La historia detrás de mis ocho cicatrices

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Hay un total de ocho cicatrices en mi cuerpo. Dos cicatrices en mi cara, tres en mi espalda, dos en mi pecho y la última cicatriz me recorre los nudillos de mi mano derecha.

Nunca me he sentido cómodo hablando de cómo obtuve cualquiera de mis cicatrices. Solo ha habido una persona en el mundo a quien decidí contarle sobre mis cicatrices hasta ahora. Esa persona es mi esposa. Me lo había preguntado muchas veces mientras éramos novios, pero siempre le dije que le contaría más tarde, cuando me sintiera más cómodo. Sé que la molestaba, pero no quería ahuyentarla. Hoy fue el día en el que al fin me sentí lo suficientemente valiente. Decidí contarle a mi esposa y luego a todos ustedes, porque siento que contiene una lección importante.

Como bien saben, ayer fue Día de San Valentín. Traje a casa una carta que escribí para ella con la historia de mis cicatrices y una caja de chocolates en forma de corazón. Ella quiso recoger sus regalos, pero le dije que se reuniera conmigo en la habitación. Me siguió y nos sentamos en la cama. Le entregué la carta primero. Esto es lo que escribí:

Hoy es Día de San Valentín y quiero hacerte saber que te amo. Me disculpo por haber guardado este secreto tanto tiempo, pero, por favor, no me tengas miedo luego de haberlo leído.

Irónicamente, recibí mi primera cicatriz un Día de San Valentín. Tenía siete años y quebré accidentalmente la televisión que mi papá acababa de comprar. Caminó hacia mí y me empezó a gritar. Traté de decirle que fue un accidente, pero se rehusó a escuchar una sola palabra de lo que dije. Aunque no se daba cuenta, estaba sosteniendo un cuchillo de bolsillo en su mano mientras me regañaba. Había cerrado mis ojos cuando empecé a llorar, pero un ardor hizo erupción desde el centro de mi tórax. Abrí los ojos y grité del dolor. Me desmayé y desperté en mi cama. Tenía tres suturas en mi pecho y mi papá estaba sentado al lado de mi cama. Me sobó un hombro y me dijo que estaba bien.

Cuando tenía once años, llegué a casa de la escuela y mis padres se encontraban a la mitad de un argumento. Traté de escabullirme, pero sentí algo duro colisionar contra mi espalda al pasar la entrada de la cocina. No pude seguir caminando, solo escuché un jadeo desde la cocina antes de perder el conocimiento.

Desperté por la noche. Estaba recostado sobre mi lado derecho y tenía tres cortes en mi espalda. Mi papá estaba parado en una esquina de la habitación. Me silenció con un dedo sobre su boca y se quedó ahí parado durante horas. Traté de volver a dormir, pero tenía miedo de lo que mi papá me podría hacer.

Entre mis once y trece años, desarrollé una inhabilidad para dormir. Siempre que despertaba por la noche, descubría a mi papá en una esquina de mi cuarto, observándome. Temía por mi vida, así que intentaba lo que sea para mantenerme despierto. Odiaba a mi papá y deseaba que me dejara en paz.

El siguiente par de meses evadí a mi papá tanto como pude. Hice un muy buen trabajo hasta que cumplí catorce años. Pero un viernes, cuando me bajé del bus y caminé hacia la casa, vi a mi papá en nuestro jardín frontal. Quise esquivarlo, pero saltó frente a mí. Con una voz ronca, dijo: «No entres aquí, solo vete. Ya no tenemos tiempo para seguir lidiando contigo». Mi papá me empujó hacia el suelo porque lo traté de ignorar. Me lanzó unos billetes a la cara y entró a la casa. Honestamente, no sabía qué hacer. Mi cabeza estaba sangrando y no quería ir a ningún otro lado. Corrí devuelta a la casa y me metí al cobertizo en nuestro jardín. Me quedé ahí por dos días. No salí, a excepción de un par de veces en las que corrí a tomar agua desde la manguera. Un domingo, me desesperé. Tenía hambre y quería volver a mi casa, dormir en mi habitación. No me importó si mi papá me iba a golpear de nuevo.

Fue mi papá quien me recibió en la puerta y apuntó a mi habitación. Subí las gradas y me metí bajo mis sábanas. Un par de horas después, mi papá entró a mi habitación con un plato de comida. Devoré cada pedazo de comida y dejé el plato en la mesa de cama.

Pensé en leer un libro, pero no tenía las fuerzas para levantarme. Por poco más de una hora, me imaginé estando en una familia mucho mejor. Una familia en la que todos se amaban entre sí y los papás no se la llevaban discutiendo en cada momento. Eso era lo único que añoraba, pero incluso a una edad tan temprana sabía que ya no podría suceder.

No sé cuándo me quedé dormido, pero me desperté gritando del dolor. Mi pecho se sentía como si estuviera llamas. Me quise levantar, pero algo me empujó desde mi estómago y me mantuvo en posición. Se me volvió difícil respirar y empecé a forcejear con más vehemencia hasta que fui golpeado en un costado de la cara y el mundo se apagó.

Recuperé la consciencia y todo seguía oscuro. Vi hacia la derecha y a la izquierda, pero no vi a nadie. Me rodé boca arriba y vi a mi papá cerca del marco de la puerta. Tenía un cuchillo en sus manos y mantenía sus ojos fijados en mí.

Grité por auxilio, pero mi papá arremetió contra mí y puso sus manos en mi boca. Me tranquilicé y me le quedé viendo. Cuando quitó su mano de mi boca, permanecí en silencio. Aún tenía el cuchillo en su mano y lo último que quería hacer era enojarlo de nuevo.

Ahora sabes por qué tengo siete cicatrices. La octava llegó el día de mi graduación. Ni mi mamá ni mi papá se presentaron. Pero no estaba triste; no me importaba. Simplemente estaba feliz de que me iría a vivir en la universidad en unos meses. Fue un gran día para mí. Después de la graduación, salí con un par de amigos y fuimos a una fiesta. La primera fiesta a la que asistí y la primera vez que bebí alcohol. No bebí mucho, pero aun así me sentí más feliz que en cualquier otro momento de mi vida.

La diversión se detuvo cuando llegué a casa. Lo primero que noté fue la sangre a lo largo de nuestro sofá blanco en la sala de estar. Lo siguiente que recuerdo es ver a mi papá recostado boca abajo junto al sofá. Me acerqué a él y vi sangre recubriendo su pecho y estómago. Lo giré y vi que le habían disparado tres veces. Estaba a punto de acostarlo de nuevo, cuando vi que abrió sus ojos y sus labios se empezaron a mover. A pesar del trauma en su cuerpo, se las arregló para tener la conversación más larga que había tenido conmigo, tras la cual respiró su último aliento y no volvió a mover otro músculo.

«Salvarte», eso fue lo primero que dijo. Que mi madre nunca me quiso, pero que él nos amaba a ambos. Que nos quería mantener juntos.

Aunque le había argumentado en cada oportunidad, me quedé sentado junto a su cuerpo pensando en lo que me había dicho. En por qué pretendería que me había querido… hasta que los recuerdos me embistieron.

Mi papá sostenía un cuchillo y me gritaba cuando yo tenía siete; pero no me apuñaló. Mi madre lo atacó mientras él me regañaba, haciéndolo tropezar.

Cuando tenía once, fue ella quien me tiró un plato de vidrio en mi espalda. No fue un accidente, y no sé de qué discutían, pero él se quedó vigilándome esa noche para que mi madre no entrara al cuarto. Se quedó ahí cada noche para que mi madre no intentara nada.

Me dijo que a los catorce se había hartado de la riña. No quería dejar a mi madre; la amaba. En verdad lo hacía. Me amaba a mí también, pero no se pudo forzar a dejarla y no podía lidiar con el estrés al que se estaba sometiendo.

Esa fue la única vez que me hirió. La noche del día que regresé a casa, mi madre estuvo a punto de matarme.

El sonido de sus pisadas bajando las gradas me sacaron de mi cavilación. Me sonrió al verme y caminó hacia mí con la pistola aún en su mano derecha.

Antes de que pudiera hacer algo, salté sobre ella y le di un puñetazo a su estúpido rostro por cada cicatriz, por tomar la vida del único padre que se preocupó por mí, por hacerme desconfiar de mi papá y por ser capaz de sonreír a través de todo eso. No sé qué hueso de su cara fue el que rasgó la piel de mis nudillos, pero sé que esa es la única cicatriz que aprecio.

Cuando los oficiales de policía llegaron, me hicieron pregunta tras pregunta. Contesté todas con honestidad. No se presentaron cargos, fue en defensa propia.

Esta es la historia detrás de mis ocho cicatrices. Quiero que me prometas algo. Que me amarás de la misma manera en la que siempre lo has hecho. Por favor, no pienses que soy una mala persona.

Por siempre Tu Valentín,

Hayong

Mi esposa me miró con ojos cargados de ternura, y supe que no había cometido un error al contárselo.

Mi intención al compartir esta historia con ustedes, es que a veces tendemos a olvidar quién está de nuestro lado y quién nos desea mal. Por favor, piensa detenidamente sobre quién merece tu confianza.

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