La cafetería estaba, como todas las mañanas a aquella misma hora, repleta de clientes que esperaban ansiosos su turno para el primer café. En el exterior ya había comenzado a nevar, era una nieve fina de aquella que se derretía poco después de haber entrado en contacto con el suelo, pero se iba espesando conforme pasaban los minutos. Sin embargo, en el interior, la gente charlaba en voz alta con los abrigos colgando de los respaldos de sus sillas y los suéteres remangados hasta el codo. El ambiente se tornaba, en cierto punto, sofocante y el olor a café reinaba por cada esquina.
Emely esperaba sentada a una mesa, sola y frente a una taza de café humeante recién hecho, por su hermana. Lugares como aquel se habían convertido en el punto de encuentro ideal donde la chica, diez años menor que Emely, era incapaz de montar algún numerito de los suyos. Emely suspiró y se frotó los ojos con el dorso de las manos. Estaba cansada, más bien agotada y lo que menos le apetecía en aquel momento era estar esperando en un lugar como aquel, tan alejado de la tranquilidad que tanto anhelaba, para la reunión mensual con su hermana pequeña. Tras frotarse los ojos, procedió a masajearse las sienes con los dedos presionando firmemente, como si con aquello pudiera eliminar las voces de alrededor.
Una vez más, la chica se retrasaba.
Emely miró su reloj. Las once y diez minutos. Ya llegaba cuarenta minutos tarde. El café a su frente ya no exhalaba aquel humo que proyectaba su sensual olor hacia la nariz de la chica. Sin embargo, Emely no le había puesto ni un dedo al café. A pesar de pedir una taza cada vez que frecuentaba una cafetería como aquella, nunca lo tocaba. En realidad, aquella mujer odiaba el café. Sintió una vibración en su bolsillo y, con una mano perezosa, extrajo de su pantalón vaquero su teléfono móvil. Su marido la llamaba. Decidió no contestar.
En aquel momento, Emely percibió el tintineo de la campanilla sobre la puerta que anunciaba sobre la llegada de un nuevo cliente. Alzó la vista y se encontró con un par de ojos azules que la miraban con una indiferencia suma. La chica a su frente señaló la silla vacía, Emely asintió. En aquel mismo momento apareció un ávido camarero dispuesto a llevarse la comisión por atender aquella mesa. La recién llegada pidió una taza de café bien cargado. El camarero asintió y contempló la taza de la mujer a su frente, aún a rebosar, pero visiblemente helada por el paso del tiempo.
–Llegas cuarenta minutos tarde, Rebecca– decidió romper el hielo la mayor.
–¿Ni siquiera un buenos días?– inquirió Rebecca, deshaciéndose de su abrigo impermeable y sacudiéndose algunos copos de nieve del cabello. –Ya veo que sigues tan amargada como el mes pasado.
–¿Es que crees acaso que no tengo nada mejor que hacer que estar aquí hoy contigo?– Emely frunció el ceño y bajó la mirada hacia la taza de café.
–Pues cortemos con esto. Total, no me sirve para nada.– refunfuñó Rebecca, frunciendo también el ceño.
En aquel mismo momento, el camarero se acercó portando una bandeja. Dejó una diminuta taza de café humeante frente a Rebecca y, después de dirigirle una tímida sonrisa, se marchó por donde mismo había venido. Emely exhaló un nuevo suspiro y volvió a frotarse los ojos. El teléfono sobre la mesa comenzó a vibrar por segunda vez.
–Si yo fuera tú, atendería a esa llamada.– intervino Rebecca, llevándose la taza humeante directamente a la boca.
Emely le dirigió una fugaz mirada al aparato que dejó de vibrar de repente, como si se le hubieran acabado las energías y volvió a permanecer frío e inmóvil junto a su propietaria. Ambas hermanas habían vivido toda su vida separadas por una barrera invisible que imposibilitaba su absoluta comprensión llamada edad. Aunque ellas sabían que no se debía a aquel término en sí, ninguna se había decidido a poner la verdad en palabras. Ambas eran físicamente contrarias y a la misma vez extremadamente parecidas. Emely, diez años mayor que Rebecca, tenía el cabello castaño de un corte rígido y demasiado formal, el típico corte de una mujer de negocios de comienzos de siglo, siempre perfectamente recogido. Sus ojos eran de color avellana, demasiado pequeños y poco bonitos en comparación con los de su hermana. Rebecca, por el contrario, siempre había sido rubia y desde muy joven se había aficionado a experimentar con diferentes cortes de su cabello, aunque odiaba tintarse el pelo. Sus ojos, para su gusto demasiado grandes y redondos, portaban el azul del fondo del mar. Ambas eran extremadamente pálidas de piel y su figura era la misma.
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La cara oculta de la luna
Cerita PendekEn una realidad que parece discurrir con más lentitud de la necesaria, Rebecca Sinclair se siente desplazada. No parece terminar de encajar en su trabajo, codiciado por tantos otros, no parece encajar en la multitud que se desplaza, perezosamente, t...