La sociedad del tres

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Había ubicado la palabra que le molestaba. Fe.

Era imperfecta, porque no había forma de volverla parte del tres: ni sumando todas sus letras, ni restando, ni como múltiplo, ni en su significado. Pero ahí estaba, pintada en el muro del callejón, la vio claramente cuando tuvo que detenerse los tres minutos correspondientes tras tres minutos caminando. Ella sola figuraba, era una; no tres, ni seis, ¡ni siquiera nueve! Una.

Se había instalado en su cabeza y no lograba combinarla con nada, le sabía extraña y quería borrarla tan rápido como le fuese posible, pues solo quedaba uno entre los tres únicos minutos de libertad mental; luego, tendría que volver a pensar tres cosas, cada tres segundos, con tres palabras. Luego tendría que dejar de razonar por completo y moverse mecánicamente.

Fe, no encajaba de ninguna manera entre los tres principios que los regían y eso hizo aparecer su tic. Resultaba algo poco armonioso en el cuadro de la sociedad: no había fe en la codicia, no había en el odio y, aunque había una especie de ella en la ignorancia, estaba seguro de que no era la misma de la que hablaba aquella palabra escrita. Si esos eran los tres designios y en ninguno funcionaba, ¿quién podía querer escribir semejante palabra en el mundo?

Observó por un momento, frente a sí, el teclado en el que pronto tendría que volver a poner los dedos, porque necesitaba el dinero. ¿Para qué? Para nada, porque en nada lo usaba, por el simple hecho de tenerlo, porque debía tenerlo. Alternó la mirada a su derecha, el manómetro sonando al fondo, y miró las tres palabras en las que había pensado grabadas en una lámina de metal que colgaba en su pared.

Considerar que los dominaban tres principios que habían asumido como verdad absoluta, como parte de su naturaleza. Aquella sociedad, su sociedad, regida por la triada que todos habían asumido como algo inmutable y habían acordado seguir como a un supremo, armando leyes en torno a ello. Tenía treinta y tres años, la edad perfecta, pero no aguantaría hasta los próximos sesenta y seis, lo sabía; tal vez debía pedir permiso para el descanso entonces, para cumplir y morir en la armonía numérica.

Fe, ¿fe en qué? ¿En qué si no era en el dinero, en el poder, o en lo que conocía dentro de su propia estupidez?

La válvula de UraniaWhere stories live. Discover now