Relaciones tóxicas

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Yo tenía una convicción. Ni muy bonita ni muy fea, pero era mía. Ella quería servirme y yo la quería porque me servía.

Puede que no fuéramos la pareja ideal, pero éramos mejor que nada. Juntos podía hacer esas cosas que en sociedad sólo te están permitidas si tienes una convicción. Por supuesto, una sociedad tan liberal como la nuestra ve con buenos ojos no sólo la bigamia, sino también los harenes de convicciones, templos de la hipocresía con un cartel en la puerta exhortando '¡Adelante promiscuos!'. Di que sí.

Pues yo era tan feliz con mi convicción. Con ella podía participar en el ABC de la vida social: opinar, discutir y cotillear. Ella y yo nos movíamos desde la crítica de la libertina vida sexual de la vecina a la conversación de bar el día del fútbol y la discusión política, económica o, en general, cualquier otro tema sobre el que no tuviera ni puta idea.

Éramos felices.

Hasta que un día todo cambió. Literalmente, todo. Mi mente cambió, y con ella mi concepción de un mundo que yo siempre había creído inmutable. ¿Por qué? Pues ni puta idea. Debido a un sutil cambio en la órbita de los astros, un designio divino, o a algo mucho más simple como, digamos, una ruptura, una mudanza o el funeral de un ser querido (finales todos ellos).

Y mi convicción ya no me servía.

Así que, rindiendo honor a mi naturaleza egoísta, cortamos.

Pero ¡ay, qué gris es el mundo sin convicciones! ¡Qué difícil es crear por primera vez las tuyas propias, cuando ya has perdido las que te dieron sin tu pedirlas!

Pero bueno, pensé, siempre puedo sentarme, encender la tele y esperar al lavado.

Imagínalo. Limpio y como nuevo, listo para volver con el rebaño.


MicrorrelatosWhere stories live. Discover now