I LA PUERTA DE LA PRISIÓN

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  Una multitud de hombres barbudos, vestidos con trajes oscuros y sombreros de copaalta, casi puntiaguda, de color gris, mezclados con mujeres unas con caperuzas y otras conla cabeza descubierta, se hallaba congregada frente a un edificio de madera cuya pesadapuerta de roble estaba tachonada con puntas de hierro.Los fundadores de una nueva colonia, cualesquiera que hayan sido los ensueñosutópicos de virtud y felicidad que presidieran su proyecto, han considerado siempre, entrelas cosas mas necesarias, dedicar a un cementerio una parte del terreno virgen, y otra partea la erección de una cárcel. De acuerdo con este principio, puede darse por sentado que losfundadores de Boston edificaron la primera cárcel en las cercanías de Cornhill, así comotrazaron el primer cementerio en el lugar que después llegó a ser el núcleo de todas lossepulcros aglomerados en el antiguo campo santo de la Capilla del Rey. Es lo cierto quequince o veinte años después de fundada la población, ya la cárcel, que era de madera,presentaba todas las señales exteriores de haber pasado algunos inviernos por ella, lo quedaba un aspecto mas sombrío que el de suyo tenía. El orín que estaba cubriendo la pesadaobra de hierro de su puerta, la dotaba de una apariencia de mayor antigüedad que la deninguna otra cosa en el Nuevo Mundo. Como todo lo que se relaciona de un modo u otrocon el crimen, parecía no haber gozado nunca de juventud. Frente a este feo edificio, yentre él y los carriles o rodadas de la calle, había una especie de pradillo en que crecían enabundancia la bardana y otras malas hierbas por el estilo, que evidentemente encontraronterreno apropiado en un sitio que ya había producido la negra flor común a una sociedadcivilizada, la cárcel. Pero a un lado de la puerta, casi en el umbral se veía un rosal silvestreque en este mes de junio estaba cubierto con las delicadas flores que pudiera decirseofrecían su fragancia y frágil belleza a los reos que entraban en la prisión, y a loscriminales condenados que salían a sufrir su pena, como si la naturaleza se compadecierade ellos.La existencia de este rosal, por una extraña casualidad, se ha conservado en lahistoria; pero no trataremos de averiguar si fue simplemente un arbusto que quedó de laantigua selva primitiva después que desaparecieron los gigantescos pinos y robles que lepresentaron sombra, o si, como cuenta la tradición, brotó bajo las pisadas de la santa AnaHutchinson11cuando entró en la cárcel. Sea de ello lo que fuere, puesto que loencontramos en el umbral de nuestra narración, por decirlo así, no podemos menos que arrancar una de sus flores y ofrecérsela al lector, esperando que simbolice alguna apaciblelección de moral, ya se desprenda de estas páginas, o ya sirva para mitigar el sombríodesenlace de una historia de fragilidad humana y de dolor.  

La Letra EscarlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora