Capítulo 1

62 0 0
                                    

El Gran Maestre se detuvo en mitad del valle. Dirigió su mirada al fondo, hacia la garganta que formabanaquellos montes completamente cubiertos de pinos. Las cuatro grandes torres se levantaban a buena marcha. La construcción de las fortificaciones defensivas seguía el plan previsto. Aquellas cuatro pesadas y enormes torres rectangulares de cúspides todavía irregulares aparecían salpicadas de blanco. Habían llegado las primeras nevadas. Las torres tenían la altura de un edificio de veinte plantas. Se levantaban inconmovibles dotadas de una inevitable sensación de poderío contra un cielo que se cubría una y otra vez con nubes grises y opacas. En medio de aquel aire frío y húmedo caían pacíficamente algunos tímidos copos de nieve.
La ventisca agitó la capa negra que cubría las espaldas del anciano gran maestre. Mechones de cabellos plateados de su cabeza comenzaron a ondear según venían las ráfagas. El gran maestre y los cuatro soldados que lo acompañaban permanecían de pie, en silencio, con sus uniformes negro. En medio de aquel paisaje montañoso parecían marciales estatuas, pero la mente y los ojos del anciano no estaban ociosos. Calculaban alturas, estimaban la conveniencia de la situación de las fortificaciones, ponderaban el tiempo necesario para que todo el sistema defensivo estuviera acabado. Eran ojos expertos.

Detrás del grupo, treinta soldados a caballo escoltaban a prudente distancia a sus oficiales. La nevisca arreciaba y agitaba sus capas. Algunos de ellos acababan de llegar de África y era la primera vez que experimentaban aquel frío pirenaico.
-Regresemos -ordenó el gran maestre.

Oficiales y soldados se retiraron del lugar dejando otra vez solitarios y silenciosos aquellos húmedos y fríos parajes cada vez más cubiertos por la nieve de un invierno que no había hecho más que comenzar.

Un cuarto de hora después, el grupo de oficiales y la escolta revisaban y recorrían las construcciones que habían observado a lo lejos. Los constructores detenían sus trabajos en cuanto pasaba frente a ellos el grupo de militares que acompañaba al gran maestre. El anciano iba a paso ligero, haciendo muy pocas observaciones. El mariscal Von Gottenborg que le seguía los pasos, era uno de los recién llegados de Somalia. Hacía menos de dos horas que acababa de llegar. Y todavía no sabía qué hacían todos esos templarios, casi todas las fuerzas de la Orden, concentradas, fortificándose, en uno de los más pequeños estados de Europa, el Principado de Andorra. ¿Por qué tal concentración de fuerzas de toda la Orden en aquel diminuto punto del mapa? ¿Por qué la erección de aquella formidable línea defensiva? Se imaginaba que después de la hora de la refección, tendrían una reunión para recibir instrucciones y explicaciones. Tanto él como los cuatro mil efectivos de infantería estaban acostumbrados a obedecer sin hacer preguntas. Pero esta vez las preguntas se agolpaban de un modo casi irrefrenable. Si le había sorprendido que se le hiciera venir con cuatro mil hombres, pronto quedó más extrañado al observar el número de efectivos desplazándose en lo profundo de aquellos valles. Allí debía haber por lo menos cincuenta mil hombres. ¿Qué estaba sucediendo? ¿A qué habían venido? En ese lugar no había ninguna guerra. No había nada que defender en una pequeña nación europea que nunca había agredido a nadie, ni había sido agredida, ni había recibido amenaza alguna.
Ya en el interior de las oscuras galerías del basamento del aquel complejo defensivo, el Gran Maestre marchó a su habitación.
-Caballeros, volveremos a vernos a la hora de la refección.
Ésa fue su despedida, breve, severa. Volviéndose enseguida en dirección al largo y penumbroso pasillo de paredes desnudas que conducía hacia su dormitorio. Su figura, de mediana estatura, ligeramente encorvada, frágil pero férrea se alejó por aquel tétrico corredor interno sin ventanas. Al entrar en su dormitorio con paso cansado, lento, buscó en aquella celda monástica el descanso de su sillón austero, de aire medieval, con dos grandes cojines de colores exuberantes y ricos en borlas. El Gran Maestre apoyó cansadamente su espalda en el respaldo de cuero, sujeto a la madera con clavos dorados de cabezas en relieve con forma de rostros. El anciano miró la luz blanca del mediodía invernal que penetraba por el arco de la ventana. Hacía días que la fatiga -quizá más el desánimo- había sentado sus reales en aquel cuerpo y aquel espíritu. Vestía una amplia sotana negra cuya gran capucha llevaba echada a causa del frío. Frío ambiente que hacía perfecto juego con la desnudez de su celda monástica. Era el Gran Maestre de la Orden y, sin embargo, sus posesiones se reducían a aquella mesa de madera basta y desnuda, y unos pocos libros en un nicho excavado en la pared. Sus ojos miraron hacia la cama, un colchón sobre el suelo con un gran edredón. De pronto se sintió como agobiado. No era la austeridad, ni la vejez, era lo que se venía encima.
Buscó un respaldo donde apoyar su blanca cabellera, pero aquel sillón antiguo no lo tenía. Inclinó su largo cuello hacia delante y miró al suelo con ánimo derrotado. En seguida levantó el rostro hacia la luz de la ventana.
Tras mirar el cielo gris desde su sillón, dirigió sus ojos claros hacia los escarpados valles que rodeaban los gruesos muros de la fortaleza, hacia el paisaje abrupto cubierto de pinos, donde la nieve se seguiría acumulando en los meses siguientes. El invierno sólo acababa de empezar. El gran reloj del pasillo tocó su carillón, la celda tornó a quedar en silencio. Aquel anciano, cansado, en medio del silencio, recordaba como él no había querido aceptar el nombramiento de Gran Maestre. Treinta años al frente de aquella orden militar eran muchos años. Dos veces había pedido en el pasado que se le liberase de esa carga. Dos veces por conductos reservados había enviado al Santo Padre la carta oficial pidiendo que se aceptase su dimisión. Treinta años era mucho tiempo. Pero la Santa Sede no era de la misma opinión.
Todavía recordaba la impresión que le había causado la llamada telefónica del Nuncio de Su Santidad cuando era un sacerdote en Dublín, a esa edad que el común de los mortales considera la mitad de la vida. Al día siguiente, se le comunicó en nunciatura, que él había sido designado para ocupar el puesto de Gran Maestre de la orden templaria. Hasta entonces había sido un sacerdote castrense al que muchos de sus colegas consideraban un hombre oscuro que seguiría toda la vida en su puesto. Pero desde hacía años, los informes que se acumulaban en la Congregación de Obispos le señalaban como muy digno candidato al episcopado. Sus dotes de gobierno y su prudencia habían quedado de manifiesto pocas veces pero de modo inequívoco. En los últimos años, había desempeñado en la sombra encargos muy delicados al servicio de la Secretaría de
Estado del Vaticano.
¿Por qué yo?, se preguntó repetidamente durante los días posteriores a que se le comunicara la intención de la Santa Sede.
-Reverendo -le había explicado el Nuncio sentado en su sillón, con las manos sobre la barriga tranquila y los dedos entre los botones forrados de negro de aquella sotana con borde púrpura-, siempre escogemos para ese cargo hombres ajenos a la Orden. Ya que sus integrantes son hombres embargados por nobles ideales, precisan de alguien que atempere, que imprima un sello de cordura, de contención. Si la orden se abandonara a sí misma, se autodestruiría emprendiendo empresas que sobrepasarían sus fuerzas y posibilidades.
-Pero no sé nada sobre la Orden. Lo desconozco todo de ella.
-Lo aprenderá. Tiene toda la vida por delante. Esto es como cuando a uno le envían como obispo a una diócesis. Un nuevo prelado tampoco sabe nada del rebaño que va a gobernar... al principio.
-Mire... no quiero parecer que pongo reparos a la designación pontificia, pero nunca he sentido ninguna vocación por ese tipo de vida templaria.
-¡Perfecto! Eso buscamos. No se trata de que le entusiasme o no ese modo de vida, se trata tan solo de que ejerza un trabajo, una función: gobernar con prudencia un barco. Eso es todo. Sólo eso. Además, todos los capitanes que ha tenido esa nave han sido hombres como usted. A todos se les comunicó la designación por sorpresa, ninguno pertenecía a la Orden. A unos les hizo más gracia el nombramiento, a otros menos. Pero todos dirigieron la congregación por el camino de la moderación, de la prudencia. Todos hicieron un buen trabajo y nuestras expectativas con usted no son menores. No esperamos menos de usted, Alain.
Ah, y su poco entusiasmo por aceptar es otra característica que buscamos en los candidatos que elegimos. Jamás nombraríamos para este puesto a alguien que lo ambicionara.
-¿Y los templarios aceptan que un extraño ocupe el más alto puesto de gobierno de su Orden?
-Son religiosos muy observantes, cuya obediencia está fuera de duda. Además, la jerarquía de la Orden tiene su gran capítulo. El que una persona venida de fuera, ocupe el grado superior, les evita las luchas por el poder. Sus estatutos incluyen la particularidad de que el puesto más elevado de la pirámide jerárquica sea ocupado por alguien que hasta entonces no haya pertenecido a la Orden. Es una sabia medida que les pone a cubierto de la ambición. El servilismo, las intrigas, la adulación para alcanzar la cima, no tienen cabida, ya que la cúspide siempre es ocupada por alguien de fuera. Créame, los grupos cerrados prefieren que los gobierne alguien que no pertenezca al círculo endogámico, Un extraño no está atado a nadie. Usted llega sin tener que agradecer su ascenso a ningún miembro de dentro. La llegada de un nuevo Gran Maestre supone, en la práctica, una forma de hacer una auditoría moral y material a toda la congregación. Este estado de revisión completa cada veinte o treinta años, supone un enriquecimiento muy notable para esa institución. Quizá por eso va a tomar las riendas de una orden fuerte y con muy buena salud.

Memorias del último
 Gran Maestre Templario
 Donde viven las historias. Descúbrelo ahora