Reflejo

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El día esperado de su cumpleaños había llegado, dieciocho años es una edad que todo adolescente ansía tanto como las praderas esperan la primavera. Sus padres habían preparado un almuerzo familiar y para la noche una fiesta con todos sus amigos. Diana estaba extasiada y, a la vez, temerosa. No sabía qué esperar de la vida en todo el esplendor que significa una nueva etapa, era adulta, legalmente dueña de sí misma.

El almuerzo le trajo una agradable sorpresa, por primera vez conoció a su bisabuelo Marcos, un anciano canoso, con las cuencas de los ojos hundidas, y su piel casi pegada a los huesos; sin embargo, era lúcido, además de fuerte como un roble, a sus noventa y cinco años. No había venido solo, en su equipaje estaba incluido el regalo para su bisnieta. En medio de la comida, cuando todos brindaban por Diana, el anciano se incorporó y fue en busca del paquete, lo había forrado con papel de colores y un lazo púrpura. Se lo entregó con una sonrisa, aunque Diana notó algo en su mirada que no logró comprender.

—Sé que te gustará, no podrás vivir sin él, tu bisabuela lo adoraba —dijo el anciano. Diana abrió el paquete inmediatamente, era un espejo cuyo brillo no envidiaba al mismo sol. Estaba rodeado por un marco de oro que había sido labrado con maestría, quizá por un artista famoso de la época de la colonia española.

— ¡Es hermoso!, no sé qué decir —contestó Diana. Su imagen se impregnaba de un aura imposible de distinguir, pero que realzaba la belleza de la jovencita. Agradeció con varios besos en la mejilla al anciano, pidió permiso para retirarse y fue a su cuarto para colgar el espejo en la pared frente a su cama. Horas pasó contemplándose, arreglándose, y cambiando de mudada una y otra vez.

En la mesa quedaron algunos parientes, unos alegres y otros nostálgicos, uno de éstos últimos se atrevió a preguntar qué había pasado con la bisabuela. El anciano bajó la cabeza y después de enmudecer por unos instantes explicó que había desaparecido algunos años atrás, que nunca la encontraron y que la policía había decidido darla por muerta. La noticia impactó tanto a los comensales que nadie terminó la comida, y las sonrisas desaparecieron de sus rostros hasta bien entrada la tarde. El mal momento se disipó cuando los amigos invitados de Diana empezaron a llegar para la fiesta.

Daban cerca de las nueve de la noche, pero la cumpleañera no bajaba, sus padres no iban a buscarla porque creían que estaba arreglándose, sabían que era indecisa con respeto al vestuario. No obstante, cuando Alberto llegó, la hermana menor de Diana corrió a la habitación para avisarle. Diana estaba radiante, hermosa como pocas veces, con un vestido ceñido al cuerpo y una trenza en sus negros cabellos que dejaba apreciar sus pronunciados pómulos. Pero no se movía de frente al espejo.

—Diana, Alberto ya llegó —le dijo su pequeña hermana, pero Diana no respondió, ni siquiera volteó a verla. La pequeña volvió a insistir, al no recibir respuesta, se puso frente a su hermana, subió a un pequeño banco y la miró a los ojos, entonces su hermana volvió en sí.

—¡Alberto está aquí! —le gritó. Diana abrió los ojos de par en par, sintió ese revoloteo en el estómago, ese que algunos describen como mariposas. Ella estaba enamorada de aquel muchacho, alto, moreno, fornido. Bajaron ambas y los invitados aplaudieron al ver a Diana, abrazos, besos, regalos, todo parecía un cuento, excepto por los comentarios que le daban y que Diana no comprendía. "Es hermoso tu mechón, ¿dónde te lo hiciste?", "me encanta tu nuevo estilo", "Vaya que eres atrevida con tu cabello" le dijeron, Diana solo sonreía, no sabía de qué hablaban, hasta que fue al baño y se vio en el espejo, no en el que había sido su obsequio, en uno pequeño del baño de invitados. Su cabello tenía un mechón de canas que había aparecido de la nada, tenía bolsas debajo de los ojos, con unas ojeras extremas, y notó algunas arrugas en su frente. Culpó a la iluminación del baño y decidió ir a su dormitorio para verse mejor, en el espejo del bisabuelo. Encendió la luz y miró su reflejo... nada. Ni mechón, ni bolsas, ni arrugas. Estaba perfecta, hermosa... joven. Durante más de una hora no volvió a salir, casi nadie lo notó gracias al alcohol y la música, excepto Alberto, que le tenía un regalo. Con ayuda de la hermana menor entró en la habitación de Diana, la contempló por un instante, estaba de espaldas a la puerta, mirando el espejo, su reflejo era hermoso. Se acercó y llamó su nombre con delicadeza. Ella no respondió. Alberto tocó su hombro y ella volteó a verlo, el muchacho salió corriendo, lleno de temor, apenas balbuceó un par de palabras a los padres de la cumpleañera y se marchó. Diana no volvió a bajar a la fiesta.

Pasada la media noche, los invitados se marcharon, solo quedaron en la casa los padres, la hermana y el bisabuelo de Diana. Subieron para averiguar por qué su hija se había ausentado de la celebración. Al entrar, no encontraron a su hija, sino un esperpento. Su cabello se había vuelto canoso, como la nieve, sus ojos rodeados de arrugas y las curvas de su cuerpo no existían más. Su madre se desmayó, su padre no supo qué decir. Solo el abuelo alcanzó a balbucear algo:

—La maldición del espejo, eso es. No pensé que era real pero lo es. El espejo le roba la juventud, le arranca la vida, si no hacemos algo, morirá. Ella debe romperlo, nadie más puede hacerlo, solo ella". El padre de Diana trató de convencerla, pero ella se negaba, porque la embrujada imagen que proyectaba el espejo la hacía ver más y más hermosa. Una cachetada hizo que entre en razón. El padre cubrió el espejo y, roto en parte el encanto, Diana recuperó la lucidez. Al ver sus manos llenas de arrugas lloró amargamente. Su bisabuelo y su padre le explicaron lo que debía hacer. Le trajeron un martillo para que realice su labor, le costó levantarlo, perdía la fuerza en sus miembros, perdía la vida a cada segundo. Con sumo esfuerzo levantó el martillo y soltó el golpe mientras su padre quitaba el manto que cubría el espejo. Diana se vio nuevamente reflejada, llena de hermosura y juventud, el martillo golpeó el objeto maldito. Luego... obscuridad, a lo lejos escuchaba lamentos, gritos y lloros. Miró a todos lados sin encontrar un rayo de luz. No supo cuánto tiempo pasó, quizá horas, quizá días enteros. De repente, vio un halo de luz a lo lejos, corrió hacia él. Vio su habitación, vio a sus padres, a su hermana, a su bisabuelo, pero todo estaba al revés, tal como se ve en el reflejo de un espejo, quiso tocarlos, pero sintió una barrera invisible, gritó sin ser escuchada, lloró sin ser observada. Ahora era parte del espejo.

En el otro lado, sus padres exigían una explicación al bisabuelo, él, lloraba amargamente, solo se encogió de hombros, se marchó, no sin antes dejar la promesa de averiguar qué hacer para traer a Diana de regreso.

Dos días después, el anciano entraba en sus aposentos, su casa vacía mostraba algunos cambios, corrió con la misma fuerza que tenía a sus veinte años. Entró en el dormitorio.

—Marcos. ¡Me encontraste!

—Amor mío, ¡te extrañé tanto! Te dije que encontraría la forma, te dije que lograría sacarte del espejo. Aunque no me sienta orgulloso de hacerlo.

El anciano abrazó a su esposa, la besó y luego cayó muerto en su lecho.     

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⏰ Last updated: Aug 02, 2017 ⏰

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