Juglares y rosas (REESCRIBIENDO)

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Rhaegar se levantó aquel día descansado. Despues de todo el entrenamiento de los anteriores días necesitaba parar. Estaba cansado de entrenar. Por las noches tocaba el arpa y entonces estaba completo, eso era lo que le gustaba. Cantaba las canciones que componía entre las ruinas del Refugio Estival, y sabía que muchos criados lo oían, pues al día siguiente siempre lo miraban emocionados. Desde su torreón observó la ciudad de Desembarco del Rey. Hacía años que no bajaba a cantar a las calles. Antes solía bajar a lomos de Daerys y junto a ser Barristan Selmy escogía un lugar en la calle y comenzaba a cantar. Pero hacía tiempo que no lo podía hacer, puesto que los asuntos reales le consumían mucho tiempo. Pero aquella mañana no. Aquella mañana necesitaba ir con su pueblo.

Ser Barristan se encontraba en una de las almenas de la puerta de entrada a la Fortaleza Roja. Oteaba el horizonte en busca de algún posible indicio de ataque como todas las mañanas. Su traje de la Guardia Real lucía de color dorado y blanco. Su capa blanca se mecía en pos del viento, y su espada reposaba en su cinto. Cuando escuchó pasos avanzar hacia él, se giró y vio al joven Rhaegar acercarse. El caballero esbozo una sonrisa cuando vio que el príncipe llevaba una bolsa en la que era seguro que portaba su arpa.

-Ser Barristan.- lo llamó el joven.

-Alteza.

Rhaegar se puso junto a él.

-¿Hay peligro amenazante?- preguntó sonriendo.

-No, no lo hay.

-Eso está bien pues, ¿qué os parece si me acompañais?

-¿A donde mi señor?- preguntó el hombre sabiendo la respuesta.

-A cantar.- sonrió el príncipe.

Tan solo un rato después bajaban por las escaleras que conectaban la Fortaleza Roja con la ciudad, andando sin prisa y charlando animadamente. Barristan llevaba una túnica poco llamativa sobre sus ropas de Guardia, y el príncipe llevaba ropas similares que pidió a su escudero Myles.

-Hacía tiempo que no bajabamos por aquí juntos.- puntualizó ser Barristan.

-Así es, lo echaba de menos.

Barristan miró a su príncipe.

-Yo también alteza. Casi pensé que habíais perdido la costumbre.

-Hay costumbres que no se pierden amigo mío.

Avanzaban por las calles, la gente cuando reparaba en Rhaegar, el cual no llevaba ropas llamativas, lo veían tan solo como un muchacho muy atractivo, pero los que lo habían visto alguna vez y le reconocían, lo aclamaban como su príncipe y se acercaban a él para saludarlo. Él los correspondía con una sonrisa y una reverencia ante su pueblo.

-La gente os quiere.- dijo Barristan.

-Porque yo les quiero, Barristan. Las personas aman cuando son amadas.

El caballero miró a Rhaegar y por dentro se alegró de servir ante un hombre así. Sin duda sería un gran rey, el mejor que se hubiese conocido. Y sonrió.

-¿Donde iremos?

-Donde las piernas nos dejen.

Y así andaron sin rumbo, caminando por Desembarco del Rey, hasta que llegaron al Lecho de Pulgas, el barrio más pobre de la ciudad. El príncipe paró en una placeta, y supo que ahí sería el lugar. Los juglares normalmente tenían huecos eregidos para ellos en las plazas de las ciudades. Pequeños altares donde subían y cantaban sus canciones. La pequeña placeta del Lecho de Pulgas poseía uno de esos altares. No era la mejor placeta de la ciudad, pero el príncipe no hacía distinciones. Y ese día quería alegrar a esas gentes. El sitio estaba algo vacío. Unas cincuenta personas andaban por el lugar, y cuando el príncipe llegó al pequeño altar, muchos curiosos se acercaron a él. Llevaba echada a la cabeza la capucha de su túnica para que no lo reconociesen y Barristan estaba sentado a unos metros de él. Solía hacer esto, porque le gustaba ver que la gente lo oía por su voz y no por su nombre. Sacó el arpa y la gente empezó a aplaudir como bienvenida a aquel misterioso juglar.

Rhaegar, el último dragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora