Anbócsin

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Esto empezó un lunes a la tarde, cuando volvía de la oficina. La encargada me dejó el paquete al otro lado de la ventana, entre las plantas, como para que nadie lo sacara. Tampoco es que fueran a ver mucho, si estaba envuelto en papel negro. De casualidad lo noté, gracias a que mi gato Ciro comenzó a maullar cuando entré y pensé en dejarlo salir por ahí.

La dirección estaba correcta, con el piso y número de apartamento. El nombre, no.

Me fijé en el remitente, parecía una compañía china. Aunque eso no me decía nada. No se daba una dirección a la cual devolverlo, ni había sellos del correo que lo había traído. La euforia de tener un regalo así me hizo rasgar el envoltorio y abrir la caja.

Casi me voy de espaldas. No debí caer en semejante broma. Adentro había una caja igual, en negro y con el mismo nombre desconocido. Me fui a tocarle la puerta a los demás inquilinos del tercero, como para ver si ellos sabían algo.

No hubo caso. Ni siquiera tenían idea de quién era la tal Susana Oria. Alguno sugirió la posibilidad de que el nombre fuese inexistente, pero incluso yo tuve un profesor en secundaria que se llamaba Esteban Quito. Todo era posible.

Al día siguiente, hablé con la portera. Ella me dijo que el paquete ya estaba en el buzón del edificio la mañana anterior y que nunca vio quién lo había dejado. Pregunté en otros departamentos y un anciano del primero dijo haber conocido a la tal Susana.

Como la señora Oria se había mudado, no se sabía hacia dónde, me fui a la guía telefónica a buscarla. Encontré unas cinco familias Oria, de las cuales solo un par me atendieron cuando las llamé. Una de ellas negó la existencia de ninguna Susana en su casa. La otra amenazó con ir a buscarme al fin del mundo y meterme el teléfono por un agujero muy incómodo, si volvía a molestarlos con esas bromas.

Identifiqué ambas en mis apuntes y las taché de la lista. Entonces, para liberarme del asunto, me fui hasta la dirección más cercana de las tres que quedaban y dejé el paquete en su puerta, en silencio. La caja era un poco más chica que la original en la que yo la había recibido, por cuestiones obvias, pero llevaba la misma etiqueta con los datos, así que nadie notaría lo que había pasado antes. Con la emoción de ir por ahí a escondidas, tocando timbre y corriendo para que no me descubran, volví a casa. Esa noche me fui a dormir con una buena historia para contar y la satisfacción del deber cumplido.

¿A quién le importaba la razón de que hubieran envuelto y etiquetado una caja dentro de la otra? Que se las arreglase la tal Susana con los chinos.

El miércoles desperté, desayuné a las corridas y salí a trabajar. Cuando abrí la puerta para ir por el ascensor, ahí estaba. La caja, aún más pequeña. Con la etiqueta intacta y el papel negro que la cubría. Lancé una puteada al aire y metí el envío indeseado al departamento con un pie, antes de marcharme.

La habían abierto y me la habían devuelto. ¿Cómo me habían visto? ¿De dónde sacaron mi dirección? Y, lo más importante, ¿cómo hicieron para pasar antes del horario de llegada de la encargada de mi edificio?

Me pasé el día conversando del tema con mis compañeros. Uno sugirió que la tirase, otro que la quemara y un tercero que se la diera al viejo del primero.

Esa noche, abrí la caja y me encontré con otra, más chica todavía. Igual etiqueta, igual cobertura negra.

Para el jueves, llegué al trabajo y le ordené al cadete que fuera a las dos direcciones Oria que faltaban. Debía tocar, preguntar por Susana y entregar el paquete a toda costa. Volvió al mediodía. La primera familia lo rechazó. La segunda tampoco tenía ninguna Susana, pero se habían quedado el paquete. Problema solucionado para mí.

Excepto que, la mañana siguiente, Ciro maulló en la puerta y supe que la caja estaría ahí. Ojalá los gatos hablaran nuestro idioma, así me facilitaba alguna pista. No esperé un segundo. La tomé, así pequeñita, etiquetada y negra como estaba, me fui a la calle y la puse en el contenedor de la basura.

—¡Listo! —grité a todo el que pasara—. ¿Lo ven? ¡No voy a perder más el tiempo con esto!

Comencé mi día con una sonrisa de maniática, lo confieso, pero ya no dejaría que esto volviera a molestarme.

O sí, porque terminé ese sábado aplastando la nueva cajita negra con una piedra, mientras lloraba porque no podía hacer nada bien.

Ese domingo, cuando salí a hacer las compras a la feria, me la encontré en mi puerta. Estaba intacta. Me resigné y la llevé adentro.

Lo bueno era que ya no quedaba mucho para abrir. Había iniciado ese desastre con una caja del ancho de mi laptop y ahora apenas alcanzaba el tamaño de mi puño.

Cuando volví de la feria, mi Ciro había atacado el paquete con todo su entusiasmo felino. Le di ración extra de pescado, como premio por haber hecho justicia. Él pareció satisfecho de tener algo para romper, así que se lo dejé hasta la noche en el comedor. Con todo el ruido que hizo, aquello parecía la fiesta de las uñas, un festival gatuno de algún país lejano donde sí les dieran esas cosas a sus mascotas. Y, hablando de cosas lejanas, tuve un sueño de lo más loco: con una caja que llegaba a mi nombre, a gente que no tenía idea de quién era yo pero que vivía en este mismo apartamento.

Un nuevo lunes, una nueva semana. Salté de la cama al ver que había ignorado la alarma, como de costumbre, y me vestí como pude para no llegar muy tarde a la oficina. Entonces recordé que aquél día era feriado y me volví a dejar el pijama. Mientras me arrastraba en pantuflas a la cocina, escuché a mi gato angustiarse de nuevo. Pobre, igualito a mí salió. Me demoré haciendo el café y unas tostadas, pensando en cómo terminar con todo aquello. Porque ya sabía lo que iba a encontrar en el comedor.

Poco después, me arrodillé junto a la caja intacta, envuelta en negro y sin un rasguño. La abrí. Otro paquete negro, etiquetado. También lo abrí. Ya no me importaba nada.

Más cajas negras de tamaño pequeñito, más etiquetas, las fui abriendo para encontrar a sus clones en el interior. Llegué a una muy chiquita, cuadrada, del tamaño de un caldo para sopa. Saqué un cuchillo y la abrí, imaginando un anillo, un llavero, una nota de chiste...

Escuché el maullido desesperado de Ciro y la habitación comenzó a dar vueltas. Solté el último paquete abierto y quise correr. Creo que ya era tarde. Ahora quisiera dejarle alguna advertencia al siguiente. Igual, no importa. No tengo un nombre interesante para el que reciba el próximo envío. Aunque Dolores "Lola" Mento no está tan mal.


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Cantidad de palabras según Word: 1187.

Esta historia surgió a partir de un sobre con una deuda que ha estado llegando a un desconocido desde hace años a la casa de mi madre. Intentamos averiguar de quién se trataba, nadie sabía. Dejamos el sobre en lo de unos vecinos, al día siguiente regresó como si nada. Preguntamos y alguien dijo que era un inquilino de hace mucho tiempo. Lo dejamos estar, luego lo tiramos. Volvieron a aparecer sobres nuevos para esta persona, mi vieja incluso dejó un cartel escrito para los del correo, pero siguen apareciendo al día de hoy. Ya no son deudas, sino facturas regulares. Sospecho que nunca hizo el cambio de domicilio y lo paga por internet o con el número de referencia. Una vez llegó una revista de suscripción y la abrimos. Qué le vamos a hacer xD

El fantasma en mi tintero - Pequeñas historiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora