Prólogo.

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Los gritos de la gente y el horror de ser separados de los que más amaban, la piel que se desprendía de los que portaban la enfermedad, el horrible olor nauseabundo que emanaba por todas partes.
El pánico se sentía en el ambiente, tanto era el horror que la gente ya no sabía como reaccionar cuando veían a sus seres queridos en el suelo, muertos.
Nadie sabe cómo comenzó y menos cómo terminará, el mundo se ha sumido en un profundo pánico.

—¡SEALAND! —La nación finesa trataba de llegar a la pequeña micronación pero las personas de cuarentena lo alejaban, mientras que los demás nórdicos, con la mirada gacha, se mantenían al margen.

—Lo siento, está contagiado no podemos hacer más por él —insistió uno de los hombres que detenía a Finlandia.

No sólo sucedía allí, en todo el mundo la enfermedad aumentaba. Las personas morían al igual que las naciones iban cayendo una por una, siendo que, el mundo cómo lo conocíamos simplemente se iba a la ruina.
Naciones cercanas, gente inocente, entre niños y jóvenes que ya no podrían disfrutar la vida como era en sí, siendo Sealand un caso de estos.
No había esperanza alguna, hubo suicidios en masa, los religiosos salieron a decir que era castigo de Dios, otros que era algo conspirativo, pero nadie sabía nada.
La alegría se esfumó en un instante, como la suave brisa que se colaba entre los dedos.
Todo estaba perdido.

West resiste, no me dejes —decía Prusia, el cual abrazaba el cuerpo de su hermano que agonizaba.

—Vas a contagiarte, suéltalo. —Italia lo trataba de alejar en vano mientras se aguantaba las lagrimas de dolor—. N-no puedo perderte también, Doitsu no lo hubiera querido... y-yo...  —Cayó al suelo.

La angustia se hallaba en todos lados; saqueos, matanzas, muertes, fosas, lo que el mismo hombre había causado por la codicia extrema.
Los inocentes lloran, los ricos se retuercen y los pobres mueren, nadie estaba salvo. No había donde huir, todos iban a morir.
Todos comenzaban a resignarse al ver cómo la gente caía más rápido.
En un momento abrazabas al amor de tu vida y al otro éste pasaba de una piel sedosa y rosada a algo negro, oscuro y viscoso.
Familias se separaban, gritos, llanto... Ya no había nada que hacer.
Buscaban desesperadamente al culpable, entre presidentes se señalaban y no encontraban solución alguna.

—¡Mami! —Un pequeño niño lloraba tratando de alcanzar a su madre mientras a ésta la arrastraban fuera de la zona de peligro.

—¡Estaremos juntos cariño! —gritaba ella entre lágrimas pero sabía en su interior que era tarde, demasiado tarde... su pequeño tenía la enfermedad y ya no habría más que hacer.

Cuando la pandemia llegó a su máximo desarrollo, ninguna razón hubo para lamentar la agonía, pues pronto empezaron a caer por la calle como fulminados.
Uno a uno, en un parpadeó ya no estaban.
Madres elegían acabar con la vida de sus hijos, ancianos perecían, sólo los animales y plantas sobrevivían.
Por primera vez el ser humano comenzaba a quedarse atrás rápidamente, como un rey destronado y herido que pedía auxilio desde el suelo de quienes había maltratado.
¿Era un castigo?
Definitivamente.

Pupa [EN EDICIÓN]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora