Éramos cinco, cinco felices niños, cinco traviesos niños, cinco despreocupados niños, como todo niño debiese ser. Pero digo, éramos.
Al principio empezó con Lucas, el mayor y aún así el más alocado y despistado. Él, simplemente, un día desapareció. En un primer momento no nos extrañamos mucho de que faltara a una de nuestras reuniones en el parque, era normal en él. Nunca llegamos a pensar que le hubiera pasado nada malo o extraño, bueno, hasta que lo encontramos. Aquella imagen horrible de sus ojos sin vida aun rondan mi cabeza en mis más oscuras pesadillas.
Lo encontramos colgado de una horca, en uno de los más altos árboles del cementerio que encontrábase al lado de nuestro parque de reuniones. Creo que aun ahora investigan el cómo pudo subirse allí y colgarse, o el cómo alguien pudo subirlo allí y colgarlo.
La mirada de desolamiento se leía en nuestras caras. Sin embargo, ninguna tristeza dura para siempre. Nos costó tiempo, pero lo superamos.
Por un tiempo todo volvió a estar bien, hasta que la pequeña Elena desapareció.
En cuanto supe de su ausencia corrí, corrí lo más que pude. Mis pasos me condujeron hasta aquel horrible árbol, donde meses atrás mis ojos contemplaron la sentencia de muerte de mi amigo. Cerré los ojos, no me atrevía a mirar hacia arriba. El viento soplaba, se oía el balancear de un peso suspendido en las alturas. Ya sabía lo que era. Cerré los ojos con más fuerza. No, no miraría. Estuve así por mucho tiempo.
Oí a mi alrededor como llegaron los adultos, avisados por los niños. Oí como bajaron el cuerpo de la pequeña Elena. Oí como se la llevaron entre lloros y lágrimas de desolación. Yo estuve allí quieto, con los ojos apretados con fuerza, hasta que todos se fueron Entonces abrí los ojos. Miré a mi alrededor.
-No ha pasado nada -dije con voz calmada.
Y dando media vuelta, me dirigí a mi casa.
Ya sólo quedábamos tres: Dani, Olivia y yo. ¿No decía antes que todo se superaba? Pues me equivocaba. Se puede superar una muerte, y más aun cuando eres un niño ya que la muerte se ve como algo surrealista, fantasioso y extraño. Pero no cuando has visto a dos de tus amigos muertos, vacíos y sin vida frente a tus ojos. No, eso no se supera.
Desde entonces me acostumbré a caminar sólo, sin rumbo, como un ermitaño, sumido en mis más profundos pensamientos. Mis pasos siempre me acababan dirigiendo a la entrada del cementerio donde tantas desgracias había presenciado.
Nunca había vuelto a entrar, pero aquel día una fuerza más allá de mi conciencia me empujó a hacerlo. Una desgracia se temía. Más aun cuando llegué al desprestigiado árbol y alcé la vista hacia su copa. En una de las más altas ramas se encontraba Olivia. De pie en la rama me miraba y sonreía siniestramente. Una soga iba enroscada a su cuello. Yo la miraba aterrorizado, sin poder apartar la vista. Ella apartó la mirada, dirigiéndola a la luna mientras tarareaba y reía. Entonces saltó.
Lo vi todo. Vi como reía, como saltaba, como seguía riendo y tarareando mientras la cuerda la ahorcaba. Vi como la vida se iba yendo de sus ojos, como su risa se fue apagando hasta que su cuerpo quedó inerte, balanceándose al son de la brisa nocturna.
No me moví de allí en toda la noche. No lo recuerdo exactamente, pero algún tiempo después apareció Dani, colocándose a mi lado y mirando a Olivia tal y como yo lo hacía.
En algún momento de esa noche acabé perdiendo la consciencia. Cuando desperté me encontraba en mi habitación, como si nada hubiese pasado.
Nadie dijo nada, nadie me contó nada. Los días seguian pasando, noche tras noche, pesadilla tras pesadilla.
No volví a salir de casa. Por oídos ajenos me enteré que semanas después de la tragedia de Olivi, encontraron a Dani colgado de aquel mismo árbol.
Pronto llegaría mi turno.
Ocurrió una noche de luna llena. Una hermosa melodía inundó mis oídos, colapsando mis sentidos. Me sentí levitar, mi cuerpo no respondía a mis actos. Mis pies empezaron a caminar siguiendo sus propios pasos. Me condujeron a través de las calles en dirección al cementerio hasta acabar a los pies del árbol. Empecé a escalar sin apenas ser consciente de ello. Una repentina alegría me invadió. La luna me miraba cantándome dulcemente, envolviéndome en su cálido brillo.
Sentía una extraña presión en el cuello. Alcé las manos palpando una cuerda enrollada alrededor del mismo. No me sentí asustado, ni siquiera perplejo. Solo sentía tranquilidad, una tranquilidad infinita. La melodía seguía sonando en mi cabeza. Empecé a tararearla mientras la luna me sonreía, y yo le devolvía la sonrisa. Di un paso adelante, cayendo al vacío. Seguí sonriendo y tarareando mientras la cuerda me asfixiaba. Nada ya me preocupaba ni asustaba. Seguí cantando mientras las últimas gotas de mi vida fluían a través de la dulce melodía: "Y la luna apareció, cantando esta hermosa canción. A los inocentes engañó y con su canto hipnotizó, arropándolos y llevándolos para siempre, a donde nunca brillará el sol..."
FIN
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Al canto de la Luna.
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