Carnicero profesional

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Soy carnicero de profesión, trabajo en el local de la cuadra en donde vive usted, soy el que le vende los productos de res y cerdo que llegan a su mesa ¿Me recuerda? Bueno, sé que no presta atención a esos detalles, así como sé que desaparecerá cierta humildad de mi parte cuando reconozca que tengo muy buena fama, que soy muy bueno en lo que hago, mi negocio prospera ¿Lo ven? Sonó arrogante.

Le quiero contar algo sumamente delicado estimado cliente, usted está comiendo carne humana. Disculpe lo abrupto de la revelación, pero así es, debe tener ya más de dos años consumiendo carne de un semejante suyo ¿Y se ha muerto? No ¿Verdad? Todo lo contrario, se le ve más vivo y enérgico, y no se preocupe, no se va a condenar su alma. Esas son patrañas.

Desde que tengo uso de razón soy carnicero, crecí entre costales colgantes de reses, afilando cuchillos, destazando animales, entre aromas de carne congelada y sangre, amo lo que soy y lo que hago.

Mi padre murió cuando yo tenía diecinueve, soy hijo único, me hice cargo del negocio, y mi inexperiencia me cobró factura. Si bien es cierto que la carnicería no dejaba ingresos holgados, ésta cuando menos mostraba ser autosustentable. Qué vergüenza sentí el ver que fracasaba, no le había aprendido nada al viejo.

Por orden lógico, al no haber ingresos, no hay dinero para comprar mercancía, al no haber mercancía no hay clientes. En resumidas cuentas, todo se va a la mierda. No me quería dar por vencido así de fácil, cometí algunos errores desesperados, tuve que mezclar lo poco que quedaba con carne de perro callejero. La gente repugnaba el sabor, los pocos clientes que me quedaban los estaba perdiendo.

Estaba en una situación extrema, el negocio familiar se caía a pedazos, estaba a una semana de cerrar las puertas al público, cuando apareció un hombre de edad en el negocio. Era un vagabundo, sus ropas lucían grises de lo mugrosas que estaban, olía a orines fermentados por el sol y en su barba se veían costras de mugre. Pero contrario ha como tal vez empiezan a dibujar mentalmente su complexión física, déjenme decirles que el hombre era robusto, sus mejillas lucían rojas y saludables, se veía en perfectas condiciones. Su simple y desaliñada presencia me impresionó.

Al principio pensé que mendigaba alimento, le pedí que se retirara, pues ya ni las moscas me visitaban, no tenía nada que ofrecerle; el hombre me dijo que no iba pidiendo misericordia, me hizo saber que conocía a mi padre, que mi viejo siempre tuvo atenciones con él, escuchar esto me derrumbó, empecé a llorar enfrente de este desconocido, el comprendió mi dolor, mi preocupación, y mi actual situación económica. Se marchó en ese instante dejándome solo con mi pena.

Al cabo de dos horas, justo antes de cerrar el negocio, el anciano regresó, traía consigo un costal enorme, con pasos cortos se acercó a mí y dijo:

-Sé que la está pasando mal en changarrito; ¿Sabe? nunca tuve como agradecer a su padre todo lo que hizo por mí, le ruego me permita ayudarlo.

El hombre dejo caer el pesado costal sobre el piso, era de tela obscura y gruesa, me intrigó el contenido de la misma.

-Venda esta carne, está fresca, no deje que se descomponga-dijo el vago.

Mis temores tomaban forma, pensé en lo imposible, en lo indeseable.

-Es el cadáver de un niño, no se alarme, se lo pido encarecidamente.

Casi me fui al suelo de la impresión, el viejo me explicó que era un niño de la calle, que había muerto en un conflicto de pandillas, me pedía lo más abominable.

-Véndalo, su carne es...

Lo corrí del local a empujones, me sentí horrorizado ante brutal petición, lo que quería era largarme, una vez afuera, bajé la cortina metálica del negocio, puse candado y me marché a toda prisa con un dolor de cabeza punzante.

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