Abrí los ojos con esfuerzo. ¿Había perdido la consciencia? Estaba tumbada boca abajo en el suelo, así que debí de haberme desmayado en algún momento, pero ¿cuándo? No lo recordaba bien. Eché una mirada a mi alrededor: todo hasta donde alcanzaba mi vista era de un blanco impoluto, demasiado perfecto para que estuviese en una habitación. De hecho, tenía la sensación de estar en un lugar abierto, pero tampoco veía el cielo. ¿Dónde estaba? No había nadie para que pudiera preguntarle, así que tendría que encontrar alguna respuesta por mi cuenta. De todas formas, aunque hubiera alguien, ¿qué iba a hacer? Soy totalmente lo opuesto de comunicativa.
Apenas me había levantado del todo cuando una punzada aguda en el estómago me hizo caer, al mismo tiempo que un recuerdo importante venía a mi memoria: la imagen de una chica apuñalándome en el mismo sitio en el que había sentido el dolor. El recuerdo estaba borroso. No lograba reconocer a la chica, pero sabía que era alguien a quien apreciaba. «¿La he hecho algo para que me apuñalara?», me pregunté, sin poder contener las lágrimas. Me dolía la cabeza de intentar recordar sólo para deprimirme más por no saber qué había hecho yo para merecer esto, culpándome a mí misma de haberle hecho algo tan malo a esa persona como para que me hubiese apuñalado. También sentía una opresión en el pecho, pero no sentía el corazón a punto de estallar, como era habitual en estos casos. De hecho, no lo sentía latir en absoluto, ni tomándome el pulso. Eso sólo podía significar que estaba muerta. Los llantos pararon por un momento al sacar esa conclusión, sólo para volver con más fuerza al comprender que quien fuera la persona de mi recuerdo era la que me había matado. «He hecho algo suficientemente grave para merecer la muerte y no lo recuerdo. ¿Qué clase de persona soy?», me auto-recriminé en mis lamentos. «¿Quién soy yo?», me pregunté de repente. Podía recordar que mi vida había sido horrorosa, llena de violencia, odio, lágrimas, oscuridad y soledad, pero no recordaba los detalles. ¿Era mi culpa? ¿Merecía todo eso? No lo sabía, y posiblemente nunca lo sabría. Estaba reclusa y aislada para toda la eternidad en el infinito vacío del más allá. No sabía si era algo por lo que lamentarme o no. Por un lado, toda mi vida había sido así, por lo que podía recordar. Por el otro lado, ¿significaba esto que iba a pasar toda la eternidad como había vivido? Sólo podía hacer una cosa: intentar recordarlo todo sobre mí, aunque estuviera eternamente lamentándome de mi vida. ¿Qué más podía hacer?
Tras lo que podrían haber sido horas, días o incluso años sin haber conseguido recordar nada, oí una suave voz femenina repitiendo un nombre.
– Leyla. Leyla. Leyla Amatsuki. Despierta, por favor, Leyla.
Ya que apenas recordaba quién soy, no supe que Leyla era yo hasta que la voz repitió mi nombre en mi oído.
– Vamos, Leyla. Es hora de que despiertes.
Al abrir los ojos, vi que una especie de puerta se había abierto, dejando ver un recuadro de un negro tan puro como el blanco que me había estado rodeando todo este tiempo. Por la puerta había entrado una figura humanoide e incorpórea. Parecía una chica humana, con la diferencia de que era literalmente blanca, su imagen a veces se distorsionaba como si un viento imperceptible intentara arrastrarla, y no se veía ningún asomo de piernas o pies por debajo de su yukata, tan blanco como ella. Tampoco tenía rasgos faciales, salvo un gran ojo en medio de su frente y una boca, que mantenía una sonrisa amable pero sin intención. En resumen, era lo más parecido a un fantasma que había visto jamás. «Leyla... ¿Ése es mi nombre?», me pregunté, pensando que sonaba demasiado alegre para ser mi nombre.
– Yo creo que Leyla es un nombre muy bonito – dijo la fantasma, como si me hubiese leído la mente, sin modificar su sonrisa – Le queda bien a una chica tan guapa.