Caronte

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Miraba hacia tierra firme conforme su flota de barcos pesqueros avanzaba hacia la seguridad del hogar. La pesca era una vida dura, siempre había peligros en alta mar y Poseidón era caprichoso con quienes habitan sus dominios; era dura, sí, pero curtía al más débil y otorgaba el poder de predecir los elementos.

Llegados a puerto el capitán notó cómo su cicatriz, producto de una batalla hace años, comenzaba a escocer y doler de nuevo. Se sintió aliviado a pesar de la molestia, se habían librado por poco de una tormenta y podrían disfrutar del calor del hogar durante al menos dos noches más.

Caminaba tranquilamente, sin embargo, realmente estaba ansioso por cruzar el umbral de su casa y ver a su esposa por fin. Empujó levemente la puerta, el olor del asado inundaba la estancia. Junto al fuego se hallaba su esposa y en su vientre, su hijo. Suavemente besó a su esposa a la vez que tiernamente acariciaba el producto de su amor. Quedaba poco para que se produjera el milagro de la vida, pues llevaba encinta cerca de nueve meses.

La velada de ensueño que tuvo el capitán no fue más que una ilusión desvanecida por el furioso rugir de los truenos. La tormenta había llegado a tierra mucho antes de lo que había predicho, el agua que caía se podía contar por océanos, de haber estado en el mar hubiese muerto seguro.

La calma que le pudo otorgar ese sentimiento de seguridad desapareció en el momento en que las entrañas de su esposa se abrieron para dejar paso a una nueva vida. Su grito desgarrador rivalizó con el trueno que Zeus acababa de lanzar. El pánico paralizó al hombre, su mujer gritaba por ayuda y no había forma de socorrerla. La forma en que llovía impedía llamar a la partera de su villa.

Intentó calmarse, había estado en situaciones peores, y ya había pasado por algo parecido, presenció el nacimiento de sus tres hermanos, algo podría hacer. Cogió unos trozos de tela limpia y puso a calentar un poco de agua en el fuego, por ahora debía bastar con aquello.

Se acercó a su esposa y cogió su mano, la animaba a empujar a la vez que besaba su frente y rezaba a Hera para que mantuviese sanos a la madre y a su hijo. La desesperación cundía para el pescador que no estaba preparado para aquel escenario, el tiempo pasaba y no ocurría nada. Su amada cada vez tenía menos fuerzas y perdía más sangre, impaciente miró a ver si veía algo entre las piernas de la mujer.

Asombrado y pasmado al mismo tiempo, pues ya asomaba una cabeza y comenzaba a vislumbrarse el resto del cuerpo de la pequeña criatura, sólo unos empujones más. Zeus quiso mofarse de aquel que adoraba a su hermano impidiendo que presenciara el nacimiento de su vástago lanzando un rayo de luz cegadora. La luz inundó la habitación junto al llanto del niño.El pescador lejos de sentirse ofendido por la burla del dios nombró a su hijo Caronte, "brillo cegador".

Los años pasaron y el niño creció fuerte como su padre, taciturno como su madre. Compartía con su padre la pasión por la náutica y desde temprana edad surcó los mares. Aprendía el oficio de pescador que tan fuertemente corría por sus venas.

A todas luces un chico normal, enamorado del enorme océano soñaba con navegar durante toda su vida. A sus diecisiete años se vio obligado a sustituir a su padre como capitán de su flota, su viejo padre había enfermado y no era capaz de navegar. La empresa parecía imposible para un chaval de su edad, pero la afrontó con valentía. Sus primeras salidas a alta mar salieron de a pedir de boca, sin embargo, Poseidón seguía siendo caprichoso y volátil.

La segunda noche que pasaba en alta mar junto al resto de barcos que componían la flota le seguiría en sus peores pesadillas el resto de su vida. Sin una cicatriz que le ayudara a predecir los cambios en el temporal, o experiencia alguna leyendo las nubes o leyendo el vuelo de los pájaros una tormenta les asaltó en la tranquilidad del sueño.

La primera ola engulló dos barcas con tanta fuerza que acabaron haciéndose astillas, nada pudo hacerse por los tripulantes. Todos los marineros entraron en pánico, unos cuantos se lanzaron por la borda creyendo poder nadar hasta la costa, otros optaron por agarrarse a los maderos esperando flotar junto a la madera hasta que el temporal pasase. Los más curtidos se pusieron manos a la obra.

Arriaron las velas y dispusieron los timones, gritaban órdenes a aquellos que el miedo había paralizado y habían sido incapaces de huir. Era la primera vez que Caronte se enfrentaba a una situación así, en su interior se libraba una batalla feroz, su corta experiencia como capitán luchaba contra el instinto de salir huyendo de allí.

Treinta eternos segundos pasaron hasta que su instinto de huida triunfó sobre su razón. Echó a correr hacia uno de los pequeños botes que portaba su barca. Todo el egoísmo del mundo se concentró en su persona cuando impidió a alguno de sus subordinados abordar el bote.

Mientras remaba hacia su salvación y se disipaba su nerviosismo pudo escuchar las voces de sus compañeros lanzando maldiciones contra el capitán que los había abandonado a su suerte. Un rápido pesar recorrió su persona al darse cuenta de que había matado a sus compañeros por puro egoísmo.

Abandonó su vida al frente de un barco y huyó de una villa que lo había maldecido más allá de la muerte; sin embargo nunca abandonó su gusto por la navegación. Comenzó una nueva vida lejos de su amado mar, cambió los peces por un rebaño y el azul del océano por el verde de los prados.

Su vida transcurrió pacíficamente cuando la luz bañaba la tierra, sin embargo al caer la oscuridad se desataba el caos. Las caras de sus compañeros desfilaban delante de él, pútridas, descompuestas debido a la acción del mar sobre sus cuerpos. Todos le lanzaban maldiciones, condenando su vida a una infelicidad perpetua.

Conforme sus cabellos se tornaban blancos y brillantes como la luz que lo acompañó en su nacimiento el amor que sentía por el océano lo llamaba como el canto de una sirena. Viajó de nuevo hasta la orilla del mar, una barca lo esperaba rozando la espuma de las olas. Lentamente empujó la barca hasta el mar y subió en ella, empezó a remar océano adentro.

Había anochecido, se encontraba solo y abandonado en alta mar, quiso recordar por última vez la excitación de la pesca, lanzó unas redes esperando sacar algún pez. Algo se metió en las redes, Caronte tiró con sus últimas fuerzas para extraerla del agua, acompañando la red salieron sus camaradas, el producto de su pesadilla había acabado por volverse real.

Sus compañeros arrancaron la piel a tiras, despedazando a su capitán. Su segundo de a bordo hundió su pequeño cuchillo de pesca en sus tripas, abriendo su vientre en canal y sacando sus entrañas igual que antaño hubiese hecho con cualquier pez que hubiesen cazado. Caronte agonizaba conforme sus antiguos camaradas daban buena cuenta de su cuerpo, expiró su último aliento de vida bañado en sangre y revolviéndose entre sus intestinos. Murió en paz saldando la deuda con sus compañeros.

Ahora muerto se hallaba de pie ante el río Aqueronte, un último obstáculo antes de poder llegar al Hades. Sin embargo no estaba tranquilo, una presencia imponente se alzaba junto a él, se trataba del mismísimo dios del Inframundo.

Hades le explicó que ningún alma había cruzado jamás el Aqueronte para llegar hasta su reino, todos tomaban el camino del río Estigia. Caronte sabía que si tras su muerte había ido a parar a aquel desolado paraje nada bueno le esperaba, preguntó impaciente al dios por su destino.

- Caronte, tú que abandonaste a los vivos acompañarás a los muertos. Tu condena será ayudar a cruzar a los muertos hasta mis reinos, sin embargo tú no podrás entrar hasta que no consigas reunir el peso del Inframundo en monedas.



Gaius Echo

InsomneWhere stories live. Discover now