La puerta se cerró y la bulla, que hasta ese entonces había inundado la casa, se fue escurriendo por las rendijas, convertida en un murmullo, para luego desaparecer por completo. El silencio se le antojó placentero. Parado al centro de la habitación, con las manos en la cintura, aspiró profundamente. Mientras movía lentamente la cabeza de un lado a otro, se dedicó a hacer un reconocimiento. A excepción de unos cuantos juguetes desperdigados por el suelo y uno que otro cojín fuera de su sitio, parecía no haber mayores daños. Se limitó a recogerlos pesadamente, mientras se preguntaba cómo era posible que dos niños tan pequeños pudieran provocar tanto alboroto. La verdad es que a sus 57 años ya no tenía la paciencia de antes. Ni aún tratándose de sus nietos.
Se propuso disfrutar de la reciente paz adquirida. Su esposa y sus nietos no regresarían por lo menos en un par de horas. Muchas veces se había preguntado de dónde sacaba ella fuerza y paciencia para lidiar con ese par de "angelitos" cada vez que su nuera se los encargaba. Cuando le hacía la pregunta de manera directa, su esposa se limitaba a decir mientras le apretaba maternalmente una mejilla: – "Si puedo aguantarte a ti..." evitando de esa forma explicar sentimientos que sólo alguien que ha sido madre entendería. Apartó sus pensamientos de ella. Quizás algún día lo comprendería, por ahora lo único que importaba era que tenía la casa sólo para él. Al dar una última mirada a su alrededor, el periódico sobre la mesa de centro llamó su atención. Recordó entonces la batalla pendiente.
Desde que tenía memoria y más aún desde que se jubilara de la docencia hace 8 años, Eduardo Moreno había dedicado muchos de esos momentos de soledad a resolver uno de sus pasatiempos favoritos: El Geniograma, intrincado juego de palabras cruzadas que publica el diario "El Comercio" todas las semanas. En realidad, su pasión por la lectura, la curiosidad y el ansia de conocimiento, razones que lo llevaron a ser maestro, se forjaron mucho tiempo atrás cuando rodeado de diccionarios y enciclopedias, pasaba horas enteras enfrascado en desigual lucha intelectual con M. Lara, quien en 1960 creará el primer Geniograma y cuya firma aparecía desde entonces, estampada al pie de los mismos. ¿Quién era aquel misterioso personaje que entrelazaba complicados laberintos de palabras? Desde que se convirtiera en su rival semanal, Eduardo había estado pendiente de todo lo relacionado con él. Sabía que era un boliviano y abogado de profesión que tuvo que dejar su país por motivos políticos. Sabía que le gustaba escuchar a Mozart, Chopin o Gershwing cuando preparaba sus Geniogramas. Sabía que utilizaba el Petit Larousse, la Enciclopedia Británica y que había leído las mejores obras de la literatura mundial. Sabía que le apasionaba el arte, el cine y la actualidad política. A decir verdad, todo esto demostraba que resolver por completo los Geniogramas, había pasado de ser una pasión a convertirse en una obsesión. A pesar de existir la posibilidad de ganar un premio económico éste no le interesaba. Eduardo Moreno pertenecía a ese 42% de geniogramistas que, según una encuesta realizada por el propio diario "El Comercio", sólo lo resolvían por placer. Aunque en su caso la palabra placer se quedaba corta. Más que placer, cada Geniograma resuelto constituía la derrota del creador y la victoria del maestro. Su victoria.
Decidido a obtener el éxito una vez más, Eduardo se dirigió hasta su fiel equipo de sonido Pionner y buscó entre las cintas que tenía apiladas alrededor. Fue revisándolas una a una hasta que encontró lo que buscaba, "Rapsodia en Blue" de Gershwing por supuesto. Se había convencido que para vencer a su rival tenía que pensar como él. Extrajo el cassette de su estuche de plástico transparente y procedió a colocarlo en la casetera. Apretó con firmeza la tecla de "play" y mientras escuchaba el ruido silencioso previo al concierto, se dirigió al sofá junto a la mesa de centro. Allí y al compás de las primeras notas cumplió con un riguroso ritual: Dobló cuidadosamente el periódico dejando a la vista los aproximadamente doscientos ochenta bloques cuadriculados, entre flechas, inscripciones y casilleros en blanco, y alrededor de nueve imágenes colindantes con los bordes superior e izquierdo que constituyen el alma del Geniograma. Se puso los lentes para leer, los cuales había limpiado previamente con su pañuelo. Buscó en sus bolsillos y extrajo su viejo encendedor Zippo junto con una cajetilla de Marlboro. Mientras daba un vistazo al Geniograma a medio resolver, encendió el primer cigarrillo y dando una profunda pitada pensó: –"Bueno Lara, aquí estoy de regreso y no me corro".
Dada su experiencia con este desafío de ingenio e ilustración y al hecho que Lara, luego de tantos años inevitablemente y con mucha frecuencia se veía forzado a repetir imágenes, frases y preguntas, Eduardo usualmente resolvía cerca del 60% del Geniograma tan sólo con los datos almacenados en su cabeza. Un 15% esperaban una que otra letra para la correspondiente verificación y el resto era completado con los diccionarios que había ido acumulando con el paso de los años. El infaltable Petit Larousse, edición 1977, cuyos bordes amarillentos y pasta forrada con papel de regalo reflejaban un uso intenso. El diccionario de Sinónimos e Ideas afines de Fernando Corripio, obsequio de su hijo mayor. El Atlas de Anatomía de V. Pauchet y el Diccionario Bibliográfico Universal Navarrete, comprados a un vendedor ambulante de libros usados de la Av. Grau luego de tenaces regateos. Todos ellos se hallaban bajo la mesa de centro y constituían sus armas en este cruzado enfrentamiento.
Dando otra pitada al cigarrillo y mientras dejaba salir el humo lentamente, revisó el Geniograma como quien revisa las posiciones en un campo de batalla. La frase principal estaba resuelta: "No es para morir que yo pienso en la muerte, es para vivir" Malraux. Pero aún quedaban muchos espacios en blanco y esperaba poder encontrar alguna respuesta más sin recurrir a los libros. Muchas veces había ocurrido que luego de descansar un rato, hallaba respuestas donde antes sólo había interrogantes. Efectivamente, encontró una: Nombre de Delibes, horizontal, tres letras. Se apresuro a escribir: Leo. Al cabo de un rato y después de buscar infructuosamente otra respuesta, cogió el Petit Larousse y una a una comenzaron a caer las posiciones del enemigo: Médico asesinado por Charlotte Corday, horizontal, cinco letras: Marat. Adherente, vertical, seis letras: Adnato. Navegante, vertical, cinco letras: Nauta. A medida que llenaba los casilleros, un sentimiento de superioridad lo iba llenando a él. Coartada, horizontal, cinco letras: Alibí. Pariente del Papa, vertical, seis letras: Nepote Ya se había fumado el último cigarrillo cuando completó algunas respuestas más y descubrió, consternado, que se encontraba atrapado. Dos respuestas dependían de una tercera: Sonido onomatopéyico de fractura, horizontal, cinco letras. Probó con todos los sonidos imaginados y ninguno encajaba. Debido a su obsesión compulsiva por resolver el Geniograma, empezó a alterarse. Eran las tres últimas respuestas. De ello dependía el resultado final. Victoria o derrota. Él o Lara.
Sonido onomatopéyico de fractura, horizontal, cinco letras. La interrogante rebotaba en el interior de su cabeza una y otra vez buscando una salida. Habían transcurrido cerca de dos horas. Su mujer, junto con sus nietos, llegaría de un momento a otro. Decidió calmarse y servirse una taza de café, quizás si dejaba trabajar a su subconsciente... Sonido onomatopéyico de fractura, horizontal, cinco letras. Dejó el Geniograma sobre la mesa, sin embargo, el Geniograma no lo dejó a él sino que lo acompañó en su mente hasta la cocina. Sonido onomatopéyico de fractura, horizontal, cinco letras. Mientras movía lentamente su café iba probando mentalmente posibles respuestas, pero ninguna de ellas encajaba. ¡Maldita sea! Por primera vez iba a perder. Levantó la taza de café humeante y se dirigió a la sala. Sonido onomatopéyico de fractura, horizontal, cinco letras. De pronto sintió como su cuerpo era tirado hacia atrás violentamente, lanzándolo por los aires en una extraña contorsión. Mientras caía, el tiempo parecía transcurrir en cámara lenta hasta casi detenerse. Einstein tenía razón, tiempo y espacio se habían disociado. Trató de intelectualizar la situación y entonces comprendió lo sucedido. Alguno de sus nietos había dejado tirado uno de los juguetes y él acababa de pisarlo. Recordó la taza de café que traía en la mano y pudo ver, con toda claridad, como volaba junto a él por los aires. Pensó en la caída. Quiso protegerse, pero era demasiado tarde. Hasta lo relativo tiene un final. Su cabeza golpeó fuertemente contra el piso al tiempo que la taza se hacía añicos a su lado. Fue cuando lo escuchó. Un ruido corto, seco, grave y profundo. No podía ser la taza ya que está había producido un ruido agudo. ¡Eso era! Sonido onomatopéyico de fractura, horizontal, cinco letras. Por fin tenía la respuesta. Se hubiera reído de no ser porque empezó a sentir un ligero adormecimiento en la cabeza que se iba acentuando rápidamente. Entonces se estremeció. Sonido onomatopéyico de fractura... Un ruido corto, seco y profundo... el adormecimiento de la cabeza. No había lugar a dudas, se había fracturado el cráneo. Estando de espaldas, trató de incorporarse, pero era demasiado tarde, su cuerpo se negó a responder. Tan solo pudo girar lentamente hasta quedar boca abajo. Sumido en la más profunda oscuridad, con el rostro pegado al frío piso y con el último vestigio de conciencia tuvo que aceptar la realidad. El Geniograma quedaría inconcluso.
Lara había ganado la batalla final.
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Vidas Cruzadas
Short StoryUn enfrentamiento cruzado. Dos enemigos que nunca se han visto. Un final inesperado.