Prólogo

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Las cosas que habían sucedido a lo largo del día lucían lejanas, pero a la vez reales. Eran casi un recuerdo que parecía estar reviviendo con suma claridad. Como un fantasma al que puedo ver, pero no tocar. Mi mente pensaba en tantas cosas que dolía, palpitando contra mi cráneo como si en cualquier instante fuera a explotar.

Todo mi cuerpo se sentía terriblemente pesado, razón por la que mis pasos eran arrastrados y tenebrosos, pero no me importaba. Subí al ascensor con aquél aire lúgubre, casi olvidando por completo el presionar el botón.

Mi mirada se levantó hacia el espejo, admirando aquella persona que no parecía yo.

El sujeto del reflejo me observaba con ojos carentes de brillo, casi muertos. Sus hombros lucían flojos y derrotados, al igual que el resto de su demacrado cuerpo. Aún llevaba aquél costoso traje de diseñador que había seleccionado por la tarde, esperanzado y entusiasmado con la idea del encuentro de hoy.

Mi mirada no tardó en perderse por completo, sumergiendo mi consciencia en los profundos y dolorosos pensamientos que tanto me agobiaban, recuerdos y sentimientos, palabras dirigidas a alguien que ahora jamás volvería a ver. A pesar de sentirme en un sueño, la presión aguda en mi pecho me informó lo contrario.

Las puertas se abrieron, acabando con la horrible ilusión de mi fracaso. De mi soledad. Arrastré mis pies por el extenso y tenebroso pasillo, ignorando las tintineantes luces que alumbraban todo tan pobremente. Mi cuerpo se detuvo frente al letrero que indicaba, con oxidadas letras metálicas, el número 33.

No fue necesario forzar la entrada ni nada parecido. Tenía una llave, me la había dado Bunn hace algunas horas.

La observé con detenimiento, limpiando con un dedo la pequeña mancha de sangre seca que aún se adhería al metal. Cerré los ojos y realicé mis movimientos con lentitud, desbloqueando el cerrojo y empujando la puerta con todo mi peso.

El interior del apartamento era un desastre completo e irremediable. Latas de cerveza por aquí y por allá, cajas de cartón vacías, en conjunto con grupos enormes de basura. Un colchón roído y viejo pegado a la pared hacía un vano intento de cama, justo frente a un espejo rajado al que le faltaba un trozo. No existía una mesa de centro, pero podía visualizar debajo de una enorme montaña de bolsas y ropa, la caja de madera que en algún momento había hecho de mueble.

Todo olía a una desagradable mezcla entre orina de gato y comida putrefacta, en conjunto con la peor combinación de alcohol y plástico quemado. Algunas paredes poseían grafittis sumamente ofensivos y de una índole bastante sexual. Todo era un caos de asco y odio.

Por eso mismo, aquella ropa perfectamente planchada, situada justo encima de una bolsa plástica con el logo impreso de una tintorería, se veía tan fuera de lugar.

Era como si alguien muy perfeccionista se hubiese esmerado en prepararla con anticipación. El observarla me provocó, inevitablemente, un profundo dolor en el pecho.

Unos vaqueros gastados, pero bonitos, preparaban la base del conjunto. Estaba combinado a la perfección con una enorme camiseta ancha, típica de un estilo urbano puro. Ambas prendas eran acompañadas por la chaqueta de tono militar que le había regalado en su cumpleaños hace tres años, pero que aún lucía en perfecto estado. Por último, pero no menos doloroso, un collar del ejército brillaba en el tope.

La placa tenía inscrito aquél nombre que aún no tenía el valor de leer.

Cerrando los ojos mientras intentaba no pensar en nada, me despojé de mi costoso traje y de casi toda mi ropa, a excepción de la interior. No me importó arrojar mi conjunto de casi mil quinientos dólares a aquél asqueroso suelo, o de que el frío metal del collar congelara mi pecho.

Cubrí mi cuerpo con la camiseta blanca, que aún olía a él, y caminé hasta el colchón en la esquina.

Todos los olores desagradables fueron suprimidos y opacados por el sutil aroma a canela que su prenda desprendía. Cerré mis párpados con fuerza, aferrando mis puños a la suave tela de algodón, sintiendo e imaginando que era él quien la llevaba puesta, que era a él a quien mis dedos acariciaban y abrazaban.

Con un gemido leve y casi inaudible, los sollozos abandonaron mi garganta. Las lágrimas comenzaron a descender por mis mejillas y empapar aquél sucio y antihigiénico colchón. Imaginé los cálidos brazos de Hyung envolviéndome y presionándome contra su pecho, cubriéndome con su calor.

Pero, a pesar de tenerlo cálido en mi mente, mi piel comenzaba a enfriarse.

Las lágrimas y el insistente vacío en mi pecho me obligaron a recurrir al borde del abismo, a la desesperación, a mi último recurso. Hice algo que no hacía hace casi 10 años, algo que no había pasado por mi mente ni una sola vez en la última década.

Con las manos temblando y mi corazón ausente, comencé a rezar.

Le supliqué a Dios, que por favor, acabara con mi sufrimiento. Que de un modo a otro, costara lo que costara, tomara mi alma y la situara entre los brazos de aquél al que tanto extrañaba. Que no permitiese que me quedara solo, que me asesinara como un último acto de piedad.

Por supuesto, nada pasó. Y terminé allí, completamente solo, hundiéndome en mi propia miseria cada vez un poquito más. 

Sugar AddictWhere stories live. Discover now