— ¡Qué curioso lo que cuentas! — repliqué sin sentido.
— Pues, sí. Todos en el pueblo están como locos. — me respondió.
— ¿Sí? Pues, no te veo "tan loco". — dije tratando de aclarar su inapropiado proceder.
— Hay cosas que por sencillas no... ¡Olvídalo! — agregó.
— De locura nada tienes y si puedo añadir algo es que estás extasiado. Es una catástrofe, ¡qué deleite puede haber en ello! — le reclamé.
— Manjares comparados con esto, nin-gu-no. — se limitó a pronunciar mientras agarraba su anticuado cabello y lo ubicaba detrás de su oreja. — ¿Qué sucede, Ell?
— No 'qué sucede'. ¡Qué sucede contigo! — le apunté al pecho con tal fervor.
— ¡Por favor! Se lo tenía merecido. No me vengas ahora con 'es una pena'. — rió. — Solo lo encontraron muerto en la puerta de una casa a doscientos kilómetros del poblado con los años encima y una marca.
— ¡Te parece poco! ¡Qué humanidad hay en tí! Únicamente te limitas a gozar de la situación. Como ciudadano deberías colaborar con esa búsqueda, con esa familia. — le exigí.
— Deberíamos, Ellizabeth. Después de todo, nos convenía. — susurró sin más.Pero, ¿a qué se refería?