Esa vieja costumbre

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Yo iba a comenzar esta historia confesando que lo peor que pudo pasarme en la vida fue llegar a los setenta años, pero no. He decidido pasar a hablar sobre mi adicción, de la cual, ahora, me encuentro recuperado.

He de aclarar que en mis tiempos mozos fui un galán de mucha monta, con trabajo estable y bien remunerado. Comprenderán ustedes que no puedo aclarar en qué trabajé exactamente, ni tampoco revelaré mi nombre, aunque pueden llamarme Nam Mi pelo no era blanco como ahora, sino de un orgulloso color castaño oscuro. A pesar de no ser lo correcto en aquella época se me daban los hombres para mi eran mi deber y pasión, me mezclaba dentro de un círculo social en el cual se me consideraba un tipo elegante.

Vas a andar siempre bien vestido, decía Mamá cada día antes de enviarme al colegio. Pasaron cuarenta años y nunca dejé de hacerlo. Diablos, ahora mismo escribo esta confesión de corbata.

Lo más indicado, para que se me comprenda, sería empezar contando sobre cómo perdí mi virginidad. Fue esta típica mezcla de placeres desconocidos que, junto al roce, me llevaron al incontrolable primer orgasmo. Tenía trece años, pero mi Mamá veía porno así que yo entendía lo que era fornicar. Ella no sólo veía porno sino que también compraba revistas porno y novelas porno. Sé que hay gente que les llama "novelas eróticas", pero cuando yo leía esos libros y los personajes se mezclaban en un surtido húmedo de palabras, para mi, entonces, el término era y sigue siendo porno. Pasaron un par de años y seguí durmiendo con aquel chico, Gyu, hasta que los dos cumplimos diecisiete años -el era mayor por dos meses-. Acá, en este país, se dice que a esa edad eres menor de edad, pero su cuerpo y su piel decían otra cosa. Comenzamos a practicar nuestro sexo de manera furtiva y continua.

Con el paso del tiempo, mi condición de hombre me llevó a amarlo. Y fueron los mismos segundos los que acabaron con su vida, un trece de marzo. Las razones dan igual. Así como vino, se me escapó de las manos para estar prisionero en un cajón maltrecho enterrado bajo la tierra húmeda que hay allá atrás, en el patio de mi casa. Era lo que el hubiera querido, lo sé, para estar siempre junto a mi lado. Sé que ahora me lee.

Pasaron tres años y en mi soledad el alcohol me consumió. Fue en uno de los muchos bares de Seúl donde conocí al segundo hombre con quien dormiría. Yo iba de martes a domingo porque los lunes el local no abría. Además, según me contaría el después, era un hombre que pretendía independizarse y alejarse lo más pronto posible de sus padres. Supongo que tras tanto tiempo de ver mi cara demacrada todas las noches, terminó interesándose.

-¿Cómo se llama usted? -preguntó, mientras me traía una botella de pisco.

-Nam

Pasaron los días y seguí visitando el lugar, pero ahora con el deseo puesto en el.

Una noche, aceptó salir conmigo y, cosa irónica, terminamos bebiendo pero en otro bar, alejado del centro. Si alguien me hubiera obligado a compararlo con el cadáver que tenía enterrado en mi territorio, la verdad es que este hombre era más atractivo. Sin embargo, eran esos ojos los que llamaban mi atención. Me congelaban. Me causaban un terror de aquellos donde te quedas fascinado: sabes que el peligro está en ésa dirección, pero no pestañeas un segundo. Y descubrí en el la misma mirada que me entregaba Gyu, cuando me contemplaba fornicándolo. Mirada que yo anhelaba y que quería devuelta. Si tan sólo hubiera podido encontrar la forma en que ellos dos fueran testigos de cuando mi cuerpo se sumía en el acto. ¿Existía una manera? Después de todo, Gyu estaba cerca y Mamá decía que siempre me vendría a visitar aun estando muerta. En ese momento lo creí posible, y mierda, si les escribo esto es por una razón.

Tras volver a salir con el chico del bar terminó aceptando venir a mi casa. El terminaría confesando que el vivir solo, como yo, era lo que pretendía para su vida. Esa noche sería nuestro primer encuentro carnal.

Paseando entre tumbas Donde viven las historias. Descúbrelo ahora