XLVIII

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Three days.

Percy se había pasado toda la mañana paseándose por todo el comedor, pasando y recolectando información de los distintos presos. Algunos de los que trabajaban para él y otros, simplemente, porque habían comenzado a temerlo.

—¿Crees que podrías conseguirme la dirección? —preguntó mirando con sus ojos fríos y azulados.

—Tal vez —dio como respuesta el hombre con el que hablaba—. Pero no te aseguro nada.

El inglés sonrió satisfecho con la respuesta. Algo era algo. Estaba avanzando, y esperaba conseguir lo que se proponía.

—Te tomo la palabra —dijo—. Si lo consigues, te esperará una buena recompensa.

El hombre de brazos anchos lo observó irse. Si obtendría una recompensa era seguro que conseguiría esa dirección.

[...]

Por otro lado, Samuel y Guillermo estaban en su mesa de siempre, frente a sus respectivas bandejas llenas de comida.

Ambos se miraban sin expresión alguna en sus rostros.

No era fácil estar en el mundo real, cuando había tantas cosas en las que pensar.

Cuando aquellos dos decidieron empezar a comer, la figura de Percy se hizo presente junto a ellos.

—¿Cómo estáis? —preguntó con cautela. No sabía muy bien de qué humor podrían estar en ese momento.

Samuel levantó, ligeramente, la vista de la comida para solo mirarlo.

—Imagino cómo —El inglés se sentó al lado del mayor y frente a Guillermo—. Pero no os preocupéis, os sacaré de esta.

De Luque tuvo que reconocer que sintió ternura al oír las palabras de su amigo.

No sabía cómo pero habían conseguido hacerse realmente amigos allí dentro, y era algo que lo llenaba de alguna manera.

—De verdad no lo hagas —dijo con voz autoritaria—. Al menos no por mí. —Aquello último lo dijo visualizando al chico que tenía en frente. Pensaba que el más joven quizás mereciera una oportunidad para avanzar y ser mejor persona, pero él no.

Él no iba a cambiar.
No porque él no quisiera, sino porque ya no sabía ser de otra forma.

Tantas cosas se habían clavado en la mente de aquel hombre, que nada volvería a cambiarlo cómo una vez llegó a ser.

Guillermo lo miró extrañado.

¿Por qué decía algo así?

¿Por qué podría llegar a pensar que él si merecía salvarse?

Díaz negó con la cabeza.

Él tampoco quería que lo sacaran de allí.

Claro, que por una parte, quería hacerlo. Quería vivir porque la mente humana siempre estaba luchando por sobrevivir en todo momento posible.

Pero, ¿qué haría de nuevo en cuanto esos pensamientos volviesen a su mente? Esos pensamientos en los que había hecho las cosas más horribles que alguien podría hacer en esa vida.

Aquellos que nunca se borraban de su cerebro.

—Yo tampoco quiero que lo hagas —dijo—. Creo que estoy preparado.

No lo estaba.

Pero nadie lo está nunca.

¿Quién no siente ese miedo a morir?

¿Quién no ha llegado a pensar alguna vez en todas las muertes posibles que podrían llegar a abrazarlo?

Pero, eso no era lo importante.

El miedo era algo que desaparecería en un momento a otro. Pero la consciencia... siempre lo torturaría con sus pecados. 

Percy, al oír a esos dos, se sintió conmovido.

Entendía el porqué de sus comportamientos, pero él sentía que tenía que hacer algo.

Que no podía dejar que aquello sucediese.

Pero los días eran escasos, y el tiempo pasaba velozmente frente a ellos, como burlándose de ellos por no poder detenerlo.

Era una situación de impotencia por no poder solucionar tales problemas como aquel.

Percy no dijo nada más, pero en su interior seguía luchando por encontrar la forma de sacarlos de aquel apuro.

Esperaba que lo que tenía planeado fuera a resultar beneficioso para él, de lo contrario... habría perdido.

Prisioneros [Wigetta]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora