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El camino hacia el instituto fue lo más cansino que pude hacer hecho en todo el día. Los demonios se habían quedado jugando hasta las 3:33 de la madrugada y no me dejaron dormir. Los gritos de euforia de Alexis y los gruñidos de Anker era simplemente insoportable.

Una presencia en mi pierna me hizo sobresaltar. Era un lindo perrito que me estaba olfateando. Por alguna razón, el olor era insoportable. De seguro estaba comiendo en la basura. Pobrecito.

Saqué un poco de comida que traía en la mochila y se lo di. El comió gustoso. Se relamió los labios y se fue feliz. Menos mal, no eran de esos perros que te seguían por darles un pedazo de comida. Luego era un sufrimiento hacer que se vayan.

Llegué a mi destino con un suspiro. Un chico rubio estaba parado con la espalda apoyada en la pared. Se veía condenadamente bien. Él dirigió su vista hacia mí y sonrió. Caminó, deslumbrando estrellas y rosas. Si mi vida fuera una caricatura, apuesto que hubiera corazones a mi alrededor y estuviera nadando con mi propia saliva.

— Buenos días, cariño. Cierra la boca que te entran moscas.

No evité sonreír como una boba.

— ¿Por qué no me la cierras tú?

Nos sorprendimos los dos. Yo nunca hubiera dicho eso ni drogada y él jamás me besó, por lo cual es obvio que actúe sorprendido.

— Lo siento, creo que...

— Está bien, con esto me conformo — acunó mi rostro entre sus manos y me dio un beso en la mejilla.

— Dame eso — tomó mi mochila y se lo colocó en el hombro. Lo cierto era que mi increíble novio practicaba natación, por lo que tenía unos sorprendentes brazos. Incluso me cargaba en algunas ocasiones.

Aún recuerdo cuando lo conocí...

Profesor, realmente me siento mal. Esta vez si es verdad.

El señor Mendoza me miró serio y negó con la cabeza.

— Esta vez no logrará engañarme. Ya van tres clases que usted no juega.

— Soy mala en deportes. Y de verdad que en serio me duele el estómago.

Tenía sus razones para estar molesto conmigo. Siempre evadía su clase o fingía estar mal. ¡Sólo que estaba vez si es verdad!

— ¡Por la mentira de la señorita Dakota, tres vueltas en toda la cancha!

Todos se quejaron y me fulminaron con la mirada. No tuvo otra opción más que correr. En medio de la cancha, el dolor incrementó y tuve que sujetarme del estómago y caer al piso. Todos me vieron, pero nadie se acercó a ayudarme. Cuando logré ponerme de pie, el suelo estaba manchado de color rojo. Inevitablemente me sonrojé y volví a sentarme para que nadie viera lo que causé.

— ¿Estás bien?— alcé la vista. Un rubio muy simpático estaba parado frente a mí con la respiración jadeante y las mejillas sonrojadas de tanto correr.

Dejé mi orgullo de lado y negué con la cabeza — Necesito ir a la enfermería.

— Ven, déjame ayudarte — tomó mi brazo y me levantó con cuidado.

Sé, de antemano que logró ver lo que causé. Una punzada de vergüenza recorrió todo mi cuerpo. Quería llorar y decirle que dejara de mirarlo.

Él se quedó en silencio. Con expresión tranquila, se quitó la casaca y me colocó en la cintura.

— Está bien, no te preocupes. No hay necesidad de avergonzarse— su voz se sintió como una suave cobija de algodón. Calmada y acogedora.

Invocados Donde viven las historias. Descúbrelo ahora