La Sala de la Adivina
La tercera vez que el hombre la visitó, Nasuada estaba durmiendo: el
ruido de la puerta la despertó con un sobresalto. El corazón se le
aceleró. Tardó unos segundos en recordar dónde estaba. Cuando lo
consiguió, frunció el ceño y parpadeó para aguzar la vista. Deseó
poder frotarse los ojos. Bajó la mirada y se extrañó al ver que todavía
tenía una mancha húmeda de vino en el camisón de la última vez que
había bebido. «¿Por qué ha vuelto tan pronto?»
Entonces vio que el tipo pasaba por delante de ella transportando
un gran brasero de cobre lleno de carbón y que lo dejaba en el suelo,
apoyado sobre sus patas. En el brasero había tres largos hierros.
Nasuada sintió pavor: el momento tan temido había llegado.
Intentó cruzar una mirada con el hombre, pero él no le hizo caso:
sacó un trozo de pedernal y uno de acero de una bolsita que llevaba
colgada del cinturón. Luego preparó un lecho de yesca en el centro
del brasero. Encendió el fuego y la yesca prendió y se puso al rojo
vivo; él empezó a soplar con suavidad, con la misma atención con que
una madre besa a su bebé, hasta que consiguió que unas pequeñas
llamas cobraran vida. Estuvo cuidando el fuego durante unos cuantos
minutos. Preparó un lecho de carbón de algunos centímetros de alto y
una columna de humo empezó a subir hasta una chimenea que había
en el techo. Nasuada lo observaba con una fascinación morbosa,
incapaz de apartar la mirada, a pesar de saber lo que le esperaba. Ni
él ni ella dijeron nada, era como si ambos se sintieran demasiado
avergonzados de lo que iba a suceder y no pudieran reconocerlo.
El hombre estuvo soplando un rato más y, finalmente, se dio la
vuelta como si fuera a acercarse a ella.
«No cedas», se dijo Nasuada, preparándose.
Apretó los puños y aguantó la respiración. El hombre se acercaba
a ella..., un poco más..., un poco más... Sin embargo, de repente,
pasó de largo, levantando una leve brisa que acarició la mejilla de
Nasuada. Sus pasos se fueron alejando hasta que todo quedó en
silencio. El tipo había salido de la habitación.
Nasuada se relajó un poco y, al hacerlo, se le escapó un leve
suspiro. El brillante carbón atrajo su mirada como un imán: los hierros
se habían puesto al rojo vivo. Se humedeció los labios con la lengua y
pensó en lo agradable que sería poder beber un buen vaso de agua.
Uno de los trozos de carbón se partió por la mitad con un chasquido y
la habitación volvió a quedar sumida en el silencio.