"¿Por qué venía todos los días al museo de Louvre?"
Mi amigo Leo había concluido que posiblemente mi soledad me estaba volviendo demente, e incluso creyó que estaba teniendo una relación amorosa con las pinturas y los bustos, aunque al principio me causó gracia tampoco quería que él se viese afectado en tremenda tontería, pero yo sabía que tal vez aquellas salidas tan rutinarias podría concluir en algo, no lo sabía a ciencia cierta pero sabía que ocurriría pronto.
Eran las siete de la noche, cuando la ciudad de Paris estaba perfectamente iluminada, había música en las calles, y un concierto de Jazz, puedo decir que mientras estaba sentado en las escaleras del museo podía sentir toda aquella energía vibrar en mi corazón, era como estar conectado con las emociones de las personas tanto que creí que en algún punto me pondría a llorar. Suspiré y me puse de pie dispuesto a marchar de casa, sacudí mis pantalones, y en cuestión de segundos creí que el mundo se había detenido.
Al levantarme tropecé con alguien por accidente.
—Excusez-moi.
—No se preocupe —respondió una voz suave y sutil, me percaté que provenía de una joven mujer.
Mi estupidez no podía ser más evidente, todo el tiempo que aquello ocurría —tropezarme—, nunca me percataba de quien se trataba.
—Lo siento mucho —repetí de nuevo totalmente avergonzado.
—Descuida, Joven —respondió la joven cortésmente mientras sonreía, y como si mi vista se tratara de halcón pude ver todo su rostro con detenimiento.
Era joven, calculándole unos veintiún años, iba sola, no, iba con alguien más joven que ella, pero lo que más me atrajo de su persona eran esos preciosos ojos azules, los cuales lucían como un perfecto reflejo del cielo azul en verano, tenía leves pecas desperdigadas en aquel cutis tan fino, su cabello era tan negro como lo eran las noches de invierno crudo, cuando ni siquiera se ve el firmamento. Su figura era dócil, estaba bien para una joven de su edad, su sonrisa era tierna, dientes perfectos y expresiones autenticas.
—¿Por qué se ha quedado mirándome? —acusó obligándome a desviar la mirada un poco avergonzado de mi osadía.
—Su belleza no pertenece a este sitio —dije en mi defensa, aunque aquello sonaba terriblemente mal.
—Es porque, en efecto, no somos de aquí, somos de Italia —explicó y me armé de valor para mirarla fijamente—. Usted tiene lindos ojos.
—G-gracias —farfullé—, pero ¿Qué hacen dos hermosas italianas solas en París?
—Nuestros padres nos enviaron para ver unos asuntos de negocios, pero la noche es tan perfecta para deleitarse en ella. Desde que llegamos lo único que hemos escuchado es música, a mi hermanita Lorraine le encanta —la otra chica sonrió al escuchar su nombre—, ella no entiende nuestro idioma —explicó tal vez al notar mi gesto de confusión—, para ella escuchar le basta.
—Oh, disculpe mi impertinencia, mi nombre es Sthephan LeBlanc —extendí la mano por cortesía.
—Alexxa Rossi —contestó haciendo evidente su acento italiano, pero no se atrevió a tocar mi mano, la alejó con timidez mientras la escondía entre sus ropas—. Si me disculpa Joven LeBlack, debo marchar, nos hablaron tan bien del museo que quise venir a visitarlo, sin embargo, lo que está ahí —refiriéndose a las calles—, me invita a ser escuchado.
—Claro —sonreí asintiendo mientras la veía marcharse. Tal vez podría decirle a Leo que me había enamorado, y que esta vez no era de ninguna pintura ni de un busto.