Un trago de vino tinto y un poco de carne roja sobre una vajilla de porcelana. Son los medios por los cuales recuerdo esa noche cálida y silenciosa.
Era un adolescente de 16 años, caminando por la calle como cualquier persona, con nada más que pensamientos sobre una muchacha que me traía babeando desde hacía semanas. Se llamaba Sofía.
Me encantaba sin razón, hacía latir mi corazón como loco y me provocaba sensaciones extrañas. No comprendo por qué, por ese entonces tenía una noviecilla de juego. De esas que nada más andan contigo porque sí y que sabes que no durará más de dos meses la aventura. Además muchas amigas que según mis amigos, eran muy atractivas.
Aún con todo eso, ella me hacía sentir algo fuera de lo normal. No era exuberancia lo que me atrajera. Piel canela, cabello rizado, estatura mediana y una cintura exquisita. Sí, la describo así porque así de loco me ponía. Su sensualidad se exponía a la hora de existir. No necesitaba mostrar demás para hacerte voltear y mirar de reojo.
Su voz, suave como el vino que bebo, que a la vez te deja ese saborcillo que no se te pasa. Jamás la vi con otra ropa que no fuera la del uniforme de la preparatoria. Siempre tan seria al vestir. Ojos con almendras dentro, hermosas, hermosas almendras. Cuando era el atardecer y pasaba por los campos de trigo que había por la preparatoria, de regreso a casa; mi mente dejaba salir sus oscuros deseos con esa muchacha.
Entre la cosecha, ondeándose con el viento, Sofía caminaba desnuda. No podía mirar más que eso, el sol me cegaba demasiado a mí y a mi mirada dentro de mi imaginación. Su figura sólo era una delicada sombra que parecía acariciar mis pupilas, pero nada más. Sus caderas al andar me hipnotizaban.
El día que les cuento, el día que caminaba por la calle, como cualquier otro; ese día la vi. Estaba cerca del billar mirando con curiosidad cómo algunas personas jugaban. Para mi sorpresa, ella no estaba vestida como alguna vez me lo imaginé, jeans rotos y una blusa blanca que dejaba ver su abdomen. Botas negras y un par de pulseras en cada muñeca. Su cabello suelto... Simple y hermosa.
-¿Qué miras?- Esbocé sin parecer apresurado a saber sobre ella.
-Quiero jugar pero no creo que alguien quiera apostar.-
-Me gusta apostar, pero no soy muy bueno en esto.- La verdad, no había jugado al billar hacía siglos, sin embargo era hábil.
-Empecemos con algo suave para este niño, ¿te parece una hora de billar y un refresco?-
Mi billetera estaba medio-vacía pero podría tolerar perder eso.
-Dale.-
Entramos y acomodamos el juego, el clásico lisas y rayadas.
-Las damas primero.-
-Espero que tengas suficiente dinero si es que piensas seguir apostando.-
Se acomodó frente a mí para tirar, y no voy a negar que aproveché para mirar un poco. Esos jeans marcaban su figura demasiado y quería disfrutar.
-Sé lo que haces, pero te dejaré en paz porque vas a pagar el juego y mi refresco, pero de todas formas procura no parecer un imbécil.-
Así empezó un frío y serio juego de billar en el que terminé perdiendo como un idiota. Así es, Sofía era más hábil de lo que esperaba y acababa de patearme el trasero en menos de 15 minutos.
-Subamos la apuesta, no he calentado.- Ella empezó a reír al escuchar eso y estaba por retirarse. –Doble o nada.-
La chica se quedó pensando por un momento y dijo –Debes ser un tonto como para decir eso cuando acabas de ver lo mediocre que eres en este juego, pero bien, subamos la apuesta. Una semana de refrescos en la preparatoria, cerveza el fin de semana. Ah, y también harás mi tarea porque créeme que no quiero ocuparme esta semana. ¿Tú qué dices? ¿Aún te mantienes?-