Políticamente Correcto

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La puerta. La dichosa puerta. Siempre aguardaba dos o tres minutos y luego me animaba a atravesarla. No tenía ninguna fobia particular, solo tenía que tomar coraje para cruzarla. Me ponía dubitativo el hecho de que mi disfraz (ese que me hacía ver como un miembro respetable de la comunidad) se anulase una vez dentro.

No era magia, sólo que entraba en un espacio que, aunque estuviese dentro de los confines de mi soberanía, no me pertenecía. Ingresar me despojaba de todo derecho u objeción sobre lo que allí sucediese y entraban en vigor una serie de reglas que debía obedecer. Se que en otro contexto podría haberme negado, pero nunca lo hubiese hecho. Era algo mucho más poderoso que mi acrecentado ego con sus pomposos delirios de grandeza.

Después de cerrar la modesta puerta del departamento de dos ambientes que tan bien conocía, procedía a quitarme las partes de mi traje, lentamente, como si cada una simbolizara un aspecto en el cual yo tuviese influencia absoluta. Al quedarme completamente desnudo, me inclinaba graciosamente hacia adelante para apoyarme sobre mis manos y avanzar desde el recibidor hasta la sala, con mi cabeza gacha. Estar erguido de forma imponente era algo totalmente innecesario.

Ella siempre me esperaba ahí, sentada en su sillón favorito: regia, impoluta, formidable. Transmitía un aura de superioridad, que paralizaba cada uno de mis sentidos. Esa escena era mi primer choque con la realidad. Nuestra realidad. Yo era tan mundano y Ella tan Divina. El estar tan cerca del suelo, mientras Ella se incorporaba para darme la bienvenida era una de las tantas formas que yo le demostraba mi devoción.

Me avergonzaba enormemente que escrutara mi cuerpo cuando llegaba a sus pies. Sin embargo, esta sensación de indignidad era la que me hacía feliz. Esa necesidad que Ella tenía de recordarme a todo momento que sin mi poder yo sólo era un simple mortal, quizás el más bajo de ellos. Cuando me autorizaba a levantar la cabeza, me regodeaba en esa mirada que me regalaba contemplativa e implacable. Tan abrumadora era que sus gestos, aun los más leves, hacían mella en mí llegando a arrancarme lágrimas de dicha.

Solía acariciar mi cabello suavemente y me comentaba al pasar qué había escuchado o visto en televisión. Sus palabras eran como una droga, adictivas y enormemente gratificantes si contenían una modesta aprobación, así como letales si mostraban su descontento conmigo. Siempre después de ese interludio Ella me ponía el collar y me reclamaba, haciéndome contrastar la dualidad existente entre la proyección de mi imagen y mi "verdadero yo": un hombre sin control alguno, vulnerable hasta extremos insoportables pero sobre todas las cosas, ansioso de dar todo mi ser infinitamente a alguien que lo acaparase todo.

Esa era mi verdadera cara, aquella que podía costarme mi carrera, mi esposa, mis hijos y todos esos contactos, falsos amigos con los que me vinculaba porque eran útiles para mis propósitos. Aparejado con todo eso venía mi faceta pública, la cual aborrecía profundamente, porque amalgamaba todo forzándome a tomar decisiones y actitudes acorde a lo que yo "debía ser": un hombre poderoso, excelso caballero, ejemplo de masculinidad, un jefe de familia con ninguna debilidad excepto las socialmente aceptables. Un espectáculo para la gente pero una mentira para mí.

Pero.. ¿Qué era yo en realidad? Me preguntaba tantas veces. Yo era una vasija vacía, una cáscara de hombre, un ser que estaba incompleto pero Ella... ¡Ella me daba un propósito! Me llenaba con su deseo, con su voluntad, con sus exigencias. Me sentía completo cada vez que satisfacía cada una de sus demandas. Ella era mi Diosa y yo su más humilde esclavo. Entonces la respuesta siempre se reducía a "Soy lo que Ella quiera que sea".

El ser mortales nos hace proclives a fallar y cuando sucedía, mi carne era la que pagaba el precio, siendo magullada, maltratada y restringida al punto de la desesperación. Lo completaba mirándome sin emitir palabra alguna de forma fría e indiferente. Creo que eso era peor que el dolor físico: su forma no verbal de decirme que la había decepcionado. Esos ojos, que eran a la vez jueces despiadados y guardianes de mi alma, nunca me mentían. En un mundo de falsedades como el mío donde todo es aplaudido y venerado, incluso las peores cosas, la sinceridad es un bien escaso y muy preciado. Mis castigos aunque agónicos en muchos aspectos, eran bien recibidos, no solo por merecerlos sino también por su honestidad.

Si Ella estaba complacida y decidía que había demostrado ser digno de Su benevolencia, me daba un pequeño fragmento de Paraíso: su breve venida a lo terrenal, para mezclarse conmigo. Tardaría milenios en expresar la explosión de sensaciones, emociones y placer que evocaba en mí cuando me usaba para obtener Su goce, cuando su dulce humedad tomaba contacto con mi boca, con mi miembro, con cualquier parte mia. Incluso cuando Ella me invadía con sus propios instrumentos de poder. Tal era su dominio que me reducía y me inmovilizaba sin necesidad de cuerdas o restricciones físicas. Era la plenitud total de mi ser, un hombre que se resignificaba, se autodescubria, se destruía y volvía a nacer como algo completamente diferente. Una, otra y otra vez...

En algún momento llegaba la hora de irme, y caían abruptamente sobre mi toda esa oleada de responsabilidades de las que me había deshecho al llegar. A medida que me iba vistiendo, murmuraba verdaderamente enojado muchas cosas, entre ellas la frase " ¿Quíen tiene ganas de volver a hacer lo que no quiere?". Entonces Ella, compadeciéndose brevemente de mi agonía se acercaba a donde estaba, me estrechaba en sus brazos y me decía con una prometedora sonrisa: "Es tan sencillo como cruzar la puerta otra vez".

En algún momento, dejé de hacerlo. Era una bomba de tiempo destinada a explotar de forma pública, y me "obligué" a abandonar mi único refugio. Sigo atravesando otras puertas, que muchas veces me llevan a diversos lugares: desde mi despacho hasta una cumbre mundial. Es curioso que satisfacer los deseos de las masas te vuelva alguien poderoso ante los ojos de los demás, y cuando es a una sola persona, parezcas alguien débil o manejado. Nunca deja de sorprenderme esa paradoja; mucho más encontrar similitudes entre la esclavitud y el líder popular.
Siempre que agarro un picaporte, sigo tomándome unos minutos pensando si esa puerta que atravesaré será como la de su departamento, revelando ante los demás que sin el poder soy un simple mortal con muchas falencias y algunos aciertos, lo contrario a lo que se espera de alguien como yo. Sé que tarde o temprano sucederá, y marcará el fin de mi carrera política.

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