Y despertó Segismundo. Llovía, mientras se incorporaba, en aquel lodazal que era su cuerpo. Sentía que el barro le chirriaba entre los dientes. ¿No veis su boca, qué desengañada?
Pálidas las manos y la profunda agonía que reposaba bajo sus uñas, ahora, se perdía entre la mugre. Vestido de cualquiera se desprende de las sábanas sucias, tan blancas y puras antes. Aquéllo que fuera nido de placeres, lúgubre panal zumbante.
Por fin sale de la cama y se aparta de la mujer de barro. Acaba de descubrir lo breve que es un beso, la levedad de una caricia, lo fútil del amor.
Ya sólo quedan tímidas nubes, amanece, en la luz de un nuevo día.