Apenas comes nada ese día. Aunque te paseas por el jardín y los pisos superiores, tu cabeza se mantiene anclada en el sótano y al final decides revisar las pertenencias del chico. Cuando le encontraste, solo llevaba encima un anillo con una semi esfera de cristal engarzado, un curioso espejo negro sin mango, una cuerda con la que debió ayudarse para escalar el muro y una navaja. Cuando terminas, lo vuelves a guardar todo y optas por lo más sensato: preparar un listado con las preguntas que quieres hacerle. Él probablemente intentará que pierdas la atención, pero no debes dejar que eso suceda. No, si quieres averiguar qué hay más allá del jardín.
Cuando las tienes listas, vuelves a bajar. Afuera, el sol del ocaso tiñe las hojas de los árboles de un naranja tan intenso que parecen envueltas en llamas.
El chico, Springtrap, se encuentra tumbado en el camastro, con la mirada clavada en el techo.
-Necesito que contestes a unas preguntas- le dices.
-¿Por qué estoy aquí?
Su tono de voz es el que tu deberías haber utilizado con él. Tan directo y exigente que no puedes evitar responderle, aunque sepas que estás invirtiendo los papeles.
-Eres mi prisionero.
-¿Por qué motivo?
- Cruzaste el foso y saltaste el muro.-Esperas alguna respuesta por su parte, pero se limita a encogerse de hombros como si no le diera importancia, y tú añades-: Este es mi hogar, ¿lo entiendes? Y no te liberaré hasta que esté seguro de que no supones ninguna amenaza.
-Ah, entonces existe la posibilidad de que me dejes marchar.
No queda rastro del joven asustado que habías dejado la noche anterior. ¿Lo has provocado tú? Tardas en contestar, y cuando lo haces, tu voz suena algo débil.
- Una muy pequeña.
Parece que él ha quedado satisfecho con tus respuestas y que te cede el turno, algo que te enfurece, aún más.
- ¿Quién eres y qué hacías en mi jardín?
- Conoces las respuestas a ambas preguntas. ¿Por qué las repites?
- ¡Contesta!- tu grito le sobresalta, pero se mantiene inmóvil sobre el esmirriado colchón.
- Mi nombre es Springtrap- Comienza- y estaba en tu jardín porque crucé el muro.
- ¿Te burlas de mi?
- No, respondo a tus preguntas. ¿Hay más?
- Pues claro que...- Revisas el papel en el que las has garabateado antes de añadir-: ¿De donde vienes?
- De más allá de tu muro.
- ¡Eso ya lo sé!
- Entonces ¿por qué me lo preguntas de nuevo?
Piensas que es absurdo. Que se está riendo de ti.
- Podría matarte ahora mismo- amenazas.
- Lo sé. Pero aún no lo has hecho y me intriga saber por qué.
«¿Que le intriga...?» Esta vez sientes que te sonrojas.
- Dime que hay más allá del foso.
- Árboles.
- ¿Y después?
- Más árboles.
Aprietas los puños hasta clavarte las uñas en las palmas.
- ¿Y... después?- insistes entre dientes.
- Más árboles.
El golpetazo de tus puños contra los barrotes te hace daño, pero la rabia en tu interior es demasiado intensa como para darte cuenta.
- El hambre te quitará las ganas de reírte de mí. - dices y, sin darle tiempo a responder, te vuelves y subes de tres en tres los escalones de vuelta a la superficie.
Al llegar, cierras de un portazo y te encaminas al jardín, dispuesto a cubrir cada palmo de muro con tantas trampas y espinos que nadie pueda cruzar para entrar... ni tampoco para salir.
Te vas temprano a dormir, pero a pesar del agotamiento, no descansas. El sueño es interrumpido con imágenes extraños, gritos imaginados, sombras que se enrollan en las ramas de los árboles, que suben desde el foso, que se arrastran por el muro, que escalan las paredes y que tratan de ahogarte.
Despiertas con tu propio alarido, empapado en sudor a pesar de estar semidesnudo. El dosel de la cama está rasgado. Cada mañana juras quitarlo, pero cada noche te encuentras rememorando cómo jugabas enrollándote en él cuando no eras más que un niño, y eres incapaz de hacerlo. Padre te contó que lo puso tu madre cuando naciste, que estaba hecho con gotas de rocío para protegeros de las criaturas mas allá del jardín. Está claro que nada podía hacer contra las que vivían dentro.
La echas de menos, quizá porque nunca la conociste. Cuando Padre se enfadaba y te gritaba, el recuerdo imaginado de tu madre era lo único que lograba consolarte. Inventaste su voz, inventaste sus nanas, incluso su aroma. Eran mentiras que te gustaba creer y que te ayudaban a superar la verdad del mundo en el que te había tocado vivir. Era un hada. Una hechicera. Se había hecho invisible para todos, menos para ti. Y todo se volvió un poco más real, un poco más aceptable, cuando encontraste su diario.
En noches como esta en las que te desvelas, sales de la cama y abres la puerta del armario con el espejo. Ahí, enterrado debajo de todas las prendas que guardaba Padre, hay un tablón suelto que un día, jugando a esconderte dentro, arrancaste sin querer.
El diario estaba detrás.
Está encuadernado en piel y las hojas son de pergamino. La caligrafía de tu madre es tan delicada como el vaivén de la caída de un pétalo de rosa. O solo lo piensas porque una vez Padre te contó que los rosales fueron plantados por ella, por tu madre. En cualquier caso, es una letra bonita escrita con tinta negra. La conoces de memoria, tanto que incluso has conseguido imitarla a la perfección y la has hecho tuya.
Una manera más de que forme parte de ti
La primera vez que leíste el diario lo hiciste con premura, tratando de encontrar respuestas a tus preguntas. Respuestas que tu padre no estaba dispuesto a ofrecerte. Pero pronto te diste cuenta que lo único que tenía de diario aquel cuaderno eran fechas que precedían a cada entrada. Lo demás eran cuentos y fantasías sin más sentido que el que la imaginación del lector podía ofrecerles.
En ellos hablaba de reinos lejanos, con reyes egocéntricos y déspotas que no escuchaban las advertencias de sus súbditos. Reyes holgazanes que buscaban la perfección y que trataban como esclavos a quienes les servía fielmente para cumplir sus deseos. Las riquezas que tenían no eran nunca suficientes y siempre buscaban más, enemistándose con todos los países vecinos, tratando de robarles sus territorios y a su gente.
Las vidas de sus soldados no significaban nada para ellos y las malgastaban como puñados de arena en una playa. Tanto era así que al final los soldados se acabaron extinguiendo.
Nadie quería pelear más. Las tierras estaban arrasadas, regadas por sangre más que por agua. Pero eso no hizo que la ambición de los reyes disminuyera, al contrario. Se desesperaban por encontrar más lugares en los que plantar banderas y obligaron a los más jóvenes a luchar, y también a los enfermos, a la mujeres y a los ancianos. Les daba igual.
Fue entonces cuando sus súbditos encontraron la respuesta a sus plegarias en sus propias creaciones. Dieron vida a los juguetes con poderosos hechizos. A los relojes de cuco, a las cajas de música. Y les pidieron que acabaran con los reyes que hasta aquel momento habían jugado con sus vidas. Y así los derrocaron. Pero la ambición corre por la sangre de todos los hombres, y cuando los niños se hicieron adultos, la codicia y la absurda necesidad de gobernar lo que no es de nadie enraizó en ellos y se alzaron con los juguetes como armas. Armas tan sofisticadas que incluso olvidaron los conjuros para controlarlas y al final se volvieron contra ellos.(1)
Siempre que lees el cuaderno lo haces de principio a fin. Hasta las últimas palabras escritas por tu madre:«Para que se los cuentes a Golden cuando pueda entender».
- Ya puedo entender, mamá -le dices al diario, como si fuera una ventana hacia tu madre. Te acurrucas en la cama de nuevo. Con el cuaderno entre los brazos mientras el sueño va regresando poco a poco. -Pero no entiendo... No lo entiendo...
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Garden; Goldentrap
AcakSiempre quisiste salir, Golden, pero... ¿No sabes que la curiosidad mató al gato?