10. Piel rojo tomate

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Luego de haber estado un rato charlando con West en el agua, me agarró frío y comencé a tiritar. Él lo notó, y me ofreció salir de la piscina. Yo accedí, y ambos salimos. Agarré mi toalla y me envolví en ella. El sol estaba empezando a bajar, no tenía ni idea de qué hora era. West agarró su toalla y comenzó a secarse. Yo aproveché la oportunidad, después de todo los ojos están para mirar. Observé su cuerpo y el movimiento de sus músculos: realmente tenía una figura para volver loca a cualquiera. En ese momento me pregunté si sería capaz de mantenerme alejada de él, siendo que era el mejor amigo de mi hermano. Me perdí en la suavidad de sus movimientos.

—¿Quieres binoculares para mirar mejor los detalles? —me preguntó. Inmediatamente mis mejillas se colorearon.

—Pues, no estaría mal.

Él rió. Yo soy bastante vergonzosa, pero desde chica he cubierto mi vergüenza con comentarios pícaros. 《No permitas que tus enemigos (ni tus amigos) te vean sangrar》como lema de vida. Me terminé de secar el cuerpo y colgué la toalla en la reposera, para que se secara con el sol. Yo también quería secarme, principalmente la bikini, así que me recosté en la silla de madera. Me coloqué los lentes de sol, y me dispuse a recibir sus rayos uv. Siempre fui una persona muy blanca, más que nada porque en Alaska no me exponía seguido al sol, así que al llegar a San Francisco me puse como objetivo broncearme. Y en ese momento iba a empezar a cumplirlo. Vagando en mis pensamientos, olvidé la existencia de West. Al cabo de un rato, cuando me percaté de que lo ignoraba, abrí los ojos y miré hacia donde lo vi la última vez. Ni él ni sus cosas estaban. Se había ido. Había sido lindo charlar con él, y lo cierto era que el chico estaba como quería, me atraía, y mucho. No dejé que su ausencia me perturbara. Hurgué en mi bolso en busca de auriculares y mi móvil. Cuando los encontré, me puse a oír música, me levanté los lentes de sol y cerré los ojos.

***
《Qué cama incómoda》 pensé,《Tengo que cambiar el colchón》. Me revolví. Una correntada de frío azotó mi cuerpo. Mis frazadas se habían escurrido, así que, aún con los ojos cerrados, me incorporé y estiré los brazos en su búsqueda. El cuerpo me ardió intensamente. Abrí los ojos del dolor. Frente a mí había una enorme piscina. Diablos, me había quedado dormida en la reposera. Ya había anochecido. Miré mi teléfono: eran las siete p.m., Connor ya debía estar preocupado. Me miré el cuerpo en bikini: mi piel estaba a rojo vivo. La espalda también me ardía, así que supuse que me había movido al dormir, y el sol me había pegado también allí. Me levanté de la silla de madera y junté mis cosas. ¡Imbécil, se había vengado por haberle hecho creer que era la novia de Cnor! Sobre la bikini ya seca me puse nuevamente los shorts de jean y el top. Agarré mi bolso y me lo coloqué a duras penas sobre el hombro. Sería un largo trayecto de vuelta a la residencia. Puse la dirección del Instituto en Google Maps y comencé mi camino hacia allí.

Durante el trayecto a casa, quise morirme. La espalda, la panza, el pecho, las piernas, el rostro me ardían como el mismísimo infierno. En ese momento, odié a San Francisco con su clima cálido, a pesar de que sabía que había sido mi culpa por no usar protector solar y, encima, tirarme al sol unas cuantas horas. Encima me había perdido el entrenamiento de gimnasia artística. Mi suerte era tremendamente asquerosa. O, más que mi suerte, mi descuido. Llegué a la habitación como a las ocho de la noche. Connor no estaba. Me senté en la cama y comencé a quitarme la ropa. Fui hacia el baño, y me miré en un espejo. Mi piel estaba color rojo sangre, aunque me había quedado una marca blanca con la forma del bikini.

Aguanté las ganas de llorar de frustración y dolor, me puse la ropa interior (aunque no sostén) y la sudadera que me había dado West. Salí del baño y me tiré en la cama. Si seguía así al día siguiente, no asistiría a clase, sería muy idiota de mi parte. Comencé a reírme, en realidad era muy graciosa la escena. Al cabo de un rato, mi tímida risa se convirtió en una desquiciada carcajada. Y me reía aún más cuando me ardía la piel del abdomen a causa de mi risa. Y todavía más cuando pensaba que era un círculo vicioso. Aquella fue la imagen que el pobre Adam encontró al entrar en la habitación: una loca adolescente de piel roja que se reía psiquiátricamente mientras se quejaba de dolor. Me miró como si necesitara ayuda profesional.

—Aixa... ¿Quieres que llame a Connor?

Me levanté de la cama limpiando mis lágrimas (que ya no sabía si eran de risa o dolor) e intentando no rozar una de mis piernas con la otra me acerqué a él. Para mi disgusto, él retrocedió.

—¿Para qué querría que lo llamaras? —pregunté con una ceja enarcada.

Adam pensó dos veces su respuesta.

—Pues para que venga a ayudarte. Aixa, estás literalmente frita.

Asentí. ¿Qué podía decirle? Tenía razón, me había freído al sol.

—Vamos, acompáñame.

Me agarró por la muñeca y me arrastró hacia la puerta. Cuando emití un quejido de dolor, me soltó. Abrió la puerta contigua a la de mi residencia y entró. Al ver que yo me quedaba afuera, me miró impaciente y volvió a tirar de mí, pero esta vez agarrándome del dedo corazón. Observé el ambiente. Su habitación estaba bastante ordenada. Era estructuralmente igual a la mía, aunque él tenía las camas en otra posición, paralelas entre ellas. Entre medio de ambas camas se encontraban Connor y West, sentados como indios en el suelo. Cuando Adam cerró de un portazo, ambos se giraron. Connor abrió los ojos de par en par y West contuvo la risa. Qué fastidio.

—¿Qué? ¿Tengo monos en la cara, zanguangos? —pregunté, consciente de mi pobre insulto, poniendo los brazos en jarra y aguantándome el quejido.

West fue el primero en hablar.

—Justamente monos en la cara no, pero caminas como un pingüino rengo y estás más roja que Marte.

Genial, se estaba burlando de mí. Rodé los ojos y fruncí el ceño. Por su parte, mi hermano salió de su estado de trance. Se levantó y vino a paso apurado hacia mí.

—Axie, ¿que te pasó? ¿Estás bien? ¿Necesitas que te acompañe a la enfermería?

Lo miré atónita, ¿es que acaso, viviendo en California, nunca se había quemado con el sol?

 —No, gracias Connor. Lo que sí necesito es alguna crema para las quemaduras de sol. ¿Alguno tiene?

Se miraron entre ellos como intentando descifrar mis palabras. Luego de un rato, simplemente se me quedaron mirando. Bien, supuse que debería ir a comprarme una.

 —Adam, ¿quisieras llevarme al centro de la ciudad, a una farmacia? Lo cierto es que no estoy físicamente apta para caminar... O ir en moto.

Adam asintió y agarró sus llaves y, junto a West, agarraron sus abrigos. Yo aún tenía puesta solamente la sudadera, así que pasamos con Connor por nuestra habitación. Me puse mis leggins negras (que Dios me libre de aquel ardor que recorrió mi cuerpo cuando lo hice), mis crocs y me encaminé hacia la puerta. Adam se subió al asiento del conductor, y yo (como pude) me apresuré para subirme al del copiloto. Para suerte mía, West y Connor accedieron sin quejas a la parte trasera del Range Rover negro. El viaje transcurrió tranquilo: los tres chicos iban cantando a todo volumen (y desafinadamente) el disco Out of our heads de los Rolling Stones. Cuando llegamos, fue Connor quien bajó a comprarme la crema, y yo me quedé a solas con los dos Garx.

Hoy en día sigo sin entender cómo es que no estaba asustada. Fui a un Instituto sin conocer a nadie, me quedé viviendo con un extraño con el que compartía sangre y permitía que tres extraños me llevasen para cualquier lado. En fin, el momento se volvió incómodo cuando Adam se aburrió y decidió hacerle compañía a Connor.

Será cosa de chicos [EN PAUSA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora