No soy un hombre social y he tenido pocos amigos en mi vida. Sal, el cantinero de mi bar favorito, fue uno de los amigos selectos en mi círculo íntimo. Sé lo que estás pensando: él era un cantinero, tenía que ser amable para que le dieran una buena propina. No fue así. Iba más allá de eso. Conocí a Sal por más de veinticinco años y me senté cerca de él en el bar casi todos los días desde que nos conocimos. Cuando me casé, Sal fue mi padrino de bodas. Cuando mi esposa me corrió de la casa, fue en el hogar de Sal en donde me hospedé. Cuando ella tomó la custodia de mi hija, fue Sal quien me consoló. Él era un buen amigo, siempre dispuesto a escucharme y darme consejos. Sí, como haría cualquier otro cantinero; pero a diferencia de los demás, Sal en verdad se preocupaba.
Ahora, Sal fue un hombre bastante reservado y de conducta un tanto callada. Eso dicho, en las pocas ocasiones en las que decidía dejarse llevar, hablaba mucho. Sal tenía un modo de capturar la atención de todos los presentes. Esto puede sonar un tanto trillado, pero nos entretendría con las historias de su juventud. Nos contaba sobre sus viajes entre países, sus aventuras en el extranjero, sus contratiempos y demás anécdotas cautivantes. Siempre que hablaba, su audiencia permanecía al filo del asiento, expectantes con cada palabra mientras nos daba los detalles jugosos de sus cuentos interminables. Él era de edad avanzada, ya no podía viajar tanto como antes. Aunque eso no parecía importarle, pues siempre tenía una sonrisa en su rostro y una actitud alegre que iluminaba los ánimos de todo aquel con quien se encontraba.
Una noche, en tanto disfrutaba mi trago, noté a un sujeto observando a Sal desde el otro lado del local. Mi ángulo apenas me permitía distinguir su corto y puntiagudo cabello negro. Se lo hice notar a Sal, y él me dijo que había estado viniendo cada noche por una semana sin ordenar nada. Sal, siendo tan blando como era, no se podía forzar a echarlo. Considerando que yo iba al bar todos los días, estaba sorprendido de que no hubiera visto al sujeto hasta esa noche. Probablemente estaba muy borracho como para darme cuenta.
Horas más tarde, luego de estar pasado de tragos —como solía hacer con demasiada frecuencia, según mi exesposa—, perdí el conocimiento a lo largo de una fila de sillas. Sal confiaba en mí lo suficiente como para dejarme solo, incluso después de la hora de cierre. Me desperté unas horas antes del amanecer y caminé a través del bar pobremente iluminado hasta la puerta trasera, la cual no podía ser abierta desde afuera. Esta no era mi primera vez tomando una siesta desacompañado en el bar, así que me sabía el recorrido lo suficientemente bien como para no chocar contra ninguna mesa al evacuar.
En tanto abría la puerta del callejón trasero, escuché lo que sonó como un aplauso, pero que resultó ser el sonido de tres docenas de cuervos echando vuelo. Merodearon encima del frío callejón por un momento, y luego aterrizaron sobre y alrededor de un basurero agujerado en la parte frontal. Me sobresalté cuando vi las malditas aves. No, no le tengo miedo a los cuervos. Incluso alimento a los que veo en mi trabajo durante el almuerzo. Me asustaron, eso es todo. Una luna creciente se asomaba por las nubes e iluminaba la escena: había alguien parado al otro lado del basurero, entre el bosque de cuervos. Era el hombre que había visto antes esa noche. Me estaba dando la espalda y vestía una gabardina negra y botas ajustadas con varios cinturones. Un cuervo grande se posaba en su hombro. Había algo extraño en su espalda; una masa voluminosa bajo su abrigo provocando que este se moviese como cortinas al viento.
Pensé que el basurero olía especialmente pútrido esa noche. Le di un vistazo al sujeto parado en medio de la calle y yo. Me moví hacia él y vi que su cuervo estaba masticando algo. Al principio, creí que era un gusano de goma de caramelo, pero conforme me acerqué, me di cuenta de que era mucho más oscuro y goteaba sangre en el pavimento frío y húmedo. Luego lo vi, a Sal. Estaba recostado sobre el suelo con su cuerpo desgarrado y expuesto, sirviendo como un bufete para el deleite de los cuervos. Picoteaban sus entrañas, tomando turnos para masticar sus órganos más suaves. Podía oír el crujido en tanto rompían sus huesos con sus picos anormalmente fuertes. Llevándome una mano a mi boca, emití un jadeo audible. El sonido atrapó la atención del sujeto y se giró para verme. Sus ojos dorados y serpentinos me recordaban a los faros de un auto. Algo en su mano izquierda brillaba bajo la luz de la luna: era una pequeña daga plateada con su borde cubierto en el líquido que pertenecía a las venas de mi amigo.
Tuve que haber estado aterrorizado, molesto... triste... Pero me sentía extrañamente en paz. Mis ojos estaban enfocados en el surrealismo de la escena y en el hombre al centro de todo. Pese a que sostenía un arma, y pese a que había usado esa arma para asesinar a mi amigo, no me sentí como si estuviera en alguna clase de peligro. El hombre me ofreció la cálida sonrisa de una estatua griega, proyectando calma entre el festín histérico a sus pies.
Sus pisadas hicieron eco a través del callejón angosto a medida que se acercaba a mí. Mi corazón galopaba mi pecho con brusquedad. Paralizado por temor o incredulidad, lo miré estirar su brazo hacia mi rostro con una elegancia impropia del género masculino. El cuervo en su hombro ladeó su cabeza mientras su dueño me rozaba la mejilla con sus largas uñas negras. Sentí un dolor punzante, aunque tenue, no más intenso que un corte de papel. El hombre hizo un tarareo de burla mientras llevó su dedo a su boca y probó unas gotas de mi sangre.
No estoy seguro de cuánto tiempo me tomó espabilar, pero cuando finalmente lo hice, vi al último lugar de reposo de Sal y noté que no quedaba nada de mi viejo amigo, ni siquiera una gota de sangre. El sujeto me dio la espalda y una corriente de adrenalina súbita me impulsó a agarrar un tablón de madera del suelo. Me lancé hacia el hombre, pero me detuve en seco cuando su gabardina se deslizó de su cuerpo exponiendo dos alas negras masivas. Tenía venas negras que recorrían los apéndices de extremo a extremo. El hombre me dio una última mirada y me habló con una voz profunda y retumbante: «Algún día me lo agradecerás». Habiendo dicho eso, sus alas se ensancharon con el estrépito de una vela de barco desplegándose, sus cuervos emprendieron vuelo, y el hombre desapareció. Fui dejado a solas en el callejón, sin evidencia alguna del hombre, sus aves o de mi amigo muerto.
Intenté ir a la policía, ¿pero qué les iba a decir? Me senté frente a la estación de policía repasando los hechos en mi mente. Al final, opté por no hacer nada, con la esperanza de que simplemente hubiese sufrido de una pesadilla inducida por el alcohol. Pero no fue ninguna pesadilla: Sal fue reportado como desaparecido por el dueño del bar unos días después. Se emprendió una investigación, y lo que la policía descubrió me sorprendió incluso a mí, quien había visto a un hombre ser comido por una bandada de cuervos. Encontraron evidencia que enlazaba a Sal con no menos de quince casos de niños desaparecidos. Había escondido trofeos de sus restos en una bóveda bajo su cama. Entonces lo comprendí, la razón de los frecuentes viajes de Sal durante su juventud. Había realizado sus hazañas despreciables lejos de casa para no ser atrapado.
Esto puede sonar extraño, pero aún estoy agradecido por la amistad de Sal. Como expliqué anteriormente, no soy un hombre muy sociable. Cuando superas los veinte años, se vuelve mucho más difícil conocer personas afuera de tu empleo, y los amigos que haces tienden a alejarse. Sal me ayudó en tiempos difíciles, y siempre estaré agradecido por su amistad. Aún me lamento por él... aunque no por las partes malas. Esto días, he dejado de beber y no he puesto un pie en un bar desde que Sal murió. Mi ex y yo estamos juntos de nuevo y puedo ver a mi hija cada día. Ese es el regalo más grande de todos. Supongo que, en cierta forma, la pérdida de Sal fue una de las mejores cosas que me pudieron haber pasado.
En mi camino a casa el día de ayer, vi un cuervo con aquellos familiares ojos serpentinos destellando como faros. Asintió con complicidad, y supe que nos entendíamos mutuamente. Entre las posesiones horrorosas encontradas en la casa de Sal, recuperaron una bolsa de viaje bien preparada y un boleto de ida para México con la fecha del día posterior a su muerte, así como cientos de fotografías de mi esposa e hija. Aquel sujeto las había salvado. Y es por esa razón que le sonreí al cuervo y pronuncié una palabra sencilla: «Gracias».