mundo podía permitir que mi familia se diera cuenta de lo asustada que me encontraba. "Misión Florida" había sido mi plan. Mi idea. Y, a pesar de que lo cierto era que, en realidad, más que una idea había sido una necesidad, no creía que a ninguno de mis padres les cupiera esa lógica en la cabeza. No, de ninguna manera. Podía adivinar muy bien lo que ambos habían pensado en el instante en que nos bajamos del automóvil frente a lo que sería nuestro nuevo intento de hogar. Que estábamos allí por mí. Lo que significaba que, si todo acababa siendo una porquería, yo sería la única a la que culpar. Y, considerando que las cosas a mi alrededor tenían la curiosa tendencia de acabar siendo una porquería, la situación era, cuanto menos, preocupante.

Al llegar al piso de abajo, el olor a panqueques quemados me sacó una mueca. Al parecer, mi madre ya había estrenado la cocina. Mamá cocinaba asqueroso, pero el resto de nosotros éramos demasiado perezosos para cocinar, así que no teníamos otra opción que aceptar su comida. Después de todo, era mejor que nada. En algunos casos. No estaba demasiado segura de que aquel fuera uno de ellos.

Pero, mirando el vaso medio lleno, era bueno que mamá estuviera poniéndole ganas al asunto. Sus panqueques quemados eran una forma de decirme "Tú puedes, Belle". No estaba segura de que eso fuera así, pero de todos modos, el pensamiento me hizo sonreír. Por unos instantes, mi cerebro se distrajo de la agotadora tarea de realizar una lista de todas las maneras en las cuales aquel día podía llegar a resultar un desastre. Hasta ahora, ya tenía noventa y ocho. Iban desde tropezarme en el pasillo y hacer el completo ridículo hasta que un meteorito cayera a toda velocidad y desintegrara la escuela. Bueno, admito que ese último era un poco absurdo. Pero nunca especifiqué que todos los posibles desastres tuvieran el mismo grado de probabilidad.

Entré a la cocina. Mamá estaba sirviéndose jugo de naranja en un vaso alto y estrecho, como el de la fábula de la cigüeña y la zorra. En cuanto me escuchó entrar, volvió la cabeza para mirarme con una sonrisa tan grande que, francamente, daba un poco de miedo. Tan concentrada estaba en eso, que por poco vuelca el jugo sobre el mantel. Sentado junto a ella, estaba Justin, con cara de dormido, y mirando a su plato con cara de desconfianza. Honestamente, no se lo podía culpar. Los panqueques eran de un color más oscuro que su piel. Sin ánimos de ofender a nadie, por supuesto.

Me dejé caer en una silla junto a ellos. Mis ojos se dirigieron inevitablemente a la silla vacía posicionada frente a mí. Sabía muy bien quién debería haber estado ocupándola, casi tan bien como sabía la razón por la cual no estaba haciéndolo.

-¿Y?- me preguntó mi madre con exagerada emoción- ¿Estás emocionada? ¡Hoy es el primer día!

-¿En serio?- me interrumpió Justin antes de que yo atinara siquiera a pensar en algo que contestar- También es mi primer día de clases, ¿sabes? ¿Por qué a mí no me preguntas nada?

Mamá lo miró con mala cara, pero su expresión se desvaneció casi tan rápido como había aparecido. Supuse que había intentado que yo no la viera. Pero había actuado demasiado lento. Yo ya la había visto. Y lo había entendido, también.

Era cierto que también era el primer día de Justin. Pero no era lo mismo. Justin era la clase de persona que hacía amigos sólo por caminar en la calle. A la gente le era fácil quererlo. ¡Qué cualidad tan extraordinaria debía de ser! Ser fácil de querer. Creo que si pudiera tener cualquier cualidad en el mundo, la que fuera que desease, querría tener esa.

Pero, claro está, no la tenía. A eso se debía la sonrisa de mamá y sus panqueques carbonizados. A que este día era el principio de una batalla, una batalla larga y ardua, que duraría por todo el resto del año. ¿El resto del año? Dios, lo más probable era que durara toda la vida. Y tampoco había garantía alguna de que saldría viva de ella. Por eso era tan fundamental que me distrajera de ese detalle. En caso contrario, iba a darme por vencida de inmediato, incluso antes de empezar. Y era importante que no lo hiciera. Muy, pero muy importante. Por lo menos para mí.

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