EL BRILLO DE LA LUNA
Leyendas de los Otori, vol.3
Lian Hearn
La pluma reposaba sobre la palma de mi mano. Yo la sostenía con cuidado, pues era consciente de su antigüedad y delicadeza. A pesar del paso de los años, su blancura se mantenía intacta y el color púrpura de los bordes aún resplandecía.
--Perteneció al houou, el pájaro sagrado -me explicó Matsuda Shingen, el abad del templo de Terayama-. El ave se le apareció a Shigeru, tu padre adoptivo, cuando era un muchacho de tan sólo quince años, más joven de lo que tú eres hoy. ¿Te habló de aquello alguna vez, Takeo?
Hice un gesto de negación con la cabeza. Matsuda y yo nos encontrábamos en su alcoba, situada en un extremo del claustro que rodeaba el patio principal del templo. Del exterior llegaba el alboroto de los preparativos para nuestra partida, que ahogaba los cánticos y el tañido de campanas habituales en el santuario. Yo escuchaba a Kaede, mi esposa, quien se encontraba al otro lado de la cancela departiendo con Amano Tenzo acerca de los problemas que supondría la alimentación de nuestro ejército durante la marcha. Nos disponíamos a viajar al gran dominio de Maruyama, en el Oeste, del que Kaede era legítima heredera; nuestra intención era reclamarlo y, si fuera necesario, luchar por su propiedad. Desde finales del invierno, numerosos guerreros habían acudido a Terayama a unirse a mis tropas y habíamos logrado reunir cerca de un millar de hombres, que se alojaban en el templo y en las aldeas circundantes. También contaba yo con los campesinos que habitaban en la comarca, quienes apoyaban mi causa firmemente.
Amano procedía de Shirakawa, la casa familiar de mi esposa, y era el más fiel de sus lacayos. Experto jinete, su habilidad con los animales resultaba excepcional. En los días que siguieron a nuestro matrimonio, Kaede y su doncella, Manami, demostraron una destreza considerable a la hora de manipular y distribuir comida y equipamiento. Trataban todos los asuntos con Amano, quien se encargaba de transmitir las decisiones a los soldados. Aquella mañana, el lacayo estaba contando las carretas de bueyes y los caballos de carga que teníamos a nuestra disposición. Intenté concentrarme en las palabras del abad, pero me encontraba inquieto y ansioso por iniciar la marcha.
--Ten paciencia -me aconsejó Matsuda con suavidad-. Sólo será cuestión de un momento. ¿Qué sabes acerca del houou?
Con desgana, volví a centrar mi atención en la pluma que tenía en la mano y me esforcé por recordar lo que Ichiro, mi antiguo preceptor, me había enseñado durante el tiempo en el que me había alojado en la casa del señor Shigeru, en Hagi.
--Según la leyenda, es el pájaro sagrado que hace su aparición en tiempos de justicia y paz, y se representa con el mismo signo caligráfico que los Otori, el clan al que pertenezco.
--Exacto -aprobó Matsuda, esbozando una sonrisa-. Sus apariciones son pocas, pues la justicia y la paz escasean en los tiempos que corren. A mi entender, cuando Shigeru vio el houou tomó la decisión de iniciar la búsqueda de tan preciados bienes. Yo le hice notar que las plumas del pájaro sagrado están teñidas de sangre, y ahora es la propia sangre derramada por Shigeru la que nos impulsa a actuar a quienes creemos en su causa.
Contemplé la pluma más de cerca. Estaba colocada sobre la cicatriz de mi mano derecha, donde mucho tiempo atrás me había quemado. Sucedió en Mino, mi pueblo natal, el día en el que Shigeru me salvó la vida. Junto a la cicatriz se veía la línea recta característica de los Kikuta, la familia de la Tribu a la que yo pertenecía y de la que había huido el invierno anterior. Mi herencia, mi pasado y mi futuro parecían haberse reunido allí, en la palma de mi mano.
--¿Por qué habéis elegido este momento para mostrarme la pluma?
--Pronto te pondrás en camino. Has pasado el invierno con nosotros, dedicado al estudio y al entrenamiento con el propósito de prepararte para cumplir las últimas órdenes que Shigeru te encomendó. Mi deseo es que compartas la visión de tu padre adoptivo, que siempre recuerdes que su meta era la justicia; ésa es la meta que debes hacer tuya.
--Nunca lo olvidaré -prometí.
Hice una respetuosa reverencia y, sujetando la pluma con las dos manos, se la entregué al abad. Matsuda la recogió, inclinó la cabeza y devolvió la pluma a la pequeña caja laqueada de la que la había sacado. Yo permanecí en silencio mientras recordaba todo lo que Shigeru había hecho por mí y meditaba sobre la ardua tarea que tenía por delante si quería cumplir sus deseos.
--Ichiro me habló del houou cuando me enseñó a escribir mi nombre -comenté tras unos instantes-. Cuando le vi en Hagi el año pasado, me aconsejó que le aguardase aquí, en el templo; pero no puedo esperar mucho más tiempo. Debemos partir hacia Maruyama en menos de una semana.
Desde el deshielo de la nieve me encontraba preocupado por mi antiguo preceptor, pues tenía conocimiento de que los señores de los Otori, los tíos de Shigeru, deseaban apropiarse de mi casa de Hagi y de mis tierras. Sin embargo, Ichiro se negaba en redondo a entregarles mis posesiones.
Aún no lo sabía, pero Ichiro había muerto. Lo supe al día siguiente. Me encontraba conversando con Amano en el patio cuando oí ruidos que llegaban de la lejanía: gritos de desconocidos, el sonido apagado de hombres corriendo y el martilleo de cascos de caballo. Este último sonido resultaba tan extraño como inesperado, pues casi nadie subía hasta Terayama a lomos de su montura. Los visitantes ascendían el empinado sendero a pie; los enfermos y los ancianos eran acarreados por fornidos porteadores.
Para cuando, segundos más tarde, Amano escuchó aquellos ruidos, yo ya estaba corriendo hacia los portones del templo y llamaba a gritos a los guardias, quienes, con toda rapidez, empezaron a cerrar las puertas y a atrancarlas por dentro. Matsuda atravesó el patio con paso diligente. No portaba armadura, pero llevaba el sable bajo el cinturón. Antes de que pudiéramos articular palabra, desde la garita surgió una potente voz:
--¿Quién se atreve a cabalgar hasta las puertas del templo? ¡Desmontad y acercaos a este lugar de paz con el debido respeto!
Era Kubo Makoto, uno de los jóvenes monjes guerreros de Terayama, quien, en los últimos meses, se había convertido en mi mejor amigo. Corrí hasta la empalizada de madera y subí a toda prisa la escalera que conducía a la garita de los centinelas. Makoto señaló un agujero en la madera y, a través de la mirilla, divisé a cuatro jinetes. Habían ascendido la ladera al galope y en ese momento tiraban de las riendas para que sus caballos, agotados y jadeantes, se detuvieran. Los hombres iban armados de pies a cabeza y en sus yelmos se apreciaba con claridad el blasón de los Otori. Por un momento, pensé que tai vez fuesen mensajeros de Ichiro. Entonces, mis ojos repararon en la cesta atada al arzón delantero de una de las sillas de montar. El corazón me dio un vuelco, pues no era difícil adivinar lo que la cesta contenía.
Los caballos se encabritaban e intentaban retroceder. No sólo se encontraban exhaustos, sino también atemorizados y doloridos; dos de ellos mostraban graves heridas en las patas traseras. Por el angosto sendero empezó a llegar un reguero de campesinos furiosos, armados con hoces y palos. Reconocí a algunos de ellos: eran vecinos de la aldea más próxima. El guerrero situado en la retaguardia se dispuso a atacarlos y blandió su sable en el aire. Los hombres dieron un paso atrás; pero no se dispersaron, sino que se mantuvieron como una pina alrededor de los jinetes.
El jefe de los guerreros les lanzó una mirada de desprecio y, acto seguido, se plantó frente al portón y gritó:
--Soy Fuwa Dosan, del clan Otori de Hagi. Traigo un mensaje de mis señores Shoichi y Masahiro para un impostor que se hace llamar Otori Takeo.
Makoto respondió:
--Si sois mensajeros que acudís en son de paz, desmontad y abandonad vuestros sables. Entonces, abriremos las puertas.
Ya sabía yo cuál sería el mensaje y notaba cómo la cólera empezaba a nublarme la vista.
--No es necesario -respondió Fuwa con desdén-, nuestro mensaje es breve. Di le a ese tal Takeo que los Otori no reconocen sus exigencias, y que éste es el trato que le dispensarán a él mismo y a todo aquel que le siga.
El jinete situado a un costado del cabecilla soltó las riendas de su caballo, abrió la cesta y de ella sacó lo que yo temía ver. Agarró la cabeza de Ichiro por la cabellera y la lanzó por encima de la muralla. La cabeza cayó con un golpe seco sobre la hierba del jardín tapizada de pétalos.
Saqué a Jato, mi sable, del cinturón.
--¡Abrid las puertas! -grité-. Voy a por ellos.
Bajé los escalones de dos en dos, seguido por Makoto.
Mientras las puertas del templo se abrían, los guerreros Otori hicieron girar a sus caballos y, sable en mano, empezaron a cargar contra los hombres que los rodeaban. Posiblemente consideraron que unos simples campesinos no se atreverían a hacerles frente. Yo mismo me sorprendí por lo que ocurrió a continuación. En lugar de apartarse, los aldeanos se arrojaron con violencia contra los caballos. Dos de los campesinos murieron en el acto, decapitados por los sables de los guerreros; pero entonces se desplomó el primer caballo y la multitud se abalanzó sobre el jinete caído. Los demás guerreros corrieron la misma suerte. No tuvieron oportunidad de mostrar su habilidad con la espada, pues los campesinos los derribaron de sus corceles y los golpearon como a perros hasta que murieron.
Makoto y yo intentamos frenar a los aldeanos, mas sólo conseguimos restaurar la calma una vez que hubimos cercenado y colgado las cabezas de los guerreros en las puertas del templo. Los campesinos profirieron insultos contra los soldados muertos durante un buen rato; después, se encaminaron colina abajo al tiempo que aseguraban a gritos que si otros osaban acercarse al templo de Terayama para insultar al señor Otori Takeo, el Ángel de Yamagata, correrían la misma suerte.
Makoto temblaba de cólera; percibí que deseaba decirme algo, pero yo no disponía de tiempo. Regresé de inmediato al recinto del templo. Kaede había traído paños blancos y un cuenco de madera lleno de agua. Estaba arrodillada en el suelo, bajo los cerezos, y lavaba la cabeza con actitud serena. La piel se veía de un gris azulado; los ojos estaban entornados; el cuello no había sido cortado de forma limpia, sino que se apreciaban varios hachazos. Sin embargo, Kaede la sujetaba con tanta delicadeza como si se tratase de un objeto de belleza y valor incalculables.
Me arrodillé junto a mi esposa, alargué la mano y acaricié el cabello de Ichiro. A pesar de las canas, la muerte le hacía parecer más joven que la última vez que me había encontrado con él en la casa de Hagi. En aquella ocasión le había visto apesadumbrado y asediado por los fantasma; del pasado, pero también deseoso de ofrecerme su afecto y su consejo.
--¿Quién es? -preguntó Kaede en voz baja.
--Ichiro, mi maestro en Hagi; también fue precepto de Shigeru.
Me sentía tan compungido que fui incapaz de proseguir. Los ojos se me cuajaron de lágrimas mientras me venía a la mente nuestro último encuentro. Ojalá le hubiera demostrado entonces todo mi respeto y agradecimiento. Me pregunté cómo habría muerto; ¿habría sido su muerte lenta y humillante? Deseé que aquellos ojos se abrieran, que aquellos labios inertes hablaran. ¡Cuan irrecuperables son los muertos! ¡Qué alejados se encuentran de nosotros...! Incluso cuando sus espíritus regresan, nunca hacen mención a sus propias muertes.
Yo nací y fui educado entre los Ocultos, quienes creen que sólo aquellos que siguen los mandamientos del dios secreto se encontrarán de nuevo en la otra vida, mientras todos los demás se consumirán en las llamas del infierno. No sabía yo a ciencia cierta si mi padre adoptivo había compartido tales creencias. Sin duda, estaba familiarizado con las enseñanzas de los Ocultos, ya que entonó sus oraciones a la hora de morir y también mencionó el nombre del Iluminado. Ichiro, su consejero y lacayo principal, nunca había mostrado señal alguna al respecto; más bien parecía contrario a los seguidores del Secreto. Desde mi llegada a Hagi, Ichiro había sospechado que Shigeru me había rescatado de la persecución que sufrían los Ocultos por parte del señor Iida Sadamu, y me había observado como un cormorán en busca de algún gesto que me delatara.
Yo ya no seguía las enseñanzas de mi niñez y me resultaba imposible creer que un hombre de la integridad y fidelidad de Ichiro fuera a arder en el infierno. Me sentía indignado ante la injusticia de aquel asesinato y caí en la cuenta de que tenía otra muerte más que vengar.
--Pagaron por ello con sus vidas -indicó Kaede-. ¿Por qué matar a un anciano y tomarse la molestia de acudir hasta el templo para entregarte su cabeza? -prosiguió, mientras lavaba los últimos restos de sangre y envolvía la cabeza en un paño blanco.
--Imagino que los señores de los Otori quieren provocar mi salida del templo -repliqué-. No desean atacar Terayama; de hacerlo, se toparían con los soldados de Arai. Supongo que abrigan la esperanza de hacerme llegar hasta la frontera para enfrentarse allí conmigo.
Yo deseaba aquel encuentro para castigarlos de una vez por todas. Las muertes de los guerreros habían calmado momentáneamente mi cólera, pero notaba que ésta aún bullía en lo más profundo de mi corazón. Sin embargo, tenía que ser paciente: mi estrategia consistía en desplazarme a Maruyama en primer lugar y fortalecer allí mis tropas. Nadie iba a impedir que continuara con mis planes.
Hice una reverencia hasta tocar la hierba con la frente, en señal de despedida a mi maestro. Manami llegó desde los aposentos de invitados y se arrodilló a nuestras espaldas, a cierta distancia.
--Señora, he traído una caja -susurró.
--Dámela -ordenó Kaede.
Era una caja pequeña, elaborada con ramas de sauce y tiras de cuero teñidas de rojo. La tomó en sus manos y, al abrirla, surgió un intenso olor a aloe. Kaede introdujo en su interior el bulto envuelto en el paño blanco y colocó las flores de aloe a su alrededor. Entonces, puso la caja sobre el suelo y los tres hicimos otra reverencia en memoria de Ichiro.
Una curruca entonó su canto de primavera y un cuco respondió desde las profundidades del bosque; era el primero del año.
Celebramos los ritos funerarios al día siguiente y enterramos la cabeza de Ichiro al lado de la tumba de Shigeru Ordené que se erigiera una lápida para mi antiguo preceptor. Me encontraba ansioso por saber qué habría sido de la anciana Chiyo y de los demás sirvientes de la casa de Hagi. me atormentaba la idea de que la vivienda ya no existiera, que hubiera sido arrasada por el fuego. Me vinieron a la mente el pabellón del té, la sala de la planta superior -donde con tanta frecuencia nos habíamos sentado a contemplar el jardin- y el suelo de ruiseñor, tal vez ahora destruido y su canto silenciado para siempre. Sentí deseos de salir corriendo hacia Hagi para reclamar mi herencia antes de que me fuera arrebatada, pero sabía que eso era precisamente lo que los Otori deseaban.
En el enfrentamiento a las puertas del templo, cinco campesinos habían perdido la vida en el acto; otros dos murieron más tarde. Dos de los caballos habían sido heridos y Amano los mató para evitarles mayores sufrimientos; los otros dos resultaron ¡lesos. Uno de éstos me gustaba en especial; se trataba de un hermoso semental negro que me recordaba a Kyu, el caballo de Shigeru; tal vez fuese hijo de la misma yegua. Ante la insistencia de Makoto, también celebramos los funerales de los guerreros con todos los ritos habituales, y rezamos para que sus espíritus, ofendidos ante una muerte tan innoble, no permanecieran entre nosotros para perseguirnos.
Aquel atardecer el abad se acercó al pabellón de invitados y estuvimos conversando hasta bien entrada la noche. Makoto y Miyoshi Kahei, uno de mis aliados y amigos procedentes de Hagi, se encontraban con nosotros. En cambio Gemba, el hermano menor de Kahei, había sido enviado a Maruyama para comunicar a Sugita Haruki, el lacayo principal, nuestra inminente partida. El invierno anterior, Sugita le había asegurado a Kaede que apoyaba su reclamación del dominio. Kaede no se reunió con nosotros -por varias razones; entre otras, porque ella y Makoto no se encontraban a gusto uno en presencia del otro y Kaede le evitaba siempre que le resultaba posible-, pero yo le había pedido previamente que se sentara tras la mampara para escuchar la conversación, pues deseaba conocer su opinión al respecto. En el breve periodo transcurrido desde nuestro matrimonio, había llegado a hablar con mi esposa como nunca antes lo hiciera con nadie. Había pasado tanto tiempo de mi vida en silencio que no me cansaba de compartir mis pensamientos con ella. Me fiaba de su juicio y su sabiduría.
--De modo que ahora estás en guerra -aseguró el abad-, y tu ejército ya ha tenido ocasión de enfrentarse a la primera escaramuza.
--¿Ejército? -se asombró Makoto-. Más bien una turba de campesinos... ¿Cómo vas a castigarlos?
--¿A qué te refieres? -repliqué.
--A los granjeros no les está permitido matar a los guerreros -explicó Makoto-. Cualquier otro en tu situación los castigaría con crueldad. Serían crucificados, hervidos en aceite, quizá desollados vivos.
--Lo serán si los Otori los atrapan -masculló Kahei.
--Lucharon en mi nombre -tercié yo. En mi fuero interno, consideraba que los guerreros merecían aquel final ignominioso, aunque lamentaba no haberlos matado con mis propias manos-. No pienso castigarlos. En realidad me preocupa cómo protegerlos.
--Acabas de abrir la jaula de un ogro -sentenció Makoto-. Esperemos que consigas detenerlo.
El abad bajó la vista hasta el cuenco de vino que sujetaba en las manos y sonrió. Durante todo el invierno me había instruido en el arte de la estrategia y conocía mis sentimientos con respecto a los campesinos, porque yo le había relatado mis teorías sobre la toma de Yamagata y otras campañas militares.
--Los Otori quieren provocarme para que abandone el templo -le expliqué, al igual que había hecho antes con Kaede.
--Es cierto, no debes caer en esa tentación -replicó Makoto-. Como es natural, tu primer instinto es el ansia de venganza; pero, aunque derrotaras a su ejército en una confrontación, se batirían en retirada y regresarían a Hagi. Un asedio prolongado sería un desastre. La ciudad es prácticamente inexpugnable y antes o después tendrías que enfrentarte con las fuerzas de Arai a tu retaguardia.
Arai Daiichi era el señor de la guerra procedente de Kumamoto que había aprovechado el derrocamiento de los Tohan para hacerse con el control de los Tres Países. Estaba furioso conmigo a causa de mi desaparición junto a la Tribu el año anterior; aparte de eso, mi matrimonio con Kaede le habría enfurecido aún más. Arai contaba con un inmenso ejército y yo no deseaba enfrentarme a él antes de fortalecer mis tropas.
--Por tanto, primero tenemos que ir a Maruyama, tal y como hemos planeado. Pero, si dejo el templo sin protección, los monjes y las gentes de la comarca pueden sufrir el castigo de los Otori -me lamenté.
--Podemos traer al templo a muchos hombres -rebatió el abad-. Tenemos armas y provisiones suficientes para defendernos de los Otori en caso de ataque, aunque personalmente no creo que llegue a producirse. Arai y sus aliados no renunciarán a Yamagata sin una lucha prolongada y muchos miembros de los Otori serían reacios a destruir este templo, lugar sagrado para el clan. En todo caso, estarán más preocupados por perseguirte a ti -Matsuda hizo una pausa; tras unos instantes, añadió con cierto matiz de reproche-: A la hora de librar una guerra hay que estar preparado para el sacrificio. Parte de tus hombres morirán en combate; si pierdes, muchos de ellos y tú mismo seréis asesinados de la forma más cruel. Los Otori no reconocen tu adopción, desconocen tu linaje; por lo que a ellos concierne, tan sólo eres un impostor, no perteneces a su clase. Por otra parte, tampoco puedes negarte al enfrentamiento, porque muchos morirían como resultado de tu decisión. ¡Hasta tus campesinos lo saben! Siete de ellos han muerto hoy, pero los que han sobrevivido no están tristes. Celebran su victoria sobre quienes te insultaron.
--Lo sé -dije, y miré fugazmente a Makoto.
Éste apretaba los labios con fuerza y, aunque su rostro no mostraba expresión alguna, yo percibía su desaprobación. Una vez más, tomé conciencia de mi debilidad como caudillo. Temía que Makoto y Kahei, criados según la tradición de la casta de los guerreros, llegasen a despreciarme.
--Nos unimos a ti por decisión propia, Takeo -continuó el abad-, debido a nuestra lealtad hacia Shigeru y porque consideramos que tu causa es justa.
Incliné la cabeza como señal de que aceptaba sus palabras de amonestación y juré que Matsuda nunca más se vería en la necesidad de hablarme de aquella forma.
--Pasado mañana partiremos hacia Maruyama.
--Makoto viajará con vosotros -informó Matsuda-. Como sabes, ha hecho de tu causa la suya.
Los labios de Makoto se curvaron ligeramente mientras aprobaba con la cabeza.
Más tarde, sobre la segunda mitad de la hora de la Rata, me encontraba a punto de acostarme junto a Kaede cuando escuché voces que provenían del exterior. Momentos después, Manami nos llamó para comunicarnos que un monje procedente de la garita de los guardias había llegado con un mensaje.
--Tenemos un prisionero -me informó cuando salí a encontrarme con él-. Le descubrieron escondido tras los arbustos situados al otro lado de las puertas del templo. Los guardias le persiguieron y le habrían matado allí mismo de no ser porque mencionó tu nombre y aseguró que era de los tuyos.
--Iré a hablar con él -repliqué, al tiempo que recogía a Jato.
Sospechaba que se trataba de Jo-An, el paria. Me había visto en Yamagata cuando, por medio de la muerte, libere a su hermano y a otros miembros de los Ocultos. Fue Jo-An quien me otorgó el apelativo de Ángel de Yamagata. Más tarde, el invierno anterior, me salvó la vida en mi desesperado viaje hacia Terayama. Le había dicho que enviaría a buscarle en la primavera y que debería esperar a tener noticias mías, pero él siempre actuaba de manera impredecible, por lo general en respuesta a los mandatos que, según decía, le imponía la voz del dios secreto.
Era una noche cálida y en el aire se apreciaba una humedad más propia del verano. Una lechuza ululaba desde el bosque de cedros. Jo-An estaba tumbado sobre el suelo, delante de las puertas del templo. Le habían amarrado toscamente, con las piernas dobladas bajo el cuerpo y las manos atadas a la espalda. Tenía el rostro sucio y manchado de sangre; el cabello, enmarañado. Movía los labios levemente, mientras rezaba en silencio. Dos monjes le observaban desde una prudente distancia con expresión de desprecio.
Mencioné su nombre y, cuando abrió los ojos, percibí en ellos un destello de alivio. Al intentar ponerse de rodillas cayó hacia delante; al tener las manos atadas, la cara le golpeó contra el suelo.
--Desatadle -ordené.
Uno de los monjes advirtió:
--Es un paria. No debemos tocarle.
--Si es así, ¿quién le ha atado?
--En ese momento aún no nos habíamos dado cuenta -respondió el otro monje.
--Podéis limpiaros más tarde si lo deseáis. Este hombre me salvó la vida. ¡Desatadle!
De mala gana, se acercaron a Jo-An, le incorporaron y desataron las cuerdas. El paria se arrastró hacia delante y se postró a mis pies.
--Incorpórate, Jo-An -le pedí-. ¿Qué haces aquí?
Te dije que mandaría a buscarte. Tienes suerte de que no te hayan matado... ¡Cómo se te ocurre aparecer en el templo de forma tan inesperada!
La última vez que había visto a Jo-An, mis ropas eran casi tan andrajosas como las que él llevaba ahora; entonces yo era un fugitivo, agotado y hambriento. De repente, tomé conciencia de mi lujosa túnica; de mi cabello, peinado al estilo de los guerreros; del sable bajo mi cinturón. Sabía que los monjes quedarían conmocionados al verme hablar con un paria. Una parte de mí se vio tentada a hacer que le expulsaran del templo, a negar que existiese relación alguna entre nosotros y, de esa forma, apartarle de mí. Si yo daba aquella orden a los guardias, le matarían de inmediato. No fui capaz. Jo-An me había salvado la vida; además, en honor a los lazos que nos unían -ambos procedíamos de los Ocultos-, no podía tratarle como a un paria, sino como a un hombre.
--Nadie me matará hasta que el Secreto me reclame -murmuró Jo-An, mientras levantaba los ojos y me miraba-. Hasta ese momento, mi vida te pertenece.
Sólo nos iluminaba la débil luz de la lámpara que un monje había traído de la garita, pero observé que los ojos de Jo-An ardían como brasas. Me pregunté, como otras tantas veces, si realmente estaba vivo, si acaso procedía del mundo de los muertos.
--¿Qué quieres? -le pregunté.
--Tengo algo muy importante que decirte. Te alegrarás de que haya venido.
Los monjes se habían apartado para no contaminarse ante la presencia del paria, pero podían oírnos desde donde se hallaban.
--Tengo que hablar con este hombre -les comuniqué-. ¿Dónde podemos ir?
Los monjes se miraron el uno al otro con expresión de angustia, y el más mayor de ellos sugirió:
--¿Tal vez el pabellón del jardín?
--No hace falta que me acompañéis.
--Tenemos la obligación de proteger al señor Otori -terció el más joven.
--No estoy en peligro. Dejadnos solos y decidle a Manami que traiga agua, comida y té.
Hicieron una reverencia y se marcharon. A medida que atravesaban el patio empezaron a murmurar. Yo oí sus comentarios y suspiré.
--Ven conmigo -le indiqué a Jo-An.
Me siguió cojeando hasta el pabellón situado en el jardín, no lejos del estanque grande. El agua brillaba bajo la luz de las estrellas, y de vez en cuando un pez se elevaba en el aire y volvía a caer con un chapoteo. Más allá del estanque, las blancas lápidas de las tumbas se distinguían en la oscuridad. La lechuza volvió a ulular, esta vez desde más cerca.
--Dios me pidió que viniese hasta ti -explicó Jo-An una vez que nos hubimos instalado sobre el suelo de madera del pabellón.
--No deberías hablar de tu dios tan abiertamente -le regañé-. Estamos en un templo. Los monjes no tienen mayor aprecio por los Ocultos que los guerreros.
--Tú estás aquí -susurró Jo-An-. Eres nuestra esperanza y nuestra protección.
--Sólo soy una persona. No me es posible protegeros de todo un país.
Jo-An permaneció en silencio durante unos instantes. Entonces, sentenció:
--El Secreto piensa en ti, pese a que tú te hayas olvidado de él.
Yo no deseaba en absoluto que la conversación siguiera tales derroteros.
--¿Qué tienes que decirme? -pregunté, lleno de impaciencia.
--Los hombres que conociste el año pasado, los carboneros, estaban transportando a su dios de regreso a la montaña cuando los encontré en el camino. Me contaron que los ejércitos de los Otori se han desplegado y vigilan todas las carreteras de los alrededores de Terayama y Yamagata. Fui a comprobarlo por mí mismo. Hay soldados escondidos por todas partes. Te tenderán una emboscada en cuanto abandones el templo. Si quieres salir de aquí, tendrás que abrirte camino luchando.
Jo-An me atravesaba con sus pupilas, atento a mi reacción. Yo me maldije a mí mismo por haberme demorado en el templo durante tanto tiempo. En todo momento había sido consciente de que mis armas principales serían la rapidez y el factor sorpresa. Debería haber iniciado la marcha días atrás, pero había pospuesto la partida en espera de noticias de Ichiro. Antes de mi matrimonio, noche tras noche me había dedicado a examinar las carreteras que rodeaban el templo en busca de enemigos; pero desde que Kaede se encontraba a mi lado no había tenido fuerzas para alejarme de ella. Ahora me encontraba atrapado por culpa de mi negligencia e indecisión.
--¿Cuántos hombres puede haber?
--Cinco o seis millares -replicó Jo-An. Yo apenas contaba con mil hombres-. Por tanto, tendrás que atravesar la montaña, como hiciste el invierno pasado. Existe un camino que conduce al Oeste. Nadie lo vigila, porque el desfiladero está cubierto de nieve.
Los pensamientos me cruzaban la mente a toda velocidad. Yo conocía el camino al que Jo-An se refería: pasaba por el santuario donde Makoto había pensado quedarse el invierno antes de que yo apareciera de repente, camino del templo de Terayama. Varias semanas antes, rastreando el sendero, me había visto obligado a dar la vuelta cuando la nieve era demasiado espesa para proseguir. Medité sobre mis tropas: mis hombres, caballos y bueyes. Los bueyes nunca podrían seguir el camino; tal vez los hombres y los caballos sí pudieran hacerlo. Partiríamos de noche, de manera que los Otori creyeran que permanecíamos en el templo... Tendría que consultar al abad de inmediato e iniciar la marcha cuanto antes.
Mis reflexiones quedaron interrumpidas por Manami y el criado que la acompañaba. El hombre transportaba una vasija con agua y ella traía en una bandeja un cuenco con arroz y verduras y dos tazas de té. La doncella colocó la bandeja en el suelo mientras observaba a Jo-An con repugnancia, como quien mira a una serpiente. El hombre también reaccionó con consternación. Me pregunté por un instante si el hecho de que me asociaran con la casta de los parias me perjudicaría. Les pedí que nos dejaran solos, y se marcharon a toda velocidad. Mientras se alejaban en dirección al pabellón de invitados, Manami no dejó de murmurar comentarios de desaprobación.
Jo-An se lavó las manos y la cara; entonces, juntó las manos y se dispuso a entonar la primera oración de los Ocultos. Sin apenas darme cuenta, respondí a aquellas plegarias tan familiares para mí y al momento me invadió una oleada de irritación. Jo-An había vuelto a arriesgar su vida para traerme noticias de vital importancia, pero deseaba que mostrase mayor discreción y entendí que el paria me supondría una pesada carga.
Cuando terminó de comer, le aconsejé:
--Más vale que te marches; tienes un largo camino por delante.
Él no respondió, sino que permaneció sentado, con la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado, en la posición de escucha que ya me resultaba familiar.
--No -contestó por fin-. Te acompañaré.
--Es imposible. No te quiero a mi lado.
--Dios sí lo quiere -replicó Jo-An.
No había forma de convencerle de que se marchara. Podía matarle o encerrarle, mas sería injusta recompensa por la ayuda que me había prestado.
--Muy bien -accedí-, pero no puedes alojarte en el templo.
--No -convino Jo-An dócilmente-. Tengo que ir a recoger a los demás.
--¿Los demás?
--El resto de nosotros, los que me han acompañado; tú conoces a algunos de ellos.
Yo había visto a aquellos hombres en la curtiduría situada junto al río, donde trabajaba Jo-An; nunca olvidaría la forma en la que me miraron, con ojos ardientes como ascuas, suplicando justicia y protección. Recordé la pluma del houou. Yo también tenía que buscar la justicia, como Shigeru, para honrar su memoria y para ayudar a aquellos desdichados.
Jo-An juntó las manos de nuevo y dio gracias por los alimentos. Un pez saltó del agua en medio del silencio.
--¿Cuántos hombres viajan contigo? -pregunté.
--Unos treinta. Están escondidos en las montañas. Durante las últimas semanas han cruzado la frontera uno a uno, o de dos en dos.
--¿Es que no hay guardias en la barrera?
--Se han producido algunas escaramuzas entre los Otori y los hombres de Arai. Por el momento, las hostilidades han cesado y las fronteras están abiertas. Los Otori han dejado claro que no desean desafiar a Arai y que tampoco se proponen recuperar Yamagata. Su única intención es acabar contigo.
Daba la impresión de que eran muchos los que tenían mi muerte por objetivo.
--¿Los apoya el pueblo? -pregunté.
--¡Desde luego que no! -exclamó Jo-An con impaciencia-. Ya sabes que el pueblo apoya al Ángel de Yamagata. Todos nosotros lo hacemos y es por ello que hemos venido hasta aquí.
Yo no deseaba que los parias me apoyaran, la verdad; pero su valentía me impresionaba.
--Gracias -musité.
Jo-An sonrió, y al dejar al descubierto los huecos de su dentadura me vino a la mente la tortura a la que le habían sometido por mi causa.
--Nos encontraremos contigo al otro lado de la montaña. Allí te darás cuenta de que nos necesitas.
Hice que los guardias abrieran el portón del templo y me despedí de Jo-An. Me quedé mirando su silueta pequeña y encorvada mientras se adentraba en la oscuridad. Desde el bosque llegó el aullido de un zorro, que recordaba al de un espíritu atormentado. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Jo-An parecía estar guiado y mantenido por algún poder sobrenatural. Como a un niño supersticioso, aquella fuerza me asustaba.
Regresé al pabellón de invitados invadido por el desasosiego. Me quité la ropa y, a pesar de lo tardío de la hora, le pedí a Manami que se la llevase para lavarla y purificarla y que, a continuación, acudiese al pabellón de baños. Manami me restregó el cuerpo a conciencia y después me quedé sumergido en el agua durante largo rato. Tras ponerme ropas limpias, envié a la criada a buscar a Kahei para que le preguntase al abad si podía recibirme. Era la primera mitad de la hora del Buey.
Me encontré con Kahei en el corredor, le expuse brevemente las noticias y en su compañía me dirigí a los aposentos de Matsuda, tras darle la orden a un criado de que fuese a avisar a Makoto al templo, donde se encontraba guardando la vigilia nocturna. Llegamos a la decisión de que partiríamos lo antes posible con todas nuestras tropas, con la excepción de un reducido destacamento de jinetes, que permanecería en Terayama un día más para combatir en la retaguardia.
Kahei y Makoto se dirigieron sin dilación a la aldea situada más allá de las puertas del templo para despertar a Amano y al resto de los hombres, de modo que empezasen a empaquetar los alimentos y el equipaje. El abad envió criados a informar a los monjes, pues no deseaba hacer doblar las campanas a tan altas horas de la noche por si pudieran alertar al enemigo. Yo acudí a reunirme con Kaede.
Ella me estaba esperando vestida con su túnica de dormir. Su cabello suelto le caía por la espalda como un segundo manto; el intenso color negro resaltaba contra el tejido marfil de sus ropas y la palidez de su rostro. Como siempre, al contemplarla me faltó la respiración. Cualquiera que fuese nuestro destino, nunca olvidaría aquella primavera que habíamos pasado juntos. Mi vida parecía estar repleta de bendiciones de las que no era digno; Kaede era la mayor de todas ellas.
--Manami me ha dicho que un paria vino al templo y que hablaste con él.
Su voz denotaba tanta conmoción como la mostrada por su criada con anterioridad.
--Sí, se llama Jo-An. Le conocí en Yamagata.
Me desvestí, me puse la túnica de dormir y me senté frente a Kaede; nuestras rodillas se tocaban. Sus ojos me escrutaron el rostro.
--Pareces agotado. Ven a tumbarte.
--Lo haré; debemos intentar dormir unas horas. Partiremos al alba. Los Otori han rodeado el templo y tendremos que atravesar la montaña.
--¿Te trajo el paria esa noticia?
--Arriesgó su vida para hacerlo.
--¿Por qué? ¿Cómo le conociste?
--¿Recuerdas el día en que llegamos al templo junto al señor Shigeru? -pregunté.
Kaede sonrió.
--Nunca lo olvidaré.
--La noche anterior yo había escalado los muros del castillo para ofrecer el consuelo de la muerte a los prisioneros que estaban allí colgados. Pertenecían a los Ocultos. ¿Has oído hablar de ellos?
Kaede asintió.
--Shizuka me contó algunas cosas. Los Noguchi también los torturaban de la misma manera.
--Uno de los hombres que maté era el hermano de Jo-An, quien me vio cuando salí del foso del castillo y creyó que era un ángel.
--El Ángel de Yamagata -exclamó Kaede pausadamente-. Cuando regresamos aquella noche, todos hablaban de él.
--Más tarde volvimos a encontrarnos; nuestros destinos parecen estar ligados de alguna forma. El año pasado me ayudó a llegar hasta aquí. De no haber sido por él, habría muerto a causa de la nieve. Por el camino me llevó hasta una mujer sagrada que me habló sobre mi vida.
Yo no le había contado a nadie, ni siquiera a Makoto ni a Matsuda, las palabras de la profetisa; pero sentí deseos de compartirlas con Kaede. En voz baja, le expliqué algunas de las cosas que la anciana me había dicho: que en mí se mezclaban tres sangres diferentes; que había nacido entre los Ocultos pero mi vida ya no me pertenecía; que estaba destinado a gobernar de costa a costa en un ambiente de paz, cuando la tierra cumpliese el deseo del cielo. Yo me había repetido a mí mismo estas palabras una y otra vez y, como he mencionado anteriormente, a veces creía en ellas y otras veces no. Le conté a Kaede que cinco batallas nos traerían la paz y que ganaríamos cuatro pero perderíamos una. No le comenté, sin embargo, que yo moriría a manos de mi propio hijo. Me dije a mí mismo que era un peso demasiado terrible como para trasladárselo, aunque lo cierto era que no deseaba compartir con mi esposa otro secreto que hasta entonces le había ocultado: que una muchacha de la Tribu llamada Yuki, la hija de Muto Kenji, estaba embarazada de un hijo mío.
--¿Naciste entre los Ocultos? -preguntó Kaede, asombrada-. ¡Pero si Shizuka me contó que la Tribu te reclamó a causa de la sangre de tu padre!
--Cuando Muto Kenji acudió a casa de Shigeru, reveló que mi padre era un Kikuta de la Tribu. Kenji desconocía, al contrario que Shigeru, que mi padre también llevaba sangre Otori.
Yo ya le había mostrado a Kaede los documentos que confirmaban aquel hecho. El padre de Shigeru, Otori Shigemori, era mi abuelo.
--¿Y tu madre? -preguntó Kaede en voz baja-. Si no te importa contarme...
--Mi madre pertenecía a los Ocultos. Yo fui criado entre ellos. Mi familia fue masacrada en Mino, nuestra aldea, por los hombres de Ilida; también me habrían matado a mí si Shigeru no me hubiese rescatado -hice una pausa, y entonces hablé del suceso que aún me partía el corazón-: Yo tenía dos hermanas pequeñas, de siete y nueve años de edad. Imagino que también las asesinaron.
--¡Qué horror! -exclamó Kaede-. Yo siempre temo por mis hermanas. Confío en que podamos enviar a buscarlas cuando lleguemos a Maruyama. Rezo para que se encuentren a salvo.
Yo permanecí en silencio, pensando en Mino, donde todos nos habíamos sentido tan seguros.
--¡Qué vida tan extraña la tuya! -prosiguió Kaede-. Cuando te conocí, tuve la impresión de que ocultabas todo lo referente a ti. Observaba cómo te apartabas a algún lugar oscuro y secreto y deseaba seguirte hasta allí. Quería saberlo todo acerca de ti.
--Te lo contaré todo, pero ahora debemos tumbarnos y descansar.
Kaede retiró la manta y nos acomodamos sobre el colchón. La tomé entre mis brazos y desaté nuestras túnicas para sentir el roce de su piel contra la mía. Kaede elevó la voz para decirle a Manami que apagase las lámparas. El olor a humo y a aceite permaneció en la habitación una vez que los pasos de la criada hubieron desaparecido.
Para entonces yo conocía todos los sonidos nocturnos del templo: los periodos de calma absoluta, interrumpidos a intervalos regulares por el sonido amortiguado de las pisadas de los monjes a medida que se levantaban en la oscuridad y acudían a entonar sus oraciones; los cánticos en voz baja; el tañido repentino de una campana. Pero aquella noche el habitual y melodioso ritmo de Terayama se había perturbado por el rumor de pasos que iban de un lado a otro sin descanso. Me sentía inquieto, pues consideraba que debería ayudar en los preparativos; pero al mismo tiempo no deseaba apartarme de Kaede. Ella susurró:
--¿Qué significa ser uno de los Ocultos?
--Yo fui educado con ciertas creencias, que en su mayoría hoy no cumplo.
A medida que estas palabras salían de mi boca, noté que el vello de la nuca se me erizaba, como si un aliento frío hubiera pasado sobre mí. ¿Era verdad que yo había abandonado las doctrinas de mi niñez? Antes que renunciar a aquellas mismas creencias, mi familia había muerto.
--Dicen que Ilida castigó al señor Shigeru porque pertenecía a los Ocultos, al igual que mi pariente, la señora Maruyama -murmuró Kaede.
--Shigeru nunca me habló de ello. Conocía las oraciones y las entonó a la hora de su muerte, pero sus últimas palabras se las dedicó al Iluminado.
Hasta aquel día apenas había meditado sobre las últimas palabras de mi padre adoptivo, pues quedaron borradas por los terribles acontecimientos que vinieron a continuación y por el abrumador sufrimiento que me embargó tras su muerte. De repente, por vez primera, enlacé las palabras de la profetisa y las de Shigeru. "Todos son uno", había dicho la anciana. De modo que Shigeru había creído lo mismo... Escuché otra vez la serena risa de la profetisa y vi cómo Shigeru me sonreía. Me invadió la sensación de que algo muy profundo me había sido revelado, algo que yo no era capaz de expresar con palabras. El asombro casi me cortó la respiración. Por mi mente silenciosa empezaron a desfilar imágenes a toda velocidad: la serenidad de Shigeru a la hora de su muerte; la compasión de la anciana; mi propia admiración y emoción el primer día que llegué a Terayama; la pluma de bordes rojos del houou sobre la palma de mi mano... Entonces, vi la realidad que se escondía tras las doctrinas y las creencias, descubrí cómo la ambición de los humanos mancilla la verdad de la vida, entendí con lástima cómo todos estamos coaccionados por el deseo y la muerte: el guerrero, el paria, el sacerdote, el campesino o el mismísimo emperador. ¿Qué nombre podría otorgársele a tal verdad? ¿Cielo? ¿Dios? ¿Destino? ¿O acaso adquiría un millar de nombres, los nombres de los innumerables espíritus ancestrales que, según creen algunos, habitan este mundo? Todos ellos eran rostros de aquello que carecía de rostro, expresiones de lo que no puede expresarse, partículas de la verdad, nunca la verdad completa.
--¿Y la señora Maruyama? -preguntó Kaede, sorprendida por mi prolongado silencio.
--Creo que tenía fuertes creencias, pero nunca hablamos sobre ellas. Cuando la conocí, me dibujó en la mano el símbolo de los Ocultos.
--Enséñamelo -me pidió Kaede con un hilo de voz.
Y yo tomé la mano que me ofrecía y marqué el signo sobre la palma.
--¿Son peligrosos los Ocultos? ¿Por qué todos los odian?
--No son peligrosos. Tienen prohibido matar, y por eso nunca se defienden de los ataques. Creen que todos somos ¡guales a los ojos de su dios y que el Secreto los juzgará una vez que hayan muerto. Grandes señores, como Ilida, odian esta doctrina. Casi toda la casta de los guerreros la aborrece. Si todos fuéramos iguales y Dios lo contemplase todo, no sería posible maltratar a los demás. Si todos pensaran como los Ocultos, el mundo que hoy conocemos cambiaría por completo.
--¿Crees tú en sus enseñanzas?
--No creo que exista un dios como el que ellos veneran, pero sí pienso que todos tendríamos que ser tratados como ¡guales. Parias, campesinos y Ocultos deberían ser protegidos de la crueldad y el ansia de poder de la casta militar. Mi intención es aceptar a todo aquel que desee ayudarme. No me importa si se trata de campesinos o de parias; los uniré a mis tropas.
Kaede no respondió, e imaginé que tales ideas le resultaban extrañas e inaceptables. Yo ya no creía en el dios de los Ocultos, pero sus enseñanzas habían dejado huella en mí. Me vino a la mente la actitud de los campesinos a las puertas del templo, cuando atacaron a los guerreros Otori. Yo aprobé su actitud porque los veía como ¡guales, pero Makoto se había escandalizado y ofendido. ¿Tenía él razón? ¿Estaba yo quitando las cadenas a un ogro que nunca más volvería a controlar?
Kaede dijo con voz calmada:
--¿Creen los Ocultos que las mujeres son ¡guales a los hombres?
--Sí, lo son a los ojos de su dios. Por lo general, los sacerdotes son hombres; pero si no existe un varón de la edad indicada, la mujer más anciana de la aldea pasa a ocupar su lugar.
--¿Me permitirías luchar en tu ejército?
--Eres muy hábil y, si fueras cualquier otra mujer, me encantaría combatir a tu lado, como hicimos en Inuyama. Pero eres la heredera de Maruyama. Si murieses en combate, nuestra causa estaría perdida. Además, yo nunca podría soportarlo.
Abracé a Kaede y enterré la cara entre su cabello. Había algo más que tenía que comunicarle. Tenía que ver con la doctrina de los Ocultos y era algo que la casta de los guerreros encontraba incomprensible: está prohibido quitarse la vida. Susurré:
--Aquí hemos estado a salvo. Una vez que nos marchemos, todo será diferente. Confío en que podamos permanecer juntos, pero habrá ocasiones en las que tendremos que separarnos. Son muchos los que desean mi muerte, pero no moriré hasta que se cumpla la profecía y en nuestras tierras, que se extenderán de costa a costa, reine la paz. Quiero que me prometas que, pase lo que pase, a pesar de las noticias que te lleguen, no creerás que yo he muerto hasta que lo compruebes con tus propios ojos. Prométeme que no te quitarás la vida hasta que no veas mi cadáver.
--Lo prometo -respondió ella en voz baja-. Y deseo que tú hagas lo mismo.
Yo le hice el mismo juramento. Cuando se durmió, permanecí tumbado en la oscuridad y medité sobre lo que me había sido revelado. Se me había encomendado una misión: conseguir un país en el que reinaran la paz y la justicia, donde el houou no apareciese esporádicamente, sino que construyese su nido y, junto a sus polluelos, permaneciese para siempre.
Apenas dormimos unas horas. Cuando me desperté aún reinaba la oscuridad, y desde más allá de las murallas del templo me llegaron los ruidos de pisadas y de cascos de caballo que se alejaban por el sendero de la montaña. Llamé a Manami y a continuación desperté a Kaede y le pedí que se vistiera. Regresaría a buscarla a la hora de partir. Le entregué el arcón que contenía los documentos de Shigeru referentes a la Tribu. Consideraba que debía custodiarlos en todo momento, pues suponían una salvaguardia que me protegería de la sentencia de muerte que la Tribu había impuesto sobre mí; además, podrían proporcionarme una alianza con Arai Daiichi, en aquel entonces el señor más poderoso de los Tres Países.
La actividad en el templo era frenética. Los monjes no se disponían a acudir a las oraciones del alba, sino que realizaban preparativos para contraatacar a las tropas de los Otori y se equipaban ante la posibilidad de un asedio prolongado. Las antorchas arrojaban sombras parpadeantes sobre los sombríos rostros de aquellos hombres dispuestos a librar una guerra. Me enfundé la armadura de cuero, adornada con rojo y oro; era la primera vez que la iba a utilizar en combate. Me hizo sentirme mayor y abrigué la esperanza de que me otorgara la confianza que necesitaba. Cuando empezó a clarear, me dirigí a las puertas del templo con la intención de observar la marcha de mis hombres. Makoto y Kahei ya habían partido con las tropas de vanguardia. Desde el valle llegaban los cantos de los chorlitos y los faisanes; las gotas de rocío brillaban en la hierba y en las telarañas tejidas entre las hojas de bambú, que ya estaban siendo pisoteadas.
Cuando regresé al pabellón de invitados, Kaede y Manami estaban ataviadas con ropas de hombre, adecuadas para cabalgar. Kaede lucía una armadura elegida por mí y elaborada originariamente para un paje. También había mandado forjar una espada para mi esposa, quien la llevaba, junto a su puñal, bajo el cinturón. A toda prisa tomamos algo de comida fría y, a continuación, nos dirigimos al lugar donde Amano nos esperaba con los caballos.
Matsuda se encontraba junto a él, ataviado con yelmo y coraza de cuero, con el sable bajo el cinturón. Me arrodillé ante el abad para agradecerle todo lo que había hecho por mí. Él me abrazó como un padre.
--Envía mensajeros desde Maruyama -y añadió con tono optimista-: Llegarás allí antes de la luna nueva.
Su confianza en mí me alentó y me otorgó confianza.
Kaede subió a lomos de Raku, el caballo gris con crin negra que le había regalado; yo mismo monté el semental negro de los guerreros Otori al que Amano había dado el nombre de Aoi. Manami y otras mujeres que se disponían a viajar con nuestro ejército fueron colocadas sobre los caballos de carga, una vez que la criada de Kaede se hubo asegurado de que el arcón con los documentos de Shigeru estaba bien sujeto con correas a la grupa de su caballo. Nos unimos al destacamento a medida que éste ascendía a través del bosque por el empinado sendero de montaña, el mismo que Makoto y yo habíamos recorrido en nuestro camino hacia el templo el año anterior, en la época de las primeras nieves. El cielo parecía arder en llamas y el sol empezaba a rozar los picos nevados, que iban adquiriendo hermosos tonos rosa y oro. El aire helado nos entumecía las manos y las mejillas.
Me giré para contemplar Terayama por última vez. Sus amplios tejados con las puntas hacia arriba parecían emerger de un mar de vegetación, como si fueran enormes naves. Bajo el pálido sol del amanecer, decenas de palomas blancas revoloteaban alrededor de los aleros y el templo mostraba un aspecto de absoluta paz. Recé para que se conservara tal y como se veía en aquel momento, para que no fuera quemado ni destruido en la batalla que había de librarse.
El cielo escarlata del amanecer cumplió con la amenaza que presagiaba. Al poco tiempo, pesadas nubes grises llegaron desde el oeste arrastradas por el viento. En un primer momento descargaron chaparrones breves; después, una densa cortina de lluvia. A medida que ascendíamos en dirección al puerto de montaña, la lluvia dio paso a la aguanieve. Los jinetes avanzaban con mayor facilidad que los porteadores, quienes acarreaban gigantescas cestas a la espalda; pero, a medida que la nieve cuajaba, incluso los caballos encontraban dificultades para progresar. Yo siempre me había imaginado el inicio de una guerra como un acontecimiento heroico, en el que el sonido de las caracolas rasgaba el aire y los estandartes ondeaban al viento. Nunca había concebido aquella penosa marcha contra los elementos, aquella lamentable escalada que parecía no tener fin.
Llegó un momento en que los caballos no pudieron continuar, y Amano y yo desmontamos para ayudarlos a avanzar. Para cuando llegamos al desfiladero, estábamos calados hasta los huesos. El sendero era tan estrecho que no me permitía volver hacia atrás ni avanzar hacia delante para comprobar el estado de mi ejército. A medida que iniciamos la bajada por la ladera de la montaña me fijé en el camino serpenteante que teníamos a nuestros pies. Su oscuridad contrastaba con los últimos restos de nieve: recordaba a una gigantesca criatura de múltiples patas. Más allá de las formaciones rocosas aparecían bosques extensos y frondosos. Si algún enemigo nos estuviese esperando allí, nos encontraríamos totalmente a su merced.
Por fortuna, la zona boscosa estaba desierta; los Otor¡ debían de esperarnos al otro lado de la montaña. Una vez que hubimos llegado al abrigo de los árboles, nos topamos con Kahei, quien había hecho parar a las tropas de vanguardia para que se tomaran un descanso. Nosotros también hicimos un alto. Los hombres se dispersaron en pequeños grupos para orinar, y el aire húmedo se llenó del olor acre del orín de los soldados. A continuación, nos dispusimos a comer. Habíamos marchado durante cinco o seis horas y, para mi satisfacción, tanto mis hombres como los campesinos habían resistido estoicamente.
Durante la parada, la lluvia empezó a arreciar. Me sentía preocupado por Kaede, debido a los meses de enfermedad que había soportado; aunque parecía tener frío, en ningún momento emitió queja alguna. Comió frugalmente, pues no disponíamos de alimentos calientes ni de tiempo para encender hogueras. Manami se mostraba inusualmente silenciosa; no paraba de observar a mi esposa y daba un respingo cada vez que escuchaba un sonido. Al poco rato emprendimos la marcha de nuevo. Calculaba yo que había pasado el mediodía y que estaríamos entre la hora de la Cabra y la del Mono. La cuesta era cada vez menos pronunciada y el camino se fue ensanchando un poco, lo suficiente como para que pudiera cabalgar por uno de los lados. Dejé a Kaede al cuidado de Amano, apremié a mi caballo y empecé a avanzar a medio galope en dirección a la cabecera de la fila, donde me reuní con Makoto y Kahei.
Makoto, quien conocía la zona mejor que cualquiera de nosotros, me comunicó que había un pequeño pueblo llamado Kibi a corta distancia, en la otra orilla del río, donde deberíamos parar y pasar la noche.
--¿Crees que estará protegido por soldados?
--De ser así, sólo se trataría de una guarnición reducida. No hay castillo, y el propio pueblo apenas cuenta con baluartes.
--¿Quién es el propietario de las tierras?
--Arai colocó a uno de sus nobles -terció Kahei-. El antiguo señor y sus hijos habían apoyado a los Tohan en Kushimoto; todos perdieron la vida en combate. Algunos de los lacayos se unieron a Arai; el resto pasaron a ser soldados sin amo y se instalaron en las montañas, donde actúan como forajidos.
--Envía algunos hombres por delante a comunicar que necesitamos refugio para esta noche. Que expliquen que no buscamos batalla, que sólo estamos de paso. Veremos cómo responden.
Kahei asintió. Llamó a tres de sus hombres y los envió a galope mientras nosotros continuamos la marcha a menor velocidad. Apenas había transcurrido una hora cuando regresaron. Los caballos resollaban por el cansancio y sus flancos estaban cubiertos de barro; los ollares de la nariz se veían rojos, hinchados.
--El río se ha desbordado y ha derrumbado el puente.
Intentamos cruzar a nado, pero la corriente es demasiado fuerte. Aunque los jinetes consiguiéramos atravesar las aguas, los soldados de a pie y los caballos de carga nunca lo lograrían.
--¿Qué sabéis de las carreteras que discurren a lo largo del río? ¿Dónde está el próximo puente?
--La carretera que conduce al Este atraviesa el valle en dirección a Yamagata, donde se encuentran los Otori -explicó Makoto-. La carretera que va hacia el Sur se aleja del río y asciende por la montaña hacia Inuyama, pero el desfiladero no estará abierto en esta época del año.
A menos que pudiésemos cruzar el río, nos encontrábamos atrapados.
--Cabalga conmigo hacia delante -le propuse a Makoto-. Echemos una ojeada.
Le pedí a Kahei que hiciera avanzar al resto del ejército a paso lento, con la excepción de un centenar de hombres, que debían permanecer en la retaguardia para tomar rumbo hacia el este en caso de que nos topáramos con tropas enemigas.
Apenas habíamos avanzado un kilómetro Makoto y yo, cuando escuché el amenazador rugido del río desbordado. Aumentado por la nieve derretida, su caudal, de un verde amarillento, cruzaba a toda velocidad el paisaje primaveral. Mientras íbamos abandonando el bosque, atravesábamos las plantaciones de bambú y llegábamos a la orilla cubierta de juncos, tuve la impresión de que arribábamos al ancho mar. El agua se extendía más allá de lo que nuestros ojos podían ver y la lluvia, que caía incesante sobre la superficie del río, tenía el mismo tono plomizo del cielo. Debí de ahogar un grito de sorpresa, porque Makoto me dijo:
--No es tan grave como parece a simple vista. Casi todo son terrenos de cultivo inundados.
Entonces distinguí los diques y caminos que delimitaban los campos de arroz. Las plantaciones, habitualmente poco profundas, estaban cubiertas por el río desbordado. El caudal, de unos treinta metros de anchura, había sobrepasado algunos diques de protección, por lo que llegaba a tener más de tres metros de profundidad. Podían contemplarse los restos del puente de madera: dos pilares que elevaban sus oscuras puntas entre los remolinos de agua. Parecían desamparados bajo la intensa lluvia, como si fuesen testigos de que los sueños y ambiciones de los hombres suelen quedar arruinados por la fuerza de la naturaleza y el paso inexorable del tiempo.
Estaba contemplando el río y meditando sobre la posibilidad de cruzarlo a nado o acaso reconstruir el puente, cuando escuché por encima del incesante rugido del agua sonidos que denotaban actividad humana. Agucé el oído y me pareció distinguir voces, el sonido de un hacha y el inconfundible golpe seco de los troncos al caer.
A mi derecha, corriente arriba, el curso del río formaba un meandro donde el bosque se acercaba más a la orilla. Vi los restos de lo que podía haber sido un embarcadero o un muelle de carga, posiblemente para trasladar la madera hasta el pueblo más cercano. Hice girar la cabeza de mi caballo y sin pensarlo dos veces empecé a cabalgar a través de los campos anegados en dirección a la curva del río.
--¿Qué ocurre? -preguntó Makoto a gritos, mientras me seguía.
--Hay alguien allí.
Aoi se resbaló, estuvo a punto de caerse y tuve que agarrarme a las crines con fuerza.
--¡Regresa! -me pidió Makoto con un grito-. Puede resultar peligroso. No debes ir solo.
Oí cómo Makoto se descolgaba el arco del hombro y colocaba una flecha en la cuerda. Los caballos hundían las pezuñas en el barro y salpicaban el agua poco profunda. En mi mente iba tomando forma el recuerdo de otro río, también infranqueable. En ese momento, averigüé a quién encontraría.
Allí estaba Jo-An, medio desnudo, empapado, con más de treinta parias. Habían recogido las maderas sueltas del embarcadero, destrozado por la crecida de las aguas, y habían talado varios árboles y cortado cañas en cantidad suficiente como para construir uno de sus puentes flotantes.
Cuando me vieron hicieron un alto en su trabajo y, uno a uno, empezaron a caer de rodillas sobre el barro. Me pareció reconocer a algunos de los hombres de la curtiduría. Seguían con el mismo aspecto famélico y desarrapado de entonces y sus ojos ardían con la misma intensidad. Intenté imaginar las penalidades por las que habrían pasado para escapar, junto a Jo-An, de su territorio; estaban quebrantando las leyes sobre la tala de árboles, y sólo por la débil promesa de que yo les traería paz y justicia. No deseaba pensar sobre el sufrimiento al que serían sometidos en caso deque les fallara.
--¡Jo-An! -le llamé con un grito.
Se acercó y se situó a uno de los flancos de mi caballo. Éste resopló ante su presencia e intentó encabritarse, pero el paria agarró las riendas y lo apaciguó.
--Que continúen trabajando -dije, y añadí-: Mi deuda contigo es cada vez mayor.
--No me debes nada -replicó él-. Todo se lo debes a Dios.
Makoto se acercó a nosotros a lomos de su caballo y abrigué la esperanza de que no hubiera escuchado las palabras de Jo-An. Nuestras monturas juntaron los hocicos, y el semental negro relinchó e intentó morder al otro animal, Jo-An le propinó un manotazo en el cuello.
Makoto clavó la mirada en el paria.
--¿Parias? -exclamó, sin dar crédito-. ¿Qué hacen aquí?
--Salvarnos la vida. Están construyendo un puente colgante.
Makoto tiró de las riendas e hizo retroceder al caballo. Bajo su yelmo percibí una mueca de desdén.
--Nadie lo utilizará... -empezó a decir; pero yo le interrumpí.
--Lo harán, porque yo así lo ordeno. Es nuestra única vía de escape.
--Podemos abrirnos camino luchando hasta llegar al puente de Yamagata.
--¿Y así perder un tiempo precioso? En cualquier caso, nos superarían en una proporción de cinco hombres a uno y careceríamos de ruta por la que batirnos en retirada. No voy a tomar esa decisión. Cruzaremos el río por el puente. Regresa hasta donde se encuentran los hombres y trae a un buen número de ellos para trabajar junto a los parias. Que los demás se preparen para atravesar las aguas.
--Nadie querrá cruzar este puente construido por parias -sentenció Makoto.
Me habló como si yo fuera un niño, lo que me enfureció. Tuve la misma sensación que meses atrás, cuando los guardias de Shigeru permitieron la entrada de Kenji al jardín de la casa de Hagi, engañados por los trucos de éste, sin caer en la cuenta de que se trataba de un experto asesino de la Tribu. Yo sólo podía proteger a mis hombres si éstos me obedecían. Olvidé que Makoto era mayor que yo, más instruido y con mayor experiencia. Dejé que la cólera me obcecara.
--Haz inmediatamente lo que te ordeno. Debes persuadirlos o, de lo contrario, tendrás que vértelas conmigo. Que los guerreros actúen de centinelas mientras que los caballos de carga y los soldados de a pie cruzan el río. Trae un destacamento de arqueros para que cubran el puente. Lo atravesaremos antes del anochecer.
--Señor Otori -contestó Makoto, e inclinó la cabeza.
Acto seguido, dirigió a su caballo a través de los anegados campos de arroz y ascendió por la ladera de la montaña.
Me quedé mirándole hasta que desapareció entre las varas de bambú y entonces dirigí mi atención a la labor de los parias. Estaban atando las planchas de madera del antiguo embarcadero y los troncos recién talados para formar balsas, cada una de las cuales se asentaba sobre hatillos de cañas unidos por cuerdas elaboradas con cáñamo y corteza de árbol. Según iban terminando las balsas, las colocaban sobre el agua y las amarraban a continuación de las que ya flotaban sobre el río; pero la fuerza de la corriente las empujaba hacia la orilla.
--Hay que anclar el puente en la orilla de enfrente -le comenté a Jo-An.
--Alguien irá nadando hasta allí -replicó él.
Uno de los hombres más jóvenes agarró un rollo de cuerda, se lo ató alrededor de la cintura y se lanzó al río; pero la corriente le arrastró. Vimos cómo levantaba los brazos por encima de la superficie y, entonces, desapareció bajo las aguas amarillentas. Otros hombres le sacaron a tierra; había estado a punto de ahogarse.
--Dadme la cuerda -ordené.
Jo-An, angustiado, dirigió la vista a la otra orilla.
--No, señor. Espera -me suplicó-. Cuando lleguen tus hombres, pídele a uno de ellos que cruce el río a nado.
--Cuando mis hombres lleguen, el puente tiene que estar acabado -repliqué con tono de enfado-. Dame la cuerda, te digo.
Jo-An desató la cuerda de la cintura del joven, quien en ese momento se encontraba sentado en el suelo escupiendo agua, y me la entregó. Sin perder un momento, me la até alrededor de la cintura y espoleé a mi caballo para que avanzara. La cuerda se le enredó en una de las patas, lo que le hizo dar un salto; antes de que pudiera darse cuenta, se había zambullido en el agua.
Yo lanzaba gritos de ánimo y el animal echó hacia atrás una oreja para escucharme. Al principio el agua sólo le cubría hasta el corvejón; cuando el río se hizo más profundo y el agua le llegó hasta los hombros, el caballo arrancó a nadar. Intenté mantener su cabeza en la dirección indicada; pero, a pesar de la fortaleza del animal, las aguas nos arrastraron río abajo, hacia los restos del antiguo puente.
La visión resultaba desoladora. La corriente arrojaba ramas y desechos contra los pilares; si mi caballo se viese atrapado allí, el pánico le invadiría y ambos nos ahogaríamos. La fuerza torrencial del río me aterrorizaba, al igual que a mi caballo, que echaba las orejas hacia atrás y ponía los ojos en blanco. Por fortuna, el miedo le otorgaba mayor fuerza. Con un esfuerzo titánico, empezó a mover las cuatro patas. Logramos esquivar los pilotes por tan sólo unos metros y, de repente, la corriente remitió. Habíamos superado la mitad de la anchura del río. Momentos más tarde, el caballo pudo apoyar las patas y empezó a avanzar, no sin dificultad, pues las pezuñas se le hundían en el barro del lecho del río. Por fin, consiguió trepar hasta la orilla y se quedó inmóvil, con la cabeza gacha y falto de respiración, su anterior majestuosidad esfumada por completo. Desmonté y le di unas palmadas en el cuello al tiempo que alababa su pericia como nadador y le decía que su padre debía de haber sido un espíritu del agua. Ambos nos encontrábamos tan empapados que se diría que fuéramos peces.
Yo notaba el tirón de la cuerda en mi cintura y temí que me arrastrara de vuelta al agua. Me acerqué medio a gatas hasta una pequeña arboleda situada a orillas del río. Los árboles rodeaban un minúsculo santuario dedicado al dios del zorro, a juzgar por las estatuas blancas. A causa del desbordamiento, los troncos estaban sumergidos hasta las ramas más bajas. El agua golpeaba contra la base de las estatuas y daba la impresión de que los zorros de piedra flotasen sobre la superficie. Pasé la cuerda alrededor del tronco del árbol más cercano -un arce de pequeño tamaño que acababa de echar hojas- y empecé a tirar con fuerza. Las raíces oponían resistencia, pero por fin, con desgana, el arbolillo ascendió desde el río. Una vez que hube tirado de él lo suficiente, lo até al tronco de otro árbol de mayor tamaño. Tenía la impresión de que con mi actitud estaba mancillando el santuario, pero en aquel momento no me importaba a qué dios, espíritu o demonio estuviera ofendiendo, siempre que consiguiera que mis hombres atravesaran el río a salvo.
Mientras tanto, no paré de aguzar el oído. No podía creer que aquel lugar estuviese tan desierto como a simple vista parecía; no en vano allí se había erigido el puente de lo que parecía una carretera frecuentemente transitada. A través del siseo de la lluvia y el rugido del río, escuchaba el lamento del milano real, el croar de centenares de ranas entusiasmadas ante la abundancia de humedad y el graznido de los cuervos, que llamaban con aspereza desde el bosque. ¿Dónde estaba la gente?
Una vez asegurada la cuerda, unos diez parias cruzaron el río aferrados a ella. Con más habilidad de la que yo tenía, desataron los nudos, los hicieron de nuevo e instalaron un sistema de poleas utilizando las suaves ramas del arce. Lenta y laboriosamente, fueron tirando de las balsas, faltos de respiración y con los músculos tan tensos como cuerdas. El río se abalanzaba contra las balsas, indignado por semejante intrusión en su dominio; pero los parias perseveraron y éstas, que se mantenían a flote gracias a los colchones de caña sobre los que se apoyaban, respondieron como si fueran bueyes; centímetro a centímetro, se fueron acercando hasta nosotros.
Uno de los extremos del puente flotante fue arrastrado por la corriente y quedó atascado entre los pilares de la antigua pasarela. De no haber sido así, con toda probabilidad el río nos habría derrotado. El puente estaba a punto de completarse, pero no había señal alguna de Makoto ni de los guerreros. Había perdido el sentido del tiempo, porque las nubes estaban demasiado bajas y oscuras como para poder discernir la posición del sol, si bien calculé que habría pasado cerca de una hora. ¿Es que Makoto no había conseguido persuadirlos? ¿Habrían regresado a Yamagata, como él había sugerido? Aunque fuera mi mejor amigo, le mataría con mis propias manos si es que había actuado de tal forma. Agucé el oído, pero no escuché nada, con la excepción del río, la lluvia y el croar de las ranas.
Más allá del santuario en el que me encontraba, la carretera emergía de las aguas. Al fondo se divisaban las montañas, y de sus laderas la bruma colgaba a jirones. Mi caballo tiritaba de frío y decidí moverlo para que entrase en calor. Me monté y avancé cierta distancia por la carretera, pensando que desde una posición superior divisaría con mayor claridad las tierras a la otra orilla del río.
No lejos de allí se encontraba una especie de choza de madera y adobe, con una tosca techumbre de caña. Junto a ella discurría una carretera en la que se había colocado una barrera de madera. Me pregunté qué sería aquello: no parecía un puesto fronterizo oficial y tampoco se veían centinelas por allí.
Al acercarme vi que de la barrera colgaban varias cabezas humanas; algunas, recién cercenadas, y otras, ya convertidas en calaveras. Apenas tuve tiempo de experimentar la repugnancia que aquella visión me provocaba, pues a mis espaldas escuché los ruidos que había estado aguardando: los cascos de caballo y las pisadas de los soldados que llegaban desde el otro lado del río. Miré hacia atrás y, a través de la cortina de lluvia, vi cómo la vanguardia de mi ejército emergía del bosque y se encaminaba hacia el puente chapoteando sobre el agua. Reconocí el yelmo de Kahei, quien cabalgaba a la cabeza, con Makoto a su costado.
Me invadió una sensación de alivio. Hice que Aoi girase hacia detrás y cuando el animal divisó las lejanas siluetas de los caballos soltó un sonoro relincho. Al momento surgió de la choza un grito aterrador. La tierra tembló cuando se abrió la puerta de la cabaña y en el umbral apareció el hombre más descomunal que yo jamás había visto, más grande aún que el gigante que acompañaba a los carboneros.
Mi primera impresión fue que se trataba de un ogro o un demonio; no podía ser un humano. Medía más de dos metros y era tan ancho como un buey. A pesar incluso de su enorme tamaño, la cabeza parecía demasiado grande, como si nunca hubiera dejado de crecer. El cabello de aquel ser extraordinario era largo y enmarañado y sus ojos no eran rasgados, sino redondos como los de un animal. Sólo tenía una oreja, inmensa y oscilante. En el lugar donde debiera estar la otra se veía una cicatriz de color gris azulado que brillaba a través del cabello. No obstante, cuando habló, entendí que se trataba de un hombre.
--¡Eh! -gritó con su voz estentórea-. ¿Qué estás haciendo en mi carretera?
--Soy Otori Takeo -respondí-. Atravieso la montaña con mi ejército. ¡Abre la barrera!
El hombre soltó una carcajada y su risa sonó como un desprendimiento de rocas por la ladera de la montaña.
--Nadie pasa por aquí a menos que Jin-emon dé su consentimiento. ¡Regresa y díselo a tus tropas!
La lluvia arreciaba, la luz del día se desvanecía a toda velocidad. Me encontraba agotado, hambriento y empapado; el frío me atenazaba.
--Despeja la carretera -grité con impaciencia-. Vamos a pasar.
Jin-emon, sin pronunciar palabra, se acercó a mí a grandes zancadas. Llevaba un arma, pero la sujetaba a la espalda de modo que yo no pudiera ver de qué artefacto se trataba. Escuché un sonido metálico antes de ver el movimiento de su brazo. Con una mano hice que mi caballo girase la cabeza a un lado y con la otra saqué a Jato. Aoi también percibió el sonido producido por el arma. Al ver cómo el gigante levantaba el brazo, el animal, asustado, se echó hacia un lado y la cadena del ogro, que emitía un aullido como de lobo, casi me rozó la oreja.
La cadena tenía una bola de hierro en un extremo y estaba sujeta a un palo que a su vez llevaba adosada una guadaña. Yo nunca había visto un arma semejante y no sabía cómo enfrentarme a ella. La cadena osciló otra vez y golpeó a mi caballo en la pata trasera derecha. Aoi soltó un grito de dolor y, aterrorizado, empezó a retroceder. Saqué los pies de los estribos, me bajé del caballo de un salto y me planté frente al ogro. Me había topado con un loco dispuesto a matarme si yo no le mataba antes.
Me miró con una sonrisa burlona. Por mi tamaño, debía de parecerle un duendecillo salido de un cuento. Al notar que sus músculos empezaban a tensarse para atacar de nuevo, me desdoblé en dos y me aparté hacia la izquierda. La cadena atravesó mi segundo cuerpo sin posibilidad de daño alguno, Jato saltó en el aire la distancia que nos separaba y clavó su hoja en el brazo del monstruo, justo encima de la muñeca. En condiciones normales, le habría separado la mano del cuerpo, pero los huesos de aquel adversario parecían hechos de piedra. La repercusión del golpe me llegó hasta el hombro y por un momento temí que mi sable se quedase clavado en el brazo de aquel hombre colosal, como un hacha en el tronco de un árbol.
Jin-emon soltó una especie de gruñido, parecido al lamento de la montaña cuando se congela, y se pasó el palo a la otra mano. De su brazo derecho rezumaba sangre de un rojo tan oscuro que parecía negro; pero no manaba a borbotones, como hubiera sido de esperar. Me hice invisible durante unos instantes, a medida que la cadena surcaba el aire de nuevo, y me planteé la posibilidad de batirme en retirada hacia el río al tiempo que me preguntaba con irritación dónde estarían mis hombres cuando más los necesitaba. Entonces tuve la oportunidad de atacar y clavé a Jato con todas mis fuerzas en la carne del ogro. La herida que le provoqué era enorme y, sin embargo, apenas brotó la sangre. El pánico me invadió. Estaba luchando contra algo inhumano, sobrenatural. ¿Tendría alguna posibilidad de alzarme con la victoria?
En el siguiente ataque por parte del monstruo, la cadena quedó enrollada en la hoja de mi sable. Jin-emon soltó un grito de triunfo y me arrancó a Jato de las manos. La espada voló por el aire y fue a caer a unos metros de donde me encontraba. El ogro se acercó a mí mientras movía sus enormes brazos de un lado para otro, por si yo volvía a utilizar alguno de mis trucos.
Me quedé inmóvil. Llevaba el cuchillo en el cinturón, pero no deseaba sacarlo porque temía que el monstruo volviese a balancear la cadena y me matase en aquel preciso instante. Se acercó hasta mí, me agarró por los hombros y me levantó en el aire. Nunca supe cuál era su plan; tal vez pensaba desgarrarme la garganta con sus gigantescos dientes y beberse mi sangre. Pensé: "No es mi hijo, no puede matarme", y me quedé mirándole fijamente a los ojos, tan inexpresivos como los de una bestia. Cuando se encontraron con los míos, noté que el asombro les hizo abrirse de par en par. Tras ellos aprecié la maldad del ogro, su naturaleza despiadada y brutal. Me concentré en mis poderes y dejé que salieran de mí. Los ojos del monstruo empezaron a nublarse. Soltó un ligero gruñido y sus dedos, sobre mis hombros, empezaron a perder fuerza hasta que vaciló y se desplomó en el suelo como un árbol gigantesco bajo el hacha del leñador. Me arrojé hacia un lado para no morir aplastado por él y rodé por el suelo hasta recuperar a Jato. Aoi, que, nervioso, había estado dando vueltas a nuestro alrededor, se encabritó y se irguió otra vez. Sable en mano, regresé rápidamente hasta donde Jin-emon había caído; roncaba a causa del sueño de los Kikuta. Intenté levantar la gigantesca cabeza para cortarla con el sable, pero pesaba demasiado y no quería arriesgarme a que la hoja de Jato resultara dañada. Opté por clavar la espada en la garganta del monstruo y cortarle la arteria y la tráquea. Incluso tras este tajo brutal, la sangre manaba con parquedad. Movió los talones, arqueó la espalda; pero no se despertó. Al rato, cesó de respirar.
Yo había creído que me encontraba solo, pero entonces llegó un sonido de la cabaña y al girarme vi a un hombre mucho más pequeño que salió corriendo por la puerta. Gritó algo incoherente, atravesó el dique situado a espaldas de la choza y desapareció en el bosque.
Yo mismo abrí la barrera mientras miraba las calaveras y me preguntaba a quiénes habrían pertenecido. Con el movimiento, dos de ellas cayeron al suelo y de las cuencas de los ojos salieron volando enjambres de insectos. Coloqué los cráneos sobre la hierba y regresé hasta mi caballo; sentía frío y náuseas. La pata de Aoi sangraba donde la cadena del ogro la había golpeado, pero no daba la impresión de que estuviese rota. Podía caminar, aunque cojeaba. Lo llevé hasta el río.
La confrontación había sido como una pesadilla, pero cuanto más reflexionaba sobre ella mejor me sentía. Jin-emon me habría matado con toda seguridad y mi cabeza habría sido colgada en la barrera como las demás, de no haber sido por mis poderes extraordinarios heredados de la Tribu. Aquello parecía confirmar la profecía. Si semejante monstruo no había conseguido matarme, ¿quién podría hacerlo? Para cuando hube regresado al río, una nueva energía corría por mis venas. Sin embargo, lo que allí me encontré hizo que la cólera estallara en mi interior.
El puente estaba terminado, pero sólo los parias lo habían cruzado. El resto de mi ejército aún se encontraba al otro lado. Los parias estaban en cuclillas, en la característica actitud taciturna que, como yo empezaba a comprender, era su reacción ante el irracional desprecio que el mundo les mostraba.
Jo-An se sentaba apoyado sobre las piernas y miraba, melancólico, las turbulentas aguas. Al verme, se puso en pie.
--No quieren cruzar, señor. Me parece que tendrás que ordenárselo.
--Lo haré -repuse, mientras mi furia iba en aumento-. Llévate a mi caballo, límpiale la herida y hazle caminar en círculos para que no se enfríe.
Jo-An tomó las riendas.
--¿Qué ha ocurrido?
--He tenido un enfrentamiento con un demonio -repliqué brevemente, y me planté sobre el puente.
Los hombres que esperaban en la otra orilla prorrumpieron en gritos de júbilo al verme, pero ninguno de ellos se atrevió a poner un pie en el otro extremo de la pasarela flotante. No era fácil mantener el equilibrio al caminar sobre el puente de los parias, una masa oscilante y sumergida a medias que empujaban las aguas del río. Avancé casi corriendo, mientras me venía a la memoria el suelo de ruiseñor que yo había atravesado de forma tan ligera, casi flotando, en la casa de Hagi. Recé para que el espíritu de Shigeru me acompañase.
Cuando alcancé la otra orilla, Makoto desmontó y me agarró por el brazo.
--¿Dónde estabas? Temíamos que hubieras muerto.
--Estuve a punto de hacerlo -respondí colérico-. ¿Dónde estabais?
Antes de que Makoto pudiese responder, Kahei se acercó a nosotros a lomos de su caballo.
--¿A qué se debe este retraso? -estallé con un grito-. Que los hombres empiecen a avanzar.
Kahei titubeó.
--Temen que los parias los contaminen.
--Desmonta -le ordené. Kahei bajó del caballo y di rienda suelta a mi furia-: Por vuestra culpa he estado al borde de perder la vida. Cuando os dé una orden, debéis obedecer de inmediato, sin importar que la consideréis acertada o no. Si no os parece bien lo que os digo, dad la vuelta al instante y dirigíos a Hagi, a Terayama o adonde queráis, pero bien lejos de mi vista.
Hablaba en voz baja, pues no deseaba que mi ejército me escuchara. Percibí que mis palabras los avergonzaron.
--Ahora, enviad a los jinetes que quieran ser los primeros en cruzar a nado. Que los caballos de carga atraviesen el puente mientras se vigila la retaguardia; después, que pasen los soldados de a pie, no más de treinta de una vez.
--Señor Otori -dijo Kahei, y acto seguido subió a su caballo de un salto y salió galopando.
--Perdóname, Takeo -me suplicó Makoto con voz calmada.
--La próxima vez, te mataré -le amenacé-. Dame tu caballo.
Cabalgué junto a las líneas de soldados y repetí el mismo mensaje una y otra vez:
--No temáis que los parias os contaminen -les decía-. Yo ya he cruzado el puente. Si en verdad existe alguna posibilidad de contagio, que ésta recaiga por completo sobre mí.
Me encontraba en un estado cercano a la exaltación y estaba convencido de que no existía nada en el cielo o en la tierra que pudiera dañarme.
Con un grito formidable, el primer guerrero se lanzó al agua con su cabalgadura; los demás le siguieron. Los primeros caballos de carga fueron llevados hasta el puente y observé con alivio que éste resistía el peso. Una vez que se hubo iniciado el proceso de tránsito, di la vuelta y volvía cabalgar junto a las líneas de tropas, dando órdenes y tranquilizando a los soldados de a pie, hasta que llegué al lugar donde Kaede aguardaba junto a Manami y las otras mujeres que nos acompañaban. Se refugiaban de la lluvia bajo los paraguas que Manami había traído consigo. Amano se encontraba junto al grupo, a cargo de los caballos. El rostro de Kaede se iluminó al verme. Su cabello brillaba a causa de la lluvia y el agua le goteaba de las pestañas.
Desmonté y le entregué las riendas a Amano.
--¿Qué le ha ocurrido a Aoi? -preguntó al reconocer el caballo de Makoto.
--Está herido, quizá de gravedad. Se encuentra al otro lado del río; lo cruzamos a nado.
Me hubiera gustado comentarle a Amano lo valiente que había sido el animal, pero no disponía de tiempo.
--Vamos a cruzar el río -les comuniqué a las mujeres-. Los parias han construido un puente.
Kaede permaneció en silencio sin apartar la vista de mí, pero Manami abrió la boca de inmediato con intención de protestar.
Levanté la mano para silenciarla.
--No existe alternativa. Debéis obedecer.
Entonces repetí lo que les había dicho a los hombres, que cualquier contaminación recaería sólo sobre mí.
--Señor Otori -murmuró la criada, al tiempo que hacía una pequeña reverencia y me miraba de soslayo.
Reprimí el deseo de golpearla, si bien creí que lo merecía.
--¿Pasaré a lomos de mi caballo? -preguntó Kaede.
--No, el puente es muy inestable. Es mejor caminar. Yo cruzaré tu caballo a nado.
Amano mostró su disconformidad.
--Hay muchos mozos que pueden hacerlo -replicó mientras observaba mi armadura, empapada y llena de barro.
--Que uno de ellos venga conmigo -ordené-. Puede llevar a Raku y traer otro caballo para mí. Ahora tengo que regresar a la otra orilla.
No había olvidado yo al hombre que huyó de la cabaña. Si hubiera alertado a otros sobre nuestra llegada, quería estar allí para enfrentarme a ellos.
--Trae a Shun para el señor Otori -gritó Amano a uno de los mozos.
El hombre se acercó hasta nosotros a lomos de un caballo bayo de pequeño tamaño y tomó las riendas de Raku. Me despedí rápidamente de Kaede y le pedí que se asegurase de que el caballo de carga que transportaba los documentos de Shigeru cruzara el puente sin sufrir daños; entonces, volví a montarme a lomos del caballo de Makoto.
Regresamos a medio galope junto a las líneas de soldados, que ya se movían con celeridad en dirección al puente. Kahei organizaba pequeños grupos, cada uno con un hombre al mando, y unos doscientos hombres ya habían cruzado a la otra orilla.
Makoto me estaba esperando al borde del agua. Le devolví su caballo y sujeté a Raku mientras que el mozo atravesaba el río a lomos de Shun. Observé al pequeño bayo, que se lanzó al agua sin miedo y nadó con fuerza y calma asombrosas, como si fuera algo cotidiano. El mozo regresó caminando sobre el puente, tomó las riendas de Raku y entró con él al agua.
Mientras los jinetes cruzaban el río a nado, me unía los hombres que cruzaban el puente a pie. Avanzaban casi a gatas, como las ratas del puerto de Hagi, intentando atravesar la empapada pasarela a toda velocidad. Imaginé que muchos de ellos no sabían nadar. Algunos me saludaron y uno o dos me pusieron la mano en el hombro, como si al hacerlo yo pudiera alejar el peligro y traerles buena suerte. No paré de animarlos y hacía bromas acerca de los baños calientes y los deliciosos manjares que nos esperaban en Maruyama. Los hombres parecían estar de buen humor, aunque todos éramos conscientes de lo distante que quedaba aquel dominio.
Una vez que hube llegado a la otra orilla, le pedí al mozo que esperase con Raku hasta la llegada de Kaede y monté a lomos de Shun. A pesar de su reducido tamaño y de que no destacaba por su belleza, había algo en el animal que me agradaba. Ordené a los guerreros que me siguieran y me coloqué, junto a Makoto, a la cabeza del ejército. Tenía mucho interés en que los arqueros nos cubrieran, y ya había dos grupos de unos treinta preparados para el ataque. Les pedí que se ocultaran detrás del dique y esperaran allí mi señal.
El cuerpo de Jin-emon yacía junto a la barrera, y en los alrededores, aparentemente desiertos, reinaba el silencio.
--¿Tienes algo que ver con esto? -preguntó Makoto mientras miraba con repugnancia el cadáver gigantesco y la colección de cabezas cortadas.
--Te lo contaré más tarde. Ese individuo tenía un compañero que huyó y sospecho que va a regresar con más hombres. Kahei dice que esta zona es un hervidero de forajidos. El hombre muerto debía de cobrar a quienes cruzaban el puente y si se negaban los decapitaba.
Makoto desmontó para observar las cabezas más de cerca.
--Algunos eran guerreros -afirmó entonces-, jóvenes, además. Deberíamos honrar su memoria decapitando al gigante.
Makoto sacó el sable del cinturón.
--No lo hagas -le advertí-. Tiene huesos de granito y dañarás la hoja del sable.
Makoto me miró con incredulidad y, sin articular palabra, hizo un rápido movimiento para cortarle el cuello. Su sable emitió un sonido casi humano. Los hombres que nos rodeaban ahogaron un grito de asombro y de miedo. Makoto, desolado, se quedó mirando la hoja partida de su espada y me miró, avergonzado.
--Perdóname -volvió a disculparse-. Debería haberte hecho caso.
La cólera me invadió. Saqué el sable mientras notaba cómo mi vista se nublaba de aquella forma que ya me resultaba familiar. ¿Cómo podría proteger a mis hombres si se negaban a obedecerme? Makoto había ignorado mi advertencia delante de aquellos soldados. Merecía morir por ello. Faltó poco para que perdiera el control y le atravesara con la hoja de la espada allí mismo, pero en aquel preciso momento escuché el tamborileo de cascos de caballo que llegaba desde la distancia, lo que me recordó que tenía enemigos de los que ocuparme.
--Era un demonio, no parecía humano -le expliqué a Makoto-. No podías saberlo. Ahora tendrás que combatir con el arco.
Hice un gesto para silenciar a los hombres que nos rodeaban. Se quedaron inmóviles, como si fueran de piedra; ni siquiera los caballos hicieron el menor movimiento. La lluvia había aminorado y caía una fina llovizna. En la mortecina luz empañada por la niebla parecíamos un ejército de fantasmas.
Escuché cómo se acercaban los bandidos chapoteando a través del terreno inundado. Al momento, surgieron de la bruma más de treinta jinetes y otros tantos hombres a pie. Formaban una banda variopinta y andrajosa. Algunos de sus componentes eran guerreros sin amo que montaban buenos caballos y portaban lo que en su día habrían sido armaduras espléndidas; otros eran el producto de los diez últimos años de guerras: fugitivos que huían de brutales amos de haciendas o de minas de plata, ladrones, lunáticos o asesinos. Reconocí al hombre que había escapado de la cabaña: corría arrimado al estribo del caballo que encabezaba la marcha. Cuando la banda se detuvo arrojando una nube de agua y de barro, aquel hombre me señaló de nuevo y gritó de nuevo algo ininteligible.
El jinete preguntó con un grito:
--¿Quién es el asesino de nuestro amigo y compañero Jin-emon?
Respondí:
--Soy Otori Takeo. Dirijo a mi ejército hacia Maruyama. Jin-emon me atacó sin ningún motivo y pagó por ello con su vida. Permitidnos el paso o pagaréis el mismo precio.
--Regresad a vuestro punto de partida -replicó el jinete con un gruñido-. Por aquí odiamos a los Otori.
Los hombres que le rodeaban empezaron a reírse de forma burlona. El jinete escupió sobre el suelo y blandió su sable por encima de la cabeza. Yo levanté la mano e hice una señal a los arqueros.
Al instante, el sonido de las flechas inundó el aire. Se trata de un ruido que provoca miedo: el silbido y el chasqueo de las astas, el golpe seco al clavarse en la carne, los gritos de los heridos. Pero en aquel momento yo no disponía de tiempo para reflexionar sobre ello, pues el cabecilla espoleó a su caballo y se acercó galopando hasta mí, con el brazo levantado blandiendo su sable.
Su caballo era más grande que Shun, y de mayor envergadura. Las orejas de mi bayo estaban echadas hacia delante y sus ojos se mostraban serenos. Justo antes de que el bandolero propinase el primer golpe, Shun dio un brinco hacia un lado y casi giró en el aire, de manera que pude atacar a mi enemigo desde atrás, y le partí el cuello y el hombro mientras él golpeaba en vano al lugar donde yo me había encontrado antes.
No era un demonio ni un ogro; sólo era un humano, y su sangre, de un rojo brillante, empezó a manar a borbotones. Su caballo siguió galopando mientras él se balanceaba sobre la silla de montar; al poco rato, cayó al suelo por uno de los flancos.
Shun, mientras tanto, sin perder la serenidad en ningún momento, se había dado la vuelta para enfrentarse al siguiente atacante. Aquel hombre no llevaba yelmo y Jato le partió la cabeza por la mitad; por la profunda abertura empezó a salir sangre, así como masa encefálica y restos de hueso. El olor de la sangre nos rodeaba y se mezclaba con el de la lluvia y el barro. A medida que otros de nuestros guerreros se acercaban y se sumaban al combate, los forajidos iban quedando en inferioridad de condiciones. Los supervivientes intentaron huir, pero los perseguimos a caballo hasta darles muerte. Durante todo el día, un sentimiento de cólera había ido aumentando en mi interior y había cobrado nuevos bríos ante la desobediencia de Makoto; en aquella escaramuza breve y sangrienta, mi furia encontró una vía de escape. Estaba indignado por el retraso que aquellos estúpidos bandoleros nos habían causado y a la vez me sentía profundamente satisfecho de que hubieran pagado por ello con sus vidas. No es que fuera una batalla en toda regla, pero los derrotamos con facilidad, lo que nos otorgó la oportunidad de disfrutar de un sentimiento de victoria.
Tres de nuestros hombres murieron y dos resultaron heridos. Más tarde, me informaron de cuatro muertes por ahogamiento en el río. Shibata, uno de los compañeros de Kahei del clan Otori, tenía ciertos conocimientos sobre plantas medicinales y limpió y aplicó emplastes a las heridas de los lesionados. Kahei se adelantó al pelotón y cabalgó hasta el pueblo más cercano para buscar refugio donde pasar la noche, al menos para las mujeres. Makoto y yo organizamos al resto de la tropa y la instamos a continuar a paso más lento. Él se quedó al mando mientras yo regresaba al río, donde los últimos hombres cruzaban el puente flotante.
Jo-An y sus compañeros aún seguían en cuclillas al borde del agua. El paria se puso en pie y se acercó hasta mí. Por un momento sentí el impulso de desmontar y abrazarle, pero me limité a decirle:
--Gracias, Jo-An, a ti y a todos tus hombres. Nos habéis salvado del desastre.
--Ni uno solo de tus soldados nos lo ha agradecido -indicó Jo-An, y señaló con un gesto a los hombres que por allí pasaban-. Menos mal que trabajamos para Dios, y no para ellos.
--¿Vendréis con nosotros, Jo-An? -le pregunté.
Yo temía que si los parias regresaban a la otra orilla del río tal vez se enfrentarían a terribles penalidades por haber cruzado la frontera, talado árboles y ayudado a un proscrito.
Jo-An asintió con un gesto. Parecía exhausto y sentí lástima por él. No quería que los parias siguieran a mi lado, pues temía la reacción de los guerreros y sabía que su presencia entre nosotros causaría tensiones y protestas; pero me sentía incapaz de dejarles abandonados a su suerte.
--Tenemos que destruir el puente -comenté-, no sea que los Otori lo crucen para seguirnos.
Jo-An asintió de nuevo y llamó a los otros parias. Con evidentes señales de cansancio, se pusieron de pie y empezaron a desatar las cuerdas que mantenían las balsas unidas. Yo paré a algunos de los soldados de a pie, campesinos que portaban hoces y cuchillos de podar, y les ordené que ayudasen a los parias. Una vez cortadas las cuerdas, las balsas fueron arrastradas por la corriente y al poco rato la fuerza del agua las desmanteló por completo.
Me quedé unos instantes observando el agua cenagosa, volví a dar las gracias a los parias y les pedí que continuaran el camino junto a los soldados. Entonces, me dirigí a buscar a Kaede.
Ya se encontraba a lomos de Raku, al abrigo de la arboleda que rodeaba el santuario del dios del zorro. Reparé al momento en que Manami estaba subida en el caballo de carga que transportaba el arcón con los documentos sobre la Tribu y acto seguido sólo tuve ojos para Kaede. Su rostro se veía pálido, pero se mantenía erguida sobre la silla de montar y observaba al ejército que pasaba frente a ella con una leve sonrisa en los labios. Parecía radiante en aquel entorno agreste, mucho más feliz que en los salones elegantes, en los que yo la había visto comportarse con actitud moderada y sumisa.
En cuanto la miré, me atacó el irrefrenable deseo de abrazarla y pensé que moriría si no yacía con ella en breve. Mis sentimientos me tomaron por sorpresa y me avergoncé de ellos. Me dije que lo que debería preocuparme era su seguridad. Al fin y al cabo, yo era el caudillo de un ejército, tenía un millar de hombres en los que pensar. El incontrolable deseo por mi esposa me avergonzaba y me provocaba que me resultara difícil dirigirme a ella con naturalidad.
Al verme, Kaede se acercó hasta mí a lomos de Raku. Nuestros caballos se relincharon el uno al otro; nuestras rodillas se tocaron. Cuando inclinamos las cabezas para juntarlas, percibí su aroma a jazmín.
--La carretera ya está libre -le expliqué-. Podemos continuar la marcha.
--¿Quiénes eran?
--Forajidos, supongo -me mostré parco en palabras porque no quería llevar la sangre y la muerte al lugar donde Kaede se encontraba-. Kahei se ha adelantado para encontrar un refugio donde las mujeres podáis pasar la noche.
--Dormiré a la intemperie si puedo permanecer a tu lado -dijo Kaede con un hilo de voz-. Nunca antes había experimentado la libertad; hoy, en el viaje, bajo la lluvia, a pesar de todas las dificultades, me he sentido libre por primera vez.
Nuestras manos se rozaron por un instante y entonces me situé junto a Amano y empecé a hablarle sobre Shun. Los ojos me ardían y tuve que esforzarme por disimular mi emoción.
--Jamás he montado un caballo como éste. Da la impresión de que me lee el pensamiento.
Amano sonrió y se le formaron pequeñas arrugas alrededor de los ojos.
--Pensé que os gustaría. Alguien me lo trajo hace un par de semanas; posiblemente lo robaron o lo recogieron tras la muerte de su dueño. No puedo creer que nadie se desprendiera de este animal por voluntad propia. Es el caballo más inteligente que he conocido. El corcel negro es más llamativo, apropiado para dar una buena impresión; pero sé muy bien cuál de los dos elegiría yo para una batalla -Amano me mostró una amplia sonrisa-. El señor Otor¡ tiene suerte con los caballos. Eso les ocurre a algunas personas; es una especie de don por el que atraen a los animales más sobresalientes.
--Esperemos que sea un buen augurio para el futuro -repliqué yo.
Pasamos junto a la choza. Los muertos yacían en hileras a lo largo del dique. Mientras reflexionaba sobre la conveniencia de dejar atrás a algunos hombres para que quemaran o enterraran los cadáveres, se escuchó un alboroto que procedía de más adelante. Uno de los hombres de Kahei atravesó el pelotón a lomos de su caballo mientras pedía a gritos a los hombres que le dejaran paso y mencionaba mi nombre.
--¡Señor Otori! -exclamó el jinete, y se plantó frente a nosotros-. Vuestra presencia es requerida más adelante. Algunos campesinos han venido a hablaros.
Desde que atravesamos el río me había estado preguntando dónde estarían los habitantes de la zona. Cierto era que los campos de arroz se habían inundado por la corriente, mas no había señal alguna de que hubieran sido plantados con anterioridad. Las malas hierbas taponaban los canales de riego y, aunque en la distancia se divisaban las inclinadas techumbres de paja de las granjas, no salía humo por las chimeneas ni se escuchaba ningún sonido de actividad humana. El paisaje parecía desolado y maldito. Imaginé que Jin-emon y su banda habían intimidado y alejado del lugar, acaso asesinado, a todos los campesinos y aldeanos. Al parecer, la noticia de su muerte se había divulgado y había provocado que algunos de los fugitivos abandonasen su escondite.
Atravesé las líneas de soldados a medio galope. Los hombres me llamaban y se mostraban alegres; algunos incluso cantaban. No parecía preocuparles la noche que nos esperaba; daba la impresión de que tenían una fe ciega en mi habilidad para encontrar comida y alojamiento.
Situado a la cabeza del ejército, Makoto ordenó un alto. En el barro, un grupo de campesinos se sentaba sobre sus talones. Cuando llegué hasta ellos y desmonté, se arrojaron hacia delante. Makoto me explicó:
--Han venido a darnos las gracias. Los bandidos llevan casi un año aterrorizando esta comarca. Los campesinos no han podido plantar esta primavera por miedo a ellos. El ogro mató a muchos de sus hijos y hermanos, y varias de sus mujeres han sido secuestradas.
--Incorporaos -les pedí-. Soy Otori Takeo.
Los campesinos comenzaron a levantarse, pero al escuchar mi nombre volvieron a inclinarse hasta dar con la frente en el suelo.
--Incorporaos -dije otra vez-. Jin-emon ha muerto -repitieron la reverencia-. Podéis hacer lo que queráis con su cadáver. Retirad los restos mortales de vuestros parientes y otorgadles un entierro honorable -hice una pausa. Deseaba pedirles comida, pero temía que tuvieran tan pocos alimentos que, una vez nos hubiéramos marchado, les condenásemos a la muerte por inanición.
El campesino de mayor edad, a todas luces el dirigente del grupo, habló con voz vacilante:
--Señor, ¿qué podemos hacer por vos? Alimentaríamos a vuestros hombres, pero son tantos...
--Enterrad a los muertos. No nos debéis nada -repliqué-; pero tenemos que encontrar refugio para pasar la noche. ¿Qué podéis decirnos sobre el pueblo más próximo?
--Allí os darán la bienvenida -aseguró el campesino-. Kibi queda a una hora a pie. Tenemos un nuevo señor, uno de los hombres de Arai. Ha enviado guerreros contra los forajidos en muchas ocasiones durante el último año, pero siempre han sido derrotados. La última vez, dos de sus hijos murieron a manos de Jin-emon, al igual que mi hijo mayor. Éste es Jiro, su hermano. Llevadle con vos; os lo ruego, señor Otori.
Jiro era un par de años más joven que yo; estaba lastimosamente delgado, pero bajo su rostro manchado por la lluvia y el barro se apreciaba una aguda inteligencia.
--Ven aquí, Jiro -le pedí, y al instante el muchacho se puso en pie y se colocó frente a la cabeza de Shun. El animal olisqueó como para inspeccionarle-. ¿Te gustan los caballos?
El muchacho asintió con un gesto, abrumado por el hecho de que yo me dirigiera a él personalmente.
--Si tu padre puede prescindir de tí, nos acompañarás a Maruyama.
Pensaba que podía unirse a los mozos de cuadra de Amano.
--Debemos seguir adelante sin más tardar -indicó Makoto, situado a mi costado.
--Hemos traído todo lo que tenemos -terció el campesino, al tiempo que hacía un gesto a los hombres que le acompañaban.
Los demás agricultores colocaron en el suelo los sacos y cestos que llevaban colgados al hombro y sacaron unos cuantos alimentos: pastelillos de mijo, brotes de helecho y otras hierbas silvestres recogidas en la montaña, pequeñas ciruelas saladas y castañas secas. Yo no deseaba aceptar sus obsequios, pero tuve la impresión de que si los rechazaba les ofendería. Hice que dos soldados recogieran los alimentos y cargaran con los sacos.
--Despídete de tu padre -le dije a Jiro, y observé cómo el anciano se esforzaba por retener las lágrimas.
Lamenté mi ofrecimiento de llevarme al muchacho, no sólo porque era una vida más de la que me haría responsable, sino también porque estaba despojando a su padre de la ayuda que Jiro le podría prestar a la hora de reconstruir los campos de cultivo.
--Le enviaré de vuelta cuando lleguemos al pueblo.
--¡No! -exclamaron al unísono padre e hijo; el muchacho se ruborizó.
--Permitid que os acompañe -suplicó el padre-. Nuestra familia pertenecía a la casta militar. Mis abuelos decidieron dedicarse a la agricultura para huir del hambre. Si Jiro entra a vuestro servicio, tal vez pueda llegar a convertirse en guerrero y así rehabilitar nuestro apellido.
--Más le valdría quedarse y reparar las tierras -repliqué-; pero si de verdad así es como lo deseas, puede acompañarnos.
Envié al chico a que ayudase a Amano con los caballos que habíamos arrebatado a los bandoleros y le pedí que regresara junto a mí una vez que estuviera a lomos de una montura. Me pregunté qué habría sido de Aoi, al que no había puesto la vista encima desde que lo dejé al cuidado de Jo-An. Parecía que habían transcurrido varios días desde entonces. Makoto y yo cabalgamos parejos a la cabeza de nuestro ejército, agotado pero feliz.
--Ha sido un buen día, un buen comienzo -comentó Makoto-. Tu labor ha sido excepcional, a pesar de mi estúpida actitud.
Recordé la furia que había sentido contra él. Parecía haberse evaporado por completo.
--Olvidémoslo. ¿Describirías nuestro enfrentamiento como una batalla?
--Para los poco versados en el arte militar sí sería una batalla -replicó Makoto-. Y también una victoria. Has ganado y puedes describir la confrontación como te plazca.
"Quedan tres por ganar y una por perder", pensé, y al momento me pregunté si aquélla era la manera en la que se desarrollaban las predicciones. ¿Podía decidir yo cómo aplicar mi profecía? Empecé a darme cuenta del poder y el peligro de las palabras de la anciana. El hecho de que yo creyera en ellas o no lo hiciera iba a influir en mi vida de forma determinante. Yo había escuchado la profecía y nunca podría borrarla de mi memoria. Sin embargo, me sentía incapaz de creer en aquellas palabras con fe ciega.
Jiro regresó montado en Ki, el caballo castaño de Amano.
--El señor Amano considera que debéis cambiar de montura y os envía ésta. Piensa que no es posible salvar la vida del caballo negro. Su pata está dañada y no podrá seguir el ritmo de la marcha. Nadie de por aquí puede mantener un caballo incapaz de trabajar.
Sentí lástima por el valiente y hermoso corcel. Di unas palmadas en el cuello de Shun.
--Me gusta éste.
Jiro desmontó y agarró las riendas de Shun.
--K¡ tiene mejor presencia -señaló.
--Debes dar una buena impresión -terció Makoto con sequedad.
Intercambiamos los caballos y Ki resopló por los ollares. Su aspecto era tan descansado como si acabara de llegar de un paseo por la pradera. Jiro se montó a lomos de Shun, pero en cuanto tocó las riendas el animal bajó la cabeza y levantó las patas traseras, de manera que el muchacho salió volando por los aires. El caballo se quedó observando a Jiro, tumbado sobre el barro, con expresión de sorpresa, como si estuviera pensando: "¿Qué hará ahí abajo?".
Makoto y yo soltamos una carcajada.
--Te lo tienes merecido por hablar mal de él -aseguró Makoto.
Jiro se echó a reír. Se puso en pie y, con tono solemne, se disculpó ante Shun, que le permitió que se montara a su lomo sin hacer ninguna señal de protesta.
A partir de entonces, el muchacho perdió parte de su timidez y empezó a señalar los puntos de referencia de la carretera: una montaña habitada por duendes, un santuario cuyas aguas curaban las heridas más profundas, un manantial que nunca se había secado en un millar de años... Imaginé que, al igual que yo, había pasado la mayor parte de su niñez recorriendo las montañas.
--¿Sabes leer y escribir, Jiro? -le pregunté.
--Un poco -respondió el muchacho.
--Tendrás que instruirte para llegar a ser un guerrero -dijo Makoto con una sonrisa.
--¿No me basta con saber luchar? He practicado con el palo de madera y con el arco.
--Necesitas formación académica, pues de lo contrario podrías terminar como los bandoleros.
--¿Sois un gran guerrero, señor?
Las bromas de Makoto habían animado a Jiro a mostrar cierta familiaridad.
--¡En absoluto! Soy un monje.
Jiro se quedó atónito ante el comentario.
--Perdonadme mi atrevimiento, pero no lo parecéis.
Makoto soltó las riendas de su caballo y se quitó el yelmo, de modo que su cabeza afeitada quedara al descubierto. Se frotó el cuero cabelludo con la mano y colgó el yelmo del arzón de la silla de montar.
--Cuento con que el señor Otori evite el combate en lo que queda de día.
Después de casi una hora, llegamos al pueblo. Las viviendas que lo rodeaban parecían habitadas y los campos de cultivo se veían más cuidados; los diques estaban reparados y se habían plantado las semillas de arroz. En una o dos de las viviendas más importantes ardían lámparas de aceite que proyectaban su resplandor naranja sobre las mamparas rasgadas. En otras casas ardían troncos en los hogares de las cocinas de suelo de tierra; el olor a comida que flotaba en el aire hacía que nuestros estómagos gruñeran de hambre.
Tiempo atrás el pueblo había estado fortificado, pero luchas recientes habían destrozado las murallas en muchas zonas; las torres de vigía y los portones habían sido devastados por el fuego. La suave bruma suavizaba el desolador panorama. El río que habíamos cruzado fluía a un lado del pueblo; no se veía puente alguno, pero había señales de que en tiempos pasados se había producido un rico comercio fluvial, aunque casi todas las barcas allí amarradas mostraban desperfectos. El puente junto al que Jin-emon había instalado su barrera era la única vía de comunicación de la localidad con el exterior y el gigante la había bloqueado.
Kahei nos estaba esperando junto a las ruinas del portón principal. Le pedí que permaneciera con los hombres mientras yo entraba en el pueblo con Makoto, Jiro y un reducido destacamento de guardias.
Kahei se mostró preocupado.
--Tal vez sea mejor que vaya yo, por si acaso han tendido una trampa -sugirió.
Yo pensaba que aquel lugar medio en ruinas no ofrecía ningún peligro y me pareció más acertado acercarme hasta el alguacil de Arai como si esperase su amistad y cooperación. No se atrevería a negarme su ayuda personalmente, pero, si mostraba temor a dirigirme a él, tal vez pudiera hacerlo.
Tal y como Kahei nos había informado, no existía castillo en la localidad; pero en el centro del pueblo, sobre un pequeño promontorio, se alzaba una residencia de madera de gran tamaño cuyos muros y cancelas se habían reparado recientemente. La vivienda en sí parecía poco cuidada, pero carente de daños importantes. A medida que nos acercábamos, las cancelas se abrieron y un hombre de mediana edad salió a recibirnos, seguido por un grupo de guardias armados.
Le reconocí de inmediato. Le había visto al lado de Arai en Inuyama, cuando su ejército entró en la ciudad; también le había acompañado al templo de Terayama. De hecho, se encontraba en la sala cuando vi a Arai por última vez. Recordé que se llamaba Niwa. ¿Eran sus hijos los que Jin-emon había matado? Su rostro había envejecido y mostraba nuevas arrugas producidas por el sufrimiento.
Hice parar al caballo castaño y hablé con voz alta:
--Soy Otori Takeo, hijo de Shigeru, nieto de Shigemori. No pretendo dañar a vuestra gente. Mi esposa, Shirakawa Kaede, y yo trasladamos nuestro ejército al dominio Maruyama, del que la señora Otori es legítima heredera. Solicito vuestra ayuda para conseguir alimento y refugio durante esta noche.
--Os recuerdo bien -indicó-. Hace tiempo que nos conocimos. Soy Niwa junkei. Mantengo el control de estas tierras por orden del señor Arai. ¿Acaso buscáis una alianza con él?
--Tal alianza me proporcionaría un enorme placer -afirmé sin titubeos-. Tan pronto como me haya asegurado las tierras de mi esposa, acudiré a Inuyama a ponerme a disposición de su señoría.
--Parece que vuestra vida ha cambiado mucho -replicó-. Al parecer, estoy en deuda con vos, pues me han llegado noticias de que habéis matado a Jin-emon y a sus bandidos.
--Es cierto que Jin-emon y sus hombres han muerto -convine yo-. Hemos traído con nosotros las cabezas de los guerreros para que puedan ser enterradas de forma honorable. Hubiera deseado venir antes y así poder ahorraros vuestro sufrimiento.
Niwa asintió con un gesto y apretó los labios hasta formar una fina y oscura línea; pero no articuló palabra acerca de sus hijos.
--Seréis mis invitados -dijo por fin, al tiempo que intentaba otorgar un matiz de ánimo a su voz derrotada-. Sed bienvenidos. El pabellón del clan está a disposición de vuestros hombres. Ha sufrido daños, pero el tejado aún se conserva. El resto de las tropas puede acampar a las afueras del pueblo. Suministraremos tantos alimentos como nos sea posible. Por favor, traed a vuestra esposa a mi casa; mis mujeres cuidarán de ella. Vos y vuestra guardia personal también os alojaréis con nosotros, por descontado -hizo una larga pausa y, abandonando todo protocolo, dijo con amargura-: Soy consciente de que os ofrezco lo que tomaríais en todo caso, aunque yo me negase. El señor Arai ha ordenado que seáis detenido. Yo, que no he sabido proteger la comarca de un puñado de bandidos, ¿cómo podría enfrentarme a un ejército del tamaño del vuestro?
--Os doy las gracias.
Decidí hacer caso omiso de su tono, que achaqué a su doloroso duelo; pero me extrañaron la escasez de tropas y provisiones, las débiles defensas del pueblo, la impunidad de los bandidos. Arai no debía de prestar mucha atención a aquellas tierras; la campaña para someter a los últimos Tohan debía de acaparar todos sus recursos.
Niwa nos entregó sacos de mijo y de arroz, pescado en salazón y pasta de soja. Distribuimos los alimentos, junto a los obsequios de los campesinos, entre los hombres. Los habitantes del pueblo, agradecidos, dieron la bienvenida a nuestro ejército y le ofrecieron la comida y el alojamiento de que disponían. Se levantaron tiendas de campaña, se encendieron hogueras y se dio de comer y beber a los animales. Recorrí a caballo las líneas de tropas, junto a Makoto, Amano y Jiro. Me admiraba observar cómo, a pesar de mi evidente falta de conocimientos y de experiencia, había conseguido instalar a mis hombres la primera noche de nuestra marcha. Hablé con los centinelas apostados por orden de Kahei y después me acerqué hasta Jo-An y los parias, quienes habían acampado cerca de allí. Entre unos y otros parecía haber surgido un cierto entendimiento.
Tuve la tentación de guardar vigilia yo también, pues sería el primero en escuchar un posible enemigo; pero Makoto me convenció para que regresara a la casa y descansara al menos unas horas, Jiro condujo a Shun y al caballo castaño a los establos de Niwa y nosotros nos encaminamos ala vivienda.
Kaede ya había sido escoltada hasta allí y le habían adjudicado una alcoba que compartiría con la esposa de Niwa y otras mujeres de la casa. Yo deseaba verme a solas con ella, pero sabía que no era posible. Estaba dispuesto que Kaede durmiese en la habitación de las mujeres, mientras que yo pasaría la noche junto a Makoto, Kahei y varios soldados; lo más probable era que en la estancia de al lado durmiesen Niwa y sus guardias.
Una anciana que, según nos contó, había sido el ama de cría de la esposa de Niwa nos condujo hasta la habitación de invitados. Era espaciosa y bien proporcionada, aunque las esteras se veían viejas y manchadas y las paredes mostraban huellas de moho. Las ventanas correderas estaban abiertas y la brisa del atardecer traía el aroma a flores y a tierra mojada; pero en el jardín, desatendido, abundaban las malas hierbas.
--El baño está dispuesto, señor -me anunció la anciana.
A continuación me guió hasta el pabellón de baños, construido con madera y situado en el extremo más alejado de la veranda. Ordené a Makoto que montara guardia y le pedí a la vieja mujer que me dejase a solas. Su aspecto era totalmente inofensivo, pero yo no deseaba correr ni el más mínimo riesgo. Había escapado de la Tribu, estaba condenado a muerte y sabía que sus asesinos podían adquirir cualquier clase de disfraz.
La anciana se disculpó porque el baño no estuviera muy caliente y se quejó a regañadientes de la escasez de madera y de alimentos. Lo cierto es que el agua apenas estaba templada, pero la noche era fría y me conformaba con quitarme el barro y la sangre del cuerpo. Me metí en la bañera y comprobé los daños que el día me había deparado. No estaba herido, pero sí magullado. En los antebrazos se notaban las marcas de las manos de acero de Jin-emon y en el muslo había un enorme cardenal ya casi negro; no tenía ni idea de cómo me lo había producido. La muñeca que Akio me había retorcido tanto tiempo atrás en Inuyama y que yo creía curada me dolía de nuevo, posiblemente a causa de los huesos de piedra de Jin-emon. Decidí que al día siguiente me ataría una banda de cuero como protección. Me quedé sumergido en el agua durante un rato, y ya estaba a punto de quedarme dormido, cuando escuché los pasos de una mujer que procedían del exterior; la puerta corredera se abrió y Kaede entró en el pabellón.
Sabía que era ella, por su forma de andar, por su inconfundible aroma.
--He traído lámparas -dijo-. La anciana cree que la ordenaste marchar porque no es hermosa. Me persuadió para que yo acudiera en su lugar.
Cuando depositó las lámparas en el suelo, la luz de la estancia adquirió un nuevo resplandor. Entonces, Kaede me puso las manos en el cuello y empezó a darme un masaje para relajar la tensión.
--Yo me disculpé por tu descortesía -prosiguió-, pero ella me respondió que en su aldea natal la esposa siempre cuida de su marido en el baño y que yo también debía hacerlo contigo.
--Excelente tradición -comenté, reprimiendo un gruñido de satisfacción.
Las manos de Kaede me bajaron a los hombros. Un irrefrenable deseo me atenazó de nuevo. Sus manos se apartaron de mi piel por un momento y escuché el susurro de la seda mientras se desataba la túnica y la tiraba al suelo. Aún situada a mis espaldas, se inclinó hacia delante para pasarme los dedos por las sienes, y noté que sus pechos me rozaban la nuca.
Me puse en pie de un salto y la tomé entre mis brazos. Estaba tan excitada como yo. No quise tumbarla en el suelo del pabellón de baños; la levanté a pulso y me abrazó con las piernas. Noté cómo temblaba de placer. Nuestros cuerpos se fundieron en uno, al igual que nuestros corazones. Más tarde, sí nos tumbamos en el áspero suelo, a pesar de que estaba empapado, y nos mantuvimos abrazados durante un buen rato.
Cuando hablé, fue con la intención de disculparme. Me sentía otra vez avergonzado por la intensidad de mi deseo por ella. Era mi esposa y la había tratado como a una vulgar prostituta.
--Perdóname -le supliqué-. Lo siento.
--Lo deseaba tanto -me confesó con un murmullo-. Temía que no tuviéramos la oportunidad de encontrarnos esta noche. Soy yo quien debe pedirte perdón, por mi desvergüenza.
Tiré de ella hacia mí y la abracé con fuerza, enterrando mi cabeza en su cabello. Mi pasión por Kaede era como un encantamiento. La fuerza de mi amor por ella me asustaba, pero me resultaba imposible resistirme, pues me proporcionaba más placer que cualquier otra cosa en la vida.
--Es como un hechizo -dijo Kaede, como si me leyera el pensamiento-. Es tan potente que no puedo luchar contra él. ¿Es siempre así el amor?
--No lo sé. Nunca he amado a nadie, salvo a ti.
--A mí me ocurre lo mismo.
Kaede se puso en pie; su manto estaba empapado. Con el cuenco de la mano, tomó agua del baño y se lavó.
--Manami tendrá que conseguirme otra túnica en algún sitio -suspiró-. Ahora tengo que regresar a la habitación de las mujeres. Tengo que consolar a la pobre señora Niwa, a la que el sufrimiento atormenta. Y tú ¿de qué hablarás con su marido?
--Intentaré conseguir toda la información posible acerca de los movimientos de Arai y la cantidad de hombres y dominios bajo su mando.
--Da lástima contemplar este pueblo -intervino Kaede-. Cualquiera podría adueñarse de él.
--¿Crees que deberíamos hacerlo? La idea se me ha pasado por la mente cuando he escuchado las palabras de Niwa, junto al portón.
Yo también tomé agua del baño para lavarme y a continuación me vestí.
--¿Podemos permitirnos dejar aquí una guarnición?
--La verdad es que no podemos. Creo que parte del problema de Arai es que se hizo con el control de demasiadas tierras y demasiado deprisa. Se ha extendido en exceso sin los recursos necesarios para mantener lo conquistado.
--Tienes razón -convino Kaede mientras se enfundaba la túnica y se ataba el fajín-. Debemos consolidar nuestra posición en Maruyama y aumentar nuestras provisiones. Si la tierra se encuentra tan abandonada como en esta zona, o como en mi casa familiar, tendremos problemas para alimentar a nuestros hombres una vez que hayamos llegado allí. Es necesario actuar como granjeros antes que como guerreros.
Me quedé mirándola. Tenía el cabello mojado y los rasgos de su rostro se habían suavizado tras hacer el amor. Nunca había visto a mujer alguna que fuera más bella; bajo su hermosura escondía una mente tan afilada como la hoja de un sable. Aquella combinación de belleza e inteligencia -junto con el hecho de que fuera mi esposa- me resultaba de una sensualidad insoportable.
Kaede abrió la puerta corredera y se calzó las sandalias. Entonces, se hincó de rodillas.
--Buenas noches, señor Takeo -dijo con una voz dulce y recatada, muy diferente a la suya.
Se levantó y se alejó caminando. Bajo el fino manto empapado, sus caderas oscilaban.
Makoto, sentado en el exterior, la observó con una extraña expresión en el rostro; tal vez de desaprobación, acaso de celos.
--Date un baño -le propuse-, aunque el agua está casi fría. Después, nos reuniremos con Niwa.
Kahei regresó para comer con nosotros. La anciana ayudó a Niwa a servir la comida. Me pareció notar una sonrisa burlona en el ajado rostro de la mujer cuando colocó una bandeja delante de mí; pero yo mantuve la mirada baja. Me sentía tan hambriento que tuve que hacer un esfuerzo para no arrojarme sobre la frugal comida y llevármela a puñados a la boca. Más tarde, las sirvientas regresaron con té y vino y acto seguido se marcharon. Sentí envidia de ellas, pues iban a pasar la noche cerca de Kaede.
El vino soltó la lengua a Niwa, aunque no mejoró su estado de ánimo; en cambio le otorgó un aspecto más triste y melancólico. Había aceptado el pueblo de manos de Arai creyendo que podría crear un hogar para sus hijos y sus nietos. En cambio, había perdido a los primeros y nunca conocería a los segundos. Además, a su entender, sus hijos no habían muerto de forma honorable en el campo de batalla, sino que habían sido asesinados de modo humillante por una criatura que no parecía humana.
--No puedo entender cómo le derrotasteis -confesó mirándome de una forma que rayaba en el desprecio-. No os ofendáis, pero mis dos hijos os doblaban en tamaño y eran mayores y más experimentados que vos -dio un largo trago de vino y prosiguió-: Tampoco entendí nunca cómo lograsteis matar a Ilida, la verdad. Surgieron rumores tras vuestra desaparición; se habló de una herencia de sangre que os otorga poderes extraordinarios. ¿Es una especie de magia?
Noté que Kahei, sentado a mi lado, tensaba los músculos. Como cualquier guerrero, se ofendía de inmediato ante la sola insinuación de brujería. Yo no creía que Niwa me estuviera insultando deliberadamente, más bien pensaba que se encontraba demasiado afectado por el sufrimiento para medir sus palabras. No respondí. Él siguió examinándome, pero no quise encontrarme con su mirada. Deseaba dormir; los párpados se me cerraban y las mandíbulas me dolían.
--Corrieron muchos rumores -continuó Niwa-. Vuestra desaparición supuso un duro golpe para Arai. Se la tomó a título personal y creyó que existía algún tipo de conspiración en su contra. Arai tenía una amante desde hacía tiempo: Muto Shizuka. ¿La conocéis?
--Era la criada de mi esposa -respondí, sin mencionar que también era mi prima-. El propio señor Arai la envió a su servicio.
--Resulta que pertenecía a la Tribu. Arai ya lo sabía, pero no había caído en la cuenta de lo que aquello implicaba. Cuando os fuisteis, al parecer para uniros a la Tribu, al menos eso es lo que se comentaba, vuestra partida dio pie a numerosas especulaciones -Niwa hizo una pausa y su mirada iba adquiriendo un tinte de sospecha-. Supongo que ya sabéis todo esto.
--Me enteré de que el señor Arai tenía la intención de enfrentarse a la Tribu -dije yo con cautela-, pero desconozco si consiguió su objetivo.
--No obtuvo mucho éxito. Algunos de sus lacayos (yo no me contaba entre ellos) le aconsejaron que trabajase con la Tribu, como en su día había hecho Ilida. Opinaban que la mejor manera de controlar la organización era pagando sus servicios. A Arai no le gustó la idea. Para empezar, no podía permitírselo; además, no va con su naturaleza. Le gusta que las cosas estén claras y no puede soportar que le engañen. Pensó que Muto Shizuka, la Tribu e incluso vos mismo le habíais embaucado de alguna manera.
--Nunca fue ésa mi intención -repliqué-, pero entiendo que mi forma de actuar le llevara a tales conclusiones. Le debo una disculpa. En cuanto nos instalemos en Maruyama iré a verle. ¿Está ahora en Inuyama?
--Pasó allí el invierno. Su intención era regresar a Kumamoto y acabar con los últimos restos de resistencia; después, pensaba avanzar hacia el este para consolidar las tierras que antes pertenecían a Noguchi y, a continuación, se disponía a proseguir su campaña contra la Tribu, partiendo de Inuyama -Niwa sirvió otra ronda de vino y se bebió un cuenco de un solo trago-. Pero es como desenterrar una batata: las raíces son mucho más profundas de lo que a simple vista parece y, por mucho cuidado que se tenga, siempre quedan restos que vuelven a brotar. Aquí mismo descubrí a varios miembros de la Tribu; uno de ellos estaba a cargo de la destilería, otro era un comerciante y prestamista de poca monta. Todo lo que conseguí fue un par de ancianos, nadie de importancia. Tomaron veneno antes de que pudiera sacarles información; los demás desaparecieron.
Levantó el cuenco de vino y se quedó mirándolo de forma huraña.
--Arai lo va a tener difícil -dijo Niwa por fin-. Puede manejar a los Tohan; son un enemigo sencillo y directo y casi todos perdieron su coraje tras la muerte de I¡da. Pero intentar erradicar a este enemigo oculto al mismo tiempo... Se ha impuesto un objetivo imposible y se está quedando sin dinero, sin recursos... -dio la impresión de que Niwa, de repente, cayese en la cuenta de lo que había dicho y a toda prisa continuó-: No es que yo le sea desleal. Le ofrecí mi fidelidad y la mantendré; pero a causa de ella he perdido a mis hijos.
Todos hicimos una reverencia y murmuramos comentarios de condolencia.
Kahei dijo:
--Se está haciendo tarde. Deberíamos dormir unas horas si queremos partir al alba.
--Desde luego -Niwa se puso torpemente en pie y dio unas palmadas.
Tras unos momentos, la anciana, lámpara en mano, acudió para conducirnos a nuestra alcoba. Las camas ya estaban extendidas en el suelo. Fui a las letrinas y después di un paseo por el jardín con el fin de despejar la cabeza, afectada por el vino. En el pueblo reinaba el silencio. Me pareció escuchar la respiración profunda de mis hombres, que dormían. Una lechuza ululó desde los árboles que rodeaban el templo y, en la distancia, un perro ladró.
La abultada luna del cuarto mes se veía baja en el firmamento; algunos retazos de nube pasaban delante de ella. El cielo estaba cubierto por la bruma y sólo se apreciaban las estrellas más brillantes. Reflexioné sobre lo que Niwa me había contado. Tenía razón: era casi imposible identificar la red que la Tribu había establecido por los Tres Países; pero Shigeru sí lo había hecho, y yo tenía en mi poder los documentos que lo demostraban.
Me dirigí a la habitación. Makoto ya estaba dormido y Kahei conversaba con dos de sus hombres, quienes habían acudido a montar guardia. Me explicó que también había apostado a dos centinelas junto a la estancia donde dormía Kaede. Me tumbé y deseé tenerla a mi lado; por un instante contemplé la posibilidad de enviar a buscarla. Entonces, me zambullí en el profundo río del sueño.
Durante los días siguientes, nuestra marcha hacia Maruyama prosiguió sin percance alguno. Las noticias sobre la muerte de Jin-emon y la derrota de sus forajidos nos precedieron y, a causa de ello, éramos bienvenidos dondequiera que llegáramos. Viajábamos con rapidez, con noches cortas y días largos, para aprovechar el clima favorable antes de la llegada de las lluvias de la ciruela.
A medida que avanzábamos, Kaede me fue explicando el trasfondo político del dominio que iba a pasar a su propiedad. Shigeru ya me había hablado del asunto a grandes rasgos, pero yo apenas tenía conocimiento de la enmarañada trama de matrimonios, adopciones, fallecimientos -tal vez asesinatos-, enfrentamientos por celos e intrigas de toda condición. Volví a sorprenderme de la fortaleza de Maruyama Naomi, la dama a la que Shigeru había amado, quien había logrado sobrevivir y gobernar las tierras que por propio derecho le correspondían. Lamenté su muerte, y la de Shigeru aún con mayor amargura, y mi determinación por continuar el trabajo por la paz y la justicia que ellos habían iniciado se fortaleció.
--La señora Maruyama y yo estuvimos conversando en un viaje parecido a éste -comentó Kaede-, aunque marchábamos en la dirección contraria, hacia Tsuwano, donde te conocí. Me contó que las mujeres debemos ser trasladadas en palanquín, dar la impresión de fragilidad y ocultar nuestro poder; de otro modo, los grandes señores y los guerreros no dudarían en aplastarnos. Y ahora, aquí estoy, cabalgando sobre Raku junto a ti, en completa libertad. Nunca más volveré a subirme a un palanquín.
»Era un día de sol y aguaceros, como el de la boda del zorro del cuento popular. Un arco iris repentino apareció ante una nube gris; el sol brilló con valentía durante unos instantes y la lluvia se tornó plateada. Entonces, los nubarrones empezaron a desplazarse sobre el cielo y acabaron con el sol y el arco iris; la lluvia empezó a arreciar.
»El matrimonio de la señora Maruyama se celebró con la intención de mejorar las relaciones entre los Seishuu y los Tohan. Su marido procedía de este último clan y estaba emparentado con las familias Ilida y Noguchi. Era mucho mayor que su esposa, había estado casado con anterioridad y ya contaba con hijos adultos. En su día se puso en duda la conveniencia de formar una alianza a través de unos esponsales tan llenos de obstáculos. La primera persona en oponerse fue la propia Naomi, quien, con tan sólo dieciséis años, había sido educada por los Maruyama para que pensara y opinara por sí misma. Con todo, el clan optó por la alianza y se concertó la boda. Durante la vida de la señora Maruyama sus hijastros le causaron innumerables problemas. Tras la muerte de su esposo, los hijos de éste reclamaron, sin éxito, el dominio. La única hija del fallecido estaba casada con un primo de Ilida Sadamu llamado Ilida Nariaki; ésta, según nos enteramos por el camino, había sobrevivido a la matanza de Inuyama y había huido al oeste, desde donde al parecer tenía la intención de exigir de nuevo la propiedad de Maruyama. Las opiniones de los señores del clan de los Seishuu estaban divididas. En la estirpe Maruyama, la herencia siempre había pasado de madres a hijas, pero era el único dominio que conservaba una tradición ofensiva para la casta militar. Nariaki había sido adoptado por su suegro antes del matrimonio de la señora Maruyama, y no eran pocos quienes consideraban que él era el legítimo heredero de la propiedad de su esposa.
»Naomi había sentido cariño por su marido y se entristeció verdaderamente cuando éste murió a los cuatro años de la boda, dejándola con una hija pequeña y un hijo de meses. La señora Maruyama estaba decidida a que su primogénita heredase las tierras. Su hijo murió de forma misteriosa -algunos afirmaban que fue envenenado- y, en los años que siguieron a la batalla de Yaegahara, la viuda Naomi atrajo la atención del mismísimo Ilida Sadamu.
--Pero para entonces Maruyama ya había conocido a Shigeru -tercié yo, mientras pensaba que me encantaría saber cómo y dónde fue el encuentro- y ahora tú eres su heredera.
Kaede, cuya madre había sido prima de la señora Maruyama, era su pariente más cercana, ya que Mariko, hija de Naomi, había muerto junto a su madre en el río de Inuyama.
--Si es que me permiten heredar el dominio -replicó Kaede-. Cuando Sugita Haruki, el lacayo principal de la señora Naomi, fue a visitarme el año pasado, me juró que el clan Maruyama me apoyaría; pero es posible que Nariaki se me haya adelantado.
--De ser así, le expulsaremos de las tierras.
La mañana del sexto día llegamos a la frontera del dominio. Kahei hizo parar a sus hombres a unos cien metros de allí y yo avancé hasta reunirme con él.
--Confiaba en que mi hermano hubiera venido a buscarnos -dijo Kahei con calma.
Yo había abrigado la misma esperanza. Habíamos enviado a Miyoshi Gemba a Maruyama antes de mi boda con Kaede para anunciar nuestra inminente llegada; desde entonces, no habíamos sabido nada de él. Me sentía preocupado por su seguridad y, además, me hubiera gustado disponer de información sobre la situación del dominio antes de cruzar la frontera; dónde estaba Nariaki, qué opinión tenía la población sobre nosotros...
El puesto fronterizo estaba situado en un cruce de caminos. La garita de los guardias se encontraba en silencio; las carreteras, desiertas. Amano llamó a Jiro y ambos salieron cabalgando en dirección sur. Cuando regresaron, Amano anunció:
--Un ejército numeroso ha pasado por aquí; hay muchas huellas de cascos y estiércol de caballo.
--¿Se dirigen al dominio? -pregunté con un grito.
--¡Sí!
Kahei se acercó a caballo hasta la garita y preguntó a viva voz:
--¿Hay alguien ahí? El señor Otori Takeo trae a su esposa, la señora Shirakawa Kaede, heredera de Maruyama Naomi, a su dominio.
Del edificio de madera no llegó respuesta alguna. Una pluma de humo brotó desde la chimenea. Yo no oía más sonido que el del ejército que tenía a mis espaldas: las patadas de los caballos, inquietos; la respiración de un millar de hombres. El vello se me erizó, pues esperaba que de un momento a otro se iba a escuchar el silbido de cientos de flechas.
A lomos de Shun, me acerqué hasta Kahei.
--Echemos una ojeada.
Kahei me miró, pero no articuló palabra, porque había desistido de intentar convencerme para que me quedara atrás. Desmontamos, llamamos a Jiro para que sujetara las riendas de los caballos y desenvainamos los sables.
La barrera del puesto fronterizo había sido derribada y aplastada por los hombres y caballos que por allí acababan de pasar. En el lugar reinaba un extraño silencio. Una curruca emitió su sonoro canto desde el bosque. El cielo estaba parcialmente cubierto de grandes nubes grises, aunque la lluvia había cesado de nuevo y la brisa que llegaba del este era templada.
Yo percibía en el aire el olor a sangre y a humo. En el umbral de la garita de los guardias, nos topamos con el primer cadáver. Et hombre había caído sobre el hogar y sus ropas se estaban quemado. Habrían ardido ya de no haber sido porque estaban empapadas con la sangre procedente de su vientre, seccionado de lado a lado por un arma blanca. Con la mano aún agarraba su espada, pero la hoja de ésta se veía limpia. Tras él yacían, boca arriba, otros dos hombres; sus ropas no estaban manchadas con sangre, sino con sus propios excrementos.
--Los han estrangulado -le dije a Kahei.
Sentí un escalofrío, pues sólo la Tribu empleaba garrotes. Kahei asintió con un gesto y dio la vuelta a uno de los cuerpos para mirar el blasón cosido en la espalda.
--Maruyama.
--¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde su muerte? -pregunté mientras recorría la estancia con la vista.
Dos de los hombres habían sido tomados por sorpresa; el tercero fue apuñalado antes de que pudiera hacer uso de su espada. Noté que la cólera me invadía, la misma cólera que sentí contra los guardias de la casa de Hagi cuando permitieron que Kenji entrase al jardín, o cuando yo pasaba a su lado sin que se dieran cuenta; me enfurecía la torpeza de cuantos se dejaban engañar por la Tribu con tanta facilidad. Les habían sorprendido mientras comían; habían muerto a manos de asesinos sin tener la oportunidad de escapar y comunicar a sus señores la llegada de un ejército invasor.
Kahei recogió la tetera del suelo.
--Está templada.
--Tenemos que alcanzarlos antes de que lleguen a la ciudad.
--¡En marcha! -exclamó Kahei con un destello de emoción en los ojos.
Justo cuando nos giramos para abandonar la garita, percibí un sonido que llegaba de un pequeño cuarto de almacenaje situado a espaldas del edificio. Hice un gesto a Kahei para que permaneciese en silencio y me acerqué a la puerta. Había alguien tras ella intentando inútilmente retener el aliento; entonces, aquella persona temblorosa dejó escapar un sonido que recordaba a un sollozo.
Abrí la puerta corredera y entré de un salto. La estancia estaba llena de fardos de arroz, planchas de madera, armas y aperos de labranza.
--¿Quién está ahí? ¡Sal de tu escondite!
Se escuchó un sonido de pasos y una pequeña figura surgió de repente de entre los fardos e intentó deslizarse por el hueco de mis piernas. Al asirla, comprobé que se trataba de un niño de diez u once años. Caí en la cuenta de que sujetaba un puñal y le retorcí los dedos hasta que, con un grito, lo dejó caer al suelo.
Mientras agarraba al muchacho, éste se retorcía como una lagartija y hacía esfuerzos por no romper a llorar.
--¡Para de una vez! No voy a hacerte daño.
--¡Padre! ¡Padre! -exclamó, una y otra vez.
Le empujé por delante de mí hasta la garita.
--¿Es uno de ellos tu padre?
El muchacho palideció, le faltó la respiración y los ojos se le cuajaron de lágrimas; pero aún luchaba por mantener el control. Sin duda, se trataba del hijo de un guerrero. Miró al hombre al que Kahei había sacado de las brasas, contempló la aterradora herida, los ojos inertes, y asintió.
Entonces, su rostro adquirió un tono verdoso y le saqué al exterior con un movimiento brusco para que vomitara.
En la tetera quedaba un poco de té. Kahei lo escanció en uno de los cuencos que aún seguían intactos y se lo entregó al niño.
--¿Qué ha ocurrido? -le pregunté.
Los dientes le castañeteaban, pero el muchacho intentó hablar con normalidad y su voz adquirió un tono más alto de lo normal.
--Dos hombres llegaron desde el tejado. Estrangularon a Kitano y a Tsuruta. Otra persona cortó las correas y espantó a los caballos. Mi padre corrió tras los asesinos; cuando regresó, uno de los hombres le abrió el vientre con un cuchillo.
--¿Dónde estabas tú?
--En el almacén. Me escondí. Me avergüenzo por ello. ¡Debería haberlos matado!
Kahei sonrió al observar aquel pequeño rostro crispado por la furia.
--Hiciste lo correcto. Hazte un hombre, y entonces mátalos.
--Descríbeme a los hombres -le pedí.
--Llevaban ropas oscuras. No hicieron el más mínimo ruido. También se hicieron invisibles -escupió en el suelo y añadió-: ¡Brujería!
--¿Qué sabes acerca del ejército que ha atravesado la frontera?
--Era Ilida Nariaki, de los Tohan, con algunos guerreros Seishuu. Reconocí los blasones.
--¿Cuántos?
--Cientos -respondió-. Tardaron mucho en pasar; los últimos lo hicieron no hace mucho. Yo estaba esperando hasta que todos desaparecieran. Estaba a punto de salir cuando os oí y decidí permanecer oculto.
--¿Cómo te llamas?
--Sugita Hiroshi, hijo de Hiraku.
--¿Vives en Maruyama?
--Sí, mi tío, Sugita Haruki, es el lacayo principal de los Maruyama.
--Más vale que vengas con nosotros -le dije al chico-. ¿Sabes quiénes somos?
--Sois Otori -respondió, mostrando por primera vez una débil sonrisa-. Lo sé por los blasones. Os esperábamos.
--Yo soy Otori Takeo y éste es Miyoshi Kahei. Mi esposa es Shirakawa Kaede, heredera de este dominio.
El niño cayó de rodillas.
--Señor Otori, el hermano del señor Miyoshi acudió a mi tío. Están preparando tropas porque mi pariente está convencido de que Ilida Nariaki no permitirá que la señora Shirakawa herede el dominio sin librar una batalla. Tiene razón, ¿no os parece?
Kahei le dio unas palmadas en el hombro.
--Ve a despedirte de tu padre... Y trae su sable, ahora te pertenece. Cuando ganemos la batalla llevaremos su cuerpo a Maruyama y lo enterraremos con todos los honores.
"Ésta es la educación que yo debería haber recibido", pensé mientras observaba cómo Hiroshi regresaba empuñando el sable, casi de su mismo tamaño. Mi madre me decía que no debía arrancar las pinzas a los cangrejos, que no dañara a ninguna criatura viviente. El niño que tenía ante mí había aprendido desde la cuna a no temer la muerte o la crueldad. Yo sabía que Kahei aprobaba su coraje, pues él mismo había crecido con ese código de honor. A pesar de haberme entrenado con la Tribu, no había logrado volverme despiadado; ya nunca lo conseguiría. No tenía más remedio que simular que lo era.
--¡Se han llevado todos nuestros caballos! -exclamó Hiroshi mientras pasábamos por los establos vacíos. Empezó a temblar otra vez; pero no de miedo, sino de ira.
--Los recobraremos y conseguiremos más -le prometió Kahei-. Vete con Jiro y no te metas en líos.
--Llévale junto a las mujeres y dile a Manami que cuide de él -le dije a Jiro mientras me entregaba las riendas de Shun.
--No quiero que me cuiden -protestó el niño cuando Kahei le levantó y le colocó a la grupa del caballo de jiro-. Quiero combatir en la batalla.
--No vayas a matar a nadie con ese sable -dijo Kahei entre risas-. Recuerda que somos tus amigos.
--El ataque debió de pillarlos totalmente por sorpresa -le indiqué a Makoto, tras exponerle brevemente lo sucedido-. Apenas había guardias en la garita.
--O tal vez las fuerzas de Maruyama se lo estaban esperando y mantuvieron alejados a sus mejores hombres para tender una emboscada a sus enemigos o atacarlos en un lugar más favorable -replicó Makoto-. ¿Conoces el terreno desde la frontera a la ciudad?
--Nunca he estado aquí antes.
--¿Y tu esposa?
Negué con la cabeza.
--Entonces haz que traigan de vuelta al niño. Es nuestro único guía.
Kahei llamó con un grito a Jiro, quien no había llegado muy lejos. Hiroshi se mostró encantado de regresar con nosotros y nos ofreció una sorprendente cantidad de información sobre el terreno y las defensas de la ciudad. El castillo de Maruyama se asentaba sobre la cima de una colina. En las laderas y a los pies del monte se extendía una ciudad de proporciones generosas. Un pequeño río de caudal rápido suministraba agua a la población y alimentaba una red de canales en los que abundaban los peces; el castillo disponía de sus propios manantiales. A las murallas exteriores de la localidad, antaño en impecable estado de conservación, les hacía falta una reparación, pues, desde la muerte de la señora Maruyama y con la confusión posterior a la caída de Ilida, no se les había aplicado el mantenimiento necesario. También los centinelas escaseaban. Como era de esperar, la población estaba dividida entre quienes apoyaban a Sugita como adalid de Kaede y aquellos que consideraban más práctico doblegarse a los vientos del destino y aceptar como cabezas del clan a Ilida Nariaki y a su esposa, cuya reclamación, decían, también era legítima.
--¿Dónde está tu tío? -le pregunté a Hiroshi.
--Ha estado aguardando cerca de la ciudad con sus hombres. No quería alejarse demasiado, en caso de que fuera tomada por la fuerza a sus espaldas. Eso le oí decir a mi padre.
--¿Se batirá en retirada a la ciudad?
Los ojos del niño se contrajeron como si fuera un adulto.
--Sólo si no tiene más remedio y, de ser así, tendría que ocupar el castillo, pues Maruyama no cuenta con defensas suficientes. Disponemos de pocos alimentos; las tormentas del año pasado destrozaron buena parte de la cosecha y el invierno fue más duro de lo normal. No podríamos resistir un asedio prolongado.
--¿Dónde combatiría tu tío, si pudiera elegir?
--A poca distancia de las puertas de la ciudad esta carretera atraviesa un río, el Asagawa. Hay un vado que casi siempre se mantiene poco profundo, pero a veces se inunda repentinamente. Para llegar al vado, la carretera baja por un barranco muy profundo y luego vuelve a ascender. Allí hay una pequeña llanura con una inclinación favorable. Mi padre me contó que en aquel lugar se podía retener a un ejército invasor y que con los hombres suficientes se podría flanquear al enemigo y dejarlo atrapado en el barranco.
--Bien dicho, capitán -dijo Kahei-. Recuérdame que te lleve a todas mis campañas.
--Sólo conozco esta comarca -repuso Hiroshi con repentina timidez-. Mi padre me enseñó que en la guerra uno debe conocer el terreno por encima de todo.
--Estaría orgulloso de tí -dije yo.
Daba la impresión de que nuestro mejor plan sería seguir adelante y confiar en atrapar al ejército adversario delante de nosotros, en el barranco. Incluso aunque Sugita hubiera regresado a la ciudad, podríamos atacar a las fuerzas invasoras por sorpresa, desde atrás.
Tenía una última pregunta que formularle al niño:
--Dijiste que era posible flanquear al enemigo en el barranco. ¿Es que existe otra ruta entre este lugar y la llanura?
Hiroshi asintió.
--A unos cuantos kilómetros hacia el norte hay otro cruce. Lo atravesamos hace varios días para llegar aquí, a la frontera. Tras una jornada de lluvia intensa el vado se inundó. Se tarda un poco más, pero se puede avanzar al galope.
--¿Te importa enseñarle el camino al señor Miyoshi?
--Claro que no -respondió el niño, elevando la mirada hacia Kahei con ojos entusiastas.
--Kahei, toma a tus jinetes y cabalgad con toda rapidez por ese camino. Hiroshi te enseñará dónde encontrara Sugita. Di le que pronto llegaremos y adviértele que tiene que mantener al enemigo atrapado en el barranco. Los soldados de a pie y los campesinos vendrán conmigo.
--Muy bien -aprobó Hiroshi-. El vado está lleno de rocas y el suelo no es muy favorable para los caballos de batalla. Además, los Tohan creerán que sois débil y os subestimarán. No se esperarán que los campesinos participen en el combate.
Yo pensé: "Debería tomar lecciones de estrategia de este niño".
Jiro preguntó:
--¿Acompañaré yo también al señor Miyoshi?
--Sí, lleva a Hiroshi a la grupa de tu caballo y no le pierdas de vista.
Los jinetes se alejaron; los cascos de los caballos hacían eco a través del extenso valle.
--¿Qué hora es? -le pregunté a Makoto.
--Alrededor de la segunda mitad de la hora de la Serpiente -respondió.
--¿Han comido los hombres?
--Di órdenes para que comieran deprisa, nada más detenernos.
--Entonces, podemos emprender la marcha. Empieza a avanzar; yo iré atrás a comunicárselo a los capitanes y a mi esposa. Me reuniré contigo una vez que haya hablado con ellos.
Makoto hizo girar la cabeza de su caballo; antes de ponerse en camino, miró brevemente al cielo, al bosque, al valle.
--Es un día hermoso -dijo con calma.
Entendí el significado de sus palabras: un buen día para morir. Pero ninguno de los dos estaba destinado a morir aquel día, aunque muchos otros sí lo hicieron.
Regresé a medio galope a lo largo de la línea de hombres en posición de descanso, lanzando órdenes para que se pusieran en marcha y explicando nuestro plan a los jefes de los destacamentos. Se pusieron en pie con entusiasmo, sobre todo cuando les comuniqué quién era nuestro principal enemigo. Lanzaron vítores ante la idea de castigar a los Tohan por la derrota de Yaegahara, la pérdida de Yamagata y los largos años de opresión.
Kaede y las demás mujeres aguardaban en una pequeña arboleda y Amano, como siempre, se encontraba con ellas.
--Vamos a entrar en batalla -le dije a Kaede-. El ejército de Ilida Nariaki ha cruzado la frontera por delante de nosotros. Kahei se dirige a rodear el flanco enemigo, con la esperanza de encontrarse con su hermano y con el señor Sugita. Amano os llevará al bosque; debéis esperar allí hasta que yo regrese a buscaros.
Amano hizo una reverencia. Dio la impresión de que Kaede iba a decir algo, pero al instante también ella inclinó la cabeza.
--Que el misericordioso te acompañe -susurró. Sin apartar los ojos de mi rostro, se inclinó ligeramente hacia delante y aseguró-: ¡Algún día iré a la batalla contigo!
--Sólo si sé que estás a salvo podré concentrarme en la lucha -repliqué-. Además, tienes que proteger los documentos.
Manami, con el rostro convulsionado por la ansiedad, exclamó:
--¡El campo de batalla no es lugar para una mujer!
--No -convino Kaede-. Mi presencia sería un estorbo. ¡Ojalá hubiera nacido varón!
Su fiereza me hizo reír.
--Esta noche dormiremos en Maruyama -aseguré.
Durante todo el día, la imagen nítida de su rostro valiente se mantuvo en mi cabeza. Antes de partir del templo de Terayama, Kaede y Manami habían confeccionado estandartes con la garza de los Otori, el río blanco de los Shirakawa y la colina del clan Maruyama; a medida que cabalgábamos a través del valle, los fuimos desplegando. A pesar de nuestra inminente entrada en batalla, concentré mi interés en el estado de la campiña. Los campos de cultivo de arroz parecían fértiles y ya deberían haber sido anegados y plantados, pero los diques estaban fragmentados y los canales se veían atascados con barro y malas hierbas.
Además de este panorama de abandono, el ejército que nos precedía había saqueado las tierras y las granjas. Los niños lloraban al borde de la carretera, las viviendas ardían, y aquí y allá yacían hombres a los que se les había dado muerte de forma fortuita, sin razón aparente; sus cadáveres habían sido abandonados en el mismo lugar donde se habían desplomado.
A veces, cuando pasábamos por una granja o aldea, los hombres y los muchachos supervivientes salían a nuestro paso y nos interrogaban. Una vez que se enteraban de que perseguíamos a los Tohan y de que yo les permitiría luchar, se unían a nosotros con entusiasmo; de esta forma, nuestras filas llegaron a aumentar en un centenar.
Unas dos horas más tarde, ya pasado el mediodía, tal vez cerca de la hora de la Cabra, escuché por delante de mí los sonidos que había estado esperando: el tintineo del acero, el relincho de caballos, los gritos de batalla y los lamentos de los heridos. Hice una señal a Makoto, quien dio el alto a los hombres.
Shun se quedó inmóvil, con las orejas hacia delante, escuchando con tanta atención como yo. No relinchó en respuesta a los demás caballos, como si fuera consciente de la importancia del silencio en aquellos momentos.
--Sugita debe de haberse encontrado con los Tohan aquí, como dijo el niño -murmuró Makoto-. ¿Crees que Kahei le habrá alcanzado?
--No lo sé, pero será una gran batalla -repliqué.
La carretera que teníamos por delante desapareció colina abajo a través del barranco. Las copas de los árboles mecían sus flamantes hojas verdes bajo el sol de primavera. El ruido del combate no me impidió oír el canto de los pájaros.
--Los portadores de los estandartes cabalgarán a la cabeza, junto a mí -dije yo.
--No debes ponerte a la cabeza, serás un blanco demasiado fácil para los arqueros. Quédate en el centro, es más seguro.
--Es mi guerra -repliqué-. Debo ser el primero en entrar en batalla.
Tal vez mis palabras denotaran tranquilidad y moderación, pero en realidad la tensión me atenazaba y estaba tan ansioso por iniciar el combate como por terminarlo.
--Sí, es tu guerra, y cada uno de nosotros está en ella por tu causa. Por eso precisamente intentamos protegerte.
Giré mi caballo y me coloqué frente a los hombres. Sentí una oleada de lástima por los que iban a morir, aunque al menos les había proporcionado la posibilidad de hacerlo de forma honorable, defendiendo sus tierras y a sus familias. Llamé a los portadores de los estandartes y cabalgaron hacia delante; las relucientes banderolas ondeaban bajo la brisa. Clavé los ojos en la garza blanca y recé al espíritu de Shigeru. Noté cómo llegó hasta mí, se deslizó bajo mi piel y se adhirió a mis tendones y huesos. Desenvainé a Jato y, bajo el sol, su hoja emitió un resplandor. Los hombres estallaron en vítores.
Giré a Shun y avancé a medio galope. El animal progresaba con calma y entusiasmo a la vez, como si estuviéramos atravesando una pacífica pradera. El caballo situado a mi izquierda estaba sobreexcitado; tiraba del bocado e intentaba encabritarse. Noté que los músculos del jinete se tensaban mientras hacía esfuerzos por controlar la montura con una mano y mantener el estandarte erguido con la otra.
La carretera fue oscureciendo a medida que las copas de los árboles la cubrían. El terreno empeoraba por momentos, como Hiroshi nos había advertido. La tierra suave y fangosa dio paso a piedras y peñascos. Las inundaciones recientes habían dejado numerosos baches, pues la propia carretera debía de quedar ahogada por el río cada vez que lloviera.
Aminoramos la marcha y seguimos avanzando al trote. Por encima de los ruidos de la batalla, escuchaba el fluir del río. Delante de nosotros, un hueco en el follaje mostraba el lugar donde la carretera emergía desde debajo de los árboles y cómo discurría junto a la orilla a lo largo de unos cien metros antes de llegar al vado. En contraste con la luminosidad del día, en la lejanía se recortaban siluetas oscuras, como sombras chinescas que, tras mamparas de papel, luchan entre sí con las contorsiones propias de una matanza y hacen las delicias de los niños.
En un primer momento había pensado utilizar a los arqueros, pero en cuanto divisé el combate caí en la cuenta de que matarían a tantos aliados como enemigos. Los hombres de Sugita habían arrastrado al ejército invasor desde la llanura y lo iban empujando palmo a palmo a lo largo del río. Mientras nos aproximábamos, algunos hombres intentaban romper filas y huir; pero al vernos, salieron corriendo en dirección contraria, lanzando gritos de advertencia a sus superiores.
Makoto levantó la caracola y sopló con fuerza. Su sonido espectral e inquietante hizo eco, desde la pared del barranco, en la otra orilla del río. Entonces, desde lo lejos llegó una respuesta, aunque la distancia no nos permitió divisar al hombre que hizo sonar la caracola enemiga. Hubo un instante de quietud, el momento que precede al estallido del combate. Casi inmediatamente, saltamos al ataque.
Sólo los cronistas pueden explicar lo que sucede en el campo de batalla, si bien suelen narrar la versión del bando victorioso. Cuando uno está enzarzado en pleno corazón del combate, no existe forma alguna de saber cómo se está desarrollando. Aunque se pudiera ver desde el cielo, a vista de pájaro, sólo se percibiría una manta oscilante de colores compuesta por blasones y estandartes, sangre y acero, tan bella como escalofriante. Todo hombre enloquece en el campo de batalla, ¿cómo, si no, puede explicarse que actúe de forma tan cruel y soporte la visión de la matanza?
De inmediato caí en la cuenta de que nuestra escaramuza con los bandoleros había sido insignificante. Aquellas eran las avezadas tropas de los Tohan y los Seishuu, bien equipadas, feroces, astutas. En cuanto vieron el blasón de la garza supieron a quién tenían en la retaguardia. El objetivo de buena parte del ejército invasor era acabar con mi vida para vengar la muerte de Ilida Sadamu. Makoto había sido sensato al aconsejarme que me mantuviera protegido. Yo ya había derrotado a tres guerreros, si bien me salvé del tercero gracias a la rápida actuación de Shun. A continuación, mi amigo se plantó a mi lado y, blandiendo su palo como si de una lanza se tratara, golpeó a un cuarto contendiente bajo la barbilla y le arrojó al suelo. Uno de los campesinos saltó sobre el guerrero caído y le seccionó la cabeza con una guadaña.
Fustigué a Shun para que avanzara y el animal pareció encontrar instintivamente una vía a través del tumulto. Siempre giraba en el instante oportuno para darme ventaja sobre mis adversarios, Jato me saltaba en la mano, como Shigeru me anunció que haría, y llegó un momento en el que el sable chorreaba sangre desde la punta a la empuñadura.
Makoto y yo luchábamos codo con codo, rodeados por un enorme grupo de hombres apiñados entre sí. Más adelante divisé un conjunto similar, sobre el que ondeaba el estandarte de los Tohan. Las dos formaciones se fueron aproximando a medida que los soldados de uno y otro bando se levantaban o caían fulminados, hasta que estuvieron tan próximas que, en medio del alboroto, pude ver al caudillo del enemigo.
Un repentino recuerdo me vino a la mente. Aquel guerrero portaba coraza negra y su yelmo, coronado por una cornamenta, era igual que el que llevaba Ilida Sadamu cuando le vi en Mino por primera vez, a lomos de su caballo. Una hilera de cuentas de oro, de las utilizadas para la oración, le cruzaba la pechera. Nuestras miradas se encontraron por encima de la marea de combatientes y Nariaki soltó un aullido de furia. Tiró con fuerza de la cabeza de su caballo y lo hizo avanzar, rompiendo así el círculo de hombres que protegía a su señor.
--¡Otori Takeo es mío! -bramaba-. Nadie puede atacarle, salvo yo.
Mientras repetía aquellas palabras una y otra vez, los hombres que combatían contra mí se apartaron a cierta distancia. Nariaki y yo nos encontramos cara a cara, separados por tan sólo unos metros.
Tal vez mi relato dé a entender que hubo tiempo suficiente para reflexionar sobre los pasos a seguir, pero lo cierto es que todo ocurrió en cuestión de segundos. El recuerdo de aquellos momentos me llega a retazos. Nariaki se hallaba frente a mí, insultándome a voz en grito, aunque yo apenas reparé en sus injurias. Dejó caer las riendas sobre el cuello de su caballo y agarró el sable con las dos manos. Su montura tenía mayor tamaño que Shun y él, al igual que Ilida Sadamu, era mucho más corpulento que yo. En el momento en que blandió su sable, Shun y yo le estábamos observando.
Al moverse, la hoja centelleó. Shun saltó hacia un lado y el sable rasgó el aire. El ímpetu del tremendo golpe asestado hizo que Nariaki perdiera el equilibrio momentáneamente y cayera hacia delante, sobre el cuello de su caballo, que se encabritó. Mi enemigo tenía que optar por dejarse caer o soltar el sable. Sin dudarlo un momento, sacó los pies de los estribos, agarró la crin del animal con una mano y, con sorprendente agilidad, dio un salto hacia el suelo. Cayó de rodillas; pero todavía empuñando su arma. Entonces, se puso de pie de un brinco al tiempo que asestó un golpe que podría haberme arrancado la pierna de no haber sido porque Shun se apartó justo a tiempo.
Mis hombres dieron un paso al frente y, dadas las circunstancias, podrían haber acabado con Nariaki allí mismo sin dificultad.
--¡Atrás! -grité.
Estaba decidido a matarle yo mismo. Me sentía poseído por un arrebato hasta entonces desconocido para mí; aquella lucha era tan diferente de los fríos asesinatos de la Tribu como el día de la noche. Dejé caer las riendas y salté desde el lomo de Shun. Oí que el animal relinchaba a mis espaldas y supe que se quedaría tan inmóvil como una roca hasta que yo volviese a necesitarlo.
Me planté frente al primo de Ilida, como me hubiera gustado hacer con Ilida mismo. Sabía que Nariaki me despreciaba, y con razón, pues yo carecía de su entrenamiento y experiencia; pero en aquel desprecio encontré su punto débil. Se abalanzó hacia delante, sable en alto; su plan era atacarme desde arriba, beneficiándose de mi menor tamaño. De repente, me vi a mí mismo en el pabellón de lucha de Terayama practicando con Matsuda. También me vino a la memoria la imagen de Kaede y me repetí una vez más que ella era mi vida entera, mi fortaleza. "Esta noche dormiremos en Maruyama", le prometí de nuevo a mi esposa. Entonces me dispuse a atacar siguiendo las enseñanzas del abad.
"Sangre negra", pensé -tal vez llegué a gritar esas palabras, no lo recuerdo-. "Tienes la sangre negra, y yo también. Somos de la misma clase". Noté la mano de Shigeru sobre la mía y, de súbito, Jato acertó en su objetivo y la sangre de Nariaki me cayó, como la lluvia, sobre la cara.
Mientras mi adversario caía de rodillas hacia delante, Jato atacó otra vez y la cabeza de aquél fue a rodar hasta mis pies. Los ojos aún estaban nublados por la cólera; los labios mostraban una mueca de desdén.
Aquella escena permanece grabada en mi memoria, pero recuerdo poco más. No había tiempo para sentir miedo ni para reflexionar. Los movimientos que Shigeru y Matsuda me habían enseñado llegaron hasta Jato a través de mi brazo por voluntad propia, sin que yo fuera del todo consciente. Una vez derrotado Nariaki, me giré hacia Shun. Parpadeé para quitarme el sudor de las pestañas y vi a Jo-An junto a mi caballo; el paria también sujetaba la montura de mi enemigo.
--Llévatelos de aquí -le pedí con un grito.
Hiroshi había estado en lo cierto con respecto al terreno. A medida que las tropas Tohan y Seishuu eran empujadas hacia atrás mientras nosotros avanzábamos, la confusión se intensificó. Los caballos, aterrados, caían en los agujeros y se rompían las patas o se veían atrapados entre grandes rocas, presos del pánico, sin posibilidad de avanzar ni de retroceder.
Jo-An se subió con la agilidad de un mono a lomos de Shun y se fue abriendo paso entre el remolino humano. De vez en cuando le divisaba recorriendo el campo de batalla; recogía caballos sin jinete, despavoridos, y los llevaba hasta el bosque. Como el paria me comentara en cierta ocasión, en una batalla hay muchos más cometidos que dar muerte al enemigo.
Al poco tiempo distinguí por delante de nosotros los estandartes de Otori y Maruyama, así como el blasón de los M¡yoshi. El ejército situado entre ellos y nosotros se encontraba atrapado. Los adversarios continuaron combatiendo con fiereza, conscientes de que no tenían escapatoria.
Ningún hombre de las tropas enemigas sobrevivió y el río se tiñó de rojo con la sangre de los muertos. Cuando todo hubo terminado y reinó el silencio, los parias se encargaron de los cadáveres y los colocaron en hileras. Más tarde nos encontramos con Sugita y, juntos, recorrimos las filas de los caídos, muchos de los cuales identificó. Jo-An y sus hombres ya se habían hecho cargo de decenas de caballos, y estaban requisando las armas y corazas de los muertos para después quemarlos.
El día pasó sin que tuviéramos conciencia del tiempo. Debía de ser la hora del Perro, por lo que la batalla había durado cinco o seis horas. Ambos ejércitos habían sido similares en número, algo menos de dos mil hombres en cada bando; pero los Tohan los perdieron a todos, mientras que nosotros tuvimos menos de un centenar de muertos y unos doscientos heridos.
Jo-An me trajo a Shun y fui cabalgando junto a Sugita hasta el bosque, donde Kaede me esperaba. Manami, con su eficacia habitual, se las había arreglado para instalar un campamento, encender una hoguera y hervir agua. Kaede estaba de rodillas sobre una alfombra colocada bajo un árbol. Distinguí su silueta a través de los troncos plateados de las hayas; mantenía la espalda recta y el cabello le caía como un manto. Cuando nos aproximamos, observé que tenía los ojos cerrados.
Manami se acercó a recibirnos, con ojos brillantes y llorosos.
--Está rezando -susurró entonces-. Lleva horas en esa posición.
Desmonté y la llamé por su nombre. Kaede abrió los ojos y su rostro se iluminó de alegría. Inclinó la cabeza hasta tocar el suelo con la frente mientras movía los labios entonando una silenciosa oración de gratitud. Me arrodillé ante ella y Sugita me imitó.
--Hemos obtenido una gran victoria -anunció él-. Ilida Nariaki ha muerto. Ya nadie te impedirá que te hagas cargo del dominio de Maruyama.
--Me siento inmensamente agradecida por tu lealtad y valentía -le dijo Kaede, y acto seguido se volvió hacia mí.
--¿Estás herido?
--Creo que no.
Una vez acabado el fragor de la batalla, el cuerpo entero me dolía. Los oídos me pitaban y el olor a sangre y a muerte que me envolvía me producía náuseas. Sin embargo, Kaede mostraba un aspecto tan limpio y puro que me parecía inalcanzable.
--He rezado para que estuvieras a salvo -dijo en voz baja.
La presencia de Sugita hacía que nos sintiéramos algo incómodos.
--Tomad un poco de té -nos animó Manami.
Caí en la cuenta de que tenía la boca totalmente seca y los labios cubiertos de sangre.
--Estamos muy sucios -empecé a argumentar; pero la criada me puso un cuenco en la mano y yo lo bebí con deleite.
Había pasado el ocaso y la luz del atardecer se tiñó de azul. El viento había cesado y los pájaros lanzaban los últimos cantos del día. Escuché un murmullo en la maleza y al levantar la vista vi a una liebre que atravesaba un claro del bosque. Mientras daba un sorbo de té, me quedé observando el animal. Éste giró la cabeza y me miró con sus grandes ojos durante un buen rato. Después, se alejó dando saltos. Noté en la boca el sabor amargo de la infusión.
Dos batallas quedaban a nuestras espaldas. Según la profecía, ganaríamos otras dos, pero perderíamos una.
Un mes antes, después de que Shirakawa Kaede se hubiera marchado con los hermanos Miyoshi a instalarse en el pabellón de invitados del templo de Terayama, Muto Shizuka había partido hacia la aldea secreta de la Tribu, oculta en las montañas del extremo más alejado de Yamagata, donde habitaba su familia. Kaede lloró cuando se despidieron, obligó a Shizuka a aceptar dinero e insistió para que se llevara uno de los caballos de carga, que podría devolver cuando le fuera posible. Shizuka pensó entonces que su señora se olvidaría de ella en cuanto se reuniese con Takeo.
Se sentía preocupada por haberse separado de Kaede y por la impetuosa decisión de ésta de casarse con Takeo. Cabalgó en silencio, lamentando la locura del amor y la desgracia que aquel matrimonio traería a ambos jóvenes. No tenía duda de que se casarían: una vez que el destino les había reunido, ya no habría forma de separarlos. Shizuka temía lo que pudiera ocurrirles cuando Arai se enterase del matrimonio. Cuando el señor Fujiwara le vino a la memoria, sintió un escalofrío a pesar del cálido sol de primavera. Sabía que el noble se sentiría ultrajado y le horrorizaba pensar en lo que pudiera hacer éste para llevar a cabo su venganza.
Kondo cabalgaba a su lado y su estado de ánimo no era mejor que el de Shizuka. Parecía afligido y enojado por haber sido despedido de forma tan repentina. En varias ocasiones comentó:
--¡Debería haber confiado en mí! ¡Después de todo lo que he hecho por ella! No en vano le juré mi fidelidad. Nunca haría nada que pudiera perjudicarla.
"El hechizo de Kaede también ha caído sobre él", pensó Shizuka. "Le halagaba la confianza que ella le dio. Siempre pedía su consejo; ahora pedirá el de Takeo".
--Fue Takeo quien dio la orden de que nos marcháramos -aclaró Shizuka-. Con razón... No puede confiar en ningún miembro de la Tribu.
--¡Qué calamidad! -exclamó Kondo, taciturno-. ¿Dónde iremos ahora? Me gustaba servir a la señora Shirakawa. Me encontraba a gusto a su lado.
Kondo echó la cabeza hacia atrás e hizo una profunda inspiración.
--Puede que la familia Muto tenga nuevas instrucciones para nosotros dos -replicó Shizuka brevemente.
--Continuaré mi camino -gruñó Kondo-. Estoy pensando en retirarme, en dar paso a la siguiente generación. ¡Ojalá fueran más!
Kondo giró la cabeza y le mostró a Shizuka una de sus sonrisas irónicas. Había algo en su mirada que inquietaba a la joven, cierta calidez oculta tras el sarcasmo. De manera cautelosa, dada su naturaleza, Kondo le estaba haciendo algún tipo de proposición. Desde que hubiera salvado la vida a Shizuka en la carretera hacia Shirakawa el año anterior, había existido entre ambos cierta atracción. Ella se sentía agradecida y llegó a contemplar la idea de acostarse con él, pero entonces comenzó el romance con el doctor Ishida, el médico del señor Fujiwara, y Shizuka sólo tuvo ojos para su amante.
Pensó que lo cierto es que no había sido muy sensata. El matrimonio de Kaede con Takeo la apartaría de Ishida para siempre. Shizuka no tenía ni idea de cómo podría volver a encontrarse con el médico. Cuando se despidieron, él se mostró cariñoso y la instó a regresar en cuanto le fuera posible; incluso había afirmado que la añoraría. Pero ¿cómo podía Shizuka regresar a él si ya no estaba al servicio de Kaede ni formaba parte de su entorno doméstico? Aquel romance había sido llevado con la máxima discreción, porque, si Fujiwara llegara a enterarse, la vida de Ishida correría peligro.
La idea de no volver a encontrarse con aquel hombre bueno e inteligente la desanimaba profundamente. "Soy tan estúpida como Kaede", pensó. "Nunca se alcanza la edad en la que uno se salva de ser abrasado por el amor".
Atravesaron Yamagata y viajaron otros treinta kilómetros, hasta llegar a un pequeño pueblo donde pasaron la noche. Kondo conocía al posadero; tal vez estuvieran emparentados, aunque Shizuka no estaba lo suficientemente interesada como para indagar sobre ello. Como se temía, su compañero de viaje dejó claro que quería dormir con ella, y Shizuka percibió en sus ojos una sombra de desilusión cuando le aseguró que estaba agotada. Kondo no la presionó ni la obligó, como otro hombre habría hecho. Shizuka se sintió agradecida y, a continuación, enojada por aquel evidente sentimiento de gratitud.
La mañana siguiente, una vez que hubieron dejado los caballos en la posada y comenzado el ascenso a pie por la ladera de la montaña, Kondo le propuso:
--¿Por qué no nos casamos? Nos iría bien. Tienes dos chicos, ¿no es así? Los adoptaría. Todavía somos jóvenes, podríamos tener más hijos. Tu familia daría su aprobación.
Al oír sus palabras, Shizuka se sintió desfallecer, sobre todo porque sabía que su familia sería partidaria de la boda.
--¿Es que no estás casado?
Parecía sorprendente, dada su edad.
--Me casé cuando tenía diecisiete años con una mujer de la familia Kuroda. Murió hace varios años. No tuvimos hijos -Shizuka le miró preguntándose si la muerte de su esposa aún le afligía-. Era una mujer infeliz -prosiguió Kondo-, con cierto desequilibrio mental. Había periodos en los que la atormentaban alucinaciones terribles. Veía fantasmas y demonios. Cuando yo permanecía a su lado se encontraba mejor, pero con frecuencia me veía obligados viajar. En esa época trabajaba como espía al servicio de la familia de mi madre, los Kondo, quienes me habían adoptado. Hice un largo viaje y retrasé mi regreso a causa del mal tiempo. Al ver que no volvía cuando estaba previsto, ella se ahorcó.
Por vez primera, su voz carecía de ironía. Shizuka percibió su sufrimiento y, sin apenas darse cuenta, se emocionó de forma inesperada.
--Tal vez fue educada con demasiada dureza -comentó Kondo-. A veces me pregunto qué estamos haciendo en la Tribu con nuestros hijos. En muchos sentidos, para mí es un alivio no haberlos tenido.
--Cuando eres un niño, es como un juego -terció Shizuka-. Recuerdo que me sentía orgullosa de mis poderes extraordinarios y despreciaba a otras personas que no los poseían. Uno no se cuestiona la forma en la que lo educan; las cosas son así.
--Tienes talento, no en vano eres sobrina y nieta de los maestros Muto. Pero ser un Kuroda, y no el primogénito, no es cosa fácil. Y si no cuentas con dotes excepcionales, el entrenamiento resulta muy duro -Kondo hizo una pausa y continuó-: Posiblemente mi esposa fuera demasiado sensible. Ninguna clase de formación puede erradicar por completo lo esencial del carácter de una persona.
--No estoy segura de ello -dudó Shizuka, y añadió-: Lamento mucho la muerte de tu esposa.
--Ha pasado mucho tiempo, pero lo cierto es que aquella circunstancia me hizo cuestionarme muchas de las cosas que me habían enseñado. No suelo contárselo a casi nadie. Cuando uno forma parte de la Tribu, está obligado por el sumo deber de la obediencia, y no hay más que hablar.
--Tal vez si Takeo hubiera sido criado en la Tribu habría aprendido a ser obediente, como lo somos todos nosotros -murmuró Shizuka, poniendo voz a sus pensamientos-. Odiaba que le dijeran lo que tenía que hacer y no soportaba estar encerrado. Así que, ¿qué deciden hacer los Kikuta? Entregárselo a Akio para que lo entrene como si fuera un niño de dos años. Ellos son los culpables de su deserción. Shigeru supo cómo ganarse su afecto y su fidelidad desde el principio. Takeo habría hecho cualquier cosa por él.
"Como todos nosotros", reflexionó, y de inmediato alejó ese pensamiento de su mente. Shizuka tenía muchos secretos referentes a Shigeru que sólo los muertos conocían y temía que Kondo pudiera descifrarlos.
--Lo que hizo Takeo fue admirable -aseguró Kondo-, si es que son ciertas las historias que se cuentan.
--¿Acaso estás impresionado, Kondo? ¡Creí que nada te sorprendía!
--Todos admiramos la valentía -replicó-. Además, al igual que Takeo, yo también tengo mezcla de sangres, de la Tribu y de los clanes. Fui educado por la Tribu hasta los doce años y después pasé a ser un guerrero que actuaba como espía. Puede que yo comprenda en parte el conflicto interior que Takeo ha tenido que soportar.
Caminaron en silencio durante un rato; entonces, Kondo dijo:
--En todo caso, quiero que sepas que estoy impresionado contigo.
Aquel día se mostraba menos comedido, más propenso a demostrar sus sentimientos hacia Shizuka. Ella era consciente de sus deseos y, quizá porque sentía lástima de él, se encontraba con menos fuerzas para resistirse a ellos. Como amante de Arai o doncella de Kaede, Shizuka había gozado de cierta posición privilegiada y de la protección que su estatus llevaba consigo. Ahora no le quedaban más que sus propias habilidades y aquel hombre, que le había salvado la vida y que no sería un mal marido. No existía ninguna razón para no acostarse con él, de manera que después de hacer un alto para comer, alrededor del mediodía, Shizuka permitió que Kondo la llevara a la sombra de unos árboles. El olor a pino y a cedro los envolvía; el sol brillaba en el cielo y corría una suave brisa; una cascada arrojaba agua. Todo hablaba de primavera, de nueva vida. Como amante, Kondo no era tan malo como Shizuka se había temido, aunque si lo comparaba con Ishida resultaba tosco y apresurado.
Shizuka pensó: "Si éste va a ser mi destino, más vale que me vaya acostumbrando". Más tarde reflexionó: "¿Qué me ha ocurrido? ¿Es que me he vuelto anciana de repente? Hace un año no hubiera permitido ni la más mínima insinuación de un hombre como Kondo; pero hace un año yo aún creía que pertenecía a Arai. Desde entonces han ocurrido tantas cosas, tantas intrigas, tantas muertes... Perdí a Shigeru y a Naomi, y tuve que disimular que no me importaba; apenas pude llorar, ni siquiera cuando el padre de mis hijos ordenó que me asesinaran, ni cuando creí que Kaede iba a morir".
No era la primera vez que Shizuka se sentía hastiada del disimulo constante, del despotismo y la brutalidad. Se acordó de Shigeru y sus deseos de paz y justicia; de Ishida, cuyo trabajo era salvar vidas, no acabar con ellas. Un profundo dolor le retorció el corazón. "Ya no soy joven", pensó. "El próximo año cumpliré treinta años".
Sus ojos enrojecieron y Shizuka cayó en la cuenta de que iba a romper a llorar. Las lágrimas empezaron a surcarle el rostro y Kondo, que interpretó su llanto de forma errónea, la abrazó con más fuerza. Las gotas mojaron el torso desnudo del guerrero y avivaron los colores púrpura y sepia de los tatuajes que lo adornaban.
Pasados unos momentos, Shizuka se puso en pie y se encaminó hacia la cascada. Mojó un paño en el agua helada y se lavó la cara. A continuación, formó un cuenco con las manos para beber. Con la excepción del croar de las ranas y el tímido chirrido de las primeras cigarras, en el bosque reinaba el silencio. El aire empezaba a enfriarse. Debían apresurarse para poder llegar a la aldea antes de la caída de la noche.
Kondo había recogido los hatillos de los dos y los colgó a ambos extremos de un palo. Entonces, se lo colocó sobre los hombros.
--¿Sabes lo que pienso? -preguntó éste mientras avanzaban por el sendero, elevando la voz para que ella, que caminaba delante, pudiera escucharle-. Creo que nunca harías daño a Takeo. Estoy convencido de que te resultaría imposible matarle.
--¿Y por qué no iba a hacerlo? -preguntó Shizuka, mientras giraba la cabeza hacia atrás-. ¡Ya he matado a varios hombres!
--¡Conozco tu reputación, Shizuka! Pero cuando hablas de Takeo la cara se te suaviza, como si le tuvieras lástima. Además, no serías capaz de traer la desgracia a la señora Shirakawa, por el profundo afecto que sientes hacia ella.
--¡Te das cuenta de todo! ¡Lo sabes todo sobre mí! ¿Seguro que no eres un espíritu de zorro?
Shizuka se preguntó si Kondo habría sido capaz de averiguar su romance con el doctor Ishida y rezó para que no lo mencionara.
--Por mis venas también corre la sangre de la Tribu -replicó Kondo.
--Si me mantengo alejada de Takeo, no me veré en la obligación de elegir -explicó Shizuka-. Al igual que tú -caminó en silencio durante un rato, y entonces añadió de forma brusca-: Sí, supongo que me da lástima.
--Y, sin embargo, tienes fama de despiadada.
La voz de Kondo había recobrado su característico matiz de sarcasmo.
--Me sigo emocionando ante el sufrimiento... No el que algunas personas tienen que soportar a causa de su propia estupidez, sino el que el destino trae consigo.
La cuesta se hacía más empinada y a Shizuka empezaba a faltarle el resuello. No volvió a pronunciar palabra hasta que el declive aminoró otra vez; mientras tanto, meditó sobre los hilos que ligaban su propia vida con Takeo y Kaede, y con el futuro de los Otori.
Más adelante, el sendero se ensanchó y Kondo se colocó junto a Shizuka.
--La crianza de Takeo entre los Ocultos, su inclusión en la casta de los guerreros a través de la adopción por parte de Shigeru y las exigencias de la Tribu son elementos de su vida que no se pueden reconciliar -dijo por fin Shizuka-. Le acabarán destrozando. Y ahora, este matrimonio avivará la hostilidad contra él.
--No sobrevivirá mucho tiempo. Antes o después, alguien le alcanzará.
--Nunca se sabe -replicó Shizuka, simulando un optimismo que no sentía-. Tal vez nadie logre acercarse a él.
--Hubo dos intentos de acabar con su vida mientras se dirigía a Terayama -dijo Kondo-. Ambos resultaron fallidos. Tres hombres murieron.
--¡No me lo dijiste!
--No quería alarmar a la señora Shirakawa, temía que volviera a enfermar. Lo cierto es que con cada muerte el odio que sienten por él se incrementa. No me gustaría vivir así.
"No", pensó Shizuka, "ni a ninguno de nosotros. Nos gustaría vivir sin intrigas ni sospechas. Nos gustaría dormir profundamente por la noche, sin estar alerta de cualquier ruido inusual, sin temer la hoja del cuchillo a través del suelo, el veneno en la comida o el arquero oculto en el bosque. Al menos, durante unas semanas me sentiré a salvo en la aldea secreta".
El sol comenzaba a descender y sus rayos atravesaban los troncos de los cedros, que adquirían un color negro. La luz iluminaba el suelo del bosque. Durante los últimos minutos, Shizuka había advertido que alguien los seguía.
"Deben de ser los niños", pensó, y de repente le vino a la cabeza el modo en el que ella misma había practicado sus poderes en aquella misma zona. Conocía cada roca, cada árbol, cada palmo del terreno.
--¡Zenko! ¡Taku! -gritó-. ¿Sois vosotros?
Una risita ahogada fue la única respuesta. A Shizuka le pareció escuchar pasos; algunas piedras sueltas se desmoronaron en la distancia. Los niños regresaban a casa por el camino más corto, corriendo cerro arriba y bajando otra vez, mientras que Kondo y ella seguían el sinuoso sendero. Sonrió e intentó librarse del pesimismo que la envolvía. Tenía a sus hijos; haría lo que fuera mejor para ellos. Seguiría el consejo de sus abuelos, fuera éste cual fuese. La obediencia, esencial para la Tribu, otorgaba una cierta tranquilidad. De nuevo, hizo un esfuerzo por no pensar en la desobediencia con la que había actuado en el pasado y abrigó la esperanza de que permanecería enterrada con los muertos.
Abandonaron el sendero principal, treparon por una formación rocosa y fueron a dar a una pequeña vereda que discurría junto a un escarpado barranco. En el extremo más alejado, el camino daba un giro brusco y descendía hacia el valle. Shizuka se detuvo durante unos instantes; la visión de aquel valle enclavado en medio de un escabroso paisaje de montaña nunca dejaba de sorprenderla. A través de la ligera neblina, mezclada con el humo que salía de las chimeneas, divisaron el reducido grupo de edificios. Siguieron la vereda a través de los campos de cultivo, hasta que las casas se encontraban por encima de ellos, protegidas por gruesas murallas de madera.
El portón estaba abierto y los guardias saludaron a Shizuka con entusiasmo.
--¡Eh! ¡Bienvenida a casa!
--¿Es ésta la forma en la que saludáis ahora a los visitantes? Demasiado despreocupada, ¿no? ¿Y si yo fuera una espía?
--Tus hijos nos dijeron que venías -respondió uno de los guardias-. Os vieron en la montaña.
Una sensación de alivio la embargó. Hasta ese momento no se había percatado de lo preocupada que se sentía por ellos. Estaban sanos y salvos.
--Éste es Kondo... -Shizuka se interrumpió, dándose cuenta de que desconocía su nombre de pila.
--Kondo Kiichi -intervino él-. Mi padre era Kuroda Tetsuo.
Los ojos de los guardias se contrajeron mientras registraban el nombre, lo situaban en la jerarquía de la Tribu y miraban a Kondo de arriba abajo. Eran primos o sobrinos de Shizuka, habían crecido junto a ella, cuando la joven pasaba meses enteros junto a sus abuelos. Sus padres la enviaban a la aldea para que se entrenara. Cuando eran niños, Shizuka había competido con ellos, estudiaba sus movimientos y siempre los aventajaba. Más tarde, la vida la llevó de vuelta a Kumamoto y a los brazos de Arai.
--Ten cuidado con Shizuka -advirtió a Kondo uno de los hombres-. Yo antes dormiría con una víbora que con ella.
--Tienes más oportunidades, desde luego -replicó Shizuka.
Kondo se quedó callado, pero la miró inquisitivamente a medida que avanzaban.
Desde el exterior, los edificios de la aldea parecían casas de labranza corrientes, con techumbre de paja y entramado de madera de cedro. En los cobertizos situados a un lado de éstas se apilaban pulcramente aperos de labranza, leños, sacos de arroz y cañas secas. Las ventanas se protegían con tablillas de madera y los escalones estaban fabricados con piedras sin pulir, traídas de la montaña. En el interior, las viviendas guardaban numerosos secretos: entradas y pasadizos ocultos, túneles y sótanos, suelos y armarios falsos que podrían esconder a todos los lugareños si fuera necesario. Pocos sabían de la existencia de esta aldea secreta y eran menos aún los que habían llegado hasta ella; a pesar de ello, la familia Muto siempre estaba preparada para el ataque. También aquí entrenaban a sus hijos según las antiguas tradiciones de la Tribu.
Sin poder remediarlo, Shizuka sintió un estremecimiento de emoción al recordar su niñez y el corazón se le aceleró. Nada desde entonces, ni siquiera el combate en el castillo de Inuyama, había resultado tan apasionante como aquellos juegos infantiles.
La casa principal se hallaba en el centro de la aldea. A la entrada esperaba la familia de Shizuka para recibirla: su abuelo, sus dos hijos y, para su sorpresa, junto al anciano se encontraba Muto Kenji, el tío de la joven.
--Abuelo, tío...
Shizuka los saludó con timidez, y estaba a punto de presentarles a Kondo, cuando el niño más pequeño corrió hacia ella y, emocionado, le arrojó los brazos a la cintura.
--¡Taku! -le regañó su hermano mayor, antes de decir-: Bienvenida, madre. Ha pasado mucho tiempo desde que nos vimos por última vez.
--Ven aquí y deja que te mire -le apremió Shizuka, encantada al contemplar el aspecto de sus hijos.
Ambos habían crecido y habían perdido la redondez propia de la primera infancia. Zenko ya había cumplido doce años y Taku tenía diez. Éste también había fortalecido los músculos, y la mirada de ambos era franca y valiente.
--Cada vez se parece más a su padre -comentó Muto, y dio una palmada en el hombro de Zenko.
Kenji tenía razón, pensó Shizuka mientras observaba a su hijo mayor: era la viva imagen de Arai. Taku se parecía más a los Muto y, al contrario de su hermano, mostraba en las palmas de la mano la línea recta característica de sus parientes Kikuta. Pudiera ser que la agudeza de oído y otros poderes extraordinarios se estuvieran manifestando en el niño. Shizuka decidió que se encargaría de averiguarlo más adelante.
Kondo, mientras tanto, se había arrodillado ante los maestros Muto y les comunicaba su nombre y ascendencia.
--Kondo es quien me salvó la vida -intervino Shizuka-. Es posible que os llegara la noticia de que intentaron asesinarme.
--No sólo a ti -replicó Kenji mirándola a los ojos como para silenciarla.
Ella convino en que no era adecuado dar detalles delante de los niños.
--Hablaremos de ello más tarde. Me alegro de veros.
Una criada llegó con agua para lavar los pies de los viajeros.
El abuelo de Shizuka se dirigió a Kondo:
--Eres bienvenido y nos sentimos muy agradecidos hacia ti. Nos conocimos hace tiempo; eras sólo un niño, no te acordarás. Por favor, entra y comparte nuestros alimentos.
Mientras Kondo seguía al anciano al interior de la casa, Kenji le murmuró a Shizuka:
--¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué has venido aquí? ¿Está bien la señora Shirakawa?
--Veo que tu cariño por ella no ha cambiado -replicó Shizuka-. Se ha reunido con Takeo en Terayama. Se casarán pronto; en contra de mis consejos, debería añadir. La boda traerá la desgracia a ambos.
Kenji suspiró en silencio. A Shizuka le pareció advertir una sonrisa en el rostro de su tío.
--Es cierto -convino Kenji-; pero se trata de una desgracia marcada por el destino.
Ambos entraron en la casa. Taku había salido corriendo antes que nadie para pedirle a su abuela que trajera vino, pero Zenko caminaba sosegadamente junto a Kondo.
--Gracias por salvar la vida de mi madre, señor -dijo en tono formal-. Estoy en deuda contigo.
--Confío en que lleguemos a conocernos y a ser amigos -respondió Kondo-. ¿Te gusta la caza? Tal vez podrías llevarme a la montaña. Llevo meses sin probar la carne.
El muchacho sonrió y asintió con un gesto.
--A veces utilizamos trampas y, en la última época del año, halcones. Espero que para entonces aún sigas aquí.
"Ya es un hombre", pensó Shizuka. "Ojalá pudiera protegerle; ojalá los dos siguieran siendo niños para siempre".
La abuela de Shizuka llegó con el vino. Shizuka tomó la garrafa y sirvió a los hombres. Entonces, se dirigió a la cocina junto a la anciana, respirando profundamente para disfrutar de todos los olores familiares. Las criadas, primas suyas, le dieron la bienvenida con alegría. Shizuka se ofreció a ayudarlas con la comida, como siempre había hecho, pero no se lo permitieron.
--Mañana, mañana -decía su abuela-. Hoy eres invitada de honor.
Shizuka se sentó en el borde del escalón de madera que conducía desde la cocina, de suelo de tierra, hasta la zona principal de la casa. Escuchaba el murmullo de los hombres mientras conversaban y el tono más agudo de los niños; Zenko ya estaba cambiando la voz.
--Bebamos un poco de vino -propuso su abuela con una risa ahogada-. No te esperábamos y por eso tu llegada nos agrada aún más. Esta muchacha es una joya, ¿no os parece? -les preguntó a las chicas, quienes asintieron de inmediato.
--Shizuka está más hermosa que nunca -comentó Kana-. Parece la hermana de los chicos, y no su madre.
--Y, como siempre, viene acompañada por un hombre guapo -añadió Miyabi con una carcajada-. ¿Es cierto que te salvó la vida? Parece una novela.
Shizuka sonrió y se bebió el vino de un trago, feliz por estar en casa, por escuchar el acento silbante de sus parientes, que la apremiaban para que les diera noticias y les pusiera al día de los chismorrees.
--Dicen que la señora Shirakawa es la mujer más bella de los Tres Países -terció Kana-. ¿Es verdad eso?
Shizuka se bebió otro cuenco de vino y notó cómo la calidez de la bebida le llegaba al estómago y le enviaba su alegre mensaje por todo el cuerpo.
--No podéis imaginar lo hermosa que es -respondió-. Decís que yo soy guapa. Bueno, los hombres se fijan en mí y desean acostarse conmigo, pero cuando miran a la señora Shirakawa se desesperan. No soportan el hecho de que tal belleza exista y ellos no puedan poseerla. Os aseguro que siempre me he sentido mucho más orgullosa de su hermosura que de la mía.
--Dicen que hechiza a la gente -dijo Miyabi- y que quien la desea muere.
--Desde luego, ha hechizado a vuestro tío -terció la anciana entre risas-. Deberíais oír las cosas que dice de ella.
--¿Por qué la abandonaste? -preguntó Kana, mientras arrojaba a la olla verduras cortadas en rodajas tan finas como el papel.
--Kaede sufre el hechizo del amor. Se ha reunido con Otori Takeo, el muchacho Kikuta que ha causado tantos problemas. Están decididos a casarse. Nos pidió a Kondo y a mí que nos marcháramos porque los Kikuta han dictado una sentencia de muerte contra él.
Kana soltó un grito al quemarse los dedos con el agua hirviendo.
--¡Ah, que lástima! -se lamentó Miyabi-. Entonces, los dos están condenados al desastre.
--¿Qué esperabas? -replicó Shizuka impaciente-. Ya conoces cómo la Tribu castiga la desobediencia -dijo con tono duro; pero los ojos le escocieron, como si fuera a echarse a llorar.
--Venga, venga -dijo su abuela, quien parecía más afable de lo que Shizuka recordaba-. Tu viaje ha sido largo y estás agotada. Come algo y recupera fuerzas. Kenji querrá hablar contigo esta noche.
Kana tomó unas cucharadas de arroz de la cazuela, las sirvió en un cuenco y encima colocó bardana, brotes de helecho y setas procedentes de la montaña. Shizuka comió sentada en el escalón, como solía hacer de niña.
Miyabi preguntó con delicadeza:
--Tengo que preparar las camas... ¿Dónde va a dormir el invitado?
--Que duerma con los hombres -respondió Shizuka-. Yo me acostaré tarde; tengo que hablar con mi tío.
Si dormían juntos en la casa familiar, sería como anunciar su matrimonio. Shizuka aún no estaba segura de su decisión y no daría ningún paso sin escuchar la opinión de Kenji.
Su abuela le dio unas palmadas en la mano; los ojos de la anciana se veían brillantes y dichosos. Volvió a escanciar vino para ambas. Cuando el resto de los alimentos estuvieron preparados y las muchachas salieron de la cocina para llevar las bandejas a los hombres, la anciana se puso en pie.
--Vamos a dar un paseo. Quiero ir al santuario a hacer una ofrenda para dar las gracias por tu regreso.
La mujer envolvió varias bolas de arroz en un paño y recogió una pequeña garrafa de vino. Al ponerse en pie junto a ella, Shizuka tuvo la impresión de que su abuela había menguado, de que andaba más lentamente y agradecía el hecho de poder apoyarse en el brazo de su nieta.
Ya era de noche. Casi todos los habitantes de la aldea se encontraban en sus casas cenando o preparándose para dormir. Un perro ladró desde la puerta de una de las viviendas y se acercó a ellas; una mujer lo llamó para que regresara y saludó con un grito a Shizuka y a su abuela.
Las lechuzas ululaban desde la densa arboleda que rodeaba el santuario y los finos oídos de Shizuka percibieron el suave chirrido de los murciélagos.
--¿Todavía puedes oírlos? -preguntó la anciana mientras observaba las fugaces formas-. ¡Yo ni siquiera los veo! Es tu herencia Kikuta.
--Mi agudeza de oído no es nada especial -dijo Shizuka-. Ojalá lo fuera.
Un torrente fluía a través de la espesura y en las orillas brillaban decenas de luciérnagas. Las mujeres pasaron por debajo de ellas y se dirigieron a la fuente, donde se lavaron las manos y se enjuagaron la boca. Estaba construida con piedra negra y un dragón de hierro la custodiaba; el agua cristalina brotaba fría como el hielo.
En el santuario ardían linternas, pero el lugar parecía estar desierto. La anciana colocó las ofrendas sobre el pedestal de madera situado frente a la estatua de Hachiman, el dios de la guerra. Hizo dos reverencias, dio tres palmadas y repitió aquel ritual tres veces. Shizuka hizo lo propio y, casi sin darse cuenta, se puso a rezar suplicando la protección del dios, no para ella misma ni para su familia, sino para Kaede y Takeo, por las guerras que sin duda se verían obligados a librar. Casi se avergonzó de sí misma y se alegró de que nadie pudiera leerle el pensamiento; nadie, excepto el propio dios.
Su abuela se hallaba de pie, con la mirada en alto. Su rostro parecía tan antiguo como la estatua, y con el mismo poder divino. Shizuka reparó en la fortaleza y reciedumbre de la anciana, y la embargó un sentimiento de amor y respeto hacia ella. Se alegraba de haber regresado a casa. Los ancianos contaban con la sabiduría de generaciones; acaso parte de aquélla le sería transferida.
Permanecieron inmóviles durante unos momentos y entonces se escucharon sonidos: una puerta corredera que se abría y pasos en la veranda. El sacerdote del santuario avanzó hacia las mujeres enfundado en sus ropas de dormir.
--No esperaba a nadie a estas horas -les dijo-. Pasad y tomad una taza de té con nosotros.
--Mi nieta ha regresado.
--¡Ah, Shizuka! Ha pasado mucho tiempo. Bienvenida a casa.
Se sentaron con el sacerdote y su esposa durante un rato y charlaron de forma distendida acerca de los acontecimientos de la aldea. Entonces, la abuela dijo:
--Kenji querrá hablar contigo. No le hagamos esperar.
Caminaron de regreso por entre las casas oscuras, casi todas en silencio. En primavera los lugareños se iban a dormir temprano y se levantaban al amanecer para comenzar las tareas propias de aquella época del año, como la preparación de los campos de cultivo y la plantación de semillas. Shizuka recordó los días que, siendo una muchacha, había pasado en los campos de arroz, con el agua hasta los tobillos, plantando las semillas, compartiendo con ellas su juventud y fertilidad; mientras, las mujeres de mayor edad permanecían en las orillas entonando cánticos tradicionales. ¿Era ahora demasiado mayor para participar en la plantación de primavera? Si se casaba con Kondo, ¿habría pasado la edad para ser madre otra vez?
Cuando llegaron a la casa, las muchachas de la familia se afanaban en la limpieza de la cocina y lavaban los cacharros. Taku estaba sentado en el escalón, como Shizuka hubiera hecho con anterioridad; los ojos se le cerraban y daba cabezazos.
--Tiene un mensaje para ti -dijo Miyabi entre risas-. ¡No se lo quiere decir a nadie más!
Shizuka se sentó junto al niño y le acarició la mejilla.
--Los mensajeros no pueden quedarse dormidos -bromeó.
--El tío Kenji está preparado para hablar contigo -informó Taku dándose aires de importancia; entonces, bostezó-. Está en la sala con el abuelo, y los demás se han ido a dormir.
--Eso es lo que tú deberías estar haciendo -dijo Shizuka, mientras tiraba de su hijo hacia sí y le abrazaba con fuerza.
Él se acurrucó como un niño pequeño y apoyó la cabeza sobre el pecho de su madre. Tras unos instantes, empezó a removerse como una lagartija y, con voz apagada, dijo:
--Madre, no hagas esperar al tío Kenji.
Shizuka rompió a reír y soltó al niño.
--¿Seguirás aquí por la mañana? -preguntó Taku, y bostezó otra vez.
--¡Claro que sí!
Él sonrió con dulzura.
--Te enseñaré todo lo que he aprendido desde que te vi por última vez.
--Tu madre se va a quedar con la boca abierta -terció Miyabi.
Shizuka se encaminó junto a su hijo a la habitación de las mujeres, porque Taku aún dormía allí. La mujer se alegró al pensar que aquella noche le tendría a su lado, escucharía su respiración infantil y, cuando despertara por la mañana, le vería durmiendo plácidamente con el pelo alborotado. ¡Cuánto había añorado a su hijo!
Zenko ya compartía habitación con los hombres. Shizuka oía cómo interrogaba a Kondo acerca de la batalla de Kushimoto, donde el guerrero había luchado con las fuerzas de Arai. Shizuka percibió el matiz de orgullo en la voz del muchacho cuando mencionaba a su padre. ¿Qué sabría Zenko sobre la campaña de Arai contra la Tribu, de su intento por asesinarla?
"¿Qué será de ellos?", pensó. "Ojalá que su mezcla de sangres no les traiga la desgracia, como a Takeo".
Dio las buenas noches a Taku, atravesó la alcoba y abrió la puerta corredera que daba a la habitación contigua, donde su abuelo y su tío la aguardaban. Shizuka se arrodilló ante ellos e hizo una reverencia hasta tocar la estera con la frente. Kenji sonrió y asintió con la cabeza sin articular palabra. Entonces éste miró a su padre y arqueó las cejas.
--De acuerdo -dijo el anciano-, os dejaré solos.
Mientras Shizuka le ayudaba a ponerse en pie, cayó en la cuenta de lo mucho que su abuelo había envejecido. Caminó junto a él hasta la puerta, donde Kana esperaba para llevarle a la cama.
--Buenas noches, niña -dijo el anciano-. Es un alivio tenerte en casa a salvo, en estos días terribles. ¡Ay de nosotros! ¿Hasta cuándo estaremos seguros?
--Está demasiado pesimista, ¿no te parece? -le comentó Shizuka a su tío-. La cólera de Arai se apaciguará. Acabará por entender que no es posible erradicar a la Tribu y que él también necesita espías, como cualquier señor de la guerra. Hará las paces con nosotros.
--Estoy de acuerdo contigo; de hecho, nadie considera a Arai como un problema a largo plazo. Será fácil no llamar la atención hasta que se haya apaciguado, como tú dices. Pero existe otro asunto que podría ser mucho más grave. Parece que Shigeru nos ha dejado una herencia inesperada. Los Kikuta creen que redactó informes sobre nuestras redes y acerca de los miembros de nuestras comunidades; por lo visto, esos documentos se encuentran ahora en poder de Takeo.
El corazón de Shizuka dejó de latir. Tuvo la impresión de que, al meditar sobre el pasado, ella misma lo había hecho renacer.
--¿Es posible? -replicó intentando mostrar un aire de normalidad.
--Kotaro, el maestro Kikuta, está convencido de ello.
A finales del año pasado envió a Takeo a Hagi, con Akio, para localizar los documentos y apoderarse de ellos. Al parecer, Takeo fue a la casa de Shigeru y estuvo con Ichiro. Después, escapó de Akio y se dirigió a Terayama. Por el camino logró evitar el ataque de dos agentes de la Tribu y de un guerrero Otori; mató a los tres.
--¿Un guerrero Otori? -repitió Shizuka.
--Sí; los Kikuta están incrementando sus contactos con los Otori para aliarse en contra de Arai y eliminar a Takeo.
--¿Y los Muto?
Kenji soltó un gruñido.
--Todavía no he tomado una decisión.
Shizuka arqueó entonces las cejas y esperó a que Kenji continuara.
--Kotaro da por hecho que los documentos estaban custodiados en el templo, lo que ahora me resulta obvio. A pesar de convertirse en monje, el infame Matsuda nunca dejó de conspirar, y él y Shigeru estaban muy unidos. Creo que incluso recuerdo el arcón en el que Shigeru trasladó los archivos. No entiendo cómo no me di cuenta. Mi única excusa es que en aquel tiempo existían otros asuntos que me preocupaban. Los Kikuta están furiosos conmigo y yo he quedado como un necio -Kenji sonrió con tristeza-. Shigeru me engañó; a mí, de quien solían decir que era astuto como un zorro.
--Eso explica la sentencia de muerte contra Takeo -dedujo Shizuka-. Yo creí que era por desobediencia. Me parecía un castigo excesivo, aunque no me sorprendió. Cuando me enteré de que estaba a cargo de Akio, supe que surgirían problemas.
--Lo mismo dijo Yuki, mi hija. Me envió un mensaje mientras Takeo se alojaba en nuestra casa de Yamagata. Ocurrió un incidente: Takeo burló la vigilancia de mi esposa, escapó y estuvo ausente durante la noche. Nada importante; además, regresó por la mañana. Pero mi hija me advertía en la nota que Akio y él acabarían matándose el uno al otro. Por cierto, Akio estuvo a punto de morir. Los hombres de Muto Yuzuru le sacaron del río medio ahogado y al borde de la congelación.
--Takeo debería haberle rematado -intervino Shizuka sin poder evitarlo.
Kenji sonrió sin alegría.
--Me temo que ésa fue también mi reacción. Akio argumentó que había intentado evitar la huida de Takeo; más tarde, me enteré a través de Yuki de que había recibido instrucciones para matarle una vez que los documentos hubieran sido encontrados.
--¿Por qué? -preguntó Shizuka-. ¿Qué ganan con su muerte?
--Es una situación compleja. La aparición de Takeo ha molestado a mucha gente, sobre todo a los Kikuta. Por otra parte, su desobediencia y temeridad no resultan de gran ayuda.
--Los Kikuta parecen muy intransigentes, mientras que tú siempre has permitido a Takeo actuar con más libertad -comentó Shizuka.
--Era la única forma de tratarle. Lo supe en cuanto llegué a Hagi. Sus instintos son buenos y haría cualquier cosa por aquellos que se ganan su fidelidad; pero no es posible presionarle. Prefiere morir antes que doblegarse.
--Debe de tratarse de una característica de los Kikuta -murmuró Shizuka.
--Tal vez -Kenji suspiró profundamente y se quedó mirando las sombras. Se mantuvo en silencio unos momentos y, entonces, afirmó-: Para los Kikuta todo es blanco o negro; o se obedece o se muere, y la única cura contra la estupidez es la muerte. Desde pequeños se les educa así.
"Si los Kikuta llegasen a averiguar mi papel en este asunto, me matarían", pensó Shizuka. 'Tampoco me atrevo a contárselo a Kenji".
--De modo que ahora Takeo no sólo ha huido de la Tribu, sino que posee cierta información que puede destruirnos -concluyó Shizuka.
--Sí, y esa información le proporcionará una alianza con Arai más tarde o más temprano.
--No le permitirán seguir con vida -se lamentó entonces Shizuka.
--Hasta ahora ha sobrevivido. Librarse de él está resultando mucho más difícil de lo que los Kikuta pensaban -a Shizuka le pareció detectar una nota de orgullo en la voz de su tío-. Además, tiene la habilidad de rodearse de seguidores incondicionales. La mitad de los jóvenes guerreros del clan Otori ya han cruzado la frontera para unirse a él en Terayama.
--Si Takeo y Kaede se casan, y estoy convencida de que lo harán, Arai se pondrá furioso -terció Shizuka-. Puede que los documentos de Shigeru no basten para aplacar su ira.
--Tú conoces a Arai mejor que nadie. También está la cuestión de sus hijos, y de ti misma. No he querido contarles a los niños que su padre ordenó tu muerte, pero antes o después se enterarán. A Taku no le molestará, su sangre de la Tribu es muy potente. Pero Zenko adora a su padre. No va a desarrollar tantas habilidades extraordinarias como Taku, por lo que tal vez sería mejor que fuese criado por Arai. ¿Existe alguna posibilidad?
--No lo sé -respondió Shizuka-. Supongo que cuantas más tierras conquiste más hijos querrá.
--Debemos enviar a alguien para que nos informe sobre la reacción de Arai ante el matrimonio de Takeo y acerca de su contienda con los Otori; también necesitamos saber cuáles son sus sentimientos hacia sus hijos. ¿Qué te parece si enviamos a Kondo?
--¿Por qué no? -replicó Shizuka, no sin cierto alivio.
--Da la impresión de que le gustas. ¿Te casarás con él?
--Me lo ha pedido -respondió Shizuka-. Le dije que solicitaría tu consejo y que necesito tiempo para tomar una decisión.
--No hay que precipitarse -convino Kenji-. Puedes darle la respuesta cuando regrese... -los ojos de Kenji mostraron un destello de emoción que Shizuka no supo interpretar-. Entonces, yo también decidiré cómo actuar.
Shizuka permaneció en silencio y examinó el rostro de Kenji bajo la luz de la lámpara. Mientras tanto, intentaba otorgar sentido a toda la información que él le había dado y descifrar los secretos que escondía. Tuvo la impresión de que su tío se alegraba de compartir con ella sus preocupaciones e imaginó que no se las había revelado a nadie, ni siquiera a sus propios padres. Shizuka era consciente del gran afecto que Kenji había sentido por Shigeru y que aún sentía por Takeo, y podía imaginar el conflicto interior que le supondría tener que ser partícipe de la muerte del muchacho. Nunca antes había oído a Kenji, ni a ningún otro miembro de la Tribu, hablar con tanta franqueza sobre las discrepancias entre los maestros.
Si las familias Muto y Kikuta se enemistaran, ¿podría la Tribu sobrevivir? Parecía un peligro mayor que cualquier acción que Arai o Takeo pudieran llevar a cabo.
--¿Dónde está tu hija ahora? -preguntó Shizuka.
--Creo que se encuentra en una de las aldeas secretas de los Kikuta, al norte de Matsue -Kenji hizo una pausa y después habló de forma reposada, no exenta de dolor-: Yuki se casó con Akio a principios de año.
--¿Con Akio? -repitió Shizuka, atónita.
--Sí, pobre muchacha. Los Kikuta insistieron y no pude negarme. Desde que eran niños, se había hablado de unirlos en matrimonio. Yo no tenía motivos reales para negar mi consentimiento; sólo me embargaban los sentimientos irracionales de un padre hacia su única hija. Mi esposa no compartía mis temores y era muy partidaria de la boda, sobre todo porque Yuki ya estaba embarazada.
Shizuka no daba crédito a lo que escuchaba.
--¿El niño era de Akio?
Kenji negó con un gesto. Shizuka nunca había visto a su tío de aquella manera, incapaz de articular palabra.
--¿No sería de Takeo?
Kenji asintió. La llama de la lámpara fluctuaba; en la casa reinaba el silencio.
Shizuka no supo cómo responder. Sólo le venía a la mente el hijo que Kaede había perdido. Le pareció escuchar de nuevo la pregunta que la joven le había formulado en el jardín de la casa de Shirakawa: "¿Se habrían llevado al niño como se llevaron a Takeo?". El hecho de que la Tribu estuviera en posesión de un hijo de Takeo le parecía a Shizuka algo extraordinario, urdido por el destino cruel del que los humanos no pueden escapar por mucho empeño que pongan.
Kenji respiró hondo y continuó:
--Yuki se encaprichó con Takeo después del incidente de Yamagata, y se puso de su parte en contra del maestro Kikuta y de mí. Como puedes imaginar, yo mismo me encontré angustiado una vez que se hubo tomado la decisión de secuestrar a Takeo en Inuyama, antes del intento de asesinato a Ilida. Traicioné a Shigeru. Creo que nunca me perdonaré por el papel que jugué en su muerte. Durante años había sido mi mejor amigo. Sin embargo, en aras de la unidad en el seno de la Tribu, accedí a los deseos de los Kikuta y les envié a Takeo. Confieso que me habría gustado morir en Inuyama, pues acaso mi muerte hubiese podido borrar la vergüenza que sentía. No he hablado de este asunto con nadie, salvo contigo.
»Desde luego, los Kikuta están encantados de tener al niño en sus manos. Nacerá en el séptimo mes. Confían en que herede los poderes de sus progenitores. Achacan los defectos de Takeo a su crianza, por lo que tienen la intención de educar al niño desde la cuna -Kenji se interrumpió. En la habitación se palpaba el silencio-. Di algo, sobrina, aunque tan sólo sea que me merezco sentirme tan desgraciado.
--No soy yo quien debe juzgar tus actuaciones -replicó Shizuka en voz baja-. Lamento que hayas sufrido tanto. Me asombra el modo en el que el destino juega con nosotros, como si fuéramos piezas de ajedrez.
--¿Ves fantasmas alguna vez?
--Sueño con el señor Shirakawa -admitió la joven. Tras una larga pausa, añadió-: Supongo que sabes que Kondo y yo le matamos para proteger a Kaede y al hijo de ésta -Shizuka escuchó la respiración de su tío, pero como no respondió nada continuó hablando-: El padre de Kaede perdió la cabeza y estuvo a punto de violarla y matarla a continuación. Yo quería salvar su vida y la de su hijo, pero perdió al niño y enfermó de gravedad. No sé si Kaede recuerda lo que hicimos, pero no dudaría en volverlo a hacer.
A pesar de ello, por alguna razón, tal vez porque no he hablado con nadie sobre este asunto, ni siquiera con Kondo, la muerte del señor Shirakawa me persigue.
--La acción está justificada, ya que teníais que salvar la vida de la señora Shirakawa -replicó Kenji.
--Fue uno de esos momentos en los que no hay tiempo para pensar. Kondo y yo actuamos por instinto. Yo nunca había matado a un hombre de su posición. Me parece un crimen horrible.
--Mi traición a Shigeru también fue un crimen. Me visita en sueños. Le veo tal y como lo sacamos del río, cuando le aparté la capucha del rostro y le supliqué que me perdonara; pero él sólo tuvo aliento para hablar a Takeo. Noche tras noche, llega hasta mí.
Hubo otro prolongado silencio.
--¿En qué piensas? -susurró Shizuka-. No se te ocurriría dividir a la Tribu, ¿verdad?
--Debo hacer lo que sea mejor para la familia Muto -replicó Kenji-. Por otra parte, los Kikuta tienen a mi hija y pronto tendrán a mi nieto. Éstas son mis obligaciones principales. Por otro lado, cuando conocí a Takeo le juré que, mientras yo viviera, estaría a salvo. No voy a perseguir su muerte. Tendremos que esperar y ver hacia qué bando se decanta. Los Kikuta quieren que los Otori le provoquen y le hagan entrar en batalla. Han estado concentrando su atención en Hagi y en Terayama -Kenji exhaló un suspiro-. Supongo que el pobre Ichiro será su primer blanco. ¿Qué crees que harán Takeo y Kaede una vez que estén casados?
--Kaede está decidida a heredar Maruyama -replicó Shizuka-. Imagino que viajarán hacia el sur lo antes posible.
--Maruyama cuenta con pocas familias de la Tribu -terció Kenji-. Takeo estará más seguro allí que en cualquier otro sitio -Kenji se quedó en silencio, sumido en sus pensamientos. Entonces, sonrió ligeramente-. Sin duda, nosotros somos culpables de ese matrimonio. Los juntamos; incluso llegamos a alentar la atracción del uno por el otro. ¿En qué estaríamos pensando?
Shizuka recordó el pabellón de lucha de Tsuwano y escuchó los golpes de los palos de madera, la lluvia que arreciaba en el exterior; vio los jóvenes rostros llenos de vida, en el umbral de la pasión.
--Puede que sintiéramos lástima por ellos. Eran peones utilizados en una conspiración más compleja de lo que pudieran sospechar; ambos morirían antes de empezar a vivir.
--O tal vez tú tengas razón y fuéramos nosotros los peones -replicó su tío-. Que Kondo emprenda viaje mañana. Quédate aquí a pasar el verano; será bueno hablar de estos asuntos contigo. Tengo que tomar decisiones importantes que sin duda afectarán a muchas generaciones venideras.
Las primeras semanas que pasamos en Maruyama las dedicamos a restaurar las tierras, tal y como Kaede había previsto. A nuestra llegada recibimos una bienvenida cálida y sincera. Pero Maruyama era un dominio extenso; contaba con muchos lacayos que accedían a su cargo de forma hereditaria y un con un nutrido consejo de notables, tan testarudos y conservadores como casi todos los ancianos. Mi reputación como vengador de Shigeru me resultaba favorable, si bien los rumores habituales sobre cómo había llevado a cabo la venganza volvieron a aflorar: mi dudoso origen, las acusaciones de brujería... Mis guerreros Otori me eran fieles, y yo depositaba una confianza absoluta en Sugita, su familia y sus soldados. Sin embargo, sospechaba de muchos otros hombres, al igual que ellos sentían recelos hacia mí.
Sugita se mostraba feliz a causa de nuestro matrimonio y me confesó que en cierta ocasión le había asegurado a Kaede que yo podría lograr la unidad de los Tres Países y traer la paz. A los notables, en términos generales, la boda les había sorprendido enormemente. Ninguno se atrevió a decírmelo cara a cara, pero por sus insinuaciones y sus conversaciones en voz baja inferí que habían esperado un matrimonio con Fujiwara. Tal circunstancia no me preocupaba especialmente, pues por aquel entonces no tenía ni idea del inmenso poder ni de la influencia del aristócrata; pero me impulsaba a pasar a la acción. Tenía que atacar Hagi y asumir el control del clan Otori. Una vez que hubiera ganado lo que legítimamente me pertenecía y hubiese establecido mi base en la ciudad, nadie osaría cuestionar mi liderazgo ni a desafiarme.
Entretanto, mi esposa y yo dirigimos nuestra atención al estado de las tierras. Todos los días partíamos a caballo junto a Sugita e inspeccionábamos los bosques, los campos de cultivo, las aldeas y los ríos. Dábamos orden para que se realizasen las reparaciones necesarias, se arrancasen los árboles secos, se podasen los frutales y se plantasen las semillas. La supervisión de las fincas era adecuada y el sistema de impuestos parecía sensato y equitativo. Aunque en estado de abandono, el dominio gozaba de riqueza; sus gentes eran laboriosas y emprendedoras. No fue difícil animarlos a recuperar la actividad y prosperidad de las que habían disfrutado bajo el gobierno de la señora Naomi.
La residencia y el castillo también se encontraban desatendidos; pero recobraron su antiguo esplendor en cuanto Kaede abordó los arreglos necesarios. Se reemplazaron las esteras, se pintaron las mamparas y se pulieron los suelos. En el jardín se hallaba el pabellón construido por la abuela de Naomi. Esta última me había hablado del edificio cuando nos conocimos en Chigawa y me había prometido que algún día tomaríamos allí el té. Cuando la decoración de la rústica estructura de madera se hubo terminado y Kaede preparó la infusión, tuve la sensación de que la promesa se había cumplido, aunque la propia Naomi hubiera muerto.
En todo momento sentía yo la presencia de la anterior señora Maruyama y de Shigeru junto a nosotros. Como decía el abad de Terayama, a través de Kaede y de mí ambos tenían la oportunidad de volver a la vida. Conseguiríamos todos los sueños que ellos habían concebido, pero que se les negaron. Kaede y yo colocábamos tablillas y ofrendas en un pequeño santuario situado al fondo de la residencia y rezábamos suplicando ayuda y consejo. Yo me sentía aliviado por estar llevando a cabo los últimos deseos de Shigeru y Kaede parecía sentirse más contenta que en toda su vida.
Habría sido una época de plena felicidad, en la que celebrar nuestra victoria y observar cómo los campos y las gentes volvían a florecer, de no ser por la oscura tarea que me veía obligado a emprender, una tarea que no me proporcionaría el más mínimo placer. Sugita intentaba convencerme de que en la ciudad no existían miembros de la Tribu, pues se ocultaban de forma magistral y realizaban sus operaciones en absoluto secreto. Yo sabía de ellos gracias a los documentos de Shigeru y tampoco había olvidado los hombres que Hiroshi describió, aquellos que aparecieron como caídos del cielo, vestidos con ropas oscuras, y mataron a su padre. No encontramos sus cuerpos entre los cadáveres de Asagawa. Habían sobrevivido a la batalla y me estarían siguiendo.
De las familias recogidas en los informes de Shigeru, casi todas eran Kuroda e Imai; también había varios miembros de los Muto, comerciantes acaudalados. En aquellas tierras sólo existía una familia Kikuta, pero ésta mantenía la habitual superioridad sobre las demás estirpes. Yo me aferraba a las palabras de la profecía, según las cuales sólo podría morir a manos de mi propio hijo; aunque durante el día solía creerlas, por las noches no dejaba de estar atento a cada sonido y apenas lograba conciliar el sueño. Únicamente probaba la comida cocinada o supervisada por Manami.
No tuve noticia alguna de Yuki; no sabía si su hijo había nacido ni si sería varón. Kaede continuó sangrando todos los meses del verano. Yo era consciente de su decepción por no poder concebir un hijo, si bien no podía evitar sentir cierto alivio. ¿Qué ocurriría si Kaede me daba un hijo varón?
El asunto de cómo actuar con la Tribu me asediaba constantemente. Los primeros días que pasé en la ciudad de Maruyama envié mensajes a las familias Kikuta y Muto en los que les informaba de mi deseo de que me asesoraran y les pedía que acudieran a visitarme al día siguiente. Aquella noche hubo un asalto a la residencia y alguien intentó robar los documentos. Me desperté y escuché un ruido en la habitación; percibí la figura de un hombre en la oscuridad, pedí explicaciones y, luego, le seguí hasta los portones con la esperanza de atraparle vivo. Al saltar por encima de la tapia, el hombre perdió la invisibilidad y, antes de que yo pudiera evitarlo, los guardias apostados en el exterior le mataron. Vestía de negro y estaba tatuado como Shintaro, el asesino que había atentado contra Shigeru en Hagi. Averigüé que pertenecía a los Kuroda.
La mañana siguiente, envié hombres a casa de los Kikuta e hice arrestar a todos los miembros de la familia. Entonces, aguardé para ver quién mantendría la cita conmigo. Aparecieron los dos ancianos Muto, quienes se mostraron astutos y escurridizos. Les di la opción de abandonar la comarca o bien renunciar a su lealtad a la Tribu. Alegaron que tendrían que consultar con sus hijos. Durante dos días no supe nada de ellos; entonces, un arquero oculto intentó matarme mientras cabalgaba junto a Amano y Sugita en una zona remota de la campiña. Shun y yo escuchamos el sonido de la flecha al mismo tiempo y logramos esquivarla; dimos caza al arquero con la esperanza de sacarle información, pero ingirió una cápsula de veneno. Pensé que tal vez fuera el segundo hombre que Hiroshi había visto, pero no tenía forma de asegurarme.
Para entonces, mi paciencia se había agotado. Consideré que la Tribu estaba jugando conmigo porque sospechaban que no tendría la osadía de enfrentarme a la organización. Aquella noche mandé ahorcar a todos los adultos de la familia Kikuta y envié patrullas a otras cincuenta casas o más con órdenes de liquidar a todos los moradores, excepto a los niños. Confiaba en librar de la muerte a los pequeños, pero los miembros de la Tribu envenenaron a sus propios hijos para evitar que cayeran en mi poder. Los ancianos volvieron a visitarme, pero mi oferta había expirado. Les permití elegir entre el veneno y el puñal, y ambos tragaron una cápsula de veneno de inmediato.
Unos cuantos miembros de la Tribu huyeron del dominio, pero yo no contaba con recursos suficientes como para perseguirlos. No obstante, casi todos permanecieron encerrados en alcobas secretas o en aldeas ocultas en las montañas. Nadie habría podido seguirles la pista, excepto yo, que lo sabía todo sobre ellos y había recibido su mismo entrenamiento. En el fondo de mi corazón me sentía asqueado por mi propia crueldad. Me horrorizaba el hecho de matar salvajemente a aquellas familias, al igual que un día hicieran con la mía; mas no tenía alternativa. Les proporcioné una muerte rápida; no los crucifiqué ni los quemé vivos, ni tampoco los colgué por los talones. Mi objetivo consistía en erradicar un mal, no en aterrorizar a las gentes.
La medida no fue bien aceptada por la casta de los guerreros, quienes se habían beneficiado de los servicios de aquellos comerciantes. Éstos les habían proporcionado vino y productos derivados de la soja, les habían prestado dinero y, de vez en cuando, habían aceptado otros encargos más siniestros. La desconfianza que la casta militar sentía hacia mí se acrecentó. Intenté mantener a los guerreros ocupados con el entrenamiento de soldados y la vigilancia de las fronteras, mientras me encargaba de supervisar la recuperación de la economía. Yo había asestado un duro golpe a la clase de los comerciantes al haber eliminado a los miembros de la Tribu que a ella pertenecían; por otro lado, me había incautado de todos sus activos para invertirlos en el propio dominio e hice circular una gran riqueza, hasta entonces en manos de los mercaderes. Durante dos semanas pareció que nos enfrentaríamos a la escasez de productos de primera necesidad antes de la llegada del invierno; entonces descubrimos a unos campesinos emprendedores que, hartos de la extorsión de la Tribu, se dedicaban a destilar y fermentar en secreto y tenían conocimientos suficientes para asumir el control de la producción. Les proporcionamos el dinero necesario para que se instalaran en las antiguas viviendas de la Tribu; a cambio, tomamos un sesenta por ciento de las ganancias, que destinamos a las arcas del dominio. La práctica resultó tan lucrativa que entendimos que sólo tendríamos que cobrar un treinta por ciento de la cosecha de arroz, lo que a su vez nos otorgó popularidad entre los granjeros y aldeanos.
Distribuí las tierras y los bienes de la Tribu entre los hombres que me habían acompañado desde Terayama. A los parias les concedí una pequeña aldea emplazada a orillas de un río e inmediatamente empezaron a curtir las pieles de los caballos muertos en batalla. Me alegré de que aquellos hombres que tanta ayuda me habían prestado pudieran instalarse pacíficamente, pero mi protección hacia ellos desconcertaba a los notables de la ciudad, cuyos recelos aumentaban por momentos.
Cada semana llegaban más guerreros Otori para unir se a mis fuerzas. El ejército principal del clan, que había intentado tenderme una emboscada a las afueras de Terayama, me había perseguido hasta el río que cruzamos por el puente de los parias y seguía allí acampado, con la misión de controlar las carreteras entre Yamagata, Inuyama y el Oeste; por lo visto, también buscaban el enfrentamiento con Arai.
Casi todas las tardes me reunía con Kaede en el pabellón de té y, junto con Makoto y los hermanos Miyoshi, discutíamos sobre estrategia militar. Mi miedo principal era que, si permanecía en Maruyama demasiado tiempo, los Otori podrían rodearme por el norte y Arai por el sureste. Yo tenía la certeza de que este último regresaría a Kumamoto durante el verano. Me resultaba imposible luchar en dos frentes, por lo que decidimos que era el momento de enviar a Kahei y a Gemba a visitar a Arai para intentar firmar la paz, aunque fuera por un breve periodo de tiempo. Éramos conscientes de que teníamos muy poco con lo que negociar: nuestra fugaz alianza en contra de Iida, el legado de Shigeru y los documentos de la Tribu. Por otra parte, yo le había enfurecido cuando desaparecí y mi matrimonio con Kaede había supuesto un insulto para él. Además, según las noticias que me estaban llegando, su odio hacia la Tribu podría estar remitiendo.
No me hacía ilusiones sobre un acuerdo de paz con los Otori. Nunca podría negociar con los tíos de Shigeru y ellos jamás abdicarían a mi favor. El clan se hallaba tan dividido que su estado era prácticamente de guerra civil. Si yo atacaba su ejército principal, aunque me alzase con la victoria, ellos se batirían en retirada y volverían a Hagi, donde podrían resistir nuestro asedio hasta que el invierno acabara con nosotros. A pesar de haber recuperado el dominio Maruyama, no contábamos con recursos suficientes para un asedio prolongado tan lejos de nuestra base.
Habíamos logrado escapar de los Otori con la ayuda de los parias, a quienes a nadie más se le habría ocurrido recurrir. Empecé a cuestionarme cómo podía tomar al clan por sorpresa otra vez. Cuando pensaba en la ciudad de Hagi, la veía situada en la hondonada de la bahía, tan bien protegida tierra adentro, tan abierta al océano. Si no me era posible llegar por tierra, ¿podría, tal vez, acceder por mar?
Ningún señor de la guerra conocido por mí disponía de tropas que pudieran transportarse por el agua con rapidez. Sin embargo, la Historia nos cuenta que hace cientos de años un gigantesco ejército se hizo a la mar desde el continente, y habría salido victorioso si no hubiera salvado a las Ocho Islas una tormenta enviada del cielo. No paraba de acordarme del muchacho que había sido mi amigo en Hagi, Terada Fumio, quien huyó con su familia a la isla de Oshima. Fumio me hablaba de barcos y de navegación; también me enseñó a nadar. Él odiaba a los tíos de Shigeru tanto como yo. ¿Accedería a ser mi aliado?
No había compartido mis ideas con nadie hasta que una noche, después de que los guerreros se hubieran retirado, Kaede -quien me observaba sin parar y conocía todos mis estados de ánimo- me preguntó:
--¿Estás pensando en atacar Hagi de alguna otra forma?
--Cuando vivía allí, trabé amistad con el hijo de los Terada, una familia de pescadores. Los señores de los Otori habían elevado los impuestos de la pesca hasta tal extremo que los Terada se vieron obligados a tomar sus barcas y trasladarse a Oshima, una isla en la costa noroeste.
--¿Se hicieron piratas?
--Los mercados les estaban vetados y les resultaba imposible sobrevivir. Estoy pensando en hacerles una visita. Si los Terada cuentan con recursos suficientes y desean ayudarme, sería posible tomar el control de Hagi desde el mar. Pero tendríamos que hacerlo este año, y antes de que comiencen los tifones.
--No tienes por qué ir en persona -dijo Kaede- envía un mensajero.
--En lo que respecta a Fumio no hay problema, pero el resto de su familia no hablará con nadie más que conmigo. Ahora que las lluvias han terminado, Kahei y Gemba deben partir cuanto antes hacia Inuyama. Yo llevaré conmigo a varios hombres; a Makoto, tal vez a Jiro.
--Déjame ir contigo -suplicó Kaede.
Reflexioné sobre las dificultades de viajar con mi esposa. Tendría que llevar una criada para que la atendiera, sería necesario encontrar alojamiento adecuado...
--No, quédate aquí con Sugita. No quiero que los dos nos ausentemos del dominio al mismo tiempo. Amano también se quedará.
--Ojalá fuese yo Makoto -dijo Kaede-. Siento celos de él.
--Y Makoto está celoso de ti -repuse yo con tono ligero-. Considera que paso demasiado tiempo a tu lado. Las esposas cumplen un único propósito: proporcionar herederos. Para lo demás, cualquier hombre debe dirigirse a sus camaradas.
Yo estaba de broma, pero Kaede no se lo tomo así.
--Debería darte un heredero -apretó los labios y vi que los ojos se le cuajaban de lágrimas-. A veces tengo miedo de no volver a concebir. ¡Ojalá no hubiera muerto nuestro hijo!
--Tendremos otros -aseguré-. Niñas tan hermosas como su madre.
Tomé a Kaede entre mis brazos. A pesar de la calidez de la noche, ella tiritaba y su piel se notaba fría al tacto.
--No te vayas -imploró.
--Sólo estaré fuera una semana, como mucho.
Al día siguiente, los hermanos Miyoshi partieron hacia Inuyama para defender mi causa ante Arai. Un día más tarde, Makoto y yo iniciamos la marcha hacia la costa. Kaede seguía disgustada y nos despedimos de forma un tanto distante. Era nuestro primer desacuerdo. Ella deseaba viajar conmigo; yo podría habérselo permitido, pero no lo hice. En aquel momento no podía imaginar cuánto tiempo iba a durar mi misión ni cuánto sufrimiento tendríamos que soportar ambos hasta que volviéramos a vernos.
No obstante, inicié el viaje con buen estado de ánimo, junto a Makoto, Jiro y otros tres hombres. Vestíamos ropas de viaje, sin distintivos, por lo que podíamos avanzar deprisa y sin formalidades. Me agradaba la idea de abandonar la ciudad durante un tiempo y también me alegraba por dejar a un lado la sanguinaria tarea de erradicar a la Tribu. Las lluvias de la ciruela habían terminado y el cielo, limpio de nubes, mostraba un intenso color azul. A lo largo de la carretera divisamos numerosas señales del paulatino regreso de la prosperidad a las tierras de cultivo. Los campos de arroz ostentaban un brillante tono verde; la cosecha sería excelente. Al menos aquel año, nadie moriría de hambre.
Makoto solía mostrarse silencioso y reservado en presencia de Kaede, pero cuando estábamos a solas charlábamos como sólo pueden hacer los amigos íntimos. Él había sido testigo de mis momentos más débiles y vulnerables, y yo confiaba en Makoto como en ningún otro hombre. Le hablaba de todos mis asuntos y, con la excepción de Kaede, sólo él sabía de mi continua preocupación por el ataque de la Tribu y mi profundo disgusto por el modo en el que me veía obligado a actuar para aniquilar la organización. Lo único que Makoto lamentaba de mí era el profundo amor que sentía por Kaede. Tal vez tenía celos, aunque intentaba disimularlos; sin embargo, por encima de todo Makoto pensaba que existía algo antinatural en aquel sentimiento mío. No era apropiado que un hombre sintiera una pasión semejante por su esposa. Jamás me habló de este asunto, pero yo leía la desaprobación en su rostro.
Con su característica discreción, Makoto había tomado a Jiro bajo su ala y encontraba tiempo para enseñarle a escribir y para entrenarle en el uso del palo y la lanza. Jiro aprendía con prontitud. Aquel verano creció varios centímetros y, dado que se alimentaba debidamente, empezó a ganar envergadura. De vez en cuando, le sugería que regresase a Kibi para reunirse con su familia, pero él me suplicaba que le permitiera quedarse y juraba que seguiría a mi servicio o al de Makoto el resto de su vida. Jiro era el prototipo de hijo de campesino que se había unido a mi causa: ágil de mente, valeroso, fuerte. Solíamos armarlos con lanzas largas y les entregábamos corazas de cuero. Los organizábamos en destacamentos de veinte hombres y poníamos a uno de ellos a la cabeza. A quienes mostraban las aptitudes necesarias, los entrenábamos como arqueros. Desde luego, aquellos hijos de campesinos se encontraban entre mis hombres más valiosos.
En la tarde de la tercera jornada llegamos a la costa. No se veía tan desolada como en los alrededores de Matsue; de hecho, en aquel día de finales de verano el panorama era muy hermoso. Del mar en calma surgían abruptamente varios islotes de empinadas laderas. El agua era de un azul intenso, casi turquesa, y la brisa formaba ligeras olas que recordaban hojas de espada. Las islas, cubiertas por densas masas de pinos y cedros, parecían deshabitadas. A lo lejos, entre la bruma, distinguimos la voluminosa silueta de Oshima; el cono volcánico se encontraba oculto por las nubes. Más allá, fuera del alcance de la vista, se hallaba la ciudad de Hagi.
--Aquella debe de ser la guarida del dragón -dijo Makoto-. ¿Cómo piensas alcanzarla?
Desde el acantilado donde nos hallábamos la carretera conducía cuesta abajo hasta una pequeña bahía, donde se asentaba una aldea de pescadores: unas cuantas chozas, algunas barcas varadas en la playa de guijarros y un templo dedicado al dios del mar.
--Podemos usar una de esas barcas -dije yo con ciertas dudas, pues el lugar parecía desierto.
De las hogueras que los pescadores encendían para obtener sal del agua marina no quedaba más que pilas de troncos negros y chamuscados; no había la más mínima señal de movimiento.
--¡Nunca he navegado en una barca! -exclamó Jiro-. Sólo para cruzar el río.
--Yo tampoco -me confesó Makoto en voz baja mientras girábamos las cabezas de los caballos en dirección a la aldea.
Al vernos, los habitantes se habían ocultado; a medida que nos acercábamos a las chozas, intentaron huir. La belleza del entorno ocultaba una triste realidad. Yo había visto a muchos pobres a lo largo y ancho de los Tres Países, pero éstos eran los más míseros y desamparados que jamás había encontrado. Mis hombres salieron corriendo tras uno de los aldeanos que daba traspiés por la playa, mientras llevaba en brazos a un niño de unos dos años. Le atraparon sin dificultad, pues no podía correr más con su hijo a cuestas, y los trajeron a ambos de vuelta. El niño chillaba con todas sus fuerzas, pero el padre tenía el aspecto de quien está por encima del miedo o el sufrimiento.
--No vamos a herirte ni a quitarte nada -le aseguré-. Sólo estoy buscando a alguien que me lleve a Oshima.
El individuo elevó los ojos para mirarme y su rostro denotaba incredulidad. Uno de los hombres que le sujetaban le dio un manotazo.
--¡Habla cuando su señoría te pregunta!
--¿Su señoría? Aunque sea un señor, no se salvará de los Terada. ¿Sabéis cómo llamamos a Oshima? La Puerta del Infierno.
--Infierno o no, tengo que llegar hasta allí -repliqué-. Pagaré por ello.
--¿De qué nos sirve la plata? -preguntó el hombre con amargura-. Si alguien se entera de que tengo dinero, me matarán para quitármelo. Sólo sigo vivo porque no me queda nada que merezca la pena robar. Los bandoleros se llevaron a mi mujer y mis hijas. Mi hijo no se había destetado cuando secuestraron a su madre. Le alimenté con trapos mojados en agua y salmuera; yo masticaba pescado y se lo daba de mi propia boca, como las aves marinas. No puedo abandonarle para acompañaros a Oshima, porque allí podría morir.
--Entonces, encuentra a alguien que me lleve -le pedí-. Cuando regresemos a Maruyama enviaremos soldados para acabar con los bandidos. El dominio pertenece ahora a mi esposa, Shirakawa Kaede. Haremos de este sitio un lugar seguro para vosotros.
--No importa a quién pertenezca; su señoría no regresará de Oshima.
--¡Apresad al niño! -ordenó Makoto, indignado. Entonces le dijo al pescador-: Si no obedeces, tu hijo morirá.
--¡Quedaos con él! ¡Matadle! Es lo que debería haber hecho yo. Después, matadme a mí y mi sufrimiento habrá acabado.
Makoto saltó de su caballo y agarró al niño. Éste se aferraba como un mono al cuello de su padre y sollozaba ruidosamente.
--Dejadlos -dije mientras desmontaba y le entregaba las riendas a Jiro-. No podemos obligarlos -me quedé observando al hombre, atento para no encontrarme con su mirada; sin embargo, él no volvió a mirarme-. ¿Qué alimentos tenemos?
Jiro abrió las alforjas y sacó arroz envuelto en algas marinas, ciruelas encurtidas y pescado seco.
--Quiero hablar contigo a solas -le dije al hombre-. Siéntate con tu hijo a mi lado y come conmigo.
El hombre tragó saliva y clavó las pupilas en la comida. El niño olió el pescado y giró la cabeza. Entonces, alargó la mano hacia Jiro.
El padre asintió.
--Soltadle -ordené a los hombres, y tomé la comida que me entregó Jiro. A la puerta de una choza había una barca volcada-. Nos sentaremos aquí.
Me encaminé hacia la barca y el hombre me siguió. Me senté. Él se arrodilló a mis pies e hizo una reverencia; entonces, colocó al niño en el suelo y le empujó la cabeza hacia abajo. El pequeño había dejado de llorar, aunque de vez en cuando sorbía ruidosamente por la nariz. Levanté la comida y susurré la primera oración de los Ocultos, sin quitar la vista del hombre. Los labios de éste se movían en silencio. No tomó la comida. El niño alargó la mano para alcanzarla y empezó a llorar otra vez. El padre dijo:
--Si intentas tenderme una trampa, que el Secreto te perdone -entonces entonó la segunda oración y tomó una bola de arroz. La partió en pedazos y empezó a alimentar al niño-. Al menos mi hijo habrá probado el arroz antes de morir.
--No intento tenderte ninguna trampa -le entregué otra bola de arroz, que se metió entera en la boca-. Soy Otori Takeo, heredero del clan Otori. Fui criado entre los Ocultos y en mi niñez me llamaban Tomasu.
--Que el dios te bendiga y te proteja -dijo el hombre mientras agarraba el pescado de mis manos-. ¿Cómo me descubriste?
--Cuando mencionaste que deberías haber matado a tu hijo y a ti mismo, tus ojos se elevaron al cielo, como si estuvieras rezando.
--He rezado muchas veces pidiendo al Secreto que me llame a su lado. Ya sabes que me está prohibido dar muerte a mi hijo o a mí mismo.
--¿Sois todos Ocultos en la aldea?
--Sí, lo hemos sido durante generaciones, desde que los primeros maestros llegaron del continente. Nunca nos han perseguido por ello. La señora del dominio, que murió el año pasado, solía protegernos; pero los bandidos y los piratas se han ¡do volviendo más temerarios y numerosos con el paso del tiempo. Además, saben que nosotros no podemos defendernos luchando.
El hombre partió un trozo de pescado y se lo dio a su hijo. El niño lo agarró en el puño y me miró. Tenía los ojos pegajosos y enrojecidos; la cara, sucia y surcada de lágrimas. De repente, me sonrió.
--Como te he dicho, mi esposa heredó este dominio de la señora Maruyama. Juro que acabaremos con los bandoleros y lo convertiremos en un lugar en donde sus habitantes se encuentren a salvo. Conocí al hijo de Terada en Hagi y tengo que hablar con él.
--Hay un hombre que puede ayudarte. No tiene hijos y he oído que ha estado en Oshima. Intentaré encontrarle. Ve al templo; los sacerdotes huyeron y ahora está vacío. Puedes utilizar los edificios y dejar allí a tus caballos y a tus acompañantes. Si el hombre que te digo quiere llevarte, vendrá aquí esta noche. La travesía hasta Oshima es de medio día y tendréis que partir con la marea alta: por la mañana o al atardecer. Que él decida.
--No te arrepentirás de ayudarnos -dije yo.
Por primera vez, una sonrisa trémula le iluminó el rostro.
--Puede que su señoría se arrepienta, una vez que llegue a Oshima.
Me puse en pie y empecé a alejarme. Apenas había dado unos pasos cuando el hombre me llamó:
--¡Señor! ¡Señor Otori!
Cuando me giré, corrió hacia mí. El niño le seguía con torpes pasos, chupando un trozo de pescado. Visible mente incómodo, el hombre me preguntó:
--¿Los matarás?
--Sí -respondí-. Ya he matado antes y volveré a hacerlo, aunque me condene por ello.
--Que el Secreto se apiade de ti -murmuró él.
El sol empezaba a ocultarse y el cielo adquiría un intenso color púrpura. Sobre la playa oscura se proyectaban sombras alargadas. Las aves marinas lanzaban lamentos agudos y tristes, como almas en pena. Con un profundo suspiro, las olas lamían los guijarros y los arrastraban hacia el mar.
Los edificios del templo se encontraban en un estado lamentable. La madera, cubierta de liquen, se pudría a la sombra de unos árboles revestidos de moho y retorcidos de forma grotesca a causa de los tifones procedentes del norte. Aquella noche no soplaba el viento; la quietud resultaba asfixiante. Con todo, el gemido de las olas era contestado por el chirrido de las cigarras y el zumbido de los mosquitos. Soltamos a los caballos para que pastaran en el jardín repleto de malas hierbas y bebieran en los estanques. Las carpas habían desaparecido; con toda seguridad, habrían sido devoradas tiempo atrás por los aldeanos hambrientos. Se escuchaba el desamparado croar de una rana solitaria y, de vez en cuando, el ulular de una lechuza.
Jiro encendió una hoguera con ramas verdes para ahuyentar a los insectos y comimos parte de los alimentos que habíamos traído con nosotros; tuvimos que racionarlos, ya que por los alrededores no íbamos a encontrar nada que llevarnos a la boca. Ordené a los hombres que se echaran a dormir; los despertaríamos a medianoche. Conversaron en susurros durante unos instantes y unos minutos después su respiración se volvió acompasada.
--¿Qué haremos si ese individuo no se presenta esta noche? -preguntó Makoto.
--Tengo la impresión de que vendrá -repliqué yo.
Jiro permanecía en silencio junto al fuego y daba cabezazos intentando combatir el sueño.
--Échate -le dijo Makoto. Cuando el muchacho cayó en el repentino sopor propio de su edad, Makoto me preguntó en voz baja-: ¿Qué le dijiste al pescador para que accediera a ayudarte?
--Di de comer a su hijo -respondí-. A veces eso es suficiente.
--Fue algo más que eso. Te escuchaba como si hablaseis el mismo lenguaje.
Me encogí de hombros.
--Veremos si el otro individuo se presenta.
Makoto prosiguió:
--Lo mismo ocurre con el paria. Se atreve a acercarse a ti como si estuvieras en deuda con él y te habla casi como a un igual. Quise matarle por su insolencia cuando estábamos en el río; pero tú le escuchaste, y él a ti también.
--Jo-An me salvó la vida en el camino a Terayama.
--¡Hasta sabes cómo se llama! -exclamó Makoto- Nunca en mi vida he sabido el nombre de un paria.
Los ojos me escocían por el humo de la hoguera. No respondí. No le había dicho a Makoto que yo había nacido en el seno de los Ocultos, que me había criado entre ellos. Se lo había contado a Kaede, a nadie más. Era algo que me habían enseñado a esconder desde niño y, tal vez, el único mandamiento de la doctrina de los Ocultos que aún obedecía.
--Me has hablado de tu padre -dijo Makoto-, sé que tenía sangre de la Tribu y de los Otori. Pero nunca has mencionado a tu madre. ¿Quién era?
--Era una campesina de Mino, una pequeña aldea de montaña situada al otro lado de Inuyama, casi en la frontera de los Tres Países. Nadie ha oído hablar del pueblecito. Tal vez por eso me unen lazos con los parias y los pescadores.
Yo intentaba dar un tono de ligereza a mis palabras. No quería pensar en mi madre. Me habían sucedido tantas cosas desde que la viera por última vez y me había apartado tanto de las creencias en las que ella me había educado que, cuando me venía a la memoria, una sensación de incomodidad me embargaba. No sólo sobreviví cuando mi pueblo entero había muerto, sino que ya no creía en la causa por la que aquellas gentes perdieron la vida. Tenía yo otros objetivos, otras preocupaciones más acuciantes.
--«¿Era?». ¿Es que acaso ha muerto?
En el jardín silencioso y abandonado del templo, ante las llamas de la hoguera y con los suspiros del mar a lo lejos, una tensión creció entre nosotros. Makoto anhelaba conocer mis secretos más profundos; yo quería sincerarme con él. En ese momento, cuando los demás dormían y sólo nosotros dos nos manteníamos en vela en aquel entorno espectral, me pareció adivinar las señales del deseo. Yo era consciente de que Makoto me amaba; era algo a lo que me había acostumbrado, como a la lealtad de los hermanos Miyoshi o a mi amor por Kaede. Makoto era una constante en mi mundo. Le necesitaba. Nuestra relación podría haber cambiado desde la noche en la que él me había consolado en Terayama; pero entonces, tras la muerte de Shigeru, yo me sentía solo y vulnerable.
El fuego casi se había apagado y apenas lograba distinguir el rostro de mi amigo, aunque notaba su mirada clavada en mí. Me pregunté qué sospecharía. Pensé que en cualquier momento llegaría a averiguar la verdad. Entonces, decidí iniciar mi relato:
--Mi madre pertenecía a los Ocultos y yo fui criado bajo su doctrina. Ella y el resto de mi familia murieron a manos de los Tohan. Shigeru me rescató. Jo-An y el pescador también son Ocultos. Al vernos..., nos reconocemos como tales -Makoto no pronunció palabra y yo continué-: Doy por sentado que no le hablarás de esto a nadie.
--¿Lo sabe nuestro abad?
--Nunca me lo mencionó, pero debió de enterarse por Shigeru. En todo caso, ya no soy creyente. He incumplido todos los mandamientos, en particular la prohibición de matar.
--Por descontado, jamás se lo diré a nadie: te perjudicaría terriblemente entre el clan de los guerreros. Casi todos opinan que Ilida tenía razones de sobra para perseguir a los Ocultos, y no pocos le imitaron. Ahora me explico muchas cosas de ti que antes no entendía.
--Tú, como monje guerrero seguidor del Iluminado, debes de odiar a los Ocultos.
--No es odio lo que siento, más bien perplejidad por sus misteriosas creencias. Sé muy poco sobre los Ocultos y puede que lo que me han contado no sea del todo cierto. Tal vez algún día podamos hablar de ello, cuando lleguen tiempos de paz.
En su voz noté un esfuerzo por mostrarse imparcial, por no herirme.
--Lo más importante que mi madre me enseñó fue la compasión hacia los demás -dije yo-. La clemencia y el aborrecimiento de la crueldad. Pero, desde entonces, he aprendido a erradicar la compasión y me he comportado de forma cruel.
--Tales son los requisitos de la autoridad y la guerra -replicó Makoto-. Es el camino por el que el destino nos guía. En el templo también nos enseñan a no matar, pero sólo los santos pueden aspirar a ello, y aun así al final de su vida. No es pecado luchar en defensa propia para vengar a tu señor, ni para conseguir la justicia y la paz.
--Eso me decía Shigeru.
Hubo un momento de silencio en el que pensé que Makoto me iba a tomar en sus brazos. Con toda honestidad, no me habría negado. Se levantó en mí el repentino anhelo de tumbarme y sentirme abrazado. Puede que yo incluso hiciera un ligero movimiento hacia él... Pero fue Makoto quien se apartó. Se puso de pie y me dijo:
--Duerme un rato. Yo montaré guardia y dentro de poco despertaré a los hombres.
Me mantuve cerca del fuego para huir de los mosquitos, pero seguían zumbando alrededor de mi cabeza. El mar continuaba con su incesante vaivén sobre la playa de guijarros. Me encontraba inquieto por los secretos que acababa de revelar, por mi propia ausencia de fe y por lo que Makoto pudiera pensar de mí a partir de entonces. Como si yo fuera un niño, me hubiera gustado que me asegurase que nada iba a cambiar. Deseaba volver junto a Kaede. Temía desaparecer en Oshima, en la guarida del dragón, y no volver a verla.
Por fin logré conciliar el sueño. Por vez primera desde la muerte de mi madre, soñé con ella de forma vivida. Se encontraba delante de mí, a la puerta de nuestra casa de Mino. Yo olía la comida que cocinaba sobre el fuego y escuchaba el golpe seco del hacha con la que mi padrastro cortaba leña. En el sueño, me invadió una oleada de alegría y de alivio al comprobar que estaban vivos. Entonces, noté un ruido a mis pies y sentí que algo empezaba a treparme por el cuerpo. Mi madre bajó la vista con ojos vacíos, sorprendidos. Quise ver qué estaba observando y seguí su mirada con la mía.
El suelo se había convertido en una negra masa de cangrejos con los caparazones arrancados. Empezó el griterío, el que yo había escuchado en otro templo, hacía ya una eternidad, cuando un hombre fue descuartizado por los Tohan. Sabía que los cangrejos iban a desgarrarme, del mismo modo en el que antes yo les había arrancado los caparazones a ellos.
Me desperté, horrorizado y empapado de sudor. Makoto se encontraba de rodillas a mi lado.
--Ha llegado un hombre -me comunicó-. Dice que sólo hablará contigo.
Un sentimiento de temor pesaba sobre mí. No quería viajar a Oshima con aquel extraño. Deseaba regresar a Maruyama de inmediato y reunirme con Kaede. Ojalá hubiese podido enviar a un emisario para llevar a cabo un cometido que, posiblemente, nunca tendría éxito. Pero cualquier otro que no fuese yo encontraría la muerte a manos de los piratas antes de tener la oportunidad de entregar mi mensaje. Una vez que había llegado tan lejos, que me habían enviado a aquel tipo para que me trasladara hasta los Terada, no podía dar marcha atrás.
El hombre estaba arrodillado a espaldas de Makoto. Bajo la oscuridad tan sólo pude ver su silueta. Se disculpó por no haber venido antes, pero la marea no era la adecuada hasta la segunda mitad de la hora del Buey y, como había luna llena, pensó que yo preferiría navegar de noche antes que esperar a la marea de media tarde. Parecía más joven que el pescador que me le había enviado y su forma de hablar era más refinada y denotaba cierta educación, por lo que no resultaba fácil situarle en la escala social.
Makoto quería enviar conmigo al menos a uno de los hombres, pero el dueño de la embarcación se negó a transportar a nadie más alegando que la barca era demasiado pequeña. Me ofrecí a entregarle unas monedas de plata antes de partir, pero el hombre soltó una carcajada y afirmó que no tenía sentido entregárselas a los piratas con tanta facilidad; las tomaría cuando regresáramos y, si no lo hiciéramos, alguien vendría a buscarlas.
--Si el señor Otori no regresa, la única recompensa que obtendrás será la hoja del sable -amenazó Makoto con tono malhumorado.
--Si muero, quienes de mí dependen merecen una compensación -replicó él-. Éstas son mis condiciones.
Me mostré de acuerdo en aceptarlas, a pesar de los recelos de Makoto. Quería partir cuanto antes, liberarme del miedo que la pesadilla me había producido. Shun, mi caballo, me despidió con un relincho mientras me alejaba junto al barquero. Le había encargado a Makoto que cuidase de él y no lo perdiese de vista. Llevé a Jato conmigo y, como de costumbre, también transportaba las armas de la Tribu ocultas bajo las ropas.
La barca estaba varada justo por encima de la marca de la marea alta. Nos acercamos en silencio. Ayudé al hombre a arrastrarla hasta el agua y entonces embarqué de un salto. Él empujó un poco más y a continuación subió a bordo y empujó con el remo desde la popa. Más tarde, sujeté el remo mientras el barquero izaba una pequeña vela cuadrada, elaborada con paja. Su color amarillento brillaba bajo la luz de la luna y los amuletos sujetos al mástil tintineaban, movidos por el viento proveniente de la costa que, junto al flujo de la marea, nos llevaría hasta la isla.
La noche era clara y la luna llena arrojaba una estela de plata sobre el mar en calma. La barca entonaba su canción de viento y de olas, la misma melodía que recordaba de las canoas en las que Fumio y yo habíamos navegado en Hagi. La sensación de libertad y la emoción prohibida de aquellas noches me vinieron a la memoria y alejaron la urdimbre de temor con la que la pesadilla me había atrapado.
Podía ver con bastante nitidez al joven, de pie, en el extremo de la barca. Sus rasgos me resultaban vagamente familiares; sin embargo, estaba convencido de que no lo había visto nunca antes.
--¿Cómo te llamas?
--Ryoma, señor.
--¿No tienes apellido?
Negó con la cabeza y pensé que no diría nada más. Al fin y al cabo, le había contratado únicamente para que me trasladara a Oshima; no tenía obligación de hablar conmigo. Bostecé y me ajusté el manto, dispuesto a echar una cabezada.
Entonces Ryoma dijo:
--Si tuviera apellido, sería el mismo que el vuestro. Abrí los ojos de par en par y agarré la empuñadura de Jato, pues lo primero que pensé era que el barquero se refería a los Kikuta, que era uno de sus asesinos. Pero él no se movió de la popa de la embarcación y, con un matiz de amargura en la voz, prosiguió:
--Por derecho propio debería llevar el apellido Otori, pero mi padre se negó a reconocerme.
Su historia no era infrecuente. Su madre había sido criada en el castillo de Hagi, unos veinte años atrás, y había atraído la atención de Masahiro, el más joven de los señores Otori. Cuando se descubrió su embarazo, Masahiro afirmó que la muchacha era una ramera y que el hijo podría ser de cualquiera. La familia de la joven no tuvo más remedio que venderla para la prostitución, por lo que su hijo perdió toda posibilidad de ser reconocido por el padre. Masahiro contaba con numerosos hijos varones legítimos y no tenía ningún interés por los nacidos fuera del matrimonio.
--Dicen que me parezco a él -añadió Ryoma.
Las estrellas se habían desvanecido y el cielo comenzaba a palidecer. La aurora tino el firmamento de un rojo tan intenso como el del atardecer del día anterior. Ahora que veía a aquel hombre con toda claridad, caí en la cuenta del motivo por el que me resultaba familiar. Llevaba el sello Otori en la cara, al igual que yo, si bien él mostraba la barbilla chata y los ojos cobardes de su padre.
--Sí, existe un parecido -convine yo-. De modo que somos primos.
No se lo dije a Ryoma, pero recordé con claridad la voz de Masahiro cuando, sin él saberlo, escuché sus palabras: "Si adoptáramos a todos nuestros hijos ilegítimos...'. Aquel joven me intrigaba; era lo que habría sido yo si no se hubiera producido una divergencia en nuestros caminos. Yo había sido reclamado por mis dos familias; él, por ninguna.
--Y ahora -dijo Ryoma- vos sois el señor Otori Takeo, adoptado por Shigeru y legítimo heredero del dominio; en cambio yo soy poco más que un paria.
--¿Es que conoces mi historia?
--Mi madre lo sabe todo sobre los Otori -respondió con una carcajada-. Además, ya conocéis de sobra vuestra fama.
Su actitud resultaba chocante: aduladora y familiar al mismo tiempo. Imaginé que su madre le había mimado, que había alentando en él falsas expectativas respecto a su posición social; le habría contado historias de sus parientes, los señores de los Otori, dejándole orgulloso e insatisfecho a la vez, carente de recursos para enfrentarse a la realidad de su propia vida.
--¿Es por eso por lo que accediste a ayudarme?
--En parte, sí. Quería conoceros. He trabajado para los Terada; he viajado a Oshima muchas veces. Dicen que es la entrada del infierno, pero yo he estado allí y he sobrevivido -su voz denotaba cierta jactancia. Hizo una pausa y, cuando volvió a hablar, lo hizo con tono de súplica-: Confiaba en que pudierais ayudarme, como contrapartida -me miró fugazmente-. ¿Pensáis atacar Hagi?
Yo no deseaba proporcionarle demasiada información, por si fuera un espía.
--De todos es conocido que tu padre y su hermano mayor traicionaron a Shigeru y le enviaron a manos de Ilida. Les considero responsables de su muerte.
Entonces Ryoma sonrió.
--Eso es justo lo que esperaba. Yo también tengo una cuenta pendiente con ellos.
--¿Con tu propio padre?
--Le odio más de lo que un hombre es capaz de odiar-replicó Ryoma-. Los Terada también detestan a los Otori. Si decidís atacarlos, es posible que encontréis aliados en Oshima.
Aquel primo mío no era un necio, sabía bien cuál era mi misión.
--Estoy en deuda contigo por haberme traído hasta aquí -dije yo-. He incurrido en muchas deudas para vengar a Shigeru. Cuando asuma el control de Hagi, pagaré todas ellas.
--Dadme mi apellido -suplicó él-. Es todo lo que pido.
A medida que nos aproximábamos a la isla, me contó que iba allí de cuando en cuando; llevaba mensajes y retazos de información sobre expediciones al continente o acerca del traslado de plata, seda y otros bienes valiosos entre las ciudades costeras.
--Los Terada no pueden hacer más que irritar a los Otori -afirmó Ryoma-. Pero entre vos y yo podemos acabar con ellos.
Yo no le mostré mi acuerdo ni mi desacuerdo. Entonces, le pregunté sobre el pescador y sobre cómo le había conocido.
--Si deseáis saber si yo creo en su necia doctrina, la respuesta es no, de ninguna manera -se echó a reír-. Mi madre sí comparte sus creencias; están muy extendidas entre las prostitutas. Tal vez en ellas encuentran consuelo a sus vidas desgraciadas. Además, saben mejor que nadie que, bajo las ropas, todos los hombres son iguales. Pero yo no creo en ningún dios ni en otra vida posterior. Nadie es castigado después de morir. Por eso quiero que los Otori sean castigados ahora.
El sol había eliminado la bruma y el cono del volcán se veía ahora con claridad; descollaba por encima del océano y expulsaba bocanadas de humo. Las olas arrojaban espuma blanca contra los oscuros acantilados. El viento, que soplaba con más fuerza, nos arrastró sobre el oleaje. Cuanto más nos acercábamos a la isla, mayor era la fuerza de la marea; una ola gigantesca cayó sobre nosotros y el estómago se me revolvió. Levanté la vista hacia el escarpado islote y respiré hondo un par de veces. No deseaba sentirme mareado cuando me encontrara con los piratas.
Rodeamos el promontorio y llegamos a sotavento. Ryoma me dio instrucciones a gritos para que empuñara el remo, ya que la vela se agitaba con fuerza. La desató y la dejó caer; a continuación, impulsó la barca a través del agua, ahora más calmada, y se dirigió a puerto.
Se trataba de un fondeadero natural de aguas profundas, a cuyo alrededor se habían construido muros y malecones de piedra. Al ver la flota de barcos allí amarrada, el corazón me dio un vuelco de alegría. Eran una docena, por lo menos; robustos y en perfecto estado para navegar, capaces de transportar decenas de hombres.
El puerto estaba custodiado por fortalezas de madera situadas a ambos extremos. Divisé hombres en el interior, apostados en las mirillas de tiro, sin duda con los arcos dirigidos hacia mí. Cuando Ryoma agitó los brazos y lanzó un grito, dos hombres salieron del fortín más cercano. No devolvieron el saludo, aunque, según se acercaban caminando hasta nosotros, uno de ellos hizo un ligero gesto de asentimiento con la cabeza. Cuando llegamos al muelle, el hombre gritó:
--Eh, Ryoma, ¿quién es el pasajero?
--El señor Otori Takeo -respondió Ryoma dándose aires de importancia.
--¿En serio? Será entonces tu hermano, ¿no? ¿Otra equivocación de tu madre?
Ryoma atracó la barca con notable destreza y la sujetó para mantenerla estable mientras yo desembarcaba. Los dos hombres seguían riéndose. Yo no deseaba provocar un altercado, pero tampoco iba a permitir que me insultaran sin arrepentirse por ello.
--Soy Otori Takeo -dije-. No soy la equivocación de nadie. Estoy aquí para hablar con Terada Fumio y con su padre.
--Y nosotros estamos aquí para alejar de ellos a la gente como tú -dijo el hombre más corpulento.
Tenía el cabello largo; la barba, tan poblada como los habitantes del norte; la cara, marcada por cicatrices. Blandió su espada delante de mí y sonrió. Fue muy fácil. Su arrogancia y su necedad le hicieron vulnerable al sueño de los Kikuta. Mantuve su mirada y, al momento, abrió la boca y la sonrisa se transformó en una mueca de asombro mientras los ojos se le ponían en blanco y las rodillas se le doblaban. Era un hombre voluminoso y, al desplomarse como un fardo, se golpeó la cabeza contra las piedras.
Su compañero sacó la espada para atacarme; era el movimiento que yo había estado esperando. En un abrir y cerrar de ojos, desenfundé a Jato y me desdoblé. Cuando el hombre golpeó inútilmente mi segunda imagen, asesté un golpe en su espada, que giró y salió volando por los aires.
--Comunica a Terada que estoy aquí -ordené.
Ryoma había amarrado la barca en el muelle y recogió la espada del hombre.
--Es el señor Otori, idiota. El de todas las historias que cuentan. Tienes suerte de que no te haya matado en el acto.
Otros hombres llegaron corriendo desde el fuerte y se fueron postrando de rodillas ante mí.
--Perdonadme, señor. No tenía intención de ofenderos -balbuceó el guardia abriendo los ojos como platos tras presenciar lo que sin duda era para él un acto de brujería.
--Por suerte para ti, me encuentro de buen humor -respondí-. Pero has insultado a mi primo. Creo que debes disculparte.
Con Jato apuntándole al cuello, el hombre se disculpó, lo que hizo que el rostro de Ryoma se iluminara con una sonrisa de satisfacción.
--¿Qué será de Teruo? -preguntó el guardia, y señaló a su compañero, inconsciente sobre el suelo.
--No le ocurrirá nada. Cuando se despierte, habrá aprendido a ser más educado. Ahora, tened la bondad de informar a Terada Fumio de mi llegada.
Dos de los hombres salieron corriendo mientras que los demás regresaban al fortín. Me senté sobre el muro del embarcadero. Un gato color carey que había observado el encuentro con interés se acercó al hombre yaciente, olisqueó y, acto seguido, se colocó de un salto junto a mí y empezó a limpiarse a lametazos. Nunca había visto yo un felino tan gordo. Los marineros tienen fama de supersticiosos; sin duda creían que el color del gato les traería suerte, por lo que lo mimarían y alimentarían en exceso. Me pregunté si lo llevarían consigo en sus viajes.
Acaricié al animal y paseé la vista por los alrededores. A espaldas de la ciudad se hallaba una pequeña aldea y, a mitad de la ladera de la colina, se elevaba una enorme edificación de madera, en parte castillo y en parte residencia. Desde allí se debía de apreciar un excelente panorama de la costa y del mar hasta la ciudad de Hagi. Me maravillé ante el emplazamiento y el modo en el que el edificio estaba construido. Entendí entonces por qué nadie había logrado expulsar a los piratas de su guarida.
Vi cómo los hombres subían a toda prisa por el sendero de la colina y les escuché comunicar mi mensaje a las puertas de la residencia. Al momento, percibí la voz de Fumio, tan familiar para mí; un poco más profunda y madura, tal vez, pero con la misma cadencia de entusiasmo que recordaba. Me puse en pie y caminé hasta el extremo del embarcadero. El gato se bajó del muro de un salto y me siguió. Una pequeña muchedumbre de lugareños se había congregado con actitud hostil y suspicaz. Mantuve la mano en la empuñadura de mi sable y abrigué la esperanza de que la presenda del gato los apaciguara. Permanecían de pie, observándome con curiosidad. Casi todos se mostraban tan tensos como yo mismo, mientras que Ryoma les informaba sobre mi identidad.
--Es Otori Takeo, hijo y heredero del señor Shigeru. Fue él quien mató a Ilida -explicaba, y de vez en cuando añadía, como para sí-: Me ha llamado primo.
Fumio bajó la colina corriendo. Yo había estado preocupado por su reacción, pero su bienvenida fue calurosa. Nos abrazamos como hermanos. Parecía mayor; se había dejado bigote y estaba más robusto -de hecho, se encontraba tan bien alimentado como el gato-, pero su rostro expresivo y sus ojos llenos de vida seguían siendo los mismos.
--¿Has venido solo? -preguntó Fumio mientras daba un paso hacia atrás para examinarme.
--Me trajo este hombre.
Señalé a Ryoma, quien se había puesto de rodillas al ver aproximarse a Fumio. Fueran cuales fuesen sus pretensiones, aquel hombre sabía dónde se encontraba el poder.
--No puedo quedarme mucho tiempo; confío en que me lleve de vuelta a la costa esta misma noche.
--Espera aquí al señor Otori -le ordenó Fumio y, mientras nos alejábamos, les dijo a los guardias-: Dadle algo de comer.
"Y no os riáis de él", quise añadir yo, pero temí avergonzarle aún más. Confié en que le trataran mejor después de mi intervención, aunque lo dudaba. Era la clase de hombre que invita a ser ridiculizado, siempre condenado al papel de víctima.
--Imagino que has venido con un propósito -comentó Fumio mientras avanzábamos colina arriba. No había perdido ni un ápice de su energía ni de su resistencia-. Nos daremos un baño y comeremos; después te llevaré ante mi padre.
A pesar de la importancia de mi misión, la tentación del agua caliente me resultaba más apremiante. La vivienda fortificada estaba construida alrededor de una serie de lagunas y de las rocas emanaba agua burbujeante. Aun sin contar con sus violentos habitantes, Oshima, la Puerta del Infierno, habría sido un lugar brutal: el volcán arrojaba humo por encima de nosotros, el aire olía a azufre y nubes de vapor brotaban de la superficie de las charcas, donde las rocas descollaban como cadáveres petrificados.
Entonces nos desnudamos y nos introdujimos en el agua humeante. Nunca me había bañado en agua tan caliente, casi hirviendo. Tuve la impresión de que la piel se me iba a desprender. Tras el primer momento de agonía, la sensación que me invadió fue indescriptible. Desaparecieron de un plumazo las duras jornadas de marcha, las noches a la intemperie, la travesía nocturna. Sabía que debía mantenerme en guardia -una amistad de la adolescencia no siempre es base suficiente para la confianza-, pero en aquel momento cualquiera podría haberme asesinado y, posiblemente, habría muerto feliz.
Fumio me dijo:
--De vez en cuando nos han llegado noticias sobre ti y sé que has estado muy ocupado desde que nos vimos por última vez. Lamenté mucho la muerte del señor Otori.
--Fue una pérdida terrible, no sólo para mí, sino para el clan. Todavía persigo a sus asesinos.
--Pero Ilida ha muerto, ¿no es así?
--Sí, Ilida ya ha pagado por ello, pero fueron los señores de los Otori quienes planearon la muerte de mi padre adoptivo y, a traición, se lo entregaron a Ilida.
--¿Tienes intención de castigarlos? Si es así, puedes contar con los Terada para llevar a cabo tu plan.
Le relaté brevemente mi matrimonio con Kaede, nuestro viaje a Maruyama y le hablé de las tropas a nuestro mando.
--Pero debo regresar a Hagi y hacerme cargo de mi herencia. Los señores de los Otori no me la van a entregar por las buenas, de modo que tendré que tomarla por la fuerza. Lo prefiero, porque así también acabaré con ellos.
Fumio sonrió y arqueó las cejas.
--Has cambiado desde que te conocí.
--No he tenido más remedio.
Salimos del agua caliente, nos vestimos y nos sirvieron la comida en una de las numerosas habitaciones de la residencia. Recordaba a un almacén, a una especie de arca del tesoro rebosante de objetos bellos y valiosos, posiblemente robados en barcos mercantes: tallas de marfil, jarrones de celadón, brocados, cuencos de plata y de oro, pieles de leopardo y de tigre... Nunca había estado antes en un lugar parecido. A pesar de la enorme cantidad de objetos preciosos allí exhibidos, ninguno de ellos gozaba del comedimiento o la elegancia que presidían las viviendas de la casta militar.
--Mira las piezas con detenimiento -me indicó Fumio cuando hubimos terminado de comer-. Mientras tanto, iré a hablar con mi padre. Si hay algo que te guste, quédatelo. Mi padre adquiere estas cosas, pero no significan nada para él.
Le di las gracias por el ofrecimiento, si bien no tenía intención alguna de llevarme nada. Permanecí sentado en silencio, aguardando su regreso, aparentemente relajado pero sin bajar la guardia. La bienvenida de Fumio había sido afectuosa, pero yo ignoraba qué alianzas tenían los Terada... ¿Y si mantuvieran un acuerdo con los Kikuta? Agucé el oído con el fin de localizar a todos los moradores de la casa e intenté identificar sus voces y acentos, aunque era consciente de que si me habían tendido una trampa no tenía ninguna posibilidad de escapar. Había penetrado en la guarida del dragón.
Ya había localizado a Terada -el dragón mismo- al fondo de la residencia. Le escuché dar órdenes, pedir té, un abanico, vino. Su voz era tosca y llena de energía, como la de Fumio, a veces apasionada y a menudo colérica; pero también ocultaba un cierto sentido del humor. No pensaba subestimar a Terada Fumifusa. Aquel hombre había escapado de la rígida jerarquía del sistema de clanes, había desafiado a los Otori y convertido su nombre en uno de los más temidos en el País Medio.
Por fin, Fumio regresó a mi lado y me condujo hasta el fondo de la residencia, a una estancia que, como un nido de águilas, se encaramaba por encima de la aldea y el puerto y miraba hacia Hagi. A lo lejos divisé la familiar silueta de las montañas a espaldas de la ciudad. El mar, de color turquesa y jaspeado como la seda, se encontraba en calma; las olas formaban un fleco de espuma al chocar contra las rocas. Un ave rapaz pasó planeando bajo nosotros; parecía tan pequeña como una alondra.
Era la sala más extraordinaria que yo había conocido. Ni siquiera la planta superior del castillo más alto se encontraba tan elevada ni tan expuesta a los elementos. Me pregunté qué sucedería cuando los tifones del otoño arrasaran la costa. El edificio estaba protegido por la curva natural de la isla. La construcción de algo semejante hablaba de un gran orgullo, tan grande como el de un señor de la guerra.
Terada se hallaba sentado sobre una piel de tigre, frente a las ventanas abiertas. Junto a él, en una mesa baja, se veían mapas y cartas de navegación, lo que parecían cuadernos de bitácora y un tubo que recordaba a una flauta de bambú. Un escriba estaba arrodillado a un extremo de la mesa, pincel en mano y con una piedra de tinta delante.
Hice una profunda reverencia a Terada y mencioné mi nombre y ascendencia. Él devolvió la reverencia, lo que entendí como una cortesía por su parte, pues si alguien ostentaba poder en aquel lugar, sin duda era él.
--Mi hijo me ha hablado mucho de ti -dijo Terada-. Eres bienvenido.
Me hizo un gesto para que me sentara a su lado. Cuando me adelanté, el escriba inclinó la cabeza hasta tocar con la frente en el suelo y permaneció en aquella posición.
--Tengo entendido que dejaste inconsciente a uno de mis hombres sin necesidad de ponerle un dedo encima. ¿Cómo lo hiciste?
--Solía hacerlo con los perros cuando éramos niños -terció Fumio, quien estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas.
--Cuento con algunos dones -dije-. No tuve intención de herirle.
--¿Dones de la Tribu? -preguntó Terada exigiendo una respuesta.
Yo no dudaba que él llegaría a hacer uso de ellos y que sabía a la perfección de qué poderes extraordinarios se trataba.
Incliné la cabeza ligeramente.
Terada contrajo los ojos e hizo una mueca.
--Enséñame cómo lo haces -alargó la mano y golpeó la cabeza del escriba con el abanico-. Utiliza a este hombre.
--Perdóname -dije-. Por humildes que sean mis poderes, no deseo exhibirlos como si fueran los trucos de un comediante.
--Hum... -Terada se quedó mirándome fijamente-. ¿Quieres decirme que te niegas a actuar, cuando te lo estoy ordenando?
--El señor Terada lo ha expresado con absoluta corrección -respondí.
Durante unos instantes reinó un incómodo silencio; entonces, Terada se rió entre dientes.
--Fumio me advirtió de que no podría manejarte a mi antojo. Has heredado algo más que el físico de los Otori; también cuentas con su terquedad. Bueno, la magia no me llama demasiado la atención, al menos esa clase de magia.
Tomó el tubo que había sobre la mesa en las manos, colocó un extremo sobre uno de sus ojos y guiñó el otro.
--Ésta es mi magia -sentenció, y me pasó el tubo-. ¿Qué te parece?
--Póntelo en el ojo -me instó Fumio con una sonrisa.
Sujeté el tubo con cautela, intentando olfatearlo con disimulo por si estaba envenenado.
Fumio soltó una carcajada.
--¡No hay ningún peligro!
Cuando miré por el extremo, solté sin querer una exclamación. Las montañas remotas y la ciudad de Hagi parecían haber dado un salto para acercarse a mí. Me aparté el tubo del ojo y allí estaban, otra vez en la lejanía, apenas visibles. Los Terada, padre e hijo, no paraban de reír.
--¿Qué es esto? -pregunté.
No parecía cuestión de magia. Era producto de la mano del hombre.
--Es una especie de cristal tallado como una lenteja. Hace que los objetos parezcan más grandes y acerca los que están lejos -me explicó Terada.
--¿Procede del continente?
--Lo tomamos de un barco del continente. Allí hace tiempo que tienen inventos parecidos; pero, según me han contado, éste fue fabricado por los bárbaros del sur, en un país lejano -Terada se inclinó hacia delante y lo recogió de mi mano; a continuación, miró por el cristal y sonrió-. ¡Y pensar que existen países y pueblos que fabrican artefactos como éste! Aquí, en las Ocho Islas, creemos que somos lo mejor del mundo... Sin embargo, a veces pienso que únicamente somos unos ignorantes.
--Nuestros hombres nos han traído noticias sobre armas que matan a grandes distancias, con plomo y fuego -terció Fumio-. Estamos intentando conseguir algunas, para utilizarlas.
Fumio miró por la ventana con ojos impacientes, parecía ansioso por explorar el gigantesco mundo que se extendía más allá del mar. Imaginé que la isla sería como una prisión para él.
El extraño artefacto que tenía frente a mí y la mención de aquellas armas misteriosas me produjeron un sentimiento de inquietud. La altura de la sala, los profundos acantilados a nuestros pies y mi propio cansancio hicieron que la cabeza me empezase a dar vueltas. Respiré profundamente, con calma, pero notaba cómo un sudor frío me brotaba en la frente y en las axilas. Adiviné que una alianza con los piratas aumentaría su fortaleza y abriría camino para una oleada de objetos nuevos que cambiarían por completo la sociedad que yo mismo me esforzaba por establecer. En la sala reinó el silencio. Escuchaba los suaves sonidos de los moradores de la residencia, el batir de las alas de las águilas, el murmullo distante del mar, las voces de los hombres en el puerto. Una mujer cantaba mientras molía arroz; era una balada sobre una muchacha que se enamoraba de un pescador.
El aire parecía brillar tenuemente, al igual que el mar en la distancia, como si un velo de seda se hubiera retirado del rostro de la realidad. Muchos meses antes, Kenji me había dicho que existió un tiempo en el que todos los hombres gozaban de los poderes extraordinarios que en la actualidad sólo conservaba la Tribu, y entre sus miembros, únicamente algunos individuos, como yo. Pronto nosotros desapareceríamos también y nuestras dotes serían olvidadas, sustituidas por la magia de la técnica que los Terada tanto deseaban. Reflexioné sobre mi papel a la hora de erradicar tales poderes, pensé en los miembros de la Tribu que ya había destrozado y sentí una dolorosa punzada de arrepentimiento. A pesar de ello, sabía que acabaría estableciendo un pacto con los Terada. No me echaría atrás. Y si las armas de fuego y el tubo misterioso pudiesen ayudarme, no dudaría en utilizarlos.
La estancia dejó de oscilar y la sangre fluyó de nuevo por mis venas. Tan sólo habían transcurrido unos instantes. Entonces, Terada dijo:
--Tengo entendido que me traes una propuesta. Me interesa escucharla.
Yo le expliqué cómo Hagi sólo podía ser tomada por mar. Describí a grandes líneas el plan: enviaría la mitad de mi ejército como señuelo para atraer a las fuerzas de los Otori a la orilla del río, mientras que la otra mitad sería transportada por barco y atacaría el castillo. En recompensa por la ayuda de los Terada, los reintegraría en Hagi y mantendría una flota permanente de buques de guerra bajo su mando. Una vez que la paz hubiera sido restaurada, el clan financiaría expediciones al continente para promover el intercambio de conocimientos y el comercio.
--Conozco el poder e influencia de vuestra familia -concluí-. No puedo creer que deseéis permanecer aquí, en Oshima, para siempre.
--Es cierto que me gustaría regresar a mi casa familiar. Los Otori la confiscaron, como ya sabes.
--Se os devolverá -prometí.
--Tienes mucha confianza en ti mismo -opinó Terada con un punto de humor.
--Sé que puedo triunfar... con vuestra ayuda.
--¿Cuándo atacarías?
Fumio me miró, los ojos le brillaban.
--Lo antes posible. La rapidez y la sorpresa son mis mejores armas.
--Esperamos los primeros tifones cualquier día de éstos -advirtió Terada-. Por eso todos nuestros barcos están en puerto. Pasará un mes antes de que podamos hacernos a la mar otra vez.
--Entonces, nos pondremos en marcha tan pronto como el tiempo mejore.
--No eres mayor que mi hijo -dijo Terada-. ¿Qué te hace pensar que puedes dirigir un ejército?
Le informé sobre nuestras fuerzas y equipamiento, nuestra base en Maruyama y las batallas que ya había ganado. Sus ojos se contrajeron y emitió un gruñido, sin articular palabra por el momento. Yo notaba su lucha interior entre la prudencia y las ansias de venganza. Por fin, golpeó con el abanico sobre la mesa y el escriba dio un respingo. Me hizo una profunda reverencia y me habló de manera formal, diferente a la que había empleado hasta ese momento:
--Señor Otori, os ayudaré en esta misión y seré testigo de vuestra toma de Hagi. La casa y la familia Terada os lo juran. Os ofrecemos nuestra fidelidad. Nuestros barcos y hombres ya se encuentran a vuestra disposición.
Emocionado, le di las gracias. Terada ordenó que trajeran vino y bebimos para celebrar el acuerdo. Fumio se mostraba eufórico. Como yo descubriría más tarde, tenía sus propias razones para desear el regreso a Hagi, al igual que la muchacha con la que iba a casarse. Mientras los tres tomábamos juntos la comida del mediodía, conversamos sobre tropas y estrategia. A media tarde, Fumio me llevó al puerto para enseñarme los barcos.
Ryoma nos esperaba en el embarcadero y el gato estaba a su lado. Nos saludó efusivamente y me siguió como una sombra mientras subimos a bordo de la nave más cercana para que Fumio me la enseñara. Quedé impresionado por su tamaño y capacidad, así como por la forma en la que los piratas la habían fortificado con parapetos y escudos de madera. Disponía de gigantescas velas de lona y de gran cantidad de remos. De repente, el plan que hasta entonces había sido una vaga idea en mi mente tomó forma real.
Decidimos que Fumio enviaría un mensaje a Ryoma en cuanto las condiciones del tiempo fueran favorables. Entonces, en la siguiente luna llena, yo empezaría a trasladar a mis hombres hacia el norte. Los barcos vendrían a buscarnos al templo de Katte Jinja y nos llevarían a Oshima. Desde allí, asaltaríamos la ciudad y el castillo.
--Exploraremos Hagi de noche, como en los viejos tiempos -comentó Fumio con una sonrisa.
--No sé cómo darte las gracias. Seguro que intercediste ante tu padre para que apoyara mi causa.
--No hubo necesidad. Mi padre veía las ventajas de una alianza contigo y te reconoce como el heredero legítimo del clan. Pero no habría accedido si no hubieras venido personalmente, y solo. Se quedó impresionado. Le gusta la valentía.
Yo había intuido que así era como tenía que acudir ante Terama, pero mi responsabilidad me pesaba como una losa. Había mucho en juego y yo era el único que podía mantener aquella insólita alianza.
Fumio quería que me quedara en la isla durante un tiempo, pero yo deseaba más que nunca regresar a Maruyama, empezar los preparativos, anticiparme a toda costa a un ataque por parte de Arai. Además, no me fiaba del estado del tiempo. El aire estaba inusualmente inmóvil y el cielo, cubierto de nubes, mostraba un color plomizo, teñido de negro en el horizonte.
Ryoma me dijo:
--Si partimos pronto, la marea nos ayudará otra vez.
Fumio y yo nos abrazamos en la plataforma del muelle y después subí a bordo de la pequeña barca. Agitamos los brazos en señal de despedida y levamos anclas. La marea nos empujó y nos alejamos de la isla.
Ryoma, preocupado, no apartaba la vista del cielo, que iba tomando un tono peligrosamente oscuro. Nos encontrábamos a menos de un kilómetro de Oshima cuando el viento empezó a ganar velocidad. Al poco rato soplaba con intensidad y nos arrojaba sobre el rostro una lluvia punzante. Resultaba imposible avanzar con el remo y en cuanto intentamos ¡zar la vela salió despedida de nuestras manos.
Ryoma gritó:
--¡Tenemos que regresar!
Yo no podía negarme, aunque me sentí desfallecer ante la idea de un retraso. Ryoma se las arregló para virar la frágil embarcación con ayuda del remo. Cada minuto que pasaba la marejada adquiría más fuerza; gigantescas olas verdosas nos elevaban en sus crestas para dejarnos caer en lo que parecía un abismo. El movimiento era tan brutal que, a la cuarta o quinta caída, Ryoma y yo vomitamos al mismo tiempo. El olor acre del vómito resultaba débil ante el descomunal telón de agua y de viento.
El vendaval nos arrastraba hacia el puerto y ambos forcejeábamos con el remo para guiar la barca hacia la entrada. Pensé que no lo lograríamos y que la fuerza de la tormenta nos arrastraría hasta alta mar, pero el repentino refugio en el sotavento nos permitió un momento de calma y pudimos dirigir la embarcación por detrás del malecón. Pero aún no habíamos escapado del peligro. En el puerto mismo, el agua se agitaba como en una olla hirviendo. La barca era arrastrada de un lado a otro hasta que, finalmente, fue arrojada contra el muro con un fuerte golpe y volcó.
Me hundí en el agua. Desde el fondo vi la superficie y me esforcé al máximo por salir a flote. Ryoma se encontraba a poca distancia. Observé su cara. Con la boca abierta, parecía pedir ayuda. Le agarré por la ropa, tiré de él hacia arriba y salimos juntos a flote. Aspiró profundamente y entonces el pánico le invadió: empezó a mover los brazos compulsivamente y me agarró con tanta fuerza que estuvo a punto de ahogarme. Su peso me arrastró otra vez bajo el agua. No podía liberarme. Cierto es que yo era capaz de aguantar la respiración durante mucho rato, pero antes o después, a pesar de todos mis poderes de la Tribu, tenía que respirar. Los pulmones me dolían y la cabeza me estallaba. Intenté liberarme de su sujeción, traté de alcanzarle el cuello para inmovilizarle el tiempo suficiente como para salvar nuestras vidas. Un pensamiento me vino a la cabeza: "Es mi primo, no mi hijo. ¿Y si la profecía estaba equivocada?".
Yo no podía creer que iba a morir ahogado. La vista se me nublaba, las luces y las sombras se alternaban. Entonces, saqué la cabeza a la superficie y empecé a respirar entrecortadamente.
Dos de los hombres de Fumio se encontraban junto a nosotros en el agua, atados al embarcadero con unas cuerdas. Habían llegado nadando y nos habían sacado tirando de nuestras cabelleras. Nos subieron a las piedras y Ryoma y yo volvimos a vomitar, sobre todo agua del mar. Mi compañero se encontraba en peor estado que yo. Al igual que muchos marineros y pescadores, no sabía nadar y la posibilidad de ahogarse le había hecho perder los nervios.
La lluvia caía a raudales y ocultaba la costa distante. Las naves de los piratas gemían y gruñían chocando entre sí Fumio se arrodilló a mi lado.
--Si puedes andar, ¡remos a la residencia antes de que la tormenta empeore.
Me puse en pie. La garganta me dolía y los ojos me escocían; por lo demás, no había sufrido ningún daño. Aún llevaba a Jato bajo el cinturón y también portaba el resto de mis armas. No me era posible luchar contra los elementos la rabia y la preocupación me asaltaban.
--¿Cuánto durará?
--No parece un verdadero tifón; debe de ser una simple tormenta. Puede que por la mañana haya remitido.
Los cálculos de Fumio resultaron ser demasiado optimistas. La tormenta duró tres días y otros dos más el mar estuvo demasiado turbulento para la pequeña embarcación de Ryoma. Además, necesitaba repararse, y para ello empleamos cuatro días desde que la lluvia amainó. Fumio quería enviarme de regreso en uno de los barcos piratas, pero yo no deseaba que me vieran en ninguno de ellos ni en compañía de sus hombres, por miedo a que los espías pudieran descubrir mi nueva alianza. Con el paso de los días me sentía más intranquilo; estaba preocupado por Makoto. No sabía si me esperaría o si regresaría a Maruyama. ¿Sería capaz de abandonarme, ahora que sabía que yo era uno de los Ocultos? ¿Regresaría a Terayama? Aún me sentía más preocupado por Kaede. No había tenido intención de estar alejado de ella durante tanto tiempo.
Fumio y yo tuvimos ocasión de entablar muchas conversaciones sobre barcos y navegación, combates en el mar, cómo armar a los marineros y temas parecidos. Seguido a todas partes por el gato carey, que resultó ser tan curioso como yo, inspeccioné uno por uno los barcos y las armas de los piratas y quedé aún más impresionado por su poder. Cada día, mientras desde abajo llegaban las voces de los marineros que apostaban y de las muchachas que cantaban y bailaban, conversábamos con su padre hasta bien entrada la noche. Cada vez apreciaba yo más la astucia y el valor del anciano y me alegraba de que fuera mi aliado.
La luna había pasado el último cuarto cuando, por fin, zarpamos con el mar en calma; era la última hora de la tarde, porque queríamos aprovechar la marea vespertina. Ryoma se había recuperado. A petición mía, había sido recibido en la residencia de los Terada en nuestra última noche y había compartido la cena con nosotros. La presencia del viejo pirata le había silenciado por completo, pero yo sabía que lo consideraba un honor y que estaba satisfecho por ello.
Corría el viento lo suficiente como para ¡zar la nueva vela de lona de color amarillo que los piratas habían fabricado para nosotros. También nos habían entregado amuletos para reemplazar los que se perdieron durante la tormenta, al igual que una pequeña escultura del dios del mar, que nos ofrecería su especial protección. Los amuletos entonaban su melodía al viento y a medida que avanzábamos a toda velocidad, dejando a un lado la parte sur de la isla, sonó una especie de trueno, como un eco, y una pequeña bocanada de humo se elevó desde el cráter. Las laderas de la isla quedaron envueltas en vapor. Me quedé mirando un buen rato y pensé que la gente de la comarca tenía razón al llamar a la isla la Puerta del Infierno. Paulatinamente la humareda se disipó, mientras la bruma lila del crepúsculo surgía del mar y envolvía la isla hasta ocultarla por completo.
Por fortuna, realizamos la mayor parte de la travesía antes del anochecer, pues la bruma dio paso a una densa niebla; con la llegada de la noche, la oscuridad era absoluta. Ryoma alternaba arranques de locuacidad con silencios prolongados y meditabundos. Nos turnábamos a la hora de remar. Mucho antes de que la oscura silueta del litoral se recortara ante nuestra vista, yo ya había percibido el cambio de melodía en el mar y el lamido de las olas sobre los guijarros. Alcanzamos la costa justo en el mismo punto del que habíamos partido. Jiro nos esperaba en la playa, junto a una pequeña hoguera. Cuando la barca encalló, se puso en pie de un salto y se apresuró a sujetarla para que pudiera desembarcar.
--¡Señor Otori! Habíamos perdido toda esperanza.
Makoto se disponía a regresar a Maruyama y anunciar vuestra desaparición.
--La tormenta nos retrasó -respondí, aliviado de que siguieran allí y no me hubieran abandonado.
Ryoma estaba agotado, pero no quiso bajar de la barca ni descansar hasta el amanecer. Imaginé que, a pesar de su anterior actitud jactanciosa, tenía miedo. Desearía regresar a su hogar amparado por la oscuridad, sin que nadie averiguara dónde había estado. Envié a Jiro al templo para recoger la plata que le había prometido al barquero y algo de comida. Pensé que cuando regresáramos tendríamos que liberar la costa de forajidos. Entonces, le pedí a Ryoma que nos esperase tan pronto como el tiempo fuera favorable.
Ryoma se mostraba incómodo. Tuve la impresión de que deseaba escuchar promesas que yo no me veía en situación de formular. Tal vez le había decepcionado de alguna forma. Quizá había abrigado la esperanza de que le reconociera legalmente, sobre la marcha, y le llevara conmigo a Maruyama, pero yo no deseaba añadir otra persona a mi cargo. Por otra parte, no me convenía indisponerme con Ryoma. Le necesitaba como mensajero, al igual que necesitaba su silencio. Intenté hacerle ver que tenía que mantener el secreto a toda costa e insinué que su futuro dependería de su capacidad de discreción. Juró que no le hablaría a nadie del asunto y aceptó con profunda gratitud el dinero y la comida que Jiro le ofreció. Le di las gracias efusivamente -realmente me sentía agradecido-, pero tuve la impresión de que habría sido más sencillo tratar con un simple pescador, que habría resultado más digno de confianza.
Makoto, profundamente aliviado por mi regreso a salvo, había vuelto a la playa junto a Jiro. Nos encaminamos hacia el templo y le fui contando mi viaje y el éxito que había obtenido. Mientras tanto, escuchábamos el débil chapoteo del remo a medida que Ryoma se alejaba en la oscuridad.
Cuando Takeo partió hacia la costa y los hermanos Miyoshi hacia Inuyama, Kaede percibió en sus rostros evidentes señales de emoción, y sintió un profundo resentimiento por tener que permanecer en Maruyama. En los días que siguieron, el temor y la ansiedad la embargaron. Añoraba la presencia física de su marido más de lo que jamás había sospechado; sentía celos de que Makoto pudiera acompañarle y ella no. Temía por la seguridad de Takeo y, a la vez, estaba enfadada con él.
"Para Takeo, la búsqueda de venganza es más importante que yo", solía pensar. "¿Es posible que se casara conmigo para llevar a cabo sus planes de represalia?". Kaede sabía que Takeo la amaba profundamente; pero era un hombre, un guerrero, y, si tuviera que elegir, sin duda optaría por la venganza. "Yo haría lo mismo en su lugar", se dijo a sí misma. "Ni siquiera puedo darle un hijo... ¿Qué utilidad tengo como mujer? Debería haber nacido varón. Una vez que haya muerto, ¡ojalá regrese a esta vida como hombre!".
No hablaba con nadie sobre tales pensamientos. En realidad, no tenía ninguna persona con quien compartir sus confidencias. Sugita y los demás ancianos se mostraban atentos con ella, incluso afectuosos; pero le daba la impresión de que evitaban su compañía. Kaede se mantenía ocupada todo el día, supervisando a la servidumbre, cabalgando por las tierras junto a Amano y copiando los documentos que Takeo le había confiado. Tras el intento de robo, había decidido tomar la precaución de copiarlos; por otra parte, abrigaba la esperanza de que aquella tarea la ayudase a comprender la ferocidad de la campaña de Takeo contra la Tribu y la angustia que sus propias acciones le causaban. Ella misma se había sentido perturbada por la matanza de los miembros de la organización, y también por la enorme cantidad de muertos que la batalla de Asagawa había supuesto. ¡Cuánto tiempo se tardaba en criar a un hombre y, en cambio, con cuánta rapidez podía extinguirse su vida! Kaede temía la revancha, tanto de los vivos como de los muertos. Sin embargo, ¿qué otra cosa podía hacer Takeo, ya que eran tantos los que conspiraban contra él?
Ella también había ordenado que mataran a varios hombres. ¿Habría perdido a su hijo como castigo por ello? Kaede notaba que sus propios deseos estaban cambiando; ahora anhelaba crear vida, no destruirla. ¿Sería posible mantener su dominio y ejercer el gobierno sin violencia? La joven disponía de muchas horas de soledad en las que meditar sobre estos asuntos.
Takeo había asegurado que regresaría al cabo de una semana. A medida que el tiempo pasaba y no retornaba, la ansiedad de Kaede iba en aumento. Había que establecer planes y tomar decisiones sobre el futuro del dominio, pero los notables seguían mostrándose evasivos. Cada una de las sugerencias que Kaede ofrecía a Sugita era recibida con una profunda reverencia y con la recomendación de que aguardase el regreso de su marido. En dos ocasiones intentó Kaede convocar al consejo de notables para una reunión; pero, uno a uno, alegaron encontrarse indispuestos.
--Llama la atención que todos caigan enfermos el mismo día -le dijo a Sugita con un matiz de acritud-. Ignoraba que Maruyama afectase tan negativamente a la salud de los ancianos.
--Ten paciencia, señora Kaede -recomendó él-. No es necesario tomar ninguna decisión antes del regreso del señor Takeo; estará de vuelta cualquier día de éstos. Es probable que traiga órdenes urgentes para los hombres; por eso deben estar preparados para su llegada. Lo único que podemos hacer es esperar.
La irritación de Kaede era aún mayor por el hecho de que, a pesar de ser ella la propietaria del dominio, todos mostraban mayor deferencia por Takeo. Él era su esposo, por lo que Kaede también debería respetarle; sin embargo, Maruyama y Shirakawa le pertenecían a ella y debería poder actuar a su antojo en sus tierras.
En el fondo se encontraba alarmada porque Takeo hubiera partido en busca de una alianza con los piratas. Era lo mismo que su relación con los parias y los campesinos; tenía algo de antinatural. Kaede reflexionó que tal actitud probablemente se debiera a su crianza entre los Ocultos. Aquella circunstancia que Takeo le había confiado le atraía y repelía al mismo tiempo. Todas las reglas de su casta, la de los guerreros, le decían a Kaede que su propia sangre era mucho más pura que la de Takeo y que, por nacimiento, ella disponía de mayor rango social. Se sintió avergonzada ante tales pensamientos e intentó apartarlos de su mente, pero le acechaban sin cesar y cuanto más tardaba Takeo en regresar más insistentes se tornaban.
--¿Dónde está tu sobrino? -le preguntó a Sugita, deseosa de distracción-. Mándamelo. ¡Quiero ver a alguien menor de treinta años!
Hiroshi no resultó ser mejor compañía, pues también estaba resentido por haber tenido que permanecer en Maruyama. Había abrigado la esperanza de viajar a Inuyama junto a Kahei y Gemba.
--Ni siquiera conocen la carretera -gruñó-. Yo les habría sido útil. Y ahora tengo que quedarme aquí para que mi tío me instruya. Incluso a Jiro le permitieron viajar con el señor Otori.
--Jiro es mucho mayor que tú -le recordó Kaede.
--Sólo cinco años. Y es él quien debería estar estudiando. Yo ya conozco muchas más letras...
--Eso es porque empezaste antes. Nunca desprecies a quienes no han tenido oportunidades.
Kaede examinó detenidamente al muchacho; aunque más bien pequeño para su edad, era fuerte y bien proporcionado. Llegaría a ser un hombre atractivo.
--Tienes más o menos la edad de mi hermana -comentó entonces.
--¿Se parece a vos, vuestra hermana?
--Eso dicen. Yo creo que es más hermosa.
--Eso es imposible -saltó Hiroshi de repente, lo que hizo que Kaede se echara a reír. El muchacho se ruborizó ligeramente-. Todos dicen que la señora Otori es la mujer más bella de los Tres Países.
--¿Qué sabrán ellos? -replicó Kaede-. En la capital, en la corte del emperador, existen mujeres tan maravillosas que los ojos de los hombres se abrasan cuando las miran. Esas damas permanecen ocultas tras los biombos, por temor a que la corte entera quede ciega.
--¿Y qué hacen sus maridos? -preguntó el niño, dejando escapar la duda en su voz.
--Tienen que ponerse vendas en los ojos -bromeó Kaede mientras arrojaba un paño que tenía junto a ella sobre la cabeza de Hiroshi.
Le agarró juguetonamente unos momentos y él se retorció para liberarse de sus brazos. Kaede se percató de que se sentía molesto; le había tratado como a un niño e Hiroshi quería ser tratado como un hombre.
--Las chicas tienen suerte, porque no tienen que estudiar -se quejó el muchacho.
--Pues a mi hermana le encanta estudiar y a mí también. Las muchachas deberían aprender a leer y escribir igual que los chicos. Si lo hicieran, podrían ayudar a sus maridos, como hago yo con el mío.
--Casi todos los señores tienen escribas para esas labores, en especial los que no han aprendido caligrafía.
--Mi marido sabe escribir -replicó Kaede con rapidez-; pero, al igual que Jiro, empezó a aprender más tarde que tú.
Hiroshi pareció horrorizado ante el comentario.
--¡No era mi intención decir nada en contra del señor Otori! Me salvó la vida y vengó la muerte de mi padre. Se lo debo todo, pero...
--Pero ¿qué? -le animó a seguir Kaede, incómoda, consciente de una sombra de deslealtad.
--Sólo os digo lo que la gente comenta -aclaró Hiroshi-. Dicen de él que es extraño porque se mezcla con parias y permite combatir a los campesinos. También ha iniciado una campaña contra los comerciantes que nadie llega a entender. Dicen que no ha sido educado como guerrero y se preguntan de dónde procede en realidad.
--¿Quién lo dice? ¿Los habitantes de la ciudad?
--No, gente como mi familia.
--¿Guerreros Maruyama?
--Sí, y algunos aseguran que es un hechicero.
Kaede no se sorprendió mucho, la verdad; ésas eran exactamente las cuestiones que a ella le preocupaban sobre Takeo. Sin embargo, se sintió furiosa por el hecho de que sus guerreros le fueran desleales de aquella manera.
--Tal vez su formación fue algo inusual -admitió Kaede-, pero Takeo es el heredero del clan Otori por sangre y por adopción y, además, es mi marido. Nadie tiene derecho a criticarle -Kaede decidió que encontraría a aquellas personas y las silenciaría-. Quiero que te conviertas en mi espía -le dijo a Hiroshi-. Infórmame sobre todo aquel que muestre la mínima señal de deslealtad.
Desde ese momento, Hiroshi acudía a verla a diario. Le enseñaba lo que había aprendido y le repetía los comentarios que había escuchado entre la casta militar. No eran críticas propiamente dichas, sino murmuraciones; a veces bromas, tal vez sólo habladurías de hombres desocupados. Kaede resolvió no hacer nada al respecto por el momento, pero advertiría a Takeo en cuanto regresara.
Llegó la época de intenso calor y el bochorno impedía que saliera a cabalgar. Ya que a Kaede no se le permitía tomar ninguna decisión en ausencia de Takeo, se dedicaba a esperarle y, mientras tanto, pasaba casi todo el día arrodillada ante un escritorio laqueado, copiando los informes sobre la Tribu recogidos por Shigeru. Las puertas de la residencia permanecían abiertas para crear corrientes de aire y el ruido de los insectos resultaba ensordecedor. Su estancia favorita miraba a un conjunto de estanques y a una cascada; a través de los arbustos de azalea, Kaede divisaba el pabellón de té, cuya madera había adquirido un tono plateado con el paso del tiempo. Cada día se prometía a sí misma que aquella noche prepararía allí el té para Takeo, y cada día sufría una desilusión. A veces, los martines pescador acudían a los estanques, y el fugaz destello azul y naranja distraía momentáneamente su atención. En una ocasión, una garza alzó el vuelo desde la veranda y Kaede lo interpretó como una señal de que Takeo regresaría aquel día, pero no fue así.
La joven no permitió que nadie viera lo que estaba escribiendo, pues conocía la importancia de los documentos. Se sorprendía de lo que Shigeru había logrado descubrir; sospechaba que algún miembro de la Tribu había actuado como confidente suyo. Cada noche, Kaede escondía los documentos originales y las copias en un lugar diferente e intentaba retener en la memoria tanta información como le era posible. Llegó a obsesionarse con la organización secreta; buscaba signos de ella por todas partes y no confiaba en nadie, a pesar de que la primera tarea emprendida por Takeo cuando llegó a Maruyama había sido depurar la servidumbre del castillo. El alcance de las redes de la Tribu la desanimaba; no veía posible que Takeo pudiera librarse de ellas. Entonces, se le ocurrió que quizá le habían atrapado; tal vez yacía muerto en algún lugar y ya nunca le volvería a ver.
"Takeo tenía razón", pensó. "Todos deben morir; hay que erradicarlos porque intentan destruirle. Y si le destruyen, también acabarán conmigo".
A menudo le venían a la mente los rostros de Shizuka y Muto Kenji. Lamentaba la confianza que había depositado en Shizuka y se preguntaba hasta qué punto la joven habría informado a la Tribu sobre la vida de Kaede. Siempre había creído que Kenji y Shizuka la apreciaban... ¿Acaso su afecto había sido simple hipocresía? Ambos estuvieron al borde de perder la vida en el castillo de Inuyama. ¿Es que aquello no contaba para nada? Se sintió traicionada por Shizuka, pero al mismo tiempo la añoraba profundamente y deseaba contar con alguien en quien confiar.
Llegó su menstruación, lo que sumió de nuevo a Kaede en la desesperación y la mantuvo recluida durante una semana. Ni siquiera Hiroshi acudía a visitarla. Cuando terminó de sangrar, la copia de los documentos había finalizado y su nerviosismo iba en aumento. El Festival de los Muertos llegó y pasó, dejándola llena de pena y sufrimiento por los difuntos. Los trabajos de restauración de la residencia, que se habían prolongado durante todo el verano, terminaron. Las estancias se veían hermosas, pero transmitían una sensación de soledad. Una mañana, Hiroshi le preguntó:
--¿Por qué no está vuestra hermana aquí, con vos?
Impulsivamente, Kaede le respondió:
--¿Quieres que vayamos a mi casa a recogerla?
La semana anterior, el cielo había estado encapotado, como si un tifón amenazara; pero el tiempo mejoró de repente y el calor había remitido en cierta medida. Las noches eran más frescas y parecía una época ideal para viajar. Sugita intentó disuadirla e incluso los evasivos ancianos del consejo de notables fueron presentándose ante ella, uno a uno, para hacerle ver que el viaje era un error; pero Kaede hizo caso omiso de todas sus palabras. Llegarían a Shirakawa en tan sólo dos o tres jornadas. Si Takeo regresaba antes que ella, podría ir a buscarla. Además, el trayecto la ayudaría a calmar el nerviosismo que la acechaba.
--Puedes enviar a alguien a buscar a tus hermanas -insistía Sugita-. Es una idea excelente, se me debería haber ocurrido antes. Yo iré para escoltarlas.
--Tengo que visitar mi dominio -replicó Kaede, a quien, una vez que había concebido la idea, no había nada que la hiciese cambiar de opinión-. No he hablado con mis hombres desde mi boda. Debería haber ¡do hace semanas. Tengo que supervisar mis tierras y asegurarme de que la cosecha será buena.
Kaede le ocultó a Sugita que existía otro motivo para el viaje. Era algo sobre lo que había estado meditando durante todo el verano. Iría a las cuevas sagradas de Shirakawa a beber las aguas del río y a rezar a la diosa para que le concediera un hijo.
--Sólo estaré fuera unos días.
--Me temo que tu marido no lo aprobará.
--Él siempre aprueba mis decisiones -replicó Kaede-. Además, ¿no solía viajar sola la señora Naomi?
Como Sugita estaba acostumbrado a recibir órdenes de una mujer, Kaede logró acabar con los recelos del lacayo. Eligió para que la acompañaran a Amano y a algunos hombres más que habían viajado con ella desde que partieran de Terayama en la primavera. Tras reflexionar sobre ello, resolvió no llevar consigo a ninguna mujer, ni siquiera a Manami. Quería desplazarse con rapidez, a caballo, sin los formalismos a los que tendría que someterse en caso de emprender viaje de forma oficial. Una y otra vez, Manami le suplicó que la llevara y mostró su enfado abiertamente; pero Kaede no cedió.
Decidió ir a lomos de Raku y se negó en redondo a que la comitiva portase un palanquín. Antes de partir, había planeado esconder el arcón con las copias de los informes bajo el suelo del pabellón de té, pero los indicios de deslealtad aún la inquietaban y, por fin, optó por llevar consigo todos los documentos, originales y copias, y esconderlos en algún lugar de la residencia Shirakawa. Después de mucho suplicar, Hiroshi consiguió que Kaede le permitiera acompañarlos. Ésta le llevó a un aparte y le hizo prometer que no perdería de vista los arcones ni un solo instante. En el último momento, empuñó la espada que Takeo le había regalado.
Amano consiguió convencer a Hiroshi para que no cargara con el sable de su padre; el niño accedió y optó por llevar un puñal y un arco. También eligió un pequeño y brioso caballo ruano de los establos de su familia. El animal no paró de retozar durante todo el primer día, lo que provocó la diversión de los hombres. Dos veces el corcel se giró en redondo y emprendió la huida de vuelta a casa, hasta que el muchacho logró hacerse con el control y al cabo de un tiempo alcanzó a la comitiva; la cólera se reflejaba en la cara de Hiroshi, quien, salvo en su orgullo, no sufrió ningún daño.
--Es un buen animal, pero inexperto -le comentó Amano al muchacho-. Haces que se ponga en tensión. No agarres las riendas con tanta fuerza; relájate.
Amano le pidió a Hiroshi que cabalgara a su costado. El caballo se calmó y al día siguiente no dio un solo problema. Kaede se sentía feliz. Tal y como había esperado, el viaje la apartó de su estado pesimista. El tiempo era perfecto; la campiña se veía hermosa, rebosante de cosecha; los hombres que la escoltaban se sentían alegres ante la idea de regresar a sus hogares y junto a sus familias, tras meses de ausencia. Hiroshi era un buen acompañante y ofrecía detallada información de los lugares por los que pasaban.
--Ojalá mi padre me hubiera enseñado tanto como el tuyo te enseñó a ti -comentó Kaede, impresionada por los conocimientos del niño-. Cuando yo tenía tu edad, vivía en el castillo de los Noguchi en calidad de rehén.
--Mi padre me hacía aprender todo el tiempo; no me permitía malgastar ni un minuto.
--La vida es corta y frágil -opinó Kaede-. Tal vez presintiera que no te vería crecer.
Hiroshi asintió y siguió cabalgando en silencio durante un rato.
"Debe de añorar a su padre, pero no quiere demostrarlo", pensó Kaede, quien sintió envidia de la formación que el niño había recibido. "Educaré así a mis propios hijos; a las niñas igual que a los varones. Serán instruidos en todas las disciplinas y aprenderán a ser fuertes".
En la mañana del tercer día atravesaron el Shirakawa y entraron en el dominio de la familia de Kaede. El río era poco profundo y se podía vadear sin dificultad; las aguas rápidas formaban remolinos entre las rocas. No existía barrera en la frontera, pues se encontraban más allá de la jurisdicción de los grandes clanes, en una comarca de pequeños terratenientes en la que los vecinos se enfrentaban en conflictos sin importancia o bien formaban amistosas alianzas. En teoría, aquellas familias de la casta militar debían fidelidad a Kumamoto o Maruyama, pero no residían en esas ciudades, sino que preferían vivir en sus propias tierras y cultivarlas; además, los impuestos que pagaban no eran demasiado elevados.
--Nunca antes había cruzado el Shirakawa -comentó Hiroshi mientras que los caballos se abrían camino en el agua-. Éste es el punto más lejano al que jamás he llegado desde Maruyama.
--De modo que ahora me toca ser guía a mí -replicó Kaede, a quien le agradaba señalar los puntos de referencia de sus tierras-. Más tarde te llevaré al nacimiento del río, a las cuevas; pero tendrás que quedarte fuera.
--¿Por qué? -preguntó Hiroshi.
--Es un lugar sagrado en el que sólo pueden entrar mujeres. No se permite el paso a los hombres.
Kaede se sentía ansiosa por llegar a su casa, por lo que no se entretuvieron por el camino. A medida que avanzaban, iba examinando todo cuanto tenía ante sí: el aspecto de las tierras, el avance de la cosecha, las condiciones de los bueyes y el estado de los niños. En comparación con el año anterior, cuando Kaede había regresado a su hogar junto a Shizuka, las cosas habían mejorado; pero aún quedaban numerosas señales de pobreza y abandono.
"Los desatendí", pensó con remordimiento. "Debería haber regresado antes". Kaede reflexionó sobre su tempestuosa huida a Terayama en la primavera; parecía haber sido alguien diferente, como si estuviera cautivada por un hechizo.
Amano había enviado a dos hombres por delante y Shoji Kiyoshi, el lacayo principal del dominio, los esperaba a las puertas de la residencia. Saludó a Kaede con sorpresa y también con cierta frialdad. Las mujeres de la casa formaban una línea en el jardín, pero no había rastro de sus hermanas, ni de Ayame.
Raku relinchó y giró la cabeza en dirección a los establos y a las vegas donde había corrido libremente el invierno anterior. Amano se adelantó para ayudar a Kaede a desmontar. Hiroshi se bajó de su ruano y éste intentó dar una coz al caballo que tenía a su lado.
--¿Dónde están mis hermanas? -preguntó Kaede, exigente, haciendo caso omiso de los murmullos de bienvenida por parte de las mujeres.
Nadie respondió. Un alcaudón emitía su insistente canto desde la copa del alcanforero situado junto a la cancela y su sonido irritaba a Kaede por momentos.
--Señora Shirakawa... -empezó a decir Shoji.
Kaede se giró bruscamente para mirarle.
--¿Dónde están?
--Nos dijeron... Enviaste instrucciones para que fueran a la residencia del señor Fujiwara.
--¡Jamás lo hice! ¿Cuánto tiempo llevan allí?
--Dos meses, por lo menos. -Shoji miró brevemente a los jinetes y a los sirvientes-. Deberíamos hablar a solas.
--Sí, de inmediato -convino Kaede.
Una de las mujeres corrió hacia delante con un cuenco lleno de agua.
--Bienvenida a casa, señora Shirakawa.
Kaede se lavó los pies y subió los escalones de la veranda. La inquietud se iba apoderando de ella. En la casa reinaba un insólito silencio. Deseaba escuchar las voces de Mana y de Ai, y cayó en la cuenta de lo mucho que las había añorado.
Era poco más del mediodía, y Kaede dio instrucciones para que alimentasen a los hombres y diesen de beber a los caballos; todos tendrían que estar dispuestos por si los necesitaba. Entonces, llevó a Hiroshi a su propia alcoba y le pidió que permaneciese allí, custodiando los documentos, mientras ella hablaba con Shoji. Kaede no tenía apetito, pero dio órdenes para que las mujeres trajeran comida al muchacho. Acto seguido, se dirigió a la antigua habitación de su padre y envió a buscar a Shoji.
Le dio la impresión de que alguien acababa de salir de la estancia. Había un pincel sobre el escritorio. Hana debía de haber continuado con sus estudios tras la marcha de Kaede. Ésta recogió el pincel y lo estaba mirando meditativamente cuando Shoji llamó a la puerta.
El lacayo entró, se arrodilló ante ella y se disculpó:
--Nunca imaginamos que no fuera tu deseo, señora. Parecía lógico. El señor Fujiwara vino personalmente y habló con Ai.
Kaede creyó detectar un matiz de falsedad en su tono.
--¿Por qué las invitó? ¿Qué intenciones tenía? -gritó Kaede con voz temblorosa.
--A menudo la propia señora Shirakawa frecuentaba la residencia -replicó Shoji.
--¡Todo ha cambiado desde entonces! -exclamó Kaede-. El señor Otori Takeo y yo nos casamos en Terayama. Nos hemos instalado en Maruyama. Sin duda te han llegado noticias de la ceremonia.
--Me costó creerlo, señora -respondió él-, pues todos pensábamos que estabas prometida al señor Fujiwara y que te casarías con él.
--¡No existía compromiso matrimonial! -exclamó Kaede furiosa-. ¿Cómo te atreves a cuestionar mi boda?
La joven notó que los músculos de las mandíbulas de Shoji se tensaban y entendió que estaba tan indignado como ella. El lacayo se inclinó hacia delante.
--¿Qué quieres que pensemos? -estalló-. Nos enteramos de un matrimonio que se lleva a cabo sin compromiso previo, sin solicitar ni obtener autorización alguna, sin ningún miembro de tu familia presente. Me alegro de que tu padre haya muerto. La deshonra que le infligiste le mató; al menos se ha ahorrado esta nueva humillación...
Shoji se interrumpió. Se quedaron mirando el uno al otro, ambos conmocionados por aquel arranque de cólera.
"Tendré que matarle", pensó Kaede horrorizada. "No puede hablarme de esa forma y seguir viviendo. Pero le necesito... ¿Quién si no cuidaría de los asuntos del dominio en mi ausencia?". Entonces le asaltó el temor de que tal vez Shoji intentara arrebatarle sus propiedades y que quizá estuviera empleando la ira para enmascarar su avaricia y sus ansias de poder. También se preguntó si Shoji habría tomado el control de los hombres que ella y Kondo habían reunido el invierno anterior; en cualquier caso, ahora le obedecerían a él. Deseó que Kondo estuviera allí, si bien de inmediato entendió que podía fiarse aún menos de un miembro de la Tribu que del lacayo principal de su padre. Nadie podía ayudarla. Haciendo un esfuerzo por ocultar sus sospechas, mantuvo la mirada de Shoji hasta que él bajó los ojos.
El lacayo recobró el control de sí mismo y se limpió la saliva de los labios.
--Perdóname. Te conozco desde que naciste. Es mi deber decirte la verdad, aunque me produzca dolor.
--Por esta vez te perdonaré -respondió Kaede-. Pero eres tú quien avergüenza a mi padre con la falta de respeto a su heredera. Si vuelves a dirigirte a mí de semejante forma, te ordenaré que te claves la espada en el vientre.
--Sólo eres una mujer -replicó él, intentado sin éxito aplacar la furia de Kaede-. No tienes a nadie que te aconseje.
--Tengo a mi marido -cortó ella-. No hay nada que tú ni el señor Fujiwara podáis hacer para cambiar esa circunstancia. Ve a su residencia y dile que mis hermanas deben volver de inmediato. Regresarán conmigo a Maruyama.
Shoji partió al instante. Conmocionada y nerviosa, Kaede no fue capaz de sentarse a aguardar su regreso. Llamó a Hiroshi, y le enseñó la casa y el jardín, al tiempo que examinaba las reparaciones que había llevado a cabo durante el otoño anterior. Las ibis, luciendo su plumaje de verano, se alimentaban a orillas de los campos de arroz y el alcaudón seguía protestando a medida que la joven y el niño atravesaban su territorio. Entonces Kaede le pidió a Hiroshi que fuese a buscar los arcones con los documentos y, transportando un baúl cada uno, se dirigieron corriente arriba por la orilla del Shirakawa, el río blanco, hasta su nacimiento, en las profundidades de la montaña. Kaede no quería esconder los archivos de Shigeru en la casa familiar, donde Shoji podría encontrarlos. No se los confiaría a ningún humano; había decidido entregárselos a la diosa.
El lugar sagrado serenó el ánimo de Kaede; pero aquel ambiente, solemne e inmortal, en cierta forma la entristecía. Por debajo del arco gigantesco de la entrada a la cueva el río fluía lentamente y formaba estanques de agua verdosa; bajo la tenue luz, las retorcidas formaciones rocosas brillaban como madreperla.
La pareja de ancianos que custodiaba la cueva salió a saludarla. Kaede dejó a Hiroshi en compañía del marido y se adentró en la gruta junto a la esposa. Cada una de ellas cargaba con un arcón.
Dentro de la caverna se habían encendido lámparas y linternas, y las húmedas paredes de roca centelleaban. El rugido del río ahogaba cualquier otro sonido. Avanzaron con cuidado pisando las piedras, una detrás de otra; pasaron junto al champiñón gigante, la cascada inmóvil, la escalera del cielo... -formaciones calcáreas producidas por la lenta filtración del agua-, hasta que llegaron a una roca con la forma de la diosa, de la que caían gotas blanquecinas, como lágrimas de leche materna.
Kaede le dijo a la anciana:
--Voy a pedirle a la diosa que proteja estos tesoros. A menos que yo misma venga a buscarlos, se quedarán junto a ella para siempre.
La mujer asintió e hizo una reverencia. Detrás de la roca se veía una cavidad situada por encima de la superficie del río, a una altura suficiente como para que el agua no la alcanzara. Allí colocaron los arcones. Kaede reparó en que había muchos otros objetos bajo la custodia de la diosa. Se preguntó sobre su historia y sobre el destino de las mujeres que allí los depositaron. Se apreciaba un olor húmedo y rancio. Algunos de los objetos se encontraban en proceso de descomposición; otros estaban putrefactos. ¿Se echarían a perder también los documentos de la Tribu allí, bajo la montaña?
El aire, frío y pegajoso, hizo tiritar a Kaede. Cuando se liberó del peso del arcón notó una extraña sensación de ligereza en los brazos y tuvo la impresión de que la diosa entendía la necesidad que sentía de que sus brazos vacíos, su útero vacío, se llenaran.
Se arrodilló ante la roca y recogió agua del estanque formado a los pies de la diosa. Mientras bebía, entonaba una plegaria en silencio. El agua tenía la suavidad de la leche.
La anciana, arrodillada junto a Kaede, empezó a entonar un cántico tan antiguo que Kaede no reconoció las palabras; pero éstas le llegaron al alma y se mezclaron con sus propios anhelos. La formación rocosa carecía de ojos o rasgos faciales; sin embargo, Kaede sentía la bondadosa mirada de la diosa sobre ella. Recordó la visión que había tenido en Terayama y las palabras que había escuchado: "Ten paciencia. Él vendrá a buscarte".
Volvió a oír las palabras con tal nitidez que, por un momento, se sintió confundida. Entonces, comprendió su significado: él regresaría. "Sin duda regresará. Seré paciente", se juró a sí misma. "En cuanto mis hermanas se reúnan conmigo, partiremos hacia Maruyama. Cuando Takeo esté de vuelta, concebiré un hijo. Me alegro de haber venido hasta aquí".
Kaede se sentía tan reconfortada por la visita a las cuevas que hacia la media tarde decidió dirigirse al templo familiar para presentar sus respetos ante la tumba de su padre. Hiroshi la acompañó, al igual que Ayako, una de las mujeres de la casa, quien llevaba ofrendas de fruta y arroz, además de un cuenco con incienso encendido.
Las cenizas de su padre yacían enterradas entre las tumbas de sus ancestros, los antiguos señores de Shirakawa. Bajo los cedros gigantescos el ambiente resultaba fresco y sombreado. El viento susurraba en las ramas y arrastraba el chirrido de las cigarras. A lo largo de los años, los terremotos habían desplazado las columnas y los pilares y el suelo se había levantado, como si los muertos intentaran escapar.
La tumba de su padre permanecía intacta. Kaede tomó en sus manos las ofrendas que le entregó Ayako y las colocó delante de la lápida. Entonces dio unas palmadas e inclinó la cabeza. Temía escuchar o ver el espíritu de su progenitor; pero, al mismo tiempo, deseaba aplacarlo. No era capaz de pensar en la muerte de su padre con serenidad. Él había deseado morir, pero no tuvo el coraje de quitarse la vida. Shizuka y Kondo le mataron. ¿Fue realmente un asesinato? Kaede era consciente del papel que ella misma había jugado, la deshonra que había infligido sobre él. ¿Acaso su espíritu exigiría una compensación?
Kaede sujetó el cuenco con incienso incandescente y dejó que el humo flotase sobre la tumba, sobre su rostro y sus manos, para purificarlos. Luego colocó e! recipiente sobre la lápida y, de nuevo, dio tres palmadas. El viento cesó, los grillos quedaron en silencio y, en ese mismo momento, la tierra tembló ligeramente bajo sus pies. El paisaje se estremeció y los árboles se agitaron.
--¡Un terremoto! -exclamó Hiroshi a sus espaldas, al tiempo que Ayako emitía un chillido de pánico.
Sólo fue un pequeño temblor y no hubo ninguno más; pero Ayako se mostró nerviosa y agitada durante todo el camino de regreso a casa.
--El espíritu de tu padre ha hablado -murmuró la mujer a Kaede-. ¿Qué te ha dicho?
--Aprueba todo lo que he hecho -replicó la joven con fingida seguridad.
De hecho, el temblor la había conmocionado. Sentía miedo del espíritu furioso y amargado de su padre y tuvo la impresión de que el ánimo que había recobrado en las cuevas sagradas, a los pies de la diosa, se esfumaba por momentos.
--Alabado sea el cielo -respondió Ayako; pero acto seguido frunció los labios y continuó lanzando miradas nerviosas a Kaede durante el resto de la tarde.
--Por cierto -le dijo Kaede, mientras ambas compartían la cena-, ¿qué ha sido de Sunoda, el sobrino de Akita?
Aquel joven había llegado a Shirakawa con su tío el invierno anterior y Kaede le había obligado a permanecer allí en calidad de rehén, al cuidado de Shoji. Ahora empezaba a pensar que podría necesitarle.
--Le permitieron regresar a Inuyama -respondió Ayako.
--¿Cómo? -exclamó Kaede, desconcertada. ¿Es que Shoji había liberado a su rehén? Kaede no daba crédito a la magnitud de la traición del lacayo.
--Dijeron que su padre estaba enfermo -explicó Ayako.
Su rehén se había marchado, lo que disminuía en mayor medida el poder de Kaede. Ya había caído la tarde cuando escuchó la voz de Shoji, procedente del exterior. Hiroshi había acompañado a Amano a la casa de éste para conocer a su familia y pasar allí la noche, y Kaede aguardaba en la alcoba de su padre, repasando los informes de las tierras. Había descubierto numerosos indicios de mala administración y al comprobar que Shoji regresaba solo la cólera que sentía hacia el lacayo principal de su padre se intensificó.
Cuando el sirviente llegó a su presencia, Ayako le seguía trayendo una bandeja con té; pero Kaede se sentía demasiado impaciente para beberlo.
--¿Dónde están mis hermanas? -exigió.
Shoji dio un sorbo de la infusión antes de responder. Parecía cansado y acalorado.
--El señor Fujiwara se alegra de tu regreso -dijo-. Te envía saludos y te pide que le visites mañana. Enviará su palanquín y una escolta de hombres.
--No tengo intención de visitarle -replicó Kaede, haciendo un esfuerzo por no perder los nervios-. Cuento con que mis hermanas me sean devueltas mañana. Partiremos sin demora hacia Maruyama.
--Me temo que tus hermanas no se encuentran aquí -replicó.
El corazón de Kaede dio un vuelco.
--¿Dónde están?
--El señor Fujiwara dice que la señora Shirakawa no debe alarmarse. Están sanas y salvas y, cuando vayas a visitarle mañana, él personalmente te explicará el paradero de tus hermanas.
--¿Cómo te atreves a traerme semejante mensaje?
La voz de Kaede sonaba insegura, incluso a sus propios oídos. Shoji inclinó la cabeza.
--No me agrada, pero el señor Fujiwara es muy poderoso. No me es posible desafiarle ni desobedecerle, como, en mi opinión, tampoco puedes hacer tú.
--Entonces, se encuentran retenidas..., ahora son rehenes -dedujo Kaede con un hilo de voz.
Shoji no contestó, sino que se limitó a decir:
--Daré órdenes para iniciar los preparativos del viaje de mañana. ¿Quieres que te acompañe?
--¡No! -contestó Kaede con un grito-. Y, ya que tengo que ir, lo haré cabalgando. No voy a esperar a su palanquín. Dile a Amano que montaré mi caballo gris y que él vendrá conmigo.
Por un momento Kaede tuvo la impresión de que Shoji iba a discutir sus órdenes, pero el lacayo hizo una profunda reverencia y obedeció.
Una vez que se hubo marchado, la mente de Kaede se convirtió en un torbellino. Si no podía confiar en Shoji ¿qué otro hombre del dominio sería digno de su confianza? ¿Intentaban tenderle una trampa? Con toda seguridad, Fujiwara no se atrevería. Ahora Kaede estaba casada. Por un momento, contempló la idea de regresar inmediatamente a Maruyama; pero acto seguido cayó en la cuenta de que Ai y Hana se encontraban en manos de algún desconocido y entendió lo que implicaba para ella que las hubieran capturado como rehenes.
"Así debieron de sufrir mi madre y la señora Naomi", pensó. "Tengo que acudir a Fujiwara y negociar con él la libertad de mis hermanas. Él me ayudó en el pasado. Ahora no me abandonará".
A continuación, Kaede empezó a preocuparse por Hiroshi: no sabía qué hacer con el niño. En un primer momento, había parecido que el viaje no entrañaba riesgo alguno, pero ahora se sentía culpable por haber arrastrado al muchacho al peligro. No sabía si Hiroshi debía acompañarla a la residencia de Fujiwara o si sería mejor enviarle de regreso a Maruyama lo antes posible.
Kaede se levantó temprano y envió a buscar a Amano. Se vistió con las sencillas ropas de viaje que había traído de Maruyama, a pesar de que las palabras de Shizuka le resonaban en la mente: "No debes aparecer ante el señor Fujiwara a lomos de un caballo, como si fueras un guerrero". En el fondo, Kaede sabía que debería retrasar la visita unos días, enviar mensajes y obsequios y, después, viajar hasta la residencia en el palanquín de Fujiwara, con la escolta enviada por el aristócrata y vestida de forma impecable, acicalada como uno de los preciosos tesoros que él tanto admiraba. Tal proceder era el que Shizuka y Manami le habrían aconsejado; pero Kaede se encontraba demasiado impaciente. Sabía que no podría soportar la espera ni la inactividad. Se encontraría una vez más con el señor Fujiwara, averiguaría dónde estaban sus hermanas y qué quería de ella el aristócrata. Entonces, regresaría de inmediato a Maruyama, donde se reuniría con Takeo.
Cuando llegó Amano, Kaede hizo marchar a las mujeres para hablar con él a solas y en unos minutos le puso al tanto de la situación.
--Tengo que acudir a la residencia del señor Fujiwara. Reconozco que tengo miedo de sus intenciones. Es posible que tengamos que salir huyendo y regresar a Maruyama a toda velocidad. Debes estar preparado en todo momento y asegurarte de que también lo estén los hombres y los caballos.
Amano contrajo los ojos.
--¿Crees que habrá que combatir?
--Lo ignoro. Temo que intenten retenerme.
--¿Contra tu voluntad? ¡Imposible!
--Es improbable, lo sé; pero estoy inquieta. ¿Porqué se han llevado a mis hermanas, si no es para forzar mi voluntad de alguna manera?
--Debemos partir hacia Maruyama a toda prisa -aseguró Amano, cuya juventud e inexperiencia no le permitían comprender el inmenso poder del aristócrata-. Que tu marido hable con el señor Fujiwara con el lenguaje del sable.
--Temo lo que les pueda ocurrir a mis hermanas. Al menos, debo averiguar su paradero. Shoji afirma que no podemos desafiar a Fujiwara, y creo que tiene razón. Tendré que ir a verle y hablar con él. Pero no entraré en la casa. No permitas que me lleven al interior de la residencia -Amano hizo una reverencia y Kaede prosiguió-: ¿Crees que debo enviar al pequeño Hiroshi a Maruyama? ¡Ojalá no le hubiera traído conmigo! Ahora me veo obligada a velar por su seguridad.
--Cuantos más seamos, más seguros nos encontraremos -opinó Amano-. Debe quedarse con nosotros. En todo caso, si es que vamos a encontrar dificultades, no podemos prescindir de los hombres que tendrían que acompañarle el su regreso. Moriré antes de que tú o él sufráis daño alguno
Kaede sonrió, agradecida por su lealtad.
--Entonces, no esperemos más.
El tiempo había vuelto a cambiar. La claridad y el frescor de los últimos días habían dado paso a un bochorno insoportable. Se apreciaba humedad en el aire y, al mismo tiempo, era la clase de día que solía preceder a los tifones propios de finales del verano. Los caballos sudaban y se mostraban inquietos y el ruano de Hiroshi estaba más alborotado que nunca.
Kaede deseaba hablar con Hiroshi, advertirle de los posibles peligros que los aguardaban, hacerle prometer que no se involucraría en ningún tipo de combate; pero el caballo del muchacho se comportaba de forma tan intranquila que Amano resolvió que Hiroshi cabalgara por delante de él, para evitar que el ruano alterase a Raku. Kaede notaba que el sudor le corría por el cuerpo y abrigó la esperanza de no llegar ante Fujiwara sofocada y empapada. Empezaba a lamentar su precipitada decisión; pero, como siempre, a lomos de su caballo adquiría seguridad. Hasta entonces, sólo había recorrido aquel camino en palanquín, por lo que le había resultado imposible contemplar el paisaje tras las cortinas de seda y las mamparas de papel engrasado que la confinaban. Ahora podía admirar la belleza del panorama, la riqueza de las tierras de cultivo, la frondosidad de los bosques y la grandeza de las remotas montañas que, cordillera tras cordillera, cada una algo más pálida que la anterior, se desvanecían de la vista hasta fundirse con el mar.
No resultaba extraño que el señor Fujiwara se negara a abandonar aquel lugar tan hermoso. La imagen del aristócrata, seductora e intrigante, apareció ente los ojos de Kaede, quien recordó que Fujiwara siempre le había demostrado su afecto y admiración. No podía creer que fuera a hacerle daño. Con todo, un sentimiento de desasosiego la embargaba. "Quizá esto es lo que se siente al entrar en batalla", pensó. "La vida parece más bella y efímera que nunca, pues se puede perder en un abrir y cerrar de ojos".
Kaede colocó la mano sobre la espada que portaba bajo el cinturón y el tacto de la empuñadura alivió en parte sus temores.
Se encontraban a pocos kilómetros de las puertas de la residencia de Fujiwara cuando apreciaron nubes de polvo en la carretera que tenían ante sí. Al momento, divisaron a los portadores del palanquín y a los jinetes que el noble enviaba para recoger a Kaede. El jefe de la escolta reparó en el blasón del río blanco bordado en la casaca de Amano y tiró de las riendas para saludarle. A continuación, clavó la vista en Kaede. Los músculos del cuello se le tensaron y, atónito, abrió los ojos de par en par.
--Señora Shirakawa -saludó, falto de resuello. Acto seguido, gritó a los porteadores-: ¡Abajo! ¡Abajo!
Los hombres dejaron caer el palanquín y se hincaron de rodillas sobre el polvo. Todos los miembros de la comitiva parecían sumisos, mas Kaede enseguida cayó en la cuenta de que los doblaban en número.
--Me dirijo a visitar a su señoría -dijo Kaede.
Había reconocido al lacayo, si bien no recordaba su nombre. Era el hombre que en el pasado siempre la había escoltado hasta la residencia del aristócrata.
--Soy Murita -dijo el lacayo-. ¿No preferiría la señora Shirakawa ser transportada?
--Cabalgaré -replicó Kaede brevemente-. Ya estamos muy cerca.
Murita apretó los labios hasta formar una fina línea. "Desaprueba mi actitud", pensó Kaede, y miró fugazmente a Amano e Hiroshi, situados a su costado. El rostro de Amano permanecía inexpresivo, pero el niño se sonrojó.
"Tal vez se sienten avergonzados por mi culpa. Quizá mi actitud supone una deshonra para ellos y para mí misma". Kaede irguió la espalda y apremió a Raku para que avanzase.
Murita envió a dos de sus hombres por delante, lo que provocó que aumentara la inquietud que Kaede sentía ante la recepción por parte de Fujiwara, pero entendió que no le quedaba más remedio que continuar el camino.
Los caballos percibían la ansiedad de Kaede. Raku se apartó hacia un lado, con las orejas hacia arriba y los ojos en blanco; el caballo de Hiroshi levantó la cabeza e intentó encabritarse. Los nudillos del muchacho se veían transparentes mientras sujetaba las riendas con todas sus fuerzas para recobrar el control.
Cuando llegaron a la residencia, las puertas estaban abiertas y un pelotón de guardias armados permanecía formando en el patio. Amano desmontó y se acercó para ayudar a Kaede a bajarse de lomos de Raku.
--No desmontaré hasta que venga el señor Fujiwara -dijo Kaede con osadía-. No tengo intención de quedarme.
Murita titubeó, reacio a ser portador de tal mensaje.
--Dile que he llegado -insistió Kaede.
--Señora Shirakawa -musitó Murita, inclinando la cabeza antes de desmontar.
En ese momento Mamoru, el joven actor y acompañante del señor Fujiwara, salió de la casa y se arrodilló frente al caballo de Kaede.
--Bienvenida, señora -dijo Mamoru-. Os ruego que entréis en la residencia.
Kaede temía que si entraba quizá nunca volviera a salir.
--Mamoru -saludó Kaede con brusquedad-. No pienso entrar. He venido a averiguar dónde se encuentran mis hermanas.
Mamoru se puso en pie, avanzó hasta el flanco derecho de Raku y se situó entre Kaede y Amano. Aquel joven, que nunca antes hubiera osado a mirarla directamente, intentaba ahora encontrar su mirada.
--Señora Shirakawa -empezó a decir, y Kaede apreció un matiz de súplica en su voz.
--Vuelve a montar -ordenó Kaede a Amano, quien la obedeció al instante.
--Por favor -insistió Mamoru con calma-, debéis acceder. Os lo ruego. Por vos misma, por vuestros hombres, por el niño...
--Si el señor Fujiwara no desea venir a hablar conmigo, si no tiene intención de comunicarme el paradero de mis hermanas, no me quedan más asuntos que tratar aquí.
Kaede no consiguió ver quién dio la orden. Sólo fue consciente del fugaz intercambio de miradas entre Mamoru y Murita.
--¡Huye! -gritó Kaede a Amano, al tiempo que intentaba girar la cabeza de Raku; pero Murita sujetó la brida.
Kaede se inclinó hacia delante, sacó la espada y apremió al caballo para que retrocediese. El animal sacudió la cabeza hasta liberarse de la sujeción del hombre y se irguió sobre sus patas traseras, agitando al mismo tiempo las pezuñas delanteras. Kaede golpeó a Murita con la espada y comprobó que la hoja le había hecho un corte en la mano.
El lacayo emitió un grito de furia y desenvainó su sable. Kaede pensó que la mataría, pero el hombre agarró la brida otra vez y tiró con fuerza de la cabeza del caballo hacia abajo.
Kaede notó un movimiento a sus espaldas; era el ruano de Hiroshi, presa del pánico. Mamoru intentaba asir a Kaede por las ropas, llamándola sin cesar, suplicándole que se rindiera. Detrás del joven, Kaede vio a Amano, quien blandía su sable; pero antes de que tuviera oportunidad de utilizarlo una flecha se le clavó en el pecho. La joven vio la conmoción en los ojos del guerrero; entonces, la sangre empezó a salir a borbotones y cayó como un fardo hacia delante.
--¡No! -gritó Kaede.
En ese momento Murita, arrastrado por la ira, clavó el sable en el pecho descubierto de Raku. El caballo emitió un relincho de dolor, de pánico, y la sangre, de un rojo brillante, empezó a brotar de la brutal herida. A medida que el animal vacilaba, con patas oscilantes y la cabeza hundida,
Murita agarró a Kaede e intentó bajarla de lomos de la montura. Ella lanzó otro golpe con su espada, pero Raku la arrastraba hacia abajo y el ataque careció de la fuerza necesaria. Murita agarró a Kaede por la muñeca y, sin dificultad, le retorció la mano hasta hacerle soltar la espada. Sin pronunciar palabra, llevó a la joven casi a rastras al interior de la residencia.
--¡Socorro! ¡Ayudadme! -gritaba Kaede mientras giraba la cabeza e intentaba buscar con la mirada a sus hombres.
Pero el rápido y feroz asalto había herido o acabado con la vida de sus acompañantes.
--¡Hiroshi! -llamó Kaede con un grito.
Entonces escuchó el ruido de cascos de caballo. Lo último que vio antes de que Murita la empujase al interior de la vivienda fue al caballo ruano huyendo, alejando al niño en contra de su voluntad. Al menos el muchacho se había salvado, por el momento.
Murita la registró en busca de otras armas y encontró el cuchillo; la mano le sangraba a borbotones y la cólera hacía actuar al lacayo de forma brusca. Mamoru corría por delante de ellos abriendo las puertas correderas a medida que Murita conducía a Kaede hacia los aposentos de invitados.
Cuando la soltó, la joven cayó en el suelo llorando de rabia y de sufrimiento.
--¡Raku! ¡Raku! -exclamaba Kaede entre lágrimas con tanto pesar como si el caballo hubiera sido su propio hijo.
Entonces lloró por Amano y por los demás hombres, a quienes había conducido hasta la muerte. Mamoru se arrodilló a su lado, balbuciente.
--Lo lamento, señora Shirakawa. No tenéis más remedio que rendiros. Nadie os hará daño. Creedme, aquí todos os apreciamos y os respetamos. Calmaos, os lo ruego.
Al comprobar que el llanto de Kaede se tornaba más desesperado, Mamoru se dirigió a las criadas:
--Id a buscar al doctor Ishida.
Minutos más tarde, Kaede reparó en la presencia del médico. Éste se arrodilló a su lado y ella levantó la cabeza; se apartó el cabello de la cara y le miró con ojos angustiados.
--Señora Shirakawa... -empezó a decir Ishida, pero Kaede le interrumpió.
--Me llamo Otori, estoy casada. ¿Qué insulto es éste? No les permitáis que me retengan. Pedidles que me dejen marchar de inmediato.
--Ojalá pudiera -replicó él en voz baja-, pero aquí todos vivimos según los deseos de su señoría, no según los nuestros.
--¿Qué quiere de mí? ¿Por qué me ha hecho esto? ¡Ha tomado a mis hermanas como rehenes! ¡Ha asesinado a mis hombres! -gritaba Kaede mientras las lágrimas le surcaban el rostro-. ¡No había necesidad de matar a mi caballo!
Los sollozos la hacían temblar violentamente. Ishida pidió a las criadas que fueran a buscar unas hierbas a sus aposentos y que trajeran agua caliente. Entonces, examinó a Kaede con gentileza; le observó los ojos y le tomó el pulso.
--Perdonadme -dijo el médico-, pero debo preguntaros si estáis encinta.
--¿Por qué habría de contestaros? -replicó ella-. ¡No es asunto vuestro!
--Su señoría tiene la intención de casarse con vos. Considera que estabais comprometida con él. Ya ha obtenido el permiso del emperador y el del señor Arai.
--Nunca llegamos a comprometernos -gimió Kaede-. Estoy casada con el señor Otori Takeo.
Ishida intervino con amabilidad:
--No me está permitido hablar con vos sobre tales asuntos. Pronto os encontraréis con su señoría. Pero, como médico, debo saber si os encontráis en estado de gravidez.
--¿Y qué si lo estuviera?
--Entonces tendríamos que poner fin al embarazo. -Kaede ahogó un grito de tristeza e Ishida prosiguió-: El señor Fujiwara ha sido sumamente misericordioso con la señora Shirakawa. Podría haberos dado muerte por vuestra infidelidad. Os perdonará y se casará con vos, pero nunca daría su apellido al hijo de otro hombre.
Kaede no respondió, sino que volvió a sollozar con renovada energía. La criada regresó con las hierbas y la tetera llena de agua hirviendo. Ishida procedió a elaborar la infusión.
--Bebed -le pidió a Kaede-. Os calmará.
--¿Y si no lo hago? -replicó ella.
Y dicho esto se incorporó de improviso, le arrancó el cuenco de las manos y lo mantuvo en el aire con los brazos estirados, como si fuera a derramarlo sobre la estera.
--Supongamos que me niego a probar bebida o alimento alguno. ¿Se casaría Fujiwara con un cadáver?
--Entonces condenaríais a vuestras hermanas a la muerte... o tal vez a algo peor -repuso él-. Lo lamento, esta situación me desagrada profundamente, y mi participación en ella no me enorgullece en absoluto. Lo único que puedo hacer es mostrarme totalmente sincero con vos. Si os sometéis a la voluntad de su señoría, preservaréis vuestro honor y las vidas de vuestras hermanas.
Kaede se quedó mirando al médico durante un buen rato. Entonces, lentamente, se ¡levó el cuenco a los labios.
--No estoy encinta -dijo, y se bebió toda la infusión.
Ishida permaneció sentado al lado de Kaede mientras los sentidos de ésta se iban entumeciendo. Cuando se hubo calmado, el médico ordenó a las criadas que la llevaran al pabellón de baños y le lavaran los restos de sangre.
Para cuando la hubieron lavado y vestido, la infusión había aplacado la angustia de la joven y el espantoso panorama de sangre y de muerte le parecía una pesadilla, no una realidad. A media tarde logró conciliar el sueño mientras escuchaba, como desde un país lejano, los cánticos de los sacerdotes que purificaban la residencia tras la contaminación de la muerte y restituían la paz y armonía habituales. Al despertar, Kaede se encontró en una habitación familiar para ella; por un instante olvidó los acontecimientos de los últimos meses y pensó: "Estoy en casa de Fujiwara. ¿Cuánto tiempo he pasado aquí? Llamaré a Shizuka para preguntárselo".
Entonces recordó en parte lo que había sucedido, pero sin nitidez; sólo era consciente de que algo le había sido arrebatado de forma violenta.
Era la hora del crepúsculo y el frescor del aire ponía fin a un día largo y caluroso. Kaede escuchaba las suaves pisadas de los sirvientes, sus voces susurrantes. Una criada entró en su alcoba portando una bandeja con comida. La joven intentó comer algo, pero el olor de los alimentos le revolvía el estómago y al poco rato llamó para que los retirasen.
La criada regresó con el té. Iba seguida por otra mujer, ésta de mediana edad, con pequeños ojos astutos y apariencia severa; por su atuendo elegante y sus modales refinados, quedaba claro que no se trataba de un miembro del servicio. ;
Hizo una reverencia hasta tocar el suelo con la frente y dijo:
--Soy Ono Rieko, prima de la difunta esposa del señor Fujiwara. Pasé muchos años junto a la señora. Su señoría envió a buscarme para que iniciara los preparativos de la ceremonia nupcial. Os ruego que tengáis la amabilidad de aceptarme.
Dicho esto, la dama hizo otra profunda reverencia. Kaede sintió una antipatía instintiva por la mujer que tenía frente a sí. Su aspecto era agradable -Fujiwara nunca toleraría la presencia de una persona carente de atractivo-, pero se apreciaba en ella un carácter orgulloso y mezquino.
--¿Acaso tengo otra elección? -replicó Kaede con frialdad.
Rieko soltó una risita aguda a medida que se iba incorporando.
--Estoy segura de que la señora Shirakawa cambiará su opinión sobre mí. Sólo soy una humilde dama, pero tal vez pueda aconsejaros sobre algunos asuntos -empezó a servir el té y prosiguió-: El doctor Ishida desea que toméis esta infusión ahora. Y, debido a que esta noche es luna nueva, el señor Fujiwara acudirá en breve a daros la bienvenida y a contemplar la luna en vuestra compañía. Bebed el té y a continuación me aseguraré de que vuestras ropas y peinado resulten apropiados.
Kaede dio un sorbo de té y luego otro; se encontraba sedienta e hizo un esfuerzo por no vaciar el cuenco de golpe. Estaba tranquila, apenas sentía nada; sin embargo, era consciente del lento bombeo de la sangre bajo las sienes. Temía encontrarse con Fujiwara, temía el poder que mantenía sobre ella. Era la clase de poder que todo hombre, dondequiera que fuese, ejercía sobre toda mujer, en todos los aspectos de su vida. Debía de haber estado loca al pensar que sería capaz de luchar contra tal circunstancia. Recordó con claridad las palabras de la señora Naomi: "Debo aparentar que soy una mujer indefensa; de otro modo, estos guerreros me aplastarían".
Y ahora estaban aplastando a Kaede. Shizuka le había advertido que su matrimonio enfurecería a la casta militar, que nunca daría su consentimiento. Pero si hubiera escuchado a Shizuka y seguido sus consejos, Kaede nunca habría pasado aquellos meses maravillosos junto a Takeo. Al pensar en él, sintió una punzada tan dolorosa, a pesar del efecto de la infusión, que resolvió ocultar ese recuerdo en los pliegues más recónditos de su corazón, al igual que había escondido los documentos de la Tribu en las cuevas secretas del Shirakawa.
Kaede percibió que Rieko la observaba con atención. Apartó la cara con brusquedad y bebió un poco más de té.
--Vamos, vamos, señora Shirakawa -dijo Rieko con firmeza-. No debéis estar triste. Estáis a punto de contraer un excelente matrimonio -se acercó un poco, arrastrándose sobre las rodillas-. Sois tan hermosa como dicen, a pesar de vuestra altura excesiva; pero vuestro cutis tiene cierta tendencia a mostrarse cetrino y ese aspecto afligido no os sienta bien. Vuestra belleza es la más valiosa de vuestras posesiones; debemos conservarla a toda costa.
Rieko tomó el cuenco y lo colocó en la bandeja. Entonces desató las cintas que sujetaban el cabello de Kaede y empezó a peinarlo.
--¿Qué edad tenéis?
--Tengo dieciséis años -respondió Kaede.
--Creí que erais mayor, que por lo menos habríais cumplido los veinte. Debéis de ser la clase de mujer que envejece con rapidez. Habrá que tener cuidado.
El peine arañaba con fuerza el cuero cabelludo de Kaede y el dolor provocó que sus ojos se cuajaran de lágrimas. Rieko comentó:
--Debe de resultar difícil acicalaros el cabello; es muy suave.
--Suelo recogérmelo hacia atrás -replicó Kaede.
--En la capital, la moda es llevarlo apilado sobre la cabeza -explicó Rieko, al tiempo que pasaba el peine de una manera que hería a Kaede intencionadamente-. El cabello grueso y áspero resulta más adecuado.
Si Rieko se hubiera comportado de forma amable y comprensiva con Kaede, es posible que ésta se hubiera derrumbado; pero la falta de compasión de la mujer le otorgó fuerzas y le hizo tomar la determinación de no perder el control en su presencia, de no mostrarle nunca sus sentimientos. "Yo dormí en el hielo", pensó Kaede. "La diosa me hablará otra vez. Encontraré la forma de resistir hasta que Takeo venga a buscarme". Kaede sabía que él vendría o moriría en el intento. Cuando ella viera su cadáver, quedaría liberada de la promesa que le había hecho y se uniría a él en las sombras del más allá.
En la distancia, unos perros empezaron a ladrar frenéticamente de forma repentina. Instantes después, un temblor, algo más intenso y prolongado que el del día anterior, agitó la residencia.
Como en otras ocasiones, Kaede se sintió conmocionada y sobrecogida por el hecho de que la tierra pudiera temblar como la pasta de soja recién hecha; ahora también la embargó un sentimiento de alegría al comprobar que nada era definitivo ni inamovible. Nada duraba para siempre, ni siquiera Fujiwara y su casa repleta de tesoros.
Rieko soltó el peine y, no sin dificultad, se puso en pie. Las criadas llegaron corriendo hasta la puerta.
--Vamos fuera, deprisa -gritó entonces Rieko con voz alarmada.
--¿Por qué? -preguntó Kaede-. El terremoto no parece importante.
Rieko ya había huido de la habitación. Kaede escuchó cómo, presa del pánico, daba órdenes a las criadas para que apagasen todas las lámparas. Kaede permaneció inmóvil y escuchó el sonido de pies corriendo, los gritos de los sirvientes, el ladrido de los perros. Tras unos momentos, recogió el peine y terminó de desenredarse el cabello. La cabeza le dolía, por lo que decidió dejarse suelta la larga cabellera.
La túnica con la que la habían vestido parecía adecuada para contemplar la luna, para bañarse en su luz de plata y recordar cómo el astro iba y venía en el firmamento, desaparecía y después regresaba.
Las criadas habían dejado abiertas las puertas que daban a la veranda. Kaede salió al exterior y se arrodilló sobre el suelo de madera al tiempo que miraba hacia la montaña y recordaba que allí se había sentado con Fujiwara, envuelta en pieles de oso, mientras caía la nieve.
Se produjo otro ligero temblor, pero Kaede no sintió miedo. Percibió cómo la montaña se estremecía bajo el cielo color violeta. Las oscuras siluetas de los árboles del jardín se mecían, a pesar de la ausencia de viento; los pájaros, desconcertados, lanzaban sus cantos como si del alba se tratase. Poco a poco, los trinos se fueron amortiguando y los perros dejaron de ladrar. La fina guadaña dorada de la luna nueva pendía del cielo junto al lucero de la tarde, justo por encima de las cumbres. Kaede cerró los ojos.
Olió la fragancia de Fujiwara antes de escucharle. Percibió el sonido de sus pasos, el murmullo de la seda de su manto. Entonces, abrió los ojos.
Fujiwara se quedó de pie a un par de metros de distancia, y le clavaba la vista con aquella mirada extasiada y codiciosa que a Kaede le resultaba tan familiar.
--Señora Shirakawa.
--Señor Fujiwara.
Kaede sostuvo la mirada del noble más tiempo del que debiera y después se inclinó lentamente hasta dar con la frente en el suelo.
Fujiwara salió a la veranda seguido por Mamoru, quien acarreaba alfombras y almohadones. No fue sino hasta que el aristócrata se hubo acomodado que le dio permiso a Kaede para que se incorporase. Luego, alargó la mano y con los dedos rozó la túnica de seda de la joven.
--Es muy favorecedora; pensé que lo sería. Murita se llevó un buen susto cuando llegasteis cabalgando. Estuvo a punto de clavaros una lanza, por error.
Kaede creyó que iba a desmayarse a causa de la cólera que de repente emergió a través de la tranquilidad que las hierbas le habían otorgado. La sola idea de que Fujiwara pudiera aludir de forma tan ligera, bromeando, al asesinato de sus hombres; de Amano, a quien Kaede conocía desde que eran niños...
--¿Cómo osáis a hacerme esto? -estalló. Mamoru, atónito, ahogó un grito-. Me casé hace tres meses con Otori Takeo en Terayama. Mi esposo os castigará...
Kaede se interrumpió e hizo un esfuerzo por recobrar el control sobre sí misma.
--Pensé que disfrutaríamos de la contemplación de la luna antes de conversar -replicó Fujiwara, sin dar respuesta a la forma insultante en la que Kaede se había dirigido a él-. ¿Dónde están vuestras mujeres? ¿Por qué estáis aquí, sola?
--Salieron corriendo cuando la tierra tembló -respondió Kaede.
--¿No os asustasteis?
--No tengo nada de lo que asustarme. Ya nada peor podría sucederme.
--Al parecer, la conversación ha comenzado -dijo el aristócrata-. Mamoru, trae vino y después encárgate de que nadie nos moleste.
Fujiwara, meditabundo, se quedó mirando la luna durante los minutos siguientes, hasta que Mamoru regresó. Cuando el joven se hubo alejado de nuevo a través de las sombras, el noble hizo una seña a Kaede para que sirviera el vino. Bebió y, a continuación, dijo:
--Vuestro matrimonio con la persona que se hace llamar Otori Takeo ha sido anulado. Se llevó a cabo sin autorización y se ha declarado inválido.
--¿Quién dio la orden?
--El señor Arai; vuestro lacayo principal, Shoji, y yo mismo. Los Otori han desheredado a Takeo y han declarado ilegal su adopción. La opinión generalizada era que debíais morir por vuestra desobediencia a Arai y vuestra infidelidad hacia mí, sobre todo una vez que vuestra implicación en la muerte de Ilida se conoció con más detalle.
--Hicimos un acuerdo por el que no confiaríais mis secretos a nadie.
--También teníamos un acuerdo que nos obligaba a contraer matrimonio.
Kaede no podía responder sin insultarle aún más y las palabras de Fujiwara la habían asustado. Era consciente de que el aristócrata podía ordenar su muerte en cualquier momento. Nadie osaría desobedecer tal orden ni a juzgarle después por ella.
Fujiwara prosiguió:
--Sabéis de la alta estima en la que os tengo. Conseguí efectuar una suerte de transacción con Arai. Aceptó perdonaros la vida si me casaba con vos y os mantenía recluida. Apoyaré su causa ante el emperador a su debido tiempo. A cambio, le envié a vuestras hermanas.
--¿Se las entregasteis a Arai? ¿Están en Inuyama?
--Considero que es bastante frecuente entregar mujeres como rehenes -replicó él-. Por cierto, Arai se enfureció cuando cometisteis el atrevimiento de retener al sobrino de Akita. Podría haber sido una buena táctica, pero lo echasteis todo a perder con vuestra precipitada actuación en la primavera. Lo único que conseguisteis fue ofender todavía más al señor Arai y a sus lacayos. Arai os protegió en el pasado. Fue muy irreflexivo por vuestra parte tratarle de manera tan ruin.
--Ahora sé que Shoji me traicionó -dijo Kaede con amargura-. Él nunca debería haber dejado marchar al sobrino de Akita.
--No debéis ser severa con Shoji -Fujiwara hablaba con voz calmada-. Con su forma de actuar buscaba lo mejor para vos y vuestra familia, al igual que todos nosotros. Deseo que nuestro matrimonio se celebre lo antes posible, tal vez antes de que termine la semana. Rieko os instruirá acerca de vuestro atuendo y modo de proceder en el ritual.
Kaede notó que la desesperación caía sobre ella como la red del cazador sobre el ánade salvaje.
--Todos los hombres que se han relacionado conmigo han muerto, excepto mi legítimo marido, e! señor Otori Takeo. ¿No sentís miedo?
--Se dice que mueren aquellos que os desean, y yo nunca he sentido deseo alguno por vos. Tampoco ambiciono más hijos. Nuestro matrimonio se celebrará para salvaros la vida. No llegará a consumarse -Fujiwara bebió otro sorbo de vino y colocó el cuenco en el suelo-. Ahora resultaría apropiado que mostraseis vuestra gratitud.
--¿Pasaré a convertirme en una de vuestras preciadas posesiones?
--Señora Shirakawa, sois una de las escasas personas, y la única mujer, con quienes he compartido mis tesoros. Sabéis que me agrada mantenerlos alejados de los ojos del mundo, aislados, ocultos.
El corazón de Kaede dio un vuelco. Permaneció en silencio.
--Y no abriguéis la esperanza de que Takeo acuda a rescataros. Arai está decidido a castigarle. En estos momentos organiza una campaña en su contra. Los dominios de Maruyama y Shirakawa serán tomados en vuestro nombre y entregados a mí, como esposo vuestro -Fujiwara miró a Kaede con avidez, como si deseara recoger hasta la última gota del sufrimiento de la joven-. El amor de Takeo por vos ha sido su perdición. Morirá antes de la llegada de las nieves.
Kaede había observado a Fujiwara durante los meses del invierno anterior y conocía todas las expresiones de su rostro. A él le agradaba creer que resultaba impasible, que siempre controlaba sus emociones a la perfección; pero Kaede había aprendido a descifrarlas. Percibió el matiz de crueldad en la voz del noble y captó el placer que éste sentía al hablar. En días pasados, había detectado semejante placer cuando Fujiwara mencionaba el nombre de Takeo. Mientras la nieve cubría la tierra con su manto y de los aleros colgaban enormes carámbanos de hielo, Kaede le había desvelado sus secretos y llegó a pensar que Fujiwara se sentía atraído por su amado. Había observado un destello de deseo en sus ojos, la ligera distorsión de los labios, la forma en la que la lengua del noble pronunciaba el nombre del joven con deleite. Ahora Kaede cayó en la cuenta de que Fujiwara deseaba la muerte de Takeo. Le proporcionaría placer y al mismo tiempo le liberaría de su obsesión. Y Kaede no tenía duda de que su propio sufrimiento aumentaría el goce del aristócrata.
En aquel mismo momento, tomó dos decisiones: no compartiría con Fujiwara ningún sentimiento y conservaría su vida a toda costa. Se sometería a la voluntad del noble, de manera que éste no tuviera ninguna excusa para matarla antes de que Takeo acudiera en su busca; pero nunca le daría al aristócrata ni a la malvada mujer que le había asignado la satisfacción de contemplar su profundo sufrimiento.
Kaede miró a Fujiwara con desprecio y después dirigió la vista a la luna.
La ceremonia del matrimonio se celebró unos días más tarde. Kaede bebió las infusiones que Ishida le había preparado, agradecida por el entumecimiento que le proporcionaban. Estaba decidida a ignorar sus propios sentimientos, como si fuera de hielo, y recordaba que mucho tiempo atrás la mirada de Takeo la había sumido en un sueño profundo y helado. Kaede no culpaba a Ishida ni a Mamoru por su papel en el confinamiento al que se veía sometida, pues sabía que estaban obligados por el mismo código inflexible que ella misma, pero juró que Murita pagaría por haber matado a sus hombres y a su caballo. También llegó a detestar a Rieko.
Kaede se observó a sí misma durante el ritual de la boda como si fuera una muñeca, una marioneta manipulada sobre un escenario. Su familia estaba representada por Shoji y dos de sus lacayos: uno de ellos era hermano de H¡rogawa, el hombre que fue ejecutado por Kondo a órdenes de Kaede cuando se negó a servirla, el día de la muerte de su padre. "Debería haber ordenado la muerte de todos los miembros de su familia", pensó con amargura. "Al liberarlos, sólo conseguí que fueran mis enemigos". Allí había otros hombres de más alto rango, posiblemente enviados por Arai. La ignoraron en todo momento y nadie le comunicó sus nombres. Aquel hecho le hizo darse cuenta de cuál sería su posición a partir de entonces: ya no era la señora de un dominio, aliada de su esposo y tratada como igual, sino la segunda mujer de un aristócrata, sin otra vida más que la que él le permitiera.
La ceremonia fue majestuosa, mucho más solemne que la boda celebrada en Terayama. Las plegarias y los cánticos parecían no tener fin. El incienso y el tañido de campanas provocaban que la cabeza le diera vueltas, y cuando tuvo que intercambiar con su nuevo esposo las rituales copas de vino, tres veces tres, temió desmayarse. Durante la semana apenas había comido y se sentía desfallecer.
El día era bochornoso y no corría una gota de viento. Al atardecer empezó a llover con fuerza.
Kaede fue transportada desde el templo en palanquín, y Rieko y las demás mujeres la desvistieron y la bañaron. Le aplicaron cremas por todo el cuerpo y le perfumaron el cabello. Tras vestirla con ropas de dormir, mucho más lujosas que las que Kaede solía llevar durante el día, la trasladaron a sus nuevos aposentos, situados en lo más profundo de la residencia y cuya existencia Kaede desconocía. Habían sido decorados recientemente y las vigas y molduras relucían, cubiertas con pan de oro; en las mamparas se habían pintado aves y flores, y las flamantes esteras de paja desprendían un suave aroma. La intensa lluvia oscurecía las estancias, pero decenas de lámparas ardían en peanas de metal profusamente decoradas.
--Todo esto es para vos -dijo Rieko, con un matiz de envidia.
Kaede no respondió. Deseaba decir: "¿Con qué propósito, si él nunca yacerá conmigo?". Pero no era asunto de Rieko. Entonces, un pensamiento asaltó a Kaede. Tal vez Fujiwara tuviese la intención de tener relaciones con ella, una sola vez, como había hecho con su primera esposa para concebir un hijo. Un escalofrío de repugnancia y de miedo le recorrió el cuerpo.
--No debéis asustaros -se burló Rieko-. No puede decirse que no sepáis qué esperar del matrimonio. Otra cosa sería que fuerais virgen, como debiera ser...
Kaede no daba crédito a que aquella mujer se atreviera a hablarle de tal manera delante de las criadas.
--Decidle a las criadas que se marchen -dijo Kaede, y cuando se quedaron a solas prosiguió-: Si me insultáis otra vez, haré que os despidan.
Rieko se rió, con una risa chillona y hueca.
--Me parece que mi señora no comprende su situación. El señor Fujiwara nunca me despedirá. Si yo fuera vos, temería más por mi futuro. Si transgredís las normas, si vuestro comportamiento no está a la altura del que debiera mostrar la esposa del señor Fujiwara, vos seréis despedida. Pensáis que sois valiente y que tendríais el valor de quitaros la vida. Permitidme deciros que es más difícil de lo que parece. Llegado el momento, casi todas las mujeres se sienten incapaces. Nos aferramos a la vida, débiles como somos -Rieko agarró una lámpara y la colocó en alto de manera que la luz iluminara el rostro de Kaede-. Posiblemente os han dicho toda vuestra vida que sois bella, pero ahora sois menos hermosa que la semana pasada y en un año habréis perdido más belleza. Habéis alcanzado el cénit; a partir de ahora, vuestra hermosura irá poco a poco desapareciendo.
Rieko acercó la lámpara un poco más. Kaede notó la quemazón de la llama en su mejilla.
--Podría marcaros con una cicatriz -dijo Rieko con voz sibilante-. Os expulsarían de la casa. El señor Fujiwara sólo os conservará mientras le resultéis atractiva. Después, el único lugar para mujeres como vos es e! prostíbulo.
Kaede mantuvo la mirada de Rieko sin pestañear. La llama ardía entre ambas. En el exterior, el viento empezaba a soplar y una ráfaga repentina hizo temblar el edificio. A lo lejos, un perro aullaba.
Rieko se rió otra vez y colocó la lámpara sobre el suelo.
--De manera que su señoría no puede hablar de despedirme. Pero imagino que estaréis agotada; os perdonaré. Debemos ser buenas amigas, tal y como el señor Fujiwara desea. Pronto acudirá a vuestro encuentro. Yo estaré en la habitación contigua.
Kaede permaneció sentada sin mover un músculo mientras escuchaba el sonido del viento. Sin que pudiera evitarlo, le vino a la memoria su noche de bodas: el tacto de la piel de Takeo contra la suya; el roce de sus labios en la nuca cuando apartó la espesa mata de cabello de Kaede. Recordó el intenso placer que Takeo le hizo sentir antes de que ambos se fundieran en un solo cuerpo. Intentó alejar aquellos recuerdos de la mente, pero el deseo la había atrapado y amenazaba con derretir su helado entumecimiento.
Escuchó pisadas en el exterior y se mantuvo inmóvil. Había jurado no desvelar sus sentimientos, pero temía que su cuerpo anhelante la traicionara.
Dejando fuera a sus sirvientes, Fujiwara entró en la habitación. De inmediato, Kaede hizo una reverencia hasta el suelo. No deseaba que el noble le viera el rostro, pero aquel acto de sumisión la hizo temblar en mayor medida.
Mamoru, que seguía a Fujiwara, traía consigo un cofre tallado, elaborado con madera de paulonia. Lo colocó sobre la estera, hizo una profunda reverencia y se arrastró andando sobre las rodillas hacia atrás, hasta colocarse junto a la puerta de la habitación contigua.
--Incorpórate, esposa mía -dijo el señor Fujiwara.
Al hacerlo, Kaede observó que Rieko le pasaba un frasco de vino a Mamoru desde la puerta corredera. Acto seguido, la mujer hizo una reverencia y se alejó de la vista; pero, como Kaede sabía, no lo suficiente como para dejar de escuchar.
Mamoru escanció el vino y Fujiwara lo bebió sin dejar de mirar a Kaede con fascinación. El joven le pasó un cuenco a ella, quien se lo llevó a los labios. El sabor del vino resultaba dulce e intenso a la vez. Dio un pequeño sorbo y el fuego que sentía en su interior se intensificó.
--Creo que nunca ha estado tan bella -comentó el señor Fujiwara a Mamoru-. Fíjate en cómo el sufrimiento ha perfeccionado los rasgos de su rostro. Sus ojos tienen ahora una expresión más profunda y su boca ha adquirido la forma de la de una mujer. Te costará trabajo captar estos cambios.
Mamoru hizo una reverencia y permaneció en silencio. Tras unos instantes, Fujiwara dijo:
--Déjanos solos.
Cuando el joven se hubo marchado, el noble recogió el cofre y se puso en pie.
--Venid -le pidió a Kaede.
Ella le siguió como una sonámbula. Algún criado oculto abrió la puerta corredera situada en un extremo de la habitación y entraron en otra estancia, donde se habían extendido camas con colchas de seda y soportes de madera para apoyar la cabeza. Una intensa fragancia envolvía la alcoba. Las puertas se cerraron y se quedaron a solas.
--No hay necesidad de alarmarse indebidamente -dijo Fujiwara-. O tal vez os he mal interpretado y lo que os sentís es decepcionada.
Por primera vez, Kaede sintió el aguijón de su desprecio. Fujiwara había interpretado sus sentimientos, había percibido su deseo. Una oleada de calor la envolvió.
--Sentaos -dijo él.
Kaede cayó al suelo, con la mirada baja. Él también se sentó y colocó el cofre entre ambos.
--Debemos pasar juntos un tiempo, por breve que sea. Sólo se trata de una formalidad.
Kaede no respondió, no sabía qué decir.
--Habladme -ordenó Fujiwara-. Contadme algo interesante o divertido.
Kaede se sintió incapaz. Por fin, dijo:
--¿Puedo formular una pregunta al señor Fujiwara?
--Adelante.
--¿Qué voy a hacer aquí? ¿En qué emplearé mis días?
--Supongo que en las labores propias de las mujeres. Rieko os aleccionará.
--¿Puedo continuar con mis estudios?
--Considero que educaros fue un error. No parece haber mejorado vuestro carácter. Podéis leer un poco; a K'ung Fu-Tzu, por ejemplo.
El viento soplaba con más fuerza. Allí, en el centro de la residencia, se hallaban protegidos de su ímpetu; con todo, las vigas y los pilares se agitaban y el tejado crujía.
--¿Puedo ver a mis hermanas?
--Cuando el señor Arai haya concluido su campaña contra los Otori, dentro de un año aproximadamente, tal vez viajemos a Inuyama.
--¿Puedo escribirles? -preguntó Kaede, al tiempo que la furia se iba apoderando de ella por tener que suplicar de semejante manera.
--Siempre que mostréis vuestras cartas a Rieko.
Las llamas de las lámparas parpadeaban a causa de la corriente y en el exterior el gemido del viento parecía humano. De repente, Kaede recordó las criadas junto a las que había dormido en el castillo de los Noguchi. En las noches de tormenta, cuando el vendaval no permitía conciliar el sueño, se asustaban unas a otras contando historias de fantasmas. A Kaede le pareció volver a escuchar en el sonido del viento aquellas voces espectrales que imaginara de niña. Las historias de las criadas siempre versaban sobre muchachas como ellas, a quienes habían matado de manera injusta o habían muerto por amor; aquellas mujeres habían sido abandonadas por sus amantes, traicionadas por sus esposos o asesinadas por los señores supremos de sus dominios. Sus fantasmas, furiosos e invadidos por los celos, exigían justicia a gritos desde el mundo de las sombras. Kaede tiritó ligeramente.
--¿Sentís frío?
--No, estaba pensando en fantasmas. Tal vez uno de ellos me haya rozado. El viento va cobrando fuerza... ¿Se trata de un tifón?
--Eso creo -respondió Fujiwara.
"Takeo, ¿dónde estás?", pensó Kaede. "¿En algún lugar a la intemperie, mientras sopla este viento? ¿Estás pensando en mí en este momento? ¿Es acaso tu fantasma el que me acecha y me hace temblar?".
Fujiwara la observaba.
--Una de las muchas peculiaridades que admiro de vos es que no mostráis temor. Ni ante un terremoto ni ante un tifón. Casi todas las mujeres quedan presas del pánico en tales circunstancias. Sin duda, su actitud resulta más femenina. Vuestra temeridad os ha llevado demasiado lejos; debéis ser protegida de ella.
"Nunca debe saber que me aterra pensar en la muerte de mis seres queridos", pensó Kaede. "La de Takeo, sobre todo, y la de Ai y Hana. No debo desvelar mis sentimientos".
Fujiwara se inclinó ligeramente hacia delante y con una pálida mano de dedos largos hizo una seña para que Kaede mirase el cofre.
--Os he traído un regalo de boda -dijo él, mientras abría la tapa y sacaba un objeto envuelto en seda-. Supongo que no estaréis familiarizada con este tipo de curiosidades. Algunas de ellas son antiquísimas. Las he coleccionado durante años.
Fujiwara colocó el objeto en el suelo, frente a Kaede.
--Podéis mirarlo cuando me haya marchado.
Kaede observó el envoltorio con recelo. El tono de Fujiwara le decía que el noble se estaba divirtiendo a su costa, de una forma cruel. Kaede no podía sospechar de qué objeto se trataba. Una estatuilla, tal vez, o un frasco de perfume.
Levantó la mirada hasta el rostro del aristócrata y apreció que en sus labios se perfilaba una débil sonrisa. Kaede carecía de armas con las que defenderse de Fujiwara, con la excepción de su belleza y valentía. Apartó la mirada del noble y permaneció sentada, inmóvil, con actitud serena.
Fujiwara se puso en pie y le deseó buenas noches. Ella hizo una reverencia hasta el suelo mientras él abandonaba la estancia. El viento agitaba el tejado y la lluvia arreciaba. Kaede no escuchó las pisadas del noble mientras se alejaba; era como si se hubiera esfumado en medio de la tormenta.
La joven se encontraba a solas, aunque sabía que Rieko y las criadas aguardaban en las habitaciones contiguas. Dirigió la mirada a la pieza de seda de intenso color púrpura y, tras unos instantes, recogió el objeto y lo desenvolvió.
Era un miembro viril en estado de erección, tallado en madera rojiza y sedosa; cerezo, tal vez. La elaboración era perfecta en cada detalle. Kaede sintió tanta repugnancia como fascinación, y supo al instante que Fujiwara había sabido de antemano cuál sería su reacción. Él nunca acariciaría el cuerpo de Kaede, nunca yacería con ella; pero el noble había averiguado el deseo que se había despertado en la joven. Con aquel perverso obsequio se disponía a despreciarla y a atormentarla al mismo tiempo.
Los ojos se le cuajaron de lágrimas. Envolvió de nuevo la talla y la colocó en el cofre. Entonces, se tumbó sobre el colchón, en su alcoba de matrimonio, y lloró en silencio por el hombre al que había amado con tanta pasión.
Llegué a pensar que tendría que informar a tu esposa de tu desaparición -dijo Makoto mientras nos encaminábamos al templo envueltos por la oscuridad-. La sola idea de hacerlo me producía más temor que cualquier batalla a la que jamás me haya enfrentado.
--Y yo temía que me hubieras abandonado -repliqué.
--¡Parece mentira que no me conozcas! Habría tenido el deber de dar la noticia a la señora Otori, pero mi intención era dejar a Jiro aquí, con caballos y comida, y regresar en cuanto hubiera hablado con ella -entonces añadió en voz baja-: Nunca te abandonaría, Takeo; puedes estar seguro de ello.
Me avergoncé por haber dudado de Makoto y preferí no seguir hablando sobre el asunto.
Makoto llamó a los hombres que montaban guardia y éstos le devolvieron el saludo con un grito.
--¿Estáis todos despiertos? -pregunté, pues por norma general nos turnábamos para dormir y guardar vigilia.
--A ninguno nos apetecía dormir -replicó Makoto-. El ambiente es demasiado tranquilo, llega a resultar opresivo. La reciente tormenta, la que retrasó tu vuelta, llegó de improviso. Además, los dos últimos días hemos tenido la sensación de que nos espían. Ayer Jiro fue al bosque en busca de ñames silvestres y vio a alguien acechando tras los árboles. Es posible que los bandoleros de los que nos habló el pescador se hayan enterado de que estamos aquí y estén comprobando nuestra capacidad de defensa.
Mientras nos abríamos camino por el sendero plagado de malas hierbas, hacíamos más ruido que una yunta de bueyes. Si, en efecto, alguien nos espiaba, sin duda se habría enterado de mi regreso.
--Lo más probable es que teman que queramos plantarles cara -opiné-. En cuanto volvamos con más hombres nos libraremos de ellos; pero ahora sólo somos seis, no podemos entrar en combate. Esperaremos al amanecer y confiaremos en que no nos tiendan una emboscada en el camino de retorno a Maruyama.
Resultaba imposible calcular qué hora era ni cuánto tiempo quedaba para el alba. Los viejos edificios del templo emitían ruidos extraños que se unían al crujido de la madera y el murmullo de la techumbre de paja. Las lechuzas ululaban sin cesar desde los bosques y en una ocasión escuché las pisadas de un animal, un perro salvaje tal vez, o acaso un lobo. Intenté dormir, mas no lograba conciliar el sueño, pues me acechaban las imágenes de todos cuantos deseaban acabar con mi vida. Cabía la posibilidad de que alguno de mis enemigos hubiera averiguado mi paradero y que el retraso que había sufrido a causa de la tormenta le hubiera dado ventaja. El pescador, o incluso Ryoma, podrían haber dejado escapar información sobre mi viaje a Oshima. Bien sabía yo que la Tribu disponía de espías por todas partes. Además de la sentencia de muerte que los maestros habían decretado sobre mí, me sentía amenazado por muchos miembros de la organización que en aquellos momentos se sentirían obligados por lazos de sangre a vengar a sus parientes.
A pesar de que durante el día yo llegaba a dar por ciertas las palabras de la profecía, durante la noche, como de costumbre, las dudas me asaltaban. Poco a poco me iba acercando a mi objetivo; no soportaba la idea de morir sin haberlo cumplido con éxito. Eran tantos los que buscaban destruirme que tal vez estuviera yo tan loco como Jo-An al pensar que sería capaz de vencerlos a todos.
El sueño debió de vencerme, porque cuando abrí los ojos de nuevo el cielo había adquirido un tono gris y los pájaros iniciaban sus cantos. Jiro seguía a mi lado, dormido, con respiración profunda y uniforme, como la de un niño. Le puse la mano en el hombro para despertarle y abrió los ojos, sonriente. Entonces, cuando regresó del otro mundo, noté en su rostro la marca de la decepción y el sufrimiento.
--¿Estabas soñando? -le pregunté.
--Sí. Vi a mi hermano. Me sentía feliz de que estuviera vivo. Me llamó para que le siguiera y nos alejamos por el bosque que hay detrás de nuestra casa -con un visible esfuerzo por dominar sus emociones, Jiro se puso en pie-. Supongo que nos pondremos en camino de inmediato. Iré a preparar los caballos.
Me acordé del sueño que había tenido sobre mi madre e imaginé que los muertos querían comunicarse con nosotros. Bajo la luz del alba el templo parecía más fantasmagórico que nunca; aquél era un lugar hostil y entristecedor y deseaba abandonarlo cuanto antes.
Tras varios días de inactividad, los caballos se encontraban descansados y cabalgamos con rapidez. El tiempo seguía siendo bochornoso; el cielo estaba cubierto por nubes grises y no corría una gota de viento. Mientras ascendíamos por el sendero del acantilado, me giré para mirar la playa por si veía al pescador con su hijo; pero en las chozas no se apreciaba el menor signo de vida. Todos nos sentíamos intranquilos. Mis oídos estaban alerta del más mínimo sonido y se esforzaban por escuchar más allá del tamborileo de los cascos de caballo, el crujido y tintineo de los arneses y el monótono rugido del mar.
Me detuve un momento en la cima del acantilado y dirigí la vista a Oshima. La isla se encontraba oculta entre la bruma, pero una densa corona de nubes mostraba el lugar donde se hallaba.
Jiro se había parado junto a mí, mientras que los demás siguieron avanzando en dirección al bosque que teníamos por delante. Se produjo un instante de silencio y, acto seguido, escuché el sonido inconfundible -a medio camino entre un crujido y un suspiro- de la cuerda de un arco que se tensa.
Advertí a Jiro con un grito e intenté alcanzarle para tirar de él hacia abajo, pero Shun dio un brinco apartándose hacia un lado; estuve a punto de caerme del caballo y acabé agarrado al cuello del animal, Jiro volvió la cabeza y miró en dirección al bosque. La flecha pasó silbando por encima de mí y se le clavó en un ojo.
El joven emitió un espantoso grito de dolor. Se llevó las manos a la cara y luego cayó hacia delante, sobre el cuello de su montura. El animal, alarmado, relinchó, se encabritó ligeramente y salió huyendo como para alcanzara los demás caballos, mientras que su jinete se balanceaba, impotente, de un lado a otro.
Shun estiró el pescuezo y avanzó serpenteando hacia los árboles, en busca de refugio. Makoto y sus hombres ya se habían percatado de lo que ocurría; uno de ellos espoleó a su montura y consiguió sujetar las riendas del aterrorizado caballo de Jiro.
Makoto desmontó al muchacho, pero éste murió incluso antes de que yo llegara hasta ellos. Al atravesarle la cabeza, la flecha le había destrozado la parte posterior del cráneo. Me bajé del caballo, corté el astil y extraje la flecha. Era enorme y estaba adornada con plumas de águila. Debía de haber sido lanzada con un arco gigantesco, la clase de arma que suelen utilizar los arqueros que actúan en solitario.
Me invadió una angustia casi insoportable. El ataque estaba dirigido contra mí; si yo no hubiera esquivado el dardo, Jiro seguiría con vida. Un arranque de cólera me hizo enloquecer: mataría a aquel asesino aun a costa de mi propia vida.
Makoto dijo con un susurro:
--Debe de ser una emboscada. Vayamos a refugiarnos y comprobemos cuántos son.
--No, la flecha iba dirigida a mí -repliqué yo, también en voz baja-. Es obra de la Tribu. Quedaos aquí y buscad refugio. Voy a perseguirle. Sólo será uno, dos como mucho -no quería que los hombres me acompañaran; sólo yo era capaz de moverme en absoluto silencio, yo exclusivamente podía hacerme invisible y contaba con las dotes necesarias para acercarme al asesino-. Acudid cuando os llame, quiero apresarle vivo.
Makoto sugirió:
--Si es sólo uno, más que refugiarnos debemos seguir cabalgando. Dame tu yelmo y montaré a Shun. Tal vez logremos confundirle. Nos seguirá y podrás atacarle por la espalda.
Yo dudaba que semejante artimaña llegase a funcionar e ignoraba a qué distancia se encontraría el arquero. Sin duda, él sabría que la flecha no me había alcanzado e imaginaría que yo le perseguiría. Pero si mis hombres cabalgaban por delante, al menos no serían un impedimento para mí. Para ese momento, mi enemigo podría encontrarse en cualquier lugar del bosque, si bien yo estaba seguro de que podía moverme más rápida y silenciosamente que él. Mientras los caballos se alejaban al trote con su triste cargamento, me hice invisible y ascendí por la ladera a toda velocidad, sorteando los árboles en mi camino. Tenía la seguridad de que el arquero no permanecería en el lugar desde donde había lanzado la mortífera flecha y pensé que se habría desplazado en dirección suroeste para cortarnos el paso donde la carretera daba un brusco giro hacia el sur. Incluso aunque siguiera observándonos, a menos que estuviera dotado con los máximos poderes de la Tribu, no podría saber dónde me encontraba yo.
Al poco rato escuché la respiración de un hombre y la ligera presión de un pie sobre la tierra blanda. Me paré en seco y contuve el aliento. El arquero pasó a unos tres metros de mí, sin acusar mi presencia.
Era Kikuta Hajime, el joven luchador de Matsue que fuera mi compañero de entrenamiento. Le había visto por última vez en la escuela de lucha libre, cuando partí con Akio hacia Hagi. Entonces había imaginado que no volveríamos a vernos; pero Akio no logró matarme, como había planeado, y ahora Hajime había sido enviado para acabar conmigo. El gigantesco arco le colgaba del hombro y, como suelen hacer los hombres corpulentos, Hajime se movía con las piernas torcidas hacia fuera para mantener el equilibrio. A pesar de su formidable tamaño, avanzaba rápida y silenciosamente. Sólo mis oídos podrían haberle detectado.
Le seguí en dirección a la carretera, donde se escuchaban los caballos, que nos precedían a medio galope. Oí cómo uno de los hombres apremiaba a Makoto para que avanzara más deprisa; le llamó "señor Otori", lo que me hizo sonreír con amargura. Mi presa y yo ascendimos por la cuesta con rapidez; a continuación, descendimos hasta llegar a un farallón de roca desde donde se divisaba con claridad la carretera situada más abajo.
Hajime asentó los pies firmemente sobre la roca y se descolgó el arco del hombro. Luego colocó una flecha en la cuerda. Aspiró con fuerza mientras tiraba de ésta hacia atrás, y los músculos de los brazos y el cuello se le tensaron de forma impresionante. Entendí que en un combate cuerpo a cuerpo no tendría la más mínima posibilidad de salir victorioso. Posiblemente podría alcanzarle con Jato por la espalda, pero tendría que matarle al primer golpe, y quería atraparle con vida.
Hajime permanecía de pie, inmóvil, esperando que su objetivo apareciera de un momento a otro bajo los árboles. En ese instante, apenas podía escuchar su respiración. Conocía la técnica que estaba utilizando y estaba familiarizado con el entrenamiento al que Hajime había sido sometido, por lo que reconocí su total concentración. Hombre, arco y flecha se fundían en uno. Aunque la imagen del arquero debía de ser magnífica, yo sólo era consciente de mi deseo de hacerle sufrir y, más tarde, morir. Intenté aplacar mi furia. Sólo disponía de unos instantes para pensar.
Llevaba conmigo las armas de la Tribu, entre ellas un conjunto de cuchillos arrojadizos. No era experto en su utilización, pero sabía que podrían ayudarme en mi propósito. Después de caer al agua en el puerto de los piratas, me había preocupado de secar y engrasar las hojas en forma de estrella de los cuchillos y éstos salieron de la funda con suavidad. Cuando los caballos se aproximaban por la carretera situada a nuestros pies, salí de mi escondite, aún en estado de invisibilidad, y eché a correr mientras lanzaba los cuchillos.
Los dos primeros pasaron de largo sin dar en el blanco, pero hicieron que Hajime perdiera la concentración. El luchador se giró hacia mí. Miraba por encima de mi cabeza con la misma expresión confundida que acostumbraba a mostrar cuando me hacía invisible en el pabellón de entrenamiento. Aquel recuerdo me provocó una sonrisa y, al mismo tiempo, una punzada de dolor. El tercer cuchillo le golpeó en la mejilla y sus numerosas puntas hicieron que la sangre brotara de inmediato. Hajime dio un paso involuntario hacia atrás y observé que se hallaba justo al borde del farallón. Le lancé los dos cuchillos siguientes directamente a la cara y recuperé la visibilidad justo enfrente de él. Jato saltó en mi mano y mi enemigo se echó hacia atrás para esquivar el golpe. Al hacerlo, cayó por el precipicio y se desplomó pesadamente justo delante de los caballos.
Hajime respiraba con dificultad a causa de la caída y sangraba de forma abundante por las mejillas, pero a pesar de ello, debido a su fortaleza, pasó un buen rato hasta que logramos reducirlo. Aunque no emitió sonido alguno, en sus ojos ardientes se apreciaban destellos de cólera y de maldad. Tenía que decidir si le mataba en el acto o le trasladaba hasta Maruyama, donde planearía una muerte lenta que pudiera consolarme del asesinato de Jiro.
Una vez que hubimos amarrado a nuestro prisionero de manera que no pudiera hacer el más mínimo movimiento, llevé a Makoto a un aparte y le pedí consejo. No lograba quitarme de la cabeza el recuerdo de cuando Hajime y yo entrenábamos juntos; habíamos llegado casi a hacernos amigos. El código impuesto por la Tribu trascendía cualquier simpatía o fidelidad personal; una prueba de ello era la traición de Kenji a Shigeru. Pero yo no podía evitar el sentimiento de horror que semejante forma de actuar me producía.
Hajime me llamó:
--¡Eh, perro!
Uno de los guardias le propinó una patada.
--¿Cómo osas a dirigirte así al señor Otori?
--Venid aquí, señor Otori -se burló el luchador-. Tengo algo que deciros.
Me acerqué a él.
--Los Kikuta tienen a tu hijo -me espetó-. Su madre ha muerto.
--¿Ha muerto Yuki?
--Cuando nació el niño, la obligaron a tragar veneno. Akio se encargará de educarle. Los Kikuta darán contigo. Los traicionaste y no te permitirán seguir con vida. Además, tienen a tu hijo.
Entonces Hajime dio un gruñido casi inhumano y, sacando la lengua al máximo, clavó en ella los dientes con tal fuerza que se la arrancó de cuajo. Sus ojos, encolerizados, parecieron salirse de las órbitas a causa del dolor; sin embargo, no volvió a emitir sonido alguno. Escupió la lengua y un chorro de sangre brotó a continuación. La sangre manaba con tanta intensidad que le inundó por completo la garganta. Aquel cuerpo gigantesco se arqueó y empezó a convulsionarse, intentando escapar de la muerte que el propio Hajime le había impuesto por propia voluntad. Pero fue en vano. Mi antiguo compañero de entrenamiento murió ahogado por su propia sangre.
Me di la vuelta atenazado por las náuseas y me embargó una profunda tristeza. Mi furia se había aplacado y tuve la impresión de cargar con un terrible peso, como si el cielo se hubiera desplomado sobre mi alma. Ordené a los hombres que arrastraran a Hajime hasta el bosque, lo decapitaran y dejaran allí el cadáver, para que sirviera de alimento a zorros y lobos.
Decidimos llevar el cuerpo de Jiro con nosotros y paramos en una aldea costera llamada Ohama. En el templo de la localidad celebramos el sepelio y pagamos al sacerdote del santuario para que mandara erigir una linterna de piedra, a la sombra de los cedros, en honor al difunto. Donamos al templo el arco y las flechas del luchador; tengo entendido que aún siguen allí, enganchados de las vigas junto a las imágenes votivas de caballos, pues el lugar sagrado estaba dedicado a la diosa de este animal.
Entre las pinturas que cuelgan en el templo se encuentran mis propios caballos. Tuvimos que permanecer en la aldea durante dos semanas: en primer lugar, para llevar a cabo los rituales funerarios y purificarnos tras la contaminación de la muerte; más tarde, para celebrar el Festival de los Muertos. Pedí prestados pinceles y un bloque de tinta al sacerdote del santuario y pinté a Shun sobre una tablilla de madera. En mi dibujo no sólo apliqué mi respeto y gratitud hacia el corcel que me había salvado la vida una vez más, sino también mi congoja por la muerte de Jiro, por Yuki y por mi propia vida, que parecía impulsarme a ser testigo de las muertes de otros. Acaso también plasmé mi nostalgia por Kaede, a quien añoraba con todas mis fuerzas, ya que el sufrimiento alentaba mi pasión por ella.
Me dediqué a pintar de forma obsesiva y dibujé a I Shun, Raku, Kiu y Aoi. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había pintado; el tacto del pincel y el frescor de la tinta actuaban como un bálsamo para mí. Mientras permanecía sentado en el tranquilo templo, mantenía la ilusión de que aquella era mi auténtica vida. Imaginaba que me había retirado del mundo y dedicaba mis días a pintar imágenes votivas por encargo de los peregrinos. Recordaba las palabras del abad de Terayama cuando visité aquel santuario con Shigeru por primera vez, tanto tiempo atrás: "Vuelve a nosotros cuando todo haya terminado. Siempre habrá un sitio para ti en este templo".
"¿Terminará alguna vez?", me pregunté, al igual que había hecho en aquella ocasión.
A menudo los ojos se me cuajaban de lágrimas y, al recordar a Jiro y a Yuki, la tristeza me embargaba. Lloraba por sus vidas, tan breves; por su devoción hacia mí, que yo núnca había merecido; porque hubieran encontrado la muerte por mi culpa. Anhelaba vengarlos, pero la brutalidad del suicidio de Hajime me había asqueado. Sentía que yo mismo había iniciado un interminable ciclo de venganza y de muerte. Recordé los momentos que Yuki y yo habíamos compartido y lamenté amargamente no haberla amado nunca. Era cierto que no había sentido el mismo amor apasionado que Kaede me provocaba, pero sí había deseado a Yuki, y el recuerdo de nuestra relación me hizo desearla de nuevo y volver a llorar por su hermoso cuerpo, ágil y flexible, ahora inmóvil para siempre.
Por fortuna, las ceremonias del Festival de los Muertos me ofrecieron la oportunidad de despedirme del espíritus de Yuki. Encendí velas por todos los seres queridos que me habían precedido en el camino al otro mundo y les supliqué perdón y su tutela. Había transcurrido un año desde quen encontrara junto a Shigeru a orillas del río de Yamagata, cuando enviamos a la deriva nuestras pequeñas embarcaciones ardientes; un año, sí, desde que yo pronunciara el nombre de Kaede por primera vez, desde que viera que su rostro se iluminaba y entendiera que ella me amaba.
El deseo me atormentaba. Podría haber optado por yacer con Makoto para así calmar mi ansiedad y al tiempo confortarle de su congoja, pero había algo que me lo impedía. Durante las horas de luz, mientras pintaba sin descanso, meditaba sobre el año anterior y las acciones que yo mismo había llevado a cabo; reflexionaba sobre mis errores, sobre el dolor y el sufrimiento que había infligido a cuantos me rodeaban. Llegué a la conclusión de que todas mis equivocaciones -entre ellas la decisión de marcharme con la Tribu- habían sido fruto de mi pasión incontrolada. Si no hubiera tenido una relación carnal con Makoto, su obsesión no le habría conducido a exponer a Kaede ante su padre; si no hubiera yacido con Kaede en Inuyama, ella no habría estado al borde de la muerte cuando perdió a nuestro hijo, y si no me hubiera acostado con Yuki, la muchacha seguiría con vida y el hijo que algún día me iba a matar nunca habría nacido. Entonces, me vino a la mente Shigeru, quien se había resistido a casarse y asombraba a sus sirvientes a causa de su abstinencia, ya que le había jurado a la señora Maruyama que nunca yacería con mujer alguna, salvo con ella. No conocía a ningún otro hombre que hubiera realizado semejante juramento, pero cuanto más pensaba en ello, más deseaba imitar a mi padre adoptivo en este asunto, como en tantos otros. Arrodillado en silencio ante la sagrada figura con cabeza de caballo, juré ante la diosa que a partir de aquel momento sólo entregaría todo mi amor, físico y espiritual, a mi esposa, Kaede.
Nuestra separación me había hecho caer en la cuenta de cuánto la necesitaba, de hasta qué punto ella era el sostén que aportaba fuerza y estabilidad a mi vida. Mi amor por Kaede era el antídoto al veneno con el que la cólera y el sufrimiento me habían intoxicado; como un tesoro de valor incalculable, lo mantenía oculto y protegido en el fondo de mi alma.
Makoto, a quien la pena embargaba tanto como a mí, también pasaba largas horas en silenciosa meditación. Apenas hablábamos durante el día, pero después de la cena solíamos conversar hasta bien entrada la noche. Él se sentía intrigado por las últimas palabras de Hajime e intentó interrogarme acerca de Yuki y de mi hijo. En un primer momento me sentí sin fuerzas para hablar sobre ellos. Sin embargo, en la primera noche del festival, una vez que hubimos regresado de la orilla del mar, nos sentamos juntos a compartir una garrafa de vino. Aliviado porque la frialdad entre nosotros parecía haberse desvanecido y debido a que yo confiaba en Makoto más que en cualquier otro hombre, decidí hablarle de la profecía.
Me escuchó con atención mientras describía a la anciana mujer ciega, su apariencia de santa, la cueva, la rueda de plegarias y el signo de los Ocultos.
--He oído hablar de ella -dijo Makoto-. Muchas personas que aspiran a la santidad intentan encontrarla, pero no sabía de nadie que hubiera localizado el camino hasta la anciana.
--Me llevó Jo-An, el paria.
Makoto se quedó en silencio. La noche era cálida y tranquila y las mamparas permanecían abiertas. La luna llena lanzaba su luz sobre el templo y la arboleda sagrada; el mar rugía al arrojarse sobre la playa de guijarros. Una salamandra atravesó el techo y sus diminutos pies se adherían como ventosas a su superficie. Los mosquitos zumbaban y las polillas revoloteaban alrededor de las lámparas; apagué las llamas para que no se quemasen las alas, pues la luna brillaba lo suficiente como para iluminar la estancia en la que nos encontrábamos.
Por fin, Makoto dijo:
--Entonces debo aceptar que el paria es favorecido por el Iluminado, al igual que tú.
--La anciana me dijo: "Todos son uno" -tercié yo-. En aquel momento no entendí el significado, pero más tarde, en Terayama, recordé las palabras que Shigeru pronunció justo antes de morir y me fue revelada la verdad que escondía la afirmación de la santa mujer.
--¿De qué verdad me hablas? ¿Podrías describirla?
--No me es posible hacerlo con palabras, pero sé que ellos tenían razón y ahora dirijo mi vida según esa doctrina: no existen diferencias entre los humanos, nuestro sistema de castas y nuestras creencias son únicamente una ilusión que se interpone entre nosotros y la verdad. El cielo no establece diferencias entre los hombres, y así es como yo he de actuar.
--Te seguí porque te amaba y porque creía en la justicia de tu causa -dijo Makoto con una sonrisa-. No pensé que también llegarías a ser mi consejero espiritual.
--Yo no sé nada sobre asuntos espirituales -me defendí, sospechando que Makoto se burlaba de mí-. He abandonado las enseñanzas de mi niñez y no puedo sustituirlas por otras diferentes. Tengo la impresión de que toda doctrina religiosa lleva consigo profundas verdades así como matices de absoluta demencia. Los hombres suelen aferrarse a sus creencias como si éstas pudieran salvarlos, pero más allá de toda doctrina existe un lugar donde reina la verdad, una verdad que nos dice: "Todos son uno".
Makoto soltó una carcajada.
--Parece que, a pesar de tu falta de preparación, tienes más entendimiento que el que yo haya podido alcanzar tras años de estudio y de meditación. ¿Qué más te dijo la santa?
Repetí las palabras de la profecía: "En ti se mezclan tres sangres. Naciste entre los Ocultos, pero tu vida ha quedado al descubierto y ya no te pertenece. La tierra cumplirá el deseo del cielo. Tus tierras se extenderán de costa a costa, pero la paz sólo se alcanza con el derramamiento de sangre. Para conseguirla, librarás cinco batallas... Ganarás cuatro de ellas, pero perderás una".
Hice una pausa, pues dudaba si debía proseguir.
--¿Cinco batallas? -se extrañó Makoto-. ¿Cuántas hemos librado?
--Dos, si contamos la de Jin-emon y los bandidos.
--¡Así que por eso me preguntaste si aquel enfrentamiento podía considerarse una batalla! ¿Crees en la profecía?
--En gran parte, sí. ¿Acaso no debiera hacerlo?
--Yo creería cualquier cosa que la anciana me dijera si tuviera la fortuna de arrodillarme a sus pies -dijo Makoto en voz baja-. ¿Dijo algo más?
--"Muchos morirán" -cité yo-, "pero tu estás a salvo de la muerte, excepto a manos de tu propio hijo".
--Lo lamento -intervino Makoto con un matiz de compasión-. Es una terrible carga para cualquier hombre, en especial para ti, que sientes debilidad por los niños. Imagino que anhelas tener hijos.
El hecho de que Makoto me conociera tan profundamente me emocionó.
--Cuando me marché con la Tribu y creí que había perdido a Kaede para siempre, mantuve una relación con la muchacha que me ayudó a sacar a Shigeru de Inuyama. Se llamaba Yuki; fue ella quien llevó la cabeza del señor Otori al templo.
--La recuerdo bien -dijo Makoto-. Nunca olvidaré su llegada a Terayama ni la conmoción que la noticia que traía nos causó.
--Era hija de Muto Kenji -dije, sintiendo una punzada de dolor por mi antiguo maestro-. No doy crédito a que la Tribu la utilizara de esa manera. Querían conseguir un niño y, una vez que nació, la mataron. Me arrepiento amargamente de la relación que mantuvimos, no sólo a causa de mi hijo, sino también porque tuvo como resultado la muerte de Yuki. Si, en efecto, mi hijo va a matarme, es sin duda lo que merezco.
--Todo joven comete errores -dijo Makoto-. Es nuestro destino tener que convivir con las consecuencias -Makoto estiró el brazo y me agarró la mano con fuerza-. Me alegro de que me hayas hablado del asunto. Confirma muchas cosas que siempre he creído de ti: que has sido elegido por el cielo y que éste te protegerá hasta que completes tus objetivos.
--¡Ojalá pudiera estar a salvo del sufrimiento! -exclamé yo.
--De ser así, habrías alcanzado la verdadera iluminación espiritual -respondió Makoto con cierta sequedad.
La luna llena trajo consigo un cambio en el estado del tiempo. El calor disminuyó y el cielo quedó limpio de nubes. Incluso se apreciaba, en el frescor de las mañanas algún indicio del otoño. Una vez concluido el Festival de los Muertos, mi estado de ánimo mejoró levemente. Otras palabras del abad me vinieron a la memoria y me recordaron que mis seguidores, todos aquellos que me apoyaban, lo hacían por propia voluntad. Tenía que dejar a un lado mi congoja y retomar mi causa para que sus muertes no hubieran sido en vano. También recordé las palabras que Shigeru me dijo en un pueblecito llamado Hinode, en el extremo más lejano de los Tres Países.
"Los niños lloran la muerte, pero los hombres y mujeres nunca lloran: se sobreponen a ella".
Hicimos planes para emprender la marcha al día siguiente, pero a media tarde la tierra tembló ligeramente, lo suficiente como para que los móviles de campanillas tintinearan y los perros comenzaran a aullar. Al atardecer hubo otro temblor, esta vez más potente. En una casa de la calle en la que nos alojábamos, una lámpara se volcó y pasamos casi toda la noche ayudando a los habitantes del pueblo a contener el incendio provocado por la llama. Como resultado, nos retrasamos varios días más.
Para cuando partimos, la impaciencia por reencontrarme con Kaede me carcomía las entrañas y me impelía a viajar hacia Maruyama a toda prisa. Nos levantábamos temprano y espoleábamos a los caballos hasta que nos iluminaba la pálida luz de la luna, a altas horas de la noche. La mayoría del tiempo permanecíamos en silencio; añorábamos a Jiro y nos sentíamos incapaces de charlar y bromear como habíamos hecho al iniciar el viaje desde Maruyama. Además, me embargaba una sensación de temor de la que no conseguía librarme.
Ya era la hora del Perro para cuando llegamos a la ciudad. En casi todas las casas reinaba la oscuridad y las puertas del castillo se hallaban atrancadas. Los guardias nos saludaron con afecto, si bien su caluroso recibimiento no logró disipar mi inquietud. Me dije que tan sólo me encontraba agotado e irritable tras el tedioso trayecto. Deseaba darme un baño caliente, comer algo decente y acostarme con mi esposa. Manami, acompañada por las doncellas a su cargo, me estaba esperando a la entrada de la residencia. En cuanto la miré a la cara entendí que algo malo había ocurrido.
Le pedí que le comunicase a Kaede mi llegada y la mujer cayó de rodillas.
--Señor..., señor Otori... -balbuceó-. La señora partió hacia Shirakawa para recoger a sus hermanas y traerlas aquí.
--¿Cómo dices? -no daba crédito a lo que oía. ¡Kaede se había marchado sola, sin comunicármelo ni pedir mi consejo!-. ¿Hace cuánto tiempo? ¿Cuándo se espera su regreso?
--Se marchó a últimos del mes pasado -daba la impresión de que Manami iba a echarse a llorar de un momento a otro-. No quiero alarmar a su señoría, pero ya debería estar de vuelta.
--¿Por qué no la acompañaste?
--La señora se negó en redondo. Quería viajar deprisa para regresar a Maruyama antes que vos.
--Enciende las lámparas y envía a alguien a buscar al señor Sugita -ordené; pero por lo visto el lacayo se había enterado de mi retorno y ya se disponía a encontrarse conmigo.
Entré en la residencia. Aún se percibía en el aire la fragancia de Kaede. Las hermosas estancias, con sus adornos en las paredes y sus biombos pintados, habían sido decoradas por ella. El recuerdo de su presencia se encontraba por doquier.
Manami había pedido a las criadas que trajeran lámparas y las oscuras siluetas de las muchachas se movían en silencio por las habitaciones. Una de ellas se acercó a mí y con un susurro me dijo que el baño estaba preparado, pero le respondí que antes hablaría con Sugita.
Entré en la sala favorita de Kaede y mi mirada cayó sobre el escritorio donde con tanta frecuencia ella se había arrodillado para copiar los informes sobre la Tribu. El arcón de madera en el que se guardaban, que siempre había estado colocado junto a la mesa, no se encontraba allí. Me estaba preguntando si Kaede lo habría escondido o si tal vez se lo había llevado consigo, cuando la criada me anuncióla llegada de Sugita.
--Te confié a mi esposa -dije. Más que furia, sentía un profundo temor que me helaba las entrañas-. ¿Por qué permitiste su marcha?
Sugita pareció sorprenderse ante mi pregunta.
--Perdonadme -dijo él-. La señora Otori insistió en partir. Iba acompañada por varios hombres, a las órdenes de Amano Tenzo. Hiroshi, mi sobrino, también la acompañó. Era un viaje de placer; se disponía a visitar a su familia y a recoger a sus hermanas para traerlas aquí.
--Entonces, ¿por qué no ha regresado?
En efecto, el viaje en sí parecía inofensivo. Tal vez yo estuviera exagerando mi reacción.
--Seguro que volverá mañana -afirmó Sugita-. La señora Naomi realizaba muchos viajes parecidos. Los habitantes del dominio están acostumbrados a que su señora se desplace de semejante forma.
La criada llegó con té y comida, y mientras saciaba el hambre conversé brevemente con Sugita sobre mi viaje. No le había contado con precisión cuáles eran mis planes, por si no llegaba a conseguir mi objetivo, y ahora tampoco quise entrar en detalles; me limité a decir que estaba trabajando en una estrategia a largo plazo.
Nada se sabía de los hermanos Miyoshi ni tampoco había llegado noticia alguna sobre las andanzas de Arai o de los señores de los Otori. Tuve la impresión de que me movía en la penumbra. Deseaba hablar con Kaede y me irritaba aquella falta de información. Ojalá dispusiera de una red de espías que trabajara para mí... Me puse a pensar, como en otras ocasiones, si acaso sería posible encontrar niños con dotes extraordinarias, huérfanos de la Tribu -si es que existían-, y criarlos para mis propios propósitos. Medité sobre mi hijo, con un extraño sentimiento de añoranza. ¿Habría heredado una mezcla de los poderes de Yuki y los míos?
De ser así, los utilizaría en mi contra.
Sugita dijo:
--Me he enterado de la muerte del joven Jiro.
--Sí, lamentablemente ha muerto. Fue alcanzado por una flecha dirigida contra mí.
--¡Qué alivio que su señoría se salvara! -exclamó Sugita-. ¿Qué fue del asesino?
--Murió. Pero alguien volverá... Es obra de la Tribu -me pregunté cuánto sabía Sugita sobre mi sangre de la Tribu, qué rumores habrían circulado sobre mí durante mi ausencia-. ¿Qué ha ocurrido con el arcón y los pergaminos?
--La señora nunca los apartaba de su vista -replicó-. Si no están aquí, seguro que se los llevó consigo.
No quise desvelar mi preocupación y decidí no insistir en el asunto. Sugita se marchó y me di un baño. Llamé a una de las criadas para que me restregara la espalda y deseé que Kaede apareciera allí, como había hecho en casa de Niwa. Entonces, Yuki me vino a la mente y sentí una punzada de dolor. Cuando la criada se hubo marchado permanecí en remojo en el agua caliente; meditaba acerca de lo que le diría a Kaede, pues era consciente de que debía hablarle sobre lo que la profecía decía de mi hijo; sin embargo, no imaginaba cómo se lo podría expresar.
Manami había extendido las camas y aguardaba para apagar las lámparas. Le pregunté acerca del arcón con los documentos y ella me respondió lo mismo que Sugita.
Tardé mucho en conciliar el sueño. Escuché los primeros cantos de los gallos y, a continuación, justo cuando amanecía, caí en un profundo sopor. Cuando desperté, el sol brillaba en lo alto del cielo y los moradores de la residencia se hallaban en plena actividad.
Manami acababa de entrar con el desayuno y me insistía para que siguiera descansando, después de semejante viaje tan largo y fatigoso. En ese momento escuché la voz de Makoto en el exterior. Le dije a Manami que fuera a buscarle, pero él me llamó con urgencia desde el jardín, sin ni siquiera descalzarse las sandalias.
--¡Ven enseguida! Hiroshi, el niño, ha regresado.
Me puse en pie con tanta rapidez que golpeé la bandeja y la arrojé por los aires. Manami ahogó un grito de consternación y se apresuró a recoger los objetos caídos sobre la estera. Con cierta brusquedad, le ordené que dejara eso y me trajera ropa.
Una vez que me hube vestido, me reuní con Makoto en el exterior.
--¿Dónde está?
--En casa de su tío. Parece que no se encuentra muy bien... -Makoto me agarró por el hombro-. Lo lamento; trae noticias terribles.
Lo primero que me vino a la cabeza fue un terremoto. Vi de nuevo las llamas que habíamos intentado apagar en la aldea e imaginé a Kaede atrapada en ellas, prisionera en la casa arrasada por el fuego. Me quedé mirando a Makoto, percibí el dolor en sus ojos e intenté inútilmente pronunciar las espantosas palabras.
--No está muerta -aseguró Makoto a toda prisa-. Pero, al parecer, Amano y el resto de los hombres fueron asesinados. Sólo Hiroshi logró escapar.
Yo no acertaba a imaginar qué había sucedido. Nadie osaría dañar a Kaede en las tierras de Maruyama ni en Shirakawa. ¿La habría secuestrado la Tribu para así castigarme a mí?
--Fue el señor Fujiwara -explicó Makoto-. Tu esposa se encuentra en su casa.
Llegamos corriendo hasta el muro exterior del castillo, atravesamos las puertas de entrada, bajamos la pendiente y cruzamos el puente que conducía a la ciudad. La casa de Sugita se hallaba justo enfrente. Una reducida y silenciosa muchedumbre se había congregado a las puertas de la vivienda. Nos abrimos paso entre la multitud y entramos al jardín. Dos mozos de cuadra intentaban persuadir a un caballo exhausto de que se pusiera en pie. Era un hermoso ruano cuyos flancos se veían oscurecidos por el sudor. Ponía los ojos en blanco y de la boca le salía espuma. Pensé que jamás volvería a levantarse.
--El muchacho cabalgó día y noche hasta llegar aquí -me explicó Makoto, pero yo apenas le presté atención.
Cada uno de los detalles que me rodeaban se me iba quedando grabado en la mente: el brillo de los suelos de madera, en el interior de la casa; la fragancia de las flores, colocadas en hornacinas; el canto de los pájaros en los arbustos del jardín. En mi cabeza, una voz repetía una y otra vez: "¿Fuj¡wara?".
Sugita salió a recibirnos con el semblante gris como la ceniza. No había palabra alguna que pudiera expresar sus sentimientos. Tenía el aspecto de un hombre decidido a quitarse la vida; no era ni la sombra del Sugita de la noche anterior.
--Señor Otori... -dijo con voz entrecortada.
--¿Está herido el muchacho? ¿Puede hablar?
--Os ruego que entréis y habléis con él, Hiroshi yacía en una habitación situada al fondo de la vivienda. La estancia daba a un pequeño jardín por el que fluía un torrente. El ambiente era más fresco que en el resto de la casa y la ardiente luz de la mañana quedaba amortiguada por la sombra de los árboles. Dos mujeres se encontraban arrodilladas junto al niño; una de ellas le limpiaba la cara y las extremidades con un paño húmedo; la otra sujetaba un cuenco de té y trataba de persuadir al muchacho de que lo bebiera.
Cuando entramos, las dos se detuvieron e hicieron una reverencia hasta dar con la frente en el suelo. Hiroshi giró la cabeza y, al verme, intentó incorporarse.
--Señor Otori -susurró y, a su pesar, los ojos se le cuajaron de lágrimas. Haciendo un esfuerzo por controlarlas, dijo-: Lo siento. Lo siento muchísimo. Perdonadme.
Sentí lástima por el muchacho. Se esforzaba al máximo por comportarse como un guerrero y por seguir el estricto código de la casta militar. Me arrodillé a su lado y, con gentileza, le puse la mano en el cabello. Todavía lo llevaba peinado como un niño; sólo tenía once años, aún le quedaban varios para la mayoría de edad. Con todo, intentaba a toda costa comportarse como un hombre.
--Cuéntame qué pasó.
Hiroshi me clavó los ojos en la cara, pero no le devolví la mirada. Habló en voz baja y con tono firme, como si hubiera estado ensayando el relato una y otra vez durante el largo trayecto de vuelta a casa.
--Cuando llegamos a la casa de la señora Otori, el lacayo principal, el señor Shoji (de quien no debéis fiaros, porque nos traicionó), le dijo a la señora que sus hermanas se encontraban de visita en la residencia del señor Fujiwara.
La señora le envió a recogerlas, pero él regresó diciendo que las muchachas ya no estaban allí y que el señor Fujiwara le diría a la señora Shirakawa (se negaba a llamarla de otra manera) dónde se encontraban sus hermanas si ella le visitaba en persona. Así que acudimos al día siguiente. Un hombre llamado Murita salió a buscarnos. En cuanto la señora Otori atravesó la cancela de la residencia, la atraparon. Amano, quien se encontraba a su lado, cayó asesinado en medio del revuelo que se formó. Yo no vi nada más -la voz de Hiroshi se fue apagando y el niño hizo una profunda inspiración antes de proseguir-: Mi caballo salió huyendo, asustado. No podía controlarlo. Debería haber escogido un animal más pacífico, pero me gustaba aquél... Es precioso. Amano me regañó, dijo que era demasiado fuerte para mí. No le hice caso. No pude defender a la señora...
Las lágrimas empezaron a surcar las mejillas del muchacho. Una de las mujeres se inclinó hacia delante y las enjugó.
Makoto, con gentileza, dijo:
--Debemos estar agradecidos a tu caballo. Sin duda te salvó la vida y, si no hubieras escapado, nunca nos habríamos enterado de lo que pasó.
Intenté pensar en algo que decir para confortar a Hiroshi, pero no había consuelo posible.
--Señor Otori -dijo el niño, intentando levantarse-, os enseñaré el camino. Podemos ir allí y traerla de vuelta.
El esfuerzo fue excesivo para él. Noté que los ojos se le nublaban. Le tomé por los hombros y le hice tumbarse. El sudor se entremezclaba con las lágrimas e Hiroshi temblaba de pies a cabeza.
--Necesita descansar pero se pone nervioso e intenta levantarse -me dijo Sugita.
--Mírame, Hiroshi.
Me incliné sobre él y dejé que mis ojos se encontraran con los suyos. El sueño le llegó de repente. Su cuerpo se relajó y su respiración se tornó acompasada.
Las mujeres, atónitas, ahogaron un grito, y percibí la fugaz mirada que intercambiaron. Me dio la impresión de que deseaban apartarse de mí, pues desviaban la cabeza y tenían sumo cuidado para no rozar mi ropa.
Dormirá mucho tiempo -dije-, es lo que necesita. Que me avisen cuando despierte.
Me puse en pie. Makoto y Sugita también se levantaron y me miraron con expectación. Pese a que en mi interior la cólera me devoraba, me mostraba aparentemente tranquilo, con el entumecimiento que suele seguir a la conmoción.
--Ven conmigo -le dije a Sugita.
Deseaba hablar con Makoto a solas, pero no quería arriesgarme a alejarme del lacayo. Temía que se clavase un puñal en el vientre y no podía prescindir de él. El clan de los Maruyama debía su fidelidad absoluta a Kaede, no a mí, ignoraba cómo reaccionaría ante tal noticia. Confiaba en Sugita más que en nadie del dominio y tenía la impresión que si él me era leal, los otros también lo serían.
Volvimos caminando a través del puente y ascendimos la cuesta del castillo. La muchedumbre que antes hubiéramos dejado a las puertas de la fortaleza había aumentado y en las calles iban apareciendo hombres portando armas. El el ambiente reinaba la intranquilidad; los lugareños, indignados, formaban corros, intercambiaban rumores y se preparaban para pasar a la acción. Tenía que apresurarme a tomar decisiones, antes de que la situación se descontrolase por completo.
Una vez que hubimos atravesado las puertas del castillo, le dije a Makoto:
--Prepara a los hombres. Llevaremos a la mitad de los guerreros y partiremos cuanto antes para enfrentarnos a Fujiwara. Sugita, quédate aquí y defiende la ciudad. Dejaremos dos mil hombres contigo. Aprovisiona el castillo por si se produce un asedio. Partiré mañana al amanecer.
El rostro de Makoto se mostraba grave y habló con preocupación:
--No actúes con precipitación. No sabemos dónde está Arai; podrían habernos tendido una trampa. El hecho de atacar a un hombre de la posición del señor Fujiwara te traerá enemigos y puede que sea mejor esperar...
Le interrumpí:
--Me es imposible esperar. Mi única intención es traer de vuelta a Kaede. Empieza los preparativos.
Durante todo el día la actividad fue frenética. Yo sabía que lo más indicado era pasar a la acción sin demora. Los habitantes de Maruyama se habían sentido furiosos y ultrajados ante los acontecimientos y quería beneficiarme de su reacción. Si retrasaba mis planes, podrían tener la impresión de que me sentía cohibido, que aceptaba las dudas que algunos albergaban sobre mi legitimidad. Era consciente de los riesgos que me disponía a correr y sabía que mis actuaciones eran precipitadas, pero no concebía otra forma de proceder.
Antes del atardecer le pedí a Sugita que convocara a los notables de la ciudad. En menos de una hora, el consejo se hallaba reunido. Expliqué mis intenciones a los ancianos, les advertí de las consecuencias que mis planes podrían traer consigo y les dije que esperaba su absoluta fidelidad hacia mí mismo y hacia mi esposa. Ninguno de ellos mostró su disconformidad -tal vez mi furioso estado de ánimo les impidió hacerlo-, pero no acababa de fiarme de ellos. Pertenecían a la misma casta que Fujiwara y Arai, y habían sido educados bajo el mismo código de honor. Yo confiaba en Sugita; pero, en ausencia de Kaede, tal vez el lacayo no fuera capaz de mantener la fidelidad de aquellos hombres.
Entonces ordené que me trajeran a Shun y salí a cabalgar para aclarar mis ideas y también para ejercitar al animal antes de obligarlo a emprender otro agotador viaje. Tamb¡én tenía interés por comprobar el estado de las tierras.
Ya se había recogido la mitad de la cosecha de arroz y los campesinos trabajaban día y noche para terminar la recolección antes de que el estado del tiempo cambiara. Aquellos con los que hablé me expresaron sus preocupaciones; temían la inminente llegada de un tifón y mencionaban como señales premonitorias del huracán el halo que rodeaba la última luna llena, la migración de los gansos y las molestias que sentían en sus propios huesos y articulaciones. Di órdenes para que los guerreros de Sugita ayudaran a los campesinos a reforzar los diques y las orillas de los campos de cultivo, en previsión de inundaciones; sin duda protestarían, pero yo abrigaba la esperanza de que el sentimiento de crisis venciera sobre su propio orgullo.
Más tarde, casi sin darme cuenta, me encontré a las afueras de la aldea donde los parias se habían instalado. El habitual olor a cuero y a sangre reinaba en el ambiente. Algunos hombres, Jo-An entre ellos, desollaban el cadáver de un animal. Reconocí el brillante color ruano, era el caballo de Hiroshi, el que yo había visto moribundo aquella misma mañana. Llamé a Jo-An con un grito, desmonté y le entregué las riendas a uno de los mozos que me acompañaban. Me acerqué a la orilla del río y me quedé allí, de pie. Jo-An se acercó y, de cuclillas al borde del agua, comenzó a lavarse la sangre de las manos y los brazos.
--¿Te has enterado de la noticia?
Él asintió. Entonces, me miró y dijo:
--¿Qué piensas hacer?
--Dime, ¿qué crees tú que debo hacer?
Deseaba que algún espíritu divino me hablara a través de él. Quería escuchar otra profecía... en la que Kaede estuviera presente, en la que nuestros destinos permanecieran unidos. Seguiría un augurio semejante con fe ciega.
--Quedan tres batallas -dijo Jo-An-. Perderás una y ganarás dos. Entonces, gobernarás en paz, de costa a costa.
--¿Junto con mi esposa?
Jo-An desvió la mirada hacia el agua. Dos garcetas blancas pescaban junto a la presa. Un martín pescador alzó el vuelo desde un sauce y en el aire se apreció un destello naranja y azul.
--Si vas a perder una batalla, mejor será que la pierdas ahora -sentenció el paria.
--Si pierdo a mi esposa, ya nada me importa -aseguré-. Me quitaré la vida.
--Eso nos está prohibido -replicó él con precipitación-. Dios tiene un plan para ti. Tienes que seguirlo -al ver que yo no respondía, continuó-: Sí nos importa a nosotros, que hemos renunciado a todo por ti; sí les importa a aquellos que ahora padecen en las tierras Otori. Sólo podemos soportar la guerra si trae consigo la paz. No nos abandones ahora.
Inmóvil junto a las tranquilas aguas, pensé que si no recuperaba a Kaede se me partiría el corazón. Una garza gris pasó volando lentamente sobre la superficie del río, justo por encima de su propio reflejo. Dobló sus alas gigantescas y aterrizó con un ligero chapoteo. Volvió la cabeza hacia nosotros, nos observó y después, una vez que se hubo cerciorado de que no entrañábamos peligro, empezó a caminar majestuosamente por las aguas poco profundas.
Mi verdadero objetivo consistía en vengar la muerte de Shigeru y hacerme con el control de mi herencia. Entonces, la profecía se cumpliría. Pero me resultaba imposible permitir que nadie me apartara de Kaede sin oponer resistencia. No tenía más remedio que ir a buscarla, incluso si aquello suponía tirar por tierra todo por lo que yo había luchado.
Me despedido Jo-An y cabalgué de vuelta al castillo. Corría el rumor de que Hiroshi se había despertado y su estado de salud era mejor. Pedí que le trajeran a mi presencia cuanto antes. Mientras esperaba, registré la residencia en busca del arcón con los documentos, mas no encontré ni el más mínimo rastro. La ausencia de los informes de Shigeru era otra fuente de preocupación. Temí que los hubieran robado, lo que significaría que la Tribu había penetrado en el castillo y, por tanto, podría volver a hacerlo.
Hiroshi acudió a mí justo antes del anochecer. Estaba pálido y grandes círculos negros le rodeaban los ojos; por lo demás, se había recuperado rápidamente. Tanto física como mentalmente, gozaba de la resistencia de un adulto.
Le interrogué sobre cada detalle del viaje y le hice describir el terreno que rodeaba Shirakawa y la residencia de Fujiwara. El muchacho me explicó que Raku había muerto, y la noticia me entristeció sobremanera. Aquel caballo gris de crines negras fue el primero que poseí y además era el vínculo que me unía a Shigeru y a mi breve vida como hijo suyo en Hagi. Raku había sido mi regalo a Kaede, y el hermoso animal la había llevado a Terayama.
Me encontraba a solas con Hiroshi y le pedí que se acercara.
--Prométeme que nunca le hablarás a nadie de los asuntos que vamos a tratar a continuación.
--Lo juro -respondió él y, en un impulso, añadió- Señor Otori, os debo la vida. Haré cualquier cosa por ayudaros a liberar a la señora Otori.
--Lograremos rescatarla -aseguré-. Partiré mañana.
--Llevadme con vos -suplicó Hiroshi.
Estuve tentado de dar mi aprobación, pero pensé que el muchacho aún no se encontraba lo bastante recuperado.
--No, tienes que quedarte aquí.
Dio la impresión de que iba a protestar, pero se lo pensó mejor y se limitó a morderse el labio inferior.
--Los documentos que mi esposa estaba copiando... ¿se los llevó consigo en el viaje?
Hiroshi susurró:
--Llevamos los originales y las copias. Escondimos los arcones en Shirakawa, en las cuevas sagradas.
Bendije a Kaede desde el fondo de mi corazón por su prudencia y sabiduría.
--¿Sabe esto alguien más?
Hiroshi negó con la cabeza.
--¿Sabrías encontrar las cuevas?
--Claro que sí.
--Nunca le digas a nadie dónde están los documentos. Algún día viajaremos juntos para recuperarlos.
--Entonces podremos castigar a Shoji -dijo el niño, animado. Tras una pausa, añadió-: Señor Otori, ¿puedo preguntaros una cosa?
--Claro que sí.
--El día que murió mi padre, los hombres que mataron a los guardias se volvieron invisibles. ¿Podéis hacer eso vos?
--¿Por qué lo preguntas? ¿Crees que puedo hacer lo mismo?
--Las mujeres que estaban en mi habitación dijeron que sois un hechicero; perdonadme, os lo ruego. Sois capaz de hacer cosas extrañas, como dejarme dormido -Hiroshi me miró con el ceño fruncido-. No dormí como de costumbre, tuve sueños que parecían reales y entendí cosas que hasta antes desconocía. Si es que podéis haceros invisible, ¿me enseñaréis?
--Existen cosas que no pueden enseñarse -dije yo-. Son dones que nacen con la persona. Tú ya tienes muchas habilidades y has recibido una educación excelente.
Algo en mis palabras hizo que los ojos se le llenaran de lágrimas.
--Me han dicho que Jiro ha muerto.
--Sí, le mató un asesino que me apuntaba a mí.
--¿Matasteis al asesino?
--Hice que le decapitaran, pero ya había muerto. Se arrancó su propia lengua de un mordisco.
Los ojos de Hiroshi se abrieron de par en par. Quise explicarle el dolor que había sentido ante las muertes de Hajime y de Jiro, mi repugnancia ante el interminable círculo de sangre y de venganza; pero pensé que el hijo de un guerrero no entendería mis sentimientos, ni siquiera después de haber sido sometido al sueño de los Kikuta. Además, había algo que deseaba pedirle.
--¿Son muchos los que piensan que soy un hechicero?
--Hay quien murmura sobre ello -admitió el muchacho-, sobre todo las mujeres y algún que otro necio.
--Temo que en el castillo me retiren su fidelidad; por eso quiero que te quedes aquí. Si durante mi ausencia consideras que existe algún peligro de que Maruyama se alie con Arai, envía un mensajero a comunicármelo.
Hiroshi me miró fijamente.
--Nadie en Maruyama sería desleal al señor Otori.
--Ojalá yo estuviera tan seguro como tú.
--De ser así, yo mismo cabalgaré hasta vos para comunicároslo -prometió el muchacho.
--Pero esta vez escoge un caballo tranquilo -le advertí.
Envié a Hiroshi de vuelta a casa de su tío y pedí que me trajeran algo de comer. Makoto regresó para informarme sobre los preparativos: todo estaba dispuesto para nuestra partida al amanecer. Sin embargo, una vez que hube terminado la comida, intentó disuadirme una vez más.
--Es una locura -insistió-. No volveré a dar mi opinión después de esta noche, y te acompañaré; pero el hecho de atacar a un noble a quien robaste su prometida...
--Estábamos casados legalmente -repliqué-. Es él quien ha cometido una locura.
--¿No te advertí en Terayama sobre la forma en la que el mundo juzgaría tu matrimonio? Tu propia precipitación es responsable de esta situación y, si persistes en tu actitud, te traerá la ruina.
--¿Estás seguro de que tu opinión no estaba influida entonces por los celos, al igual que ahora? Siempre te has resentido de mi amor hacia Kaede.
--Sólo porque os destruirá a los dos -replicó Makoto con calma-. Tu pasión te ciega ante cualquier circunstancia. Cometiste un error. Será mejor que te rindas e intentes hacer las paces con Arai. No olvides que posiblemente retiene a los hermanos Miyoshi como rehenes. Si atacas al señor Fujiwara, se enfurecerá aún más...
--¡No quiero oír tu consejo! -respondí furioso-. ¿Acaso debo someterme ante el hecho de que me arrebaten a mi esposa? El mundo entero me despreciaría. ¡Antes prefiero morir!
--Es probable que todos nosotros muramos -replicó él-. Lamento tener que hablarte así, Takeo, pero es mi deber. De todas formas, te he dicho muchas veces que tu causa es también la mía y que te seguiré cualquiera que sea tu decisión.
Yo estaba tan indignado que no pude seguir hablando con Makoto. Le dije que deseaba estar solo y que llamase a Manami. La criada entró con los ojos enrojecidos por el llanto. Retiró las bandejas y extendió la cama. Me di un baño, pensando que tal vez sería el último en mucho tiempo. No quería que mi furia se aplacase, pues entonces daría paso a la congoja y, peor todavía, a la preocupación. Deseaba permanecer en el intenso y oscuro estado de ánimo de mi lado Kikuta, que me hacía inmune al miedo. Me vino a la mente una de las enseñanzas de Matsuda: "Si uno lucha desesperadamente, sobrevivirá. Si intenta sobrevivir, entonces morirá".
Había llegado el momento de luchar desesperadamente, pues si perdía a Kaede ya nada me quedaría.
A la mañana siguiente Manami se encontraba aún más afligida. Mientras nos despedía, sollozaba de forma incontrolada y contagió el llanto a las demás criadas. Sin embargo, entre las tropas y las gentes de la calle reinaba un ambiente de satisfacción. Muchos de los lugareños salían a nuestro paso y lanzaban vítores y gritos de ánimo. Sólo llevé guerreros conmigo, casi todos del clan Otori y también otros que habían estado en mis filas desde la partida de Terayama. Decidí que los campesinos permanecieran en Maruyama para terminar la recolección de la cosecha, proteger sus viviendas y ayudar en la defensa de la ciudad. Casi todos los guerreros Maruyama se quedaron para proteger el castillo, pero unos cuantos vinieron con nosotros para actuar como guías y rastreadores.
Yo contaba con unos quinientos guerreros a caballo y otros tantos arqueros; algunos montados y otros a pie. El resto eran soldados de infantería, armados con palos y lanzas. Llevábamos una recua de caballos de carga así como porteadores que acarreaban las provisiones. Me sentí orgulloso de la enorme rapidez con la que mi ejército había sido reunido y equipado.
No habíamos llegado lejos y nos disponíamos a vadear el Asagawa -donde recientemente habíamos logrado una memorable victoria frente a Ilida Nariaki-, cuando me percaté de que Jo-An y un puñado de parias nos seguían. Pasado el río, tomamos la carretera que conducía al sur, hacia Shirakawa. Nunca había realizado aquel trayecto, pero sabía que tardaríamos al menos dos días en alcanzar la casa de Kaede. Makoto me había dicho que la residencia de Fujiwara quedaba a corta distancia, un poco más al sur.
Cuando paramos para tomar la comida del mediodía fui a hablar con Jo-An, consciente en todo momento de las miradas que los hombres me lanzaban. Agucé el oído para captar sus comentarios, decidido a castigar a cualquiera que murmurase en mi contra; pero ninguno se atrevió.
Jo-An se arrodilló a mis pies y yo le pedí entonces que se incorporase.
--¿Por qué has venido?
Él me ofreció una sonrisa que más bien era una mueca y dejó al descubierto su mellada dentadura.
--Para enterrar a los muertos.
Era una respuesta estremecedora que yo no deseaba escuchar.
--El estado del tiempo está cambiando -prosiguió Jo-An, al tiempo que miraba hacia una masa de nubes altas procedentes del oeste que se extendían como colas de caballo a través del firmamento-. Se avecina un tifón.
--¿Es que no tienes ninguna buena noticia que ofrecerme? -exclamé.
--Dios siempre tiene buenas noticias para ti -replicó él-. Te lo recordaré más tarde.
--¿Más tarde?
--Una vez que hayas perdido la batalla.
--¡Quizá salga victorioso!
Lo cierto es que no me imaginaba que pudiera ser derrotado. Mis tropas se mostraban descansadas, ansiosas por entrar en combate. Yo mismo me sentía empujado por la cólera que me ardía en las entrañas.
Jo-An no volvió a pronunciar palabra, pero observé que movía los labios en silencio y comprendí entonces que estaba rezando.
Makoto también parecía entonar plegarias mientras avanzábamos o tal vez se encontrase en el estado de meditación que los monjes consiguen alcanzar. Se mostraba sereno y retraído, como si hubiera cortado las ataduras que le unían a este mundo. Apenas le dirigí la palabra, pues seguía enojado con él; pero continuamos cabalgando costado con costado, como con tanta frecuencia habíamos hecho en el pasado. Cualesquiera que fueran las dudas de Makoto sobre mi campaña, yo sabía que jamás me abandonaría. Poco a poco, el ritmo de los cascos de los caballos me fue serenando y mi enfado con Makoto remitió.
El cielo se fue encapotando paulatinamente y en el horizonte se apreciaba un tinte más oscuro. En el ambiente reinaba una calma inusual. Aquella noche acampamos a las afueras de un pueblo; de madrugada, empezó a llover. Para el mediodía, la lluvia se había convertido en un aguacero que nos retrasaba en la marcha y hacía que nuestro ánimo decayera. Y, sin embargo, me consolaba yo, no corría una gota de viento; un poco de lluvia no lograría pararnos. Makoto se mostraba menos optimista y temía que nos viésemos obligados a detenernos en Shirakawa, lugar proclive a las inundaciones en aquellas condiciones meteorológicas.
Pero nunca llegamos a Shirakawa. Según nos acercábamos a los límites del dominio Maruyama, envié por delante a los rastreadores. Regresaron a media tarde y explicaron que habían divisado una tropa cuyo tamaño oscilaría entre un millar y millar y medio de hombres, acampada en la planicie que se extendía más adelante. Los estandartes mostraban el blasón de los Seishuu y también habían visto el emblema del señor Fujiwara.
--Ha salido a nuestro encuentro -le dije a Makoto-. Fujiwara sabía de antemano cuál sería mi reacción.
--Seguro que él no está aquí en persona -replicó Makoto-, pero sería capaz de dar órdenes a cualquier numero de aliados. Como me temía, te han tendido una trampa. Era fácil predecir cómo reaccionarías.
--Los atacaremos al amanecer.
Sentí alivio porque el ejército enemigo fuera tan reducido. Fujiwara no me intimidaba en absoluto; lo que temía era una confrontación con Arai y con parte de los 30.000 hombres que tenía bajo su mando. Lo último que había oído de él era que se encontraba en Inuyama, en el extremo este de los Tres Países. Pero durante todo el verano no había tenido ninguna noticia de sus movimientos; quizá hubiera regresado a Kumamoto, a menos de una jornada de viaje de Shirakawa.
Interrogué a fondo a los rastreadores acerca del terreno. Uno de ellos, llamado Sakai, conocía bien la zona, pues había crecido en sus alrededores. Consideraba que era un buen campo de batalla, o que lo sería si las condiciones de tiempo fueran más favorables. La llanura era pequeña, flanqueada por cadenas montañosas en el sur y el este, pero abierta por los demás extremos. Existía un desfiladero en el lado sur, por donde nuestros enemigos habrían llegado con toda probabilidad, así como un amplio valle que conducía al norte y se extendía hasta el camino de la costa. La carretera por la que habíamos transitado desde Maruyama se unía a ese valle tres o cuatro kilómetros antes de alcanzar los primeros farallones rocosos que bordeaban la planicie.
En aquellas tierras altas había escasez de agua; ésa era la razón por la que se encontraban sin cultivar. Allí se soltaban caballos para que pastaran la hierba silvestre y después se reunían una vez al año, en el otoño. A principios de la primavera, se prendía fuego a la hierba. Sakai me contó que la señora Maruyama, de joven, solía acudir a aquel lugar para practicar la caza con halcón. Antes de la puesta de sol, varias águilas surcaron el cielo en busca de alimento.
El valle situado a nuestras espaldas me tranquilizaba. En caso necesario, suponía una vía de escape. No era mi intención batirme en retirada y tampoco deseaba tener que regresar a Maruyama. Mi objetivo consistía en seguir adelante, aplastar a quienquiera que encontrase en mi camino, recuperar a mi esposa y limpiar la terrible afrenta que su secuestro me había supuesto. Sin embargo, Matsuda me había enseñado que nunca se debe avanzar antes de averiguar la forma de replegarse y, a pesar de que la ira me encendía, no estaba dispuesto a sacrificar a mis hombres de forma innecesaria.
Aquella noche me pareció interminable. La lluvia fue amainando y para cuando llegó el alba únicamente caía una fina llovizna, lo que me levantó el ánimo en gran medida. Cuando nos levantamos aún reinaba la oscuridad, y emprendimos la marcha con la primera luz del día. Desenrollamos los estandartes de los Otori, pero de momento no hicimos sonar las caracolas.
Antes de llegar al final del valle, ordené detenerse a las tropas. Acompañado por Sakai, me dirigí a pie, bajo las copas de los árboles, al borde de la llanura. Ésta se extendía hacia el sureste con una serie de pequeños altozanos redondeados, cubiertos de frondosa hierba y flores silvestres, e interrumpidos por formaciones de extrañas rocas blanquecinas, muchas de las cuales estaban salpicadas de liquen amarillento y anaranjado.
El terreno bajo nuestros pies se notaba embarrado y resbaladizo a causa de la lluvia y sobre la planicie pendían retazos de bruma. Resultaba difícil ver más allá de cien metros y, sin embargo, se escuchaba al enemigo con nitidez: el relincho de los caballos, los gritos de los hombres, el crujido y tintineo de los arneses.
--¿Hasta dónde llegaste anoche? -le pregunté a Sakai en voz baja.
--Hasta el primer altozano, no muy lejos de aquí. Los rastreadores del enemigo también se hallaban en la zona.
--Seguro que saben que estamos aquí. ¿Por qué no han atacado ya? Podrían habernos tendido una emboscada en la cabecera del valle. Sin embargo, los sonidos que he percibido son los de un ejército preparado para el ataque, pero no en movimiento.
--Quizá no quieran renunciar a la ventaja que la pendiente hacia abajo les ofrece -sugirió el guerrero.
Era cierto que el declive se encontraba a su favor, pero no era especialmente pronunciado y el beneficio que podría darles no era excepcional. Más me preocupaba la niebla, ya que era imposible calcular con exactitud a cuántos hombres nos enfrentábamos. Me puse en cuclillas y permanecí en silencio durante unos instantes, a la escucha del adversario. Por debajo del goteo de la lluvia y el suspiro de los árboles me pareció apreciar el mismo nivel de ruido en ambos ejércitos..., o tal vez no. De repente, tuve la impresión de que el rumor procedente del enemigo iba cobrando fuerza, como el oleaje del mar.
--¿Viste un millar y medio de hombres, como mucho?
--Más bien unos mil doscientos -replicó Sakai-. Estoy seguro.
Hice un gesto de negación con la cabeza. Tal vez el estado del tiempo, el nerviosismo o la falta de sueño me estaban alarmando innecesariamente. Era posible que mi capacidad de audición me estuviera jugando una mala pasada. Sin embargo, cuando regresé al destacamento principal, llamé a Makoto y a los capitanes y les comuniqué que temía que el enemigo nos superara en número por mucho. De ser así, al escuchar el sonido de la caracola nos batiríamos en retirada de inmediato.
--¿Regresamos a Maruyama? -preguntó Makoto.
El regreso a la ciudad se encontraba entre mis planes, pero necesitaba una alternativa. La vuelta a Maruyama era lo que mis adversarios esperarían de mí y pudiera ser que ya hubieran atacado la ciudad y el castillo, en cuyo caso me encontraría totalmente atrapado. Llevé a Makoto a un aparte y le dije:
--Si Arai se dispone a unirse al ataque, no podemos enfrentarnos a sus tropas. Nuestra única esperanza es retirarnos a la costa y conseguir que los Terada nos transporten a Oshima. Si comenzamos la retirada, quiero que te adelantes y busques a Ryoma para que organice los preparativos con Terada Fumio.
--Dirán que fui el primero en huir -protestó Makoto-. Preferiría quedarme a tu lado.
--No hay nadie más a quien pueda encargar esta misión. Tú conoces a Ryoma y sabes el camino. En todo caso, lo más probable es que todos nosotros nos veamos obligados a huir.
Makoto me miró con curiosidad.
--¿Tienes algún presentimiento sobre este combate? ¿Es ésta la batalla que vamos a perder?
--Por si lo fuera, quiero conservar a mis hombres -repliqué-. He perdido tanto que no puedo permitirme perderlos a ellos también. No olvides que aún nos quedan dos batallas por ganar.
Makoto sonrió y nos agarramos las manos brevemente. Yo salí cabalgando hacia la cabecera de las tropas y di la señal de avance.
Los arqueros montados marchaban por delante, seguidos por los soldados de a pie, con guerreros a caballo en ambos flancos. A medida que abandonábamos el valle, hice una señal y los arqueros se dividieron en dos grupos y se colocaron a ambos lados. Ordené que los soldados de a pie hicieran un alto antes llegar al alcance de los arqueros enemigos.
Las fuerzas adversarias surgieron amenazadoramente de entre la bruma. Envié por delante a uno de los guerreros Otori, quien con voz estentórea bramó:
--¡El señor Otori Takeo se dispone a atravesar este territorio! ¡Permitidle el paso o preparaos para morir!
En respuesta, uno de los hombres del enemigo gritó:
--Nos envía el señor Fujiwara a castigar al que se hace llamar Otori. ¡Conseguiremos su cabeza y la tuya antes del mediodía!
Debíamos de parecerles un ejército lamentable. Sus soldados de a pie, mostrando una inusitada confianza, empezaron a bajar en torrente por la cuesta con las lanzas en posición de combate. Al instante, nuestros arqueros empezaron a disparar y una cortina de flechas cayó sobre el enemigo. Sus arqueros devolvieron el ataque, pero aún nos encontrábamos fuera de su campo de alcance. Entonces, nuestros jinetes pasaron por encima de sus soldados de a pie y se enfrentaron a los arqueros adversarios antes de que éstos pudieran volver a colocar una nueva flecha en la cuerda del arco.
Acto seguido, nuestros soldados de a pie marcharon hacia delante y los hicieron retroceder pendiente arriba. Yo sabía que mis hombres estaban bien entrenados, pero su ferocidad llegó a sorprenderme. A medida que avanzaban, daba la impresión de que eran imparables. Las tropas enemigas empezaron a volver hacia atrás más deprisa de lo que yo había esperado, mientras nosotros avanzamos hacia ellos a toda velocidad, sables en alto, lanzando ataques e hiriendo de muerte a los hombres que se batían en retirada.
Mientras coronábamos el altozano, Makoto se encontraba a mi derecha, y el portador de la caracola, a mi izquierda. La planicie, con sus suaves pendientes, se extendía hasta la lejana cordillera situada al este. Entonces descubrimos que, en lugar de un reducido ejército en retirada, nos enfrentábamos a una visión aterradora. En las depresiones situadas entre los promontorios había otro ejército, éste gigantesco. Se trataba de las tropas occidentales de Arai. Sus estandartes ondeaban al viento y sus hombres se encontraban preparados para el combate.
--¡Sopla la caracola! -le grité al hombre que tenía a mi costado.
El hombre se llevó la caracola a los labios y el fúnebre lamento resonó por la planicie e hizo eco en las colinas.
--¡Vete! -le grité a Makoto.
Al instante, no sin dificultad, el monje hizo girar a su caballo y salió cabalgando a toda prisa. El animal se resistía, reticente a abandonar a sus compañeros. Shun le lanzó un relincho de despedida. Momentos después, todos nosotros nos dimos la vuelta y partimos a toda prisa tras el rastro de Makoto, de regreso al valle.
Me había sentido orgulloso del ataque de mis hombres, pero más orgulloso me sentí en aquel momento en el que, bajo la bruma de aquella madrugada de otoño, obedecieron mis órdenes sin vacilar y comenzaron a batirse en retirada.
La rapidez con la que nos dimos la vuelta tomó a nuestros enemigos por sorpresa. Habían contado con que bajáramos la pendiente del otro lado del cerro en su persecución, donde los hombres de Arai nos hubieran destrozado. En el primer enfrentamiento les habíamos infligido más daño que ellos a nosotros y, por un momento, su avance se vio impedido por los cadáveres de sus propios hombres y por la confusión que reinaba en ambos ejércitos. Entonces, la lluvia empezó a arreciar de nuevo y el terreno embarrado se tornó más resbaladizo, lo que nos daba ventaja, ya que nosotros nos aproximábamos al valle, cuyo suelo era más rocoso.
Yo me encontraba en la retaguardia; apremiaba a los hombres para que avanzaran y, de vez en cuando, me giraba para enfrentarme a nuestros perseguidores más cercanos. En el punto donde el valle se estrechaba, dejé a dos centenares de mis mejores guerreros con orden de mantenerse allí el mayor tiempo posible para permitir la huida del cuerpo principal del ejército.
Cabalgamos durante todo el día y para cuando llegó la noche habíamos dejado atrás a nuestros perseguidores, aunque, contando las bajas y el destacamento que habíamos dejado atrás, apenas llegábamos a la mitad del número inicial. Dejé que los hombres descansaran un par de horas, pero el tiempo empeoraba por momentos y, como me había temido, el viento empezó a soplar con fuerza creciente. Nos vimos obligados a continuar durante toda la noche y todo el día siguiente, en una desesperada huida hacia la costa. Apenas nos detuvimos a comer o descansar, y de vez en cuando teníamos que enfrentarnos a pequeños destacamentos de jinetes enemigos que lograban alcanzarnos.
Aquella noche nos encontrábamos a corta distancia de Maruyama y envié a Sakai por delante para comprobar el estado de la ciudad. Debido al empeoramiento del tiempo, él era de la opinión de que debíamos retirarnos allí, pero yo aún estaba reticente a enfrentarme a un largo asedio y no sabía a ciencia cierta de qué parte se pondrían los miembros del clan. Hicimos un alto para comer y dejamos descansar a los caballos. Tan exhausto me encontraba que mis recuerdos de aquellos momentos son muy borrosos. Sabía que me enfrentaba a una derrota absoluta, que ya había sido vencido. Parte de mí lamentaba no haber muerto en combate, en mi desesperado intento por rescatar a Kaede; otra parte de mi ser se aferraba a la profecía, creyendo que llegaría a cumplirse, y otra tercera parte simplemente se preguntaba qué hacía yo allí, sentado como un fantasma en el templo donde habíamos encontrado refugio, con los párpados doloridos y anhelando poder dormir.
Bocanadas de viento aullaban entre las columnas del edificio y de vez en cuando el tejado temblaba y se levantaba como si fuera a remontar el vuelo. Ninguno de nosotros hablaba gran cosa y reinaba un ambiente de resignada rebeldía: todavía no habíamos cruzado a la tierra de los muertos, pero nos encontrábamos camino de ella. Los hombres se echaron a dormir, con excepción de los que montaban guardia, pero yo no logré conciliar el sueño. No dormiría hasta que consiguiera ponerlos a salvo. Sabía que pronto deberíamos emprender la marcha; de nuevo tendríamos que cabalgar la mayor parte de la noche, pero me resistía a despertarlos antes de que hubieran descansado lo suficiente.
No paraba de decirme a mí mismo: "Sólo unos minutos más, hasta que Sakai regrese" y, por fin, escuché el sonido de cascos de caballo a través del viento y el aguacero. Me pareció que no era sólo un caballo, sino dos.
Me dirigí a la veranda y, al asomarme a la oscuridad, divisé a Sakai seguido por Hiroshi, quien en ese momento desmontaba de lomos de un caballo viejo y escuálido.
Sakai gritó:
--Le encontré en la carretera, a las afueras de la ciudad. Venía a buscaros. ¡Con este tiempo!
Sakai e Hiroshi eran parientes y percibí una nota de orgullo en la voz del primero.
--¡Hiroshi! -exclamé yo.
El muchacho se acercó corriendo a la veranda, se desató las sandalias empapadas y cayó de rodillas.
--Señor Otori.
Tiré de él y le introduje en la casa para protegerle de la lluvia, mientras le miraba con estupor.
--Mi tío ha muerto y la ciudad se ha rendido a los hombres de Arai -relató Hiroshi, furioso-. ¡Es increíble! Los notables tomaron la decisión en cuanto os marchasteis. Mi tío se quitó la vida, antes que doblegarse a sus deseos. Los hombres de Arai llegaron a primera hora de esta mañana y el consejo cedió de inmediato.
Aunque yo en parte había esperado la noticia, el golpe resultó aún más amargo por la muerte de Sugita, quien había apoyado a Kaede con admirable fidelidad. Por otra parte, me sentí aliviado de haber seguido mi intuición y no regresar a Maruyama, y todavía contaba con la ruta de retirada hacia la costa. Teníamos que ponernos en marcha cuanto antes. Di instrucciones a los guardias para que despertaran a los hombres.
--¿Has cabalgado todo este camino para advertirme? -le pregunté, asombrado, a Hiroshi.
--Aunque todos en Maruyama os abandonen, yo nunca lo haré -replicó él-. Os prometí que vendría. ¡Incluso elegí el caballo más viejo del establo!
--Más te valdría haberte quedado en casa. Mi futuro se presenta muy oscuro en estos momentos.
Sakai dijo en voz baja:
--Yo también me siento avergonzado. Pensé que se mantendrían a vuestro lado.
--No puedo culparlos -tercié-. Arai es mucho más poderoso que yo y de todos es sabido que Maruyama no puede sostener un asedio prolongado. Lo mejor es rendirse al instante, evitar el sufrimiento a la población, salvar la cosecha.
--Creen que os batiréis en retirada a la ciudad -dijo Hiroshi-. Casi todos los hombres de Arai aguardan vuestra llegada en el Asagawa.
--Entonces, tal vez serán menos los que nos persigan -repliqué yo-. No imaginarán que me dirijo a la costa. Si cabalgamos día y noche, podemos llegar en un par de días -me giré hacia Sakai y le dije-: No tiene sentido que un niño como Hiroshi desobedezca a su clan y desperdicie su vida por una causa perdida. Llévale de regreso a Maruyama. Os libero a ti y a él de cualquier obligación para conmigo.
Ambos se negaron en redondo a abandonarme y no disponíamos de tiempo para discutir. Los hombres ya se habían despertado y se encontraban dispuestos para la marcha. Todavía llovía con fuerza, si bien el viento había amainado ligeramente, lo que renovaba mis esperanzas de que lo peor de la tormenta hubiera pasado. Debido a la oscuridad, avanzábamos tan lentos como bueyes. Los hombres situados en la vanguardia acarreaban antorchas que dejaban ver la carretera, pero con frecuencia la lluvia apagaba las llamas. Así, medio a ciegas, fuimos avanzando.
Existen numerosas leyendas de los Otori, muchas baladas y crónicas acerca de sus hazañas, pero ninguna de ellas ha capturado la imaginación en mayor medida que esta huida penosa y desesperada a través de aquel entorno hostil. Éramos jóvenes y contábamos con la energía y la locura propias de nuestra edad. Nos movíamos más deprisa de lo que nadie pudiera haber imaginado en semejantes circunstancias, pero no lo suficiente. Yo siempre cabalgaba en la retaguardia, apremiando a mis hombres hacia delante, sin permitir que ninguno de ellos se quedase atrás. El primer día repelimos dos ataques desde la retaguardia, ganando así un tiempo precioso para que el cuerpo principal de nuestro ejército pudiese avanzar. Entonces tuvimos la impresión de que la persecución había cesado. Imagino que nadie pensó que seguiríamos adelante, pues nos dirigíamos hacia el vórtice de la tormenta.
El temporal nos había facilitado la huida, pero yo sabía que si empeoraba toda esperanza de escapar en barco se desvanecería. En la segunda noche, Shun se encontraba tan cansado que apenas podía levantar una pata detrás de otra. A medida que progresábamos fatigosamente, dormitaba sobre su lomo y soñaba que los muertos cabalgaban junto a mí. Escuché que Amano llamaba a Jiro y oí cómo el muchacho respondía entre risas. Entonces tuve la impresión de que Shigeru montaba a mi lado y que yo iba a lomos de Raku. Nos dirigíamos al castillo de Hagi, como el día de mi adopción. Vi a Ando, el enemigo de Shigeru, el hombre con un solo brazo, y también escuché las traidoras voces de los señores de los Otori. Volví la cabeza para advertir a Shigeru y le vi tal y como le había visto con vida por última vez, a orillas del río de Inuyama. Sus ojos se mostraban oscurecidos por el dolor y desde la boca le corrían hilos de sangre.
--¿Tienes a Jato? -me preguntó en el sueño, como había hecho entonces.
Me desperté de repente. Estaba tan empapado que tuve la sensación de que me había convertido en un espíritu del río y respiraba agua en vez de aire. Delante, mis tropas se movían como fantasmas. Entonces escuché el rumor del oleaje y cuando llegó el alba nos mostró la costa barrida por el viento.
Todas las islas cercanas al litoral quedaban ocultas por densas cortinas de lluvia y la intensidad del viento aumentaba por momentos. Cuando el vendaval chocaba contra los acantilados donde Hajime me había esperado lanzaba espantosos aullidos, como un demonio atormentado. El viento había arrancado dos pinos, que yacían de un lado a otro de la carretera. Tuvimos que levantarlos y apartarlos del camino para que los caballos pudieran pasar.
Me adelanté hasta la vanguardia para dirigir a mis tropas hasta el templo de Katte Jinja. Uno de los edificios había perdido la techumbre y la paja formaba remolinos en el jardín. El caballo de Makoto estaba allí atado con una correa, de espaldas al viento y con la cabeza agachada, junto a otro corcel que no reconocí. El propio Makoto se encontraba en el interior, en la sala principal, junto a Ryoma.
Antes de que ellos articularan palabra, supe que no había esperanzas. De hecho, me sorprendía que Makoto hubiera logrado llegar hasta allí y parecía un milagro que hubiese conseguido encontrar a Ryoma. Abracé a ambos, profundamente agradecido por su lealtad. Más tarde me enteré de que Fumio había ordenado a Ryoma que acudiese al templo y me esperase con el mensaje de que se encontrarían conmigo en cuanto el estado del tiempo mejorase.
No habíamos fallado por falta de previsión, de valentía ni de resistencia; nos habían derrotado los elementos, las grandes fuerzas de la naturaleza, el propio destino.
--Jo-An está aquí -dijo Makoto-. Tomó uno de los caballos sin jinete en el campo de batalla y me siguió.
Yo apenas había pensado en Jo-An durante nuestra huida hacia la costa, pero no me sorprendió que estuviera allí. Era como si hubiera dado por sentado que el paria iba a presentarse otra vez, de esa forma casi sobrenatural en la que solía; aparecer en mi vida. Pero en aquel preciso momento no quise hablar sobre él. Estaba demasiado exhausto para pensaren nada que no fuera poner a los hombres al abrigo de los diversos edificios del templo, proteger a los caballos en la medida de lo posible y salvar lo que quedase de nuestras empapadas provisiones. Después, no podíamos hacer más que esperara que el tifón remitiese.
Duró dos días. Me desperté en la noche del segundo; día y caí en la cuenta de que era el silencio lo que me había despertado. El viento había cesado y, aunque el agua aún goteaba de los aleros, ya no llovía. A mi alrededor, los hombres dormían profundamente. Me levanté y salí al jardín. Las estrellas relucían como lámparas y el aire era limpio y frío. Me dispuse a comprobar el estado de los caballos. Los guardias me saludaron en voz baja.
--El tiempo ha mejorado -dijo uno de ellos con alegría.
Pero pensé que ya era demasiado tarde.
Me dirigí caminando al viejo cementerio. Jo-An apareció como un fantasma en el jardín arruinado y me escrutó la cara.
--¿Estás bien, señor?
--Tengo que decidir si actuar o no como un guerrero -repliqué yo.
--Deberías dar gracias a Dios -respondió él-. Ahora que ha pasado la batalla que tenías que perder, ganarás las demás.
Yo le había dicho lo mismo a Makoto, pero entonces el viento y la lluvia no habían acabado todavía conmigo.
--Un auténtico guerrero se clavaría el cuchillo en el vientre -dije yo, pensando en alto.
--Tu vida no te pertenece, no te está permitido acabar con ella. Dios tiene otros planes para ti.
--Si no acabo con mi vida, tendré que rendirme a Arai. Le tengo pisándome los talones y no existe posibilidad alguna de que los Terada puedan alcanzarnos antes que él.
La noche era hermosa. Escuché el rumor amortiguado de las alas de una lechuza y el croar de una rana desde el estanque. El estrépito de las olas contra los guijarros de la playa iba disminuyendo.
--¿Qué harás ahora, Jo-An? ¿Volverás a Maruyama?
Abrigaba la improbable esperanza de que los parias fueran tratados adecuadamente una vez que yo ya no estuviera allí para protegerlos. Con el país en guerra, la posición de la más ínfima de las castas sería más vulnerable que nunca; serían tratados como chivos expiatorios, denunciados por los aldeanos, perseguidos por los guerreros. Entonces, Jo-An dijo:
--Me siento muy próximo a Dios. Creo que pronto me llamará a su presencia -no supe qué responder ante sus palabras, y Jo-An prosiguió-: Liberaste a mi hermano de su sufrimiento en Yamagata. Si llegara el momento, ¿harías lo mismo por mí?
--No digas eso -repliqué yo-. Me has salvado la vida, ¿cómo puedes pedirme que te arrebate la tuya?
--Dime, ¿lo harías? No temo la muerte, lo que temo es el dolor.
--Regresa a Maruyama -le apremié-. Llévate el caballo en el que viniste y mantente alejado de las carreteras. Si me es posible, enviaré a buscarte; pero ya sabes que, posiblemente, Arai me matará. No creo que volvamos a vemos.
Jo-An me mostró una de sus fugaces sonrisas.
--Gracias por todo lo que has hecho por mí -añadí.
--Todo lo que ha sucedido formaba parte del plan de Dios. Es al Secreto a quien debes dar las gracias.
Caminé junto a Jo-An hasta las hileras de caballos y hablé con los centinelas, quienes observaron, atónitos, cómo yo desataba las riendas de uno de los animales y Jo-An lo montaba de un salto.
Una vez que el paria hubo desaparecido entre las sombras, me tumbé de nuevo, mas no logré conciliar el sueño. Pensé en Kaede, en cuánto la amaba. Medité sobre mi extraordinaria vida. Me alegraba de haber vivido de aquella manera, a pesar de mis errores. Sólo lamentaba la pérdida de quienes habían muerto antes que yo. La madrugada llegó y me pareció la más brillante y hermosa que jamás había presenciado. Me lavé y me arreglé el cabello lo mejor que pude y, cuando mis desaliñadas tropas despertaron, ordené que hicieran lo mismo. Llamé a Ryoma, le di las gracias por sus servicios y le pedí que esperase allí al menos hasta que se enterase de mi muerte. Después, debía acudir a Oshima para comunicarle la noticia a Fumio. A continuación, reuní a los hombres y les dije:
--Voy a rendirme al señor Arai. A cambio, tengo te confianza de que os perdonará la vida y os aceptará a su servicio. Os doy gracias por vuestra fidelidad. Ningún señor ha sido mejor servido que yo.
Les pedí que esperaran en el templo, a las órdenes de sus respectivos capitanes, e invité a Makoto, Sakai e Hiroshi a que me acompañaran. Makoto portaba el estandarte de los Otori, y Sakai, el de Maruyama; ambas banderolas estaban rasgadas y manchadas de barro. Los caballos, rígidos por el frío, avanzaban con lentitud; pero a medida que cabalgábamos el sol salió y calentó ligeramente a los animales. Una bandada de patos salvajes atravesó el firmamento y un ciervo baló desde el bosque. A través del mar se divisaban las nubes que coronaban la isla de Oshima; por lo demás, el cielo se encontraba despejado y mostraba un intenso tono azul.
Pasamos junto a los pinos caídos. La tempestad había reblandecido el terreno y había minado el acantilado donde Hajime se hubiera apostado. Las rocas se habían despeñado por un pequeño declive y, a medida que los caballos avanzaban con precaución para sortearlas, me vino a la memoria el joven luchador. Si su flecha hubiese alcanzado el objetivo previsto, Jiro seguiría con vida, al igual que muchos otros. Me acordé del cadáver de Hajime, tumbado, sin enterrar, no lejos de allí; pronto obtendría su venganza.
No habíamos llegado lejos cuando escuché por delante el estruendo de cascos de caballo. Levanté una mano y los cuatro nos detuvimos. Los jinetes se acercaban al trote; era un grupo de unos cien. Dos de ellos, situados a la cabeza, portaban sendos estandartes con el blasón de Arai. Al vernos en la carretera, pararon en seco.
El capitán cabalgó hacia delante. Portaba coraza completa y el intrincado yelmo estaba rematado con una cornamenta de ciervo.
Me sentí agradecido por la calidez del sol, pues como no sentía frío pude expresarme con firmeza:
--Soy Otori Takeo. Éste es Sugita Hiroshi, sobrino del señor Sugita, de Maruyama. Os pido que le perdonéis la vida y le permitáis regresar a salvo al clan del que procede. Sakai Masaki es su primo y le acompañará.
Hiroshi permaneció en silencio. Me sentí orgulloso de él.
El capitán del pelotón inclinó la cabeza ligeramente, lo que tomé como señal de consentimiento.
--Soy Akita Tsutomu -dijo él-. Tengo orden de llevar al señor Otori a la presencia del señor Arai. Desea conversar con vos.
--Estoy dispuesto a rendirme al señor Arai -repliqué- con la condición de que perdone la vida a mis hombres y los acoja a su servicio.
--Pueden acompañaros si lo hacen de forma pacífica.
--Enviad a varios de vuestros hombres con Kubo Makoto -dije yo-. Él les pedirá que se rindan sin mostrar oposición. ¿Dónde está su señoría?
--No lejos de aquí. Nos instalamos en Shuho en espera de que el tifón remitiese.
Makoto partió con la mayoría de los guerreros en dirección al templo. Mientras tanto Sakai, Hiroshi y yo, en silencio, emprendimos la marcha junto a Akita.
La primavera había dado paso al verano; la siembra había finalizado. Comenzaron las lluvias de la ciruela. Las semillas crecieron y los campos de cultivo adquirieron un brillante color verde. El estado del tiempo mantenía a Shizuka en el interior de la casa, desde donde observaba cómo el agua caía de los aleros mientras ella ayudaba a su abuela a trenzar sandalias y capas para la lluvia con la paja de arroz y a cuidar de los gusanos de seda, protegidos de la humedad en el desván.
A veces se dirigía al cobertizo de los telares y pasaba allí una hora o dos. En la casa, siempre había trabajo por hacer: coser, teñir, preparar conservas, cocinar... Aquellas labores domésticas proporcionaban a Shizuka un sentimiento de tranquilidad. Aunque se sentía aliviada por haber dejado a un lado su vida anterior y le agradaba encontrarse junto a sus parientes y sus hijos, a menudo la embargaba el desaliento. Nunca había sido temerosa, pero ahora la intranquilidad la asediaba. Descansaba mal y se despertaba ante el sonido más insignificante; cuando lograba quedarse dormida, los muertos aparecían en sus sueños.
El padre de Kaede acudía a ella con frecuencia y le clavaba sus ojos vacíos. Shizuka solía acudir al santuario a realizar ofrendas con la esperanza de aplacar el espíritu de Shirakawa; pero las pesadillas no cesaban. Añoraba a Kaede y a Ishida, y anhelaba que Kondo retornara con noticias sobre ellos; pero, al mismo tiempo, temía su regreso.
Las lluvias terminaron y llegaron los húmedos días de la mitad del verano. Los melones y pepinos maduraron y las mujeres de la casa los encurtieron con sal y hierbas silvestres. A menudo, Shizuka recorría las montañas en busca de setas, artemisa para elaborar moxa o granza, y consuelda para fabricar los tintes. También recolectaba otras plantas más letales con las que Kenji preparaba veneno.
Shizuka observaba a sus hijos y a otros niños mientras realizaban su entrenamiento y se maravillaba al ver cómo las dotes extraordinarias de la Tribu empezaban a aflorar en ellos. Desaparecían y volvían a aparecer ante su vista, y a veces se apreciaba la imagen trémula y borrosa de los pequeños a medida que aprendían a desdoblarse en dos cuerpos.
Zenko, el mayor de sus hijos, gozaba de menos poderes que su hermano. Sólo le restaba un año para convertirse en un hombre y sus dotes deberían haber surgido hacía tiempo. Pero Shizuka se daba cuenta de que su primogénito estaba más interesado en los caballos y en el arte de la espada; sin duda, se parecía a su padre. Shizuka se preguntaba si Arai querría hacerse cargo de él o si, por el contrario, intentaría proteger a su hijo legítimo librándose del que no lo era.
Zenko la preocupaba en mayor medida que Taku. Ya se apreciaba que el menor de los hermanos iba a contar con poderes sobresalientes; permanecería en la Tribu y alcanzaría una posición privilegiada. Kenji no contaba con hijos varones, por lo que Taku podría llegar a convertirse algún día en el maestro de la familia Muto. Su talento era precoz; conseguía la invisibilidad con notable desenvoltura y su agudeza de oído resultaba extraordinaria. Con la llegada de la pubertad, podría llegar a ser como Takeo. Al igual que su madre, Taku era ágil y flexible; lograba replegarse e introducirse en los espacios más reducidos y permanecer allí oculto durante horas. Le gustaba hacer trucos a las criadas, escondiéndose en un barril de encurtidos vacío o en una cesta de bambú y dando un salto repentino para asustarlas, como el tanuki travieso de los cuentos tradicionales.
Sin poder evitarlo, Shizuka comparó a su hijo menor con Takeo. Si su primo hubiera tenido la misma formación, si los Kikuta hubieran sabido de su existencia desde el principio, se habría convertido en un auténtico miembro de la Tribu, como sus hijos, como ella misma: despiadado, obediente, incondicional...
"Excepto", pensó, "que yo no me entrego de forma incondicional. Ya ni siquiera soy obediente. Y ¿qué ha sido de mi crueldad? Nunca mataré a Takeo ni haré nada que pueda herir a Kaede. No pueden obligarme. Me enviaron a servirla y acabé por tomarle cariño. Le entregué mi fidelidad y no pienso arrebatársela. En Inuyama le dije que las mujeres también podemos actuar de forma honorable".
Shizuka dirigió sus pensamientos a Ishida y se preguntó si la gentileza y la compasión serían contagiosas; quizá el doctor se las había transmitido. Entonces le vino a la mente el otro secreto, aquel que ocultaba en lo más profundo de su ser. ¿Dónde había estado en aquellos momentos su deber de obediencia?
El Festival de la Estrella Tejedora cayó en una noche de lluvia. Los niños se sintieron desolados, pues el cielo cubierto implicaba que las urracas no podrían construir un puente en el cielo para que la princesa se encontrase con su amante. La hermosa infanta se perdería el encuentro y tendría que esperar otro año entero.
Shizuka lo interpretó como un mal presagio y su desaliento cobró nuevas fuerzas.
De vez en cuando llegaban mensajeros desde Yamagata y de más allá de la ciudad. Trajeron noticias del matrimonio de Takeo y Kaede, de su huida de Terayama, el puente de los parias y la derrota de Jin-emon. Las criadas se maravillaban ante lo que les parecía una historia sacada de las antiguas leyendas y compusieron canciones sobre ella. Kenji y Shizuka conversaban sobre aquellos acontecimientos por las noches, ambos divididos por la misma mezcla de desconsuelo y de involuntaria admiración. Más tarde supieron que la joven pareja y su ejército se habían desplazado a Maruyama, y a partir de entonces las noticias fueron disminuyendo, aunque algo se supo de la campaña contra la Tribu emprendida por Takeo.
--Da la impresión de que ha aprendido a ser despiadado -le dijo el tío a su sobrina.
Y no hablaron más sobre el asunto. Kenji tenía otras preocupaciones. No había vuelto a hablar de Yuki, pero cuando pasó el séptimo mes y seguían sin noticia alguna de la muchacha, todos los moradores de la casa comenzaron un tiempo de espera. Se encontraban inquietos ante la llegada del niño Muto, el primer nieto del maestro, quien había sido reclamado por los Kikuta y sería criado por ellos.
Una tarde, poco antes del Festival de los Muertos, Shizuka se acercó caminando a la cascada. Era un día de intenso calor en el que no corría una gota de viento, y se sentó a descansar con los pies dentro del agua fría. La catarata se veía blanca en contraste con las rocas grises y, al caer, las gotas formaban un hermoso arco iris. Las cigarras chirriaban desde los cedros y el insistente sonido resultaba irritante. A través del monótono canto, Shizuka escuchó aproximarse a su hijo menor, aunque simuló que no lo había oído; justo en el último momento, cuando el niño creía que iba a tomar a su madre por sorpresa, ésta alargó el brazo, le agarró por las rodillas y le arrastró hasta su regazo.
--Me has oído -dijo Taku, decepcionado.
--Hacías más ruido que un jabalí.
--¡No es verdad!
--Puede que yo tenga algo de la agudeza de oído de los Kikuta -se burló Shizuka.
--Yo la tengo.
--Lo sé, y creo que, a medida que crezcas, tu audición se irá perfeccionando -Shizuka abrió el puño de su hijo y recorrió con un dedo la línea que le atravesaba la palma-. Tú y yo tenemos las mismas manos.
--Como Takeo -replicó él con orgullo.
--¿Qué sabes tú de Takeo? -preguntó ella, sonriendo.
--También es un Kikuta. El tío Kenji nos ha hablado de él; dijo que puede hacer cosas que nadie más sabe, aunque era imposible enseñarle, eso dice el tío -Taku hizo una pausa y después continuó en voz baja-: Ojalá no tuviéramos que matarle.
--¿Cómo sabes eso? ¿Te lo dijo también el tío Kenji?
--Lo he oído. Oigo muchas cosas. La gente no sabe que estoy escuchando.
--¿Te envían a buscarme? -preguntó Shizuka, recordándose que no debía compartir secretos en casa de sus abuelos sin asegurarse antes de la ausencia de su hijo.
--No exactamente. Nadie me dijo que viniera, pero creo que debes volver a casa.
--¿Qué ha pasado?
--Vino la tía Seiko. Está muy triste. Y al tío... -Taku se interrumpió y clavó las pupilas en su madre- nunca le había visto así.
"Yuk¡", pensó Shizuka al instante. Se puso en pie a toda prisa y se calzó las sandalias. El corazón se le desbocaba en el pecho; tenía la boca seca. Si su tía había venido, sólo podría traer malas noticias. Las peores.
Sus temores se confirmaron al advertir el manto fúnebre que parecía haber envuelto a la aldea. Los guardias, con semblante pálido, no sonrieron a Shizuka ni le hicieron las bromas habituales. Ella no se paró para interrogarles, sino que se apresuró en dirección al hogar de sus abuelos. Las mujeres de la villa ya se habían congregado a la puerta, tras dejar las hogueras de sus casas sin encender, la cena sin cocinar. Shizuka se abrió paso entre ellas, mientras asentía ante sus murmullos de lástima y condolencia. En el interior de la vivienda se encontraba su tía, la esposa de Kenji, arrodillada en el suelo junto a la abuela de Shizuka y rodeada por las mujeres de la casa. Su rostro se mostraba encogido por el dolor; tenía los ojos enrojecidos y sollozaba sin parar.
--Tía Seiko -Shizuka se arrodilló ante ella e hizo una profunda reverencia-, ¿qué ha ocurrido?
Seiko tomó la mano de su sobrina y la apretó con fuerza, pero fue incapaz de articular palabra.
--Yuki ha fallecido -dijo la abuela de Shizuka con calma.
--¿Y el bebé?
--Está bien. Es un varón.
--Lo siento muchísimo -dijo Shizuka-. La muerte por parto...
Los sollozos de su tía Seiko aumentaron de intensidad y la hicieron temblar violentamente.
--No fue el parto -dijo la anciana, al tiempo que rodeaba a Seiko con sus brazos y la mecía como a un niño.
--¿Dónde está mi tío?
--En la habitación de al lado, con su padre. Ve a verle. Quizá puedas consolarle.
Shizuka se levantó y se dirigió en silencio a la habitación contigua, mientras notaba que los ojos le ardían con lágrimas no derramadas.
En la sala en penumbra Kenji se sentaba, inmóvil, junto a su padre. Las persianas estaban cerradas y el ambiente resultaba asfixiante. El rostro del anciano estaba surcado por el llanto y de vez en cuando levantaba la manga para limpiarse las lágrimas; pero los ojos de Kenji estaban secos.
--Tío -susurró Shizuka.
Kenji no hizo movimiento alguno, y la joven se arrodilló en silencio. Entonces, su tío giró la cabeza y la miró.
--Shizuka -dijo, y los ojos se le cuajaron de lágrimas que no llegó a verter-, ha venido mi mujer. ¿La has visto?
Shizuka asintió.
--Nuestra hija ha muerto.
--Es una noticia terrible -balbuceó Shizuka-. Siento mucho vuestra pérdida.
Las frases parecían inútiles, vacías de contenido. Kenji no dijo más. Finalmente, Shizuka se atrevió a preguntar:
--¿Cómo ocurrió?
--Los Kikuta fueron quienes la mataron. La obligaron a ingerir veneno.
Kenji hablaba como si no diera crédito a sus propias palabras. La propia Shizuka no podía creer lo que estaba oyendo. A pesar de la tarde calurosa, sintió que el frío le llegaba hasta los huesos.
--¿Por qué? ¿Cómo han podido hacer algo así?
--No se fiaban de ella. Pensaban que tal vez no apartara al niño de Takeo o que no le enseñara a odiar a su padre -Shizuka había creído que nada relativo a la Tribu podía ya sorprenderla, pero aquella revelación la dejó atónita y fue incapaz de pronunciar palabra-. Quién sabe, quizá también querían castigarme a mí -prosiguió Kenji-. Mi esposa piensa que yo tengo la culpa, por no haber ido en persecución de Takeo, por no saber de la existencia de los informes de Shigeru, por mimar a Yuki cuando era niña...
--No digas eso -le suplicó Shizuka-, no debes culparte.
La mirada de Kenji se perdía en la distancia. Shizuka se preguntaba qué estaría viendo.
--No tenían por qué matarla -sentenció Kenji-. Nunca los perdonaré.
La voz del hombre se quebró; entonces, las lágrimas empezaron a surcarle e! rostro, contraído por el dolor.
El Festival de los Muertos se celebró con más solemnidad de lo habitual, en un ambiente de profundo sufrimiento. Los habitantes de la aldea colocaron comida en los santuarios de la montaña y encendieron hogueras en las cumbres para iluminar el camino de vuelta al mundo de los muertos. Sin embargo, éstos parecían reticentes a regresar. Deseaban permanecer con los vivos para de este modo recordarles una y otra vez la forma en la que habían perdido la vida y su sed de venganza.
Kenji y su esposa no encontraron consuelo mutuo; la congoja, lejos de unirlos, los apartaba y cada uno culpaba al otro de la muerte de Yuki. Shizuka pasó muchas horas con ambos, incapaz de ofrecerles más aliento que su mera presencia. Su abuela preparaba infusiones para tranquilizar a Seiko y ésta caía dormida con frecuencia durante largos periodos de tiempo; pero Kenji se negaba a tomar cualquier cosa que mitigara su pena y Shizuka solía sentarse a su lado hasta bien entrada la noche, escuchándole hablar sobre su hija.
--La eduqué como a un varón -dijo una noche-. Tenía mucho talento y no conocía el miedo. Mi mujer cree que le di excesiva libertad y me culpa por haberla tratado como a un chico. Es cierto que Yuki se volvió demasiado independiente; pensaba que nada le estaba prohibido. Y ya ves, Shizuka, al final ha muerto por ser una mujer -tras una pausa, Kenji añadió-: Posiblemente era la única mujer que he amado de verdad -con un inesperado gesto de afecto, alargó la mano y rozó el brazo de Shizuka-. Perdóname, ya sabes lo mucho que te aprecio.
--Y yo a ti -replicó Shizuka-. Ojalá pudiera liberarte de tu sufrimiento.
--Nada me librará de él -replicó Kenji-. Nunca superaré la muerte de mi hija. Ahora debo elegir entre seguirla al mundo de los muertos o continuar entre los vivos, conviviendo con mi dolor. Mientras tanto...
Kenji exhaló un suspiro. El resto de los moradores de la casa se había retirado a dormir. El ambiente era algo mal fresco y desde la montaña llegaba una ligera brisa. Una única lámpara ardía a un costado de Kenji. Shizuka se movió un poco para verle la cara.
--¿Qué? -le incitó a proseguir.
Dio la impresión de que Kenji cambiaba de tema.
--Sacrifiqué a Shigeru al entregárselo a los Kikuta con el fin de alcanzar la unidad en la Tribu. Ahora también me han arrebatado a mi hija.
De nuevo se quedó en silencio.
--¿Qué planes tienes?
--El hijo de Yuki es mi nieto, el único que tendré jamás; me cuesta aceptar que los Muto nunca disfrutaremos de él. Conociendo a su padre, sé que también se interesará por el niño. Ya he dicho otras veces que no buscaré la muerte de Takeo; ésa es en parte la razón por la que he pasado oculto en esta aldea todo el verano. Ahora iré más lejos: quiero que la familia Muto llegue a un pacto con Takeo, que acordemos una tregua.
--¿Acaso deseas que nos enfrentemos a los Kikuta?
--Nunca volveré a llegar a ningún acuerdo con ellos. Si Takeo puede destruirlos, haré todo lo que esté en mi mano para ayudarle.
Por la expresión que percibió en el rostro de su tío, Shizuka supo que Kenji abrigaba la esperanza de que Takeo le ofreciera la venganza que tanto anhelaba.
--Destruirás a la Tribu -advirtió con un hilo de voz.
--Ya nos estamos destruyendo entre nosotros -replicó él con tristeza-. Además, todo cambia a nuestro alrededor. Creo que hemos llegado al final de una era. Cuando esta guerra termine, quienquiera que salga victorioso gobernará sobre todo el territorio de los Tres Países. Takeo quiere conseguir su herencia y castigar a los tíos de Shigeru; pero, sea quien fuere el señor supremo de los Otori, Arai tendrá que enfrentarse al clan. O los Otori consiguen la victoria, o bien serán derrotados definitivamente y desaparecerán. La paz no reinará mientras sigan combatiendo en las fronteras.
--Da la impresión de que los Kikuta apoyan a los señores de los Otori en contra de Arai.
--Sí, me han llegado noticias de que el mismísimo Kotaro se encuentra en Hagi. Creo que a la larga, a pesar de su aparente poder, Arai no logrará alzarse sobre los Otori. Éstos cuentan con cierta legitimidad para reclamar los Tres Países, debido a su vínculo ancestral con la casa del emperador. Hace cientos de años se forjó a Jato, el sable de Shigeru, y se entregó como obsequio al clan con motivo de esa circunstancia.
Kenji se sumió en el silencio y una ligera sonrisa se le perfiló en los labios.
--Pero el sable encontró a Tákeo. No fue a Soichi ni a Masahiro -Kenji se volvió hacia su sobrina y amplió su sonrisa-. Te voy a contar una historia. Tal vez sepas que conocí a Shigeru en Yaegahara. Yo tenía unos veinticinco años; él debía de rondar los diecinueve. Yo trabajaba como espía y mensajero secreto para los Noguchi, quienes por aquel entonces eran aliados de los Otori. Ya sabía yo que cambiarían de bando durante la batalla y volverían a sus anteriores aliados, otorgando así la victoria a Iida y causando la muerte de millares de hombres. Al ejercer mi oficio, siempre me he mantenido al margen del bien y el mal, pero la profundidad que la traición puede llegar a alcanzar es un asunto que me fascina. Cuando el traicionado cae en la cuenta, con horror, de la deslealtad de su aliado, se produce una reacción que me agrada observar. Deseaba contemplar el rostro de Shigemori cuando los Noguchi se volvieran en su contra.
»De manera que, por ese motivo tan ruin, me encontré en pleno corazón de la batalla. Casi todo el tiempo permanecí invisible. Reconozco que el hecho de encontrarme en el fragor del combate, sin ser visto, resultaba de lo más emocionante. Alcancé a ver a Shigemori y observé la expresión de su rostro cuando entendió que todo estaba perdido. Le vi caer. Su sable, famoso y codiciado por muchos, le salió despedido de las manos en el momento de su muerte y fue a caer a mis pies. Lo recogí. Se hizo invisible, como yo, y pareció quedar adherido a mi mano. La empuñadura aún se notaba caliente, Jato me dijo que tenía que protegerlo y encontrar a su auténtico dueño.
--¿El sable te habló?
--No puedo describirlo de otra manera. Tras la muerte de Shigemori, los Otori se sumieron en un estado de desesperación. La batalla se prolongó unas dos horas más, que yo dediqué a buscar a Shigeru. Le conocía, le había visto en una ocasión varios años antes, cuando entrenaba en las montañas con Matsuda. No logré dar con él hasta que la lucha hubo finalizado. Rara ese momento, los hombres de Ilida le estaban buscando por todas partes. Querían declararle como muerto en combate, lo que resultaría conveniente para todos.
»Le hallé junto a un pequeño manantial. Se encontraba a solas y realizaba los preparativos para quitarse la vida. Una vez lavada la sangre del rostro y las manos, se aplicaba perfume en el cabello y la barba. Se había quitado el yelmo y desabrochado la coraza. Parecía tan tranquilo como si fuera a darse un baño bajo el sol primaveral, Jato me dijo:
»--Ése es mi amo.
»Entonces yo llamé a Shigeru:
»--¡Señor Otori!
»Cuando se volvió, recobré la visibilidad y le entregué el sable.
»--¡Jato! -exclamó y, tomando el sable con ambas manos, hizo una profunda reverencia.
»Acto seguido, miró la espada y luego a mí, y pareció salir del trance en el que se encontraba. Yo le respondí algo así como:
»--¡No os matéis! -y entonces, como si Jato hablase a través de mí, añadí-: Seguid vivo y buscad venganza.
»Shigeru sonrió y se puso en pie de un salto, sable en mano. Le ayudé a huir y le llevé de vuelta a casa de su madre, en Hagi. Para cuando llegamos allí, nos habíamos hecho amigos.
--Me había preguntado muchas veces cómo os habíais conocido -dijo Shizuka-. De modo que le salvaste la vida.
--No fui yo, sino Jato. Ésa es la forma en la que el sable pasa de mano en mano. Ahora se encuentra en posesión de Takeo porque Yuki se lo entregó en Inuyama. Debido a aquel acto de desobediencia, los Kikuta empezaron a desconfiar de ella.
--¡Qué caminos tan extraños nos marca el destino! -murmuró Shizuka.
--Sí, existe un vínculo entre nosotros contra el que no puedo luchar. El hecho de que Jato encontrase a Takeo a través de mi hija me obliga de alguna forma a unirme a él. Además, deseo mantener mi promesa de no hacerle daño y tal vez consiga obtener su perdón por haberme involucrado en la muerte de Shigeru -Kenji hizo una pausa y luego añadió en voz baja-: No vi el semblante de Shigeru cuando entendió que ni Takeo ni yo regresaríamos aquella noche a Inuyama, pero cuando me visita en sueños muestra la expresión de dolor de quien se sabe traicionado.
Ambos permanecieron en silencio durante unos instantes. Un repentino destello de luz iluminó la habitación y se escucharon truenos que llegaban desde las montañas.
Kenji continuó:
--Confío en que tu sangre Kikuta no te aparte ahora de nosotros.
--No, tu decisión es un alivio para mí, porque implica que puedo seguir siendo fiel a Kaede. Lamento decirlo, pero nunca habría hecho nada que pudiera dañar a ninguno de ellos dos.
La confesión de Shizuka hizo sonreír a Kenji.
--Eso mismo me parecía a mí. No sólo por tu cariño hacia Kaede; también conozco el profundo afecto que sentías por Shigeru y la señora Maruyama, y el papel que jugaste en la alianza sellada con Arai -Kenji se quedó mirando fijamente a su sobrina-. Shizuka, no pareciste muy sorprendida cuando te hablé de los informes de Shigeru. Llevo tiempo intentando descubrir qué miembro de la Tribu fue su confidente.
Shizuka empezó a temblar sin poder evitarlo. Su desobediencia -su traición, más bien- estaba a punto de ser desvelada. No se atrevía a imaginar lo que la Tribu haría con ella.
--Fuiste tú, ¿no es cierto? -continuó él.
--Tío Kenji... -empezó a decir Shizuka.
--No te alarmes -interrumpió él con rapidez-. Nunca le hablaré de ello a nadie. Pero quiero saber por qué lo hiciste.
--Fue después de Yaegahara -explicó Shizuka-. Como sabes, informé a Iida de que Shigeru buscaba una alianza con los Seishuu. Shigeru le había hablado a Arai del asunto y yo transmití la información. Fue por mi causa por lo que los Tohan triunfaron; por mi culpa murieron 10.000 hombres en el campo de batalla y muchos otros perdieron más tarde la vida bajo la tortura o el hambre. En los años siguientes, observé a Shigeru y quedé asombrada por su tenacidad y su entereza. Me parecía el único hombre bueno de cuantos había conocido y yo había formado parte de su hundimiento. Por tanto, en desagravio, resolví ayudarle. El señor Otori me preguntaba muchas cosas sobre la Tribu y yo le respondía siempre que me era posible. No me resultó difícil mantener el secreto de nuestras conversaciones, porque era lo que me habían enseñado a hacer desde niña -Shizuka hizo una pausa y después añadió-: Supongo que estarás furioso conmigo.
Kenji negó con la cabeza.
--Quizá debería estarlo. Si me hubiera enterado del asunto en cualquier otro momento, habría ordenado tu castigo y tu muerte -Kenji la observaba con admiración-. Sin duda, cuentas con el coraje de los Kikuta. Me alegro de que actuaras así, de verdad. Ayudaste a Shigeru y ahora ese legado protege a Takeo. Incluso puede compensar mi propia traición.
--¿Irás a buscar a Takeo? -preguntó Shizuka.
--Esperaba tener más noticias sobre él. Kondo regresará pronto. De lo contrario, iré a Maruyama.
--Envía a un mensajero o envíame a mí. No debes correr ese peligro. Pero ¿crees que Takeo se fiará de nosotros, siendo, como somos, miembros de la Tribu?
--Tal vez debamos viajar juntos, tú y yo. Llevaremos a tus hijos -Shizuka le clavó las pupilas durante un buen rato. Un mosquito zumbaba junto al cabello de la joven, pero ella no lo apartó-. Serán nuestra garantía ante Takeo -finalizó Kenji con calma.
Un rayo volvió a ¡luminar la estancia; la tormenta se acercaba. De repente, empezó a diluviar. El agua caía en cascada desde los aleros y un intenso olor a tierra mojada brotó del jardín.
La tormenta azotó la aldea durante tres o cuatro días. Antes de que Kondo regresase, llegó un mensaje de una muchacha de la familia Muto que trabajaba en la residencia del señor Fujiwara. El contenido era breve y preocupante, y no aportaba los detalles que Kenji y Shizuka deseaban conocer. La nota había sido escrita a toda prisa y, al parecer, en situación de peligro. Lo único que decía era que Shirakawa Kaede se encontraba en la casa y se había casado con Fujiwara.
--¿Qué le han hecho ahora? -exclamó Kenji con un grito, dando rienda suelta a su cólera para librarse del dolor que le embargaba.
--Siempre supimos que su matrimonio con Takeo no sería aceptado -intervino Shizuka-. Imagino que Fujiwara y Arai concertaron esta boda. El señor Fujiwara había mencionado su deseo de casarse con Kaede antes de que ella partiera de Shirakawa en la primavera. Me temo que fui yo quien animó a Kaede a intimar con él.
Shizuka se imaginó a Kaede presa en la lujosa residencia; recordó la crueldad del aristócrata y deseó haber actuado de forma diferente.
--No sé qué me ha ocurrido -le dijo a su tío-. Yo solía mostrarme indiferente ante estos asuntos y ahora me afectan profundamente. Me siento ultrajada, horrorizada, y llena de lástima por Takeo y Kaede.
--Desde que la vi por primera vez, he sentido compasión por el tormento de la señora Shirakawa -replicó Kenji-. Ahora la pena es aún mayor.
--¿Cómo reaccionará Takeo? -se preguntó Shizuka en voz alta.
--Irá a la guerra -predijo Kenji- y muy probablemente será derrotado. Puede que sea demasiado tarde para que hagamos las paces con él.
Shizuka percibió que la congoja volvía a embargara su tío. La joven temía que Kenji optara por seguir a su hija al mundo de los muertos e intentó asegurarse de que nunca se encontrara a solas.
Pasó otra semana antes de que Kondo regresara. El tiempo había mejorado y Shizuka se encontraba en el santuario, rezando una vez más al dios de la guerra para que protegiera a Takeo. Hizo una reverencia ante la imagen y se puso en pie; batió las palmas tres veces y suplicó que Kaede pudiese ser rescatada. Cuando se volvía para emprender el regreso a la casa, Taku salió de su estado de invisibilidad y se plantó frente a su madre.
--¡Aja! -exclamó triunfante-. ¡Esta vez no me has oído!
Shizuka se quedó atónita, pues ni había oído a su hijo ni había distinguido su silueta.
--¡Bien hecho!
Taku sonrió de oreja a oreja.
--Kondo Kiichi ha vuelto. Te está esperando. El tío quiere que escuches las noticias que trae.
--¡Que no se te ocurra escucharlas a ti! -bromeó Shizuka.
--Me gusta oír cosas -replicó Taku-. Me gusta conocer los secretos de la gente.
El niño echó a correr por la polvorienta calle y cada vez que pasaba del sol a la sombra se hacía invisible.
"Es un juego para él", pensó Shizuka, "como lo era para mí. Sin embargo, en algún momento del año pasado, dejó de ser una diversión. ¿Por qué? ¿Qué me ha ocurrido? ¿Acaso he conocido el miedo? ¿El miedo de perder a quienes amo?".
Kondo se encontraba sentado junto a Kenji en la sala principal de la casa. Shizuka se arrodilló delante de ellos y saludó al hombre que dos meses atrás le había pedido matrimonio. En aquel momento, la joven supo que nunca accedería. Tendría que pensar en alguna excusa; mala salud, tal vez.
Kondo saludó a Shizuka con afecto, aunque su rostro se veía macilento y demacrado.
--Siento haberme retrasado tanto -dijo-. Hubo un momento en el que pensé que nunca regresaría. Me arrestaron en cuanto llegué a Inuyama. Arai se había enterado del ataque fallido contra ti y uno de los hombres que viajaron con nosotros a Shirakawa me reconoció. Yo estaba convencido de que iban a matarme, pero entonces ocurrió una tragedia: estalló una epidemia de viruela. El hijo de Arai murió. Cuando hubo pasado el periodo de duelo, envió a buscarme y me interrogó detenidamente sobre ti.
--Ahora vuelve a interesarse por tus hijos -apuntó Kenji.
--Arai declaró que estaba en deuda conmigo, ya que había sido yo quien te salvó la vida. Me dijo que deseaba que volviera a su servicio y se ofreció a incluirme en la casta militar, a la que pertenece la familia de mi madre, ya pagarme un salario.
Shizuka lanzó una mirada fugaz a su tío, pero Kenji permaneció en silencio.
Kondo continuó:
--Acepté. Confío en haber actuado bien. Desde luego, el trato me conviene, pues de momento me encuentro sin amo; pero si la familia Muto lo desaprueba...
--Puedes sernos útil allí -apuntó Kenji.
--El señor Arai daba por cierto que yo sabía dónde estabas, Shizuka, y me pidió que te hiciese llegar el mensaje de que desea ver a sus hijos, y también a ti, para hablar sobre su adopción oficial.
--¿Desea Arai que nuestra relación continúe? -preguntó ella.
--Quiere que te traslades a Inuyama como madre de los niños.
Kondo no llegó a decir "y como su amante", pero Shizuka captó el significado. Al hablar, no dio muestra alguna de enfado ni de celos, pero su ironía característica le cruzó el rostro fugazmente. Sin duda alguna, una vez establecido en la casta de los guerreros podría concertar un buen matrimonio. Sólo cuando era un soldado sin amo había encontrado una solución en Shizuka.
La mujer no acertaba a saber si el pragmatismo de Kondo le provocaba enfado o hilaridad. No tenía intención de enviar a sus hijos a Arai ni de volver a acostarse con él, y, desde luego, tampoco se casaría nunca con Kondo. Se aferró a la esperanza de que Kenji no la obligara a aceptar ninguna de estas opciones.
--Debemos considerar cuidadosamente estos asuntos -dijo su tío.
--Sí, desde luego -convino Kondo-. De todas formas, las cosas se han complicado con la campaña contra Otori Takeo.
--Hemos estado esperando noticias de él -murmuró Kenji.
--Arai se enfureció por su matrimonio. Lo declaró inválido inmediatamente y envió un contingente de hombres al señor Fujiwara. Más tarde, en el verano, el propio Arai se desplazó a Kumamoto, lo bastante cerca de Maruyama como para atacar la ciudad. Lo último que supe es que la señora Shirakawa estaba alojada en la residencia de Fujiwara y que se había casado con él. Está recluida, prácticamente encarcelada -Kondo emitió un gruñido y echó la cabeza hacia atrás-. Sé que Fujiwara consideraba que estaban prometidos, pero no debería haber actuado de esa manera. La atrapó por la fuerza e hizo matar a varios de sus hombres, a Amano Tenzo entre ellos, lo que fue una gran pérdida. No había necesidad de ello. Ai y Hana se encuentran en Inuyama como rehenes. Sus asuntos se podían haber solucionado sin ningún derramamiento de sangre.
Shizuka sintió una punzada de lástima por las dos muchachas.
--¿Las viste allí?
--No, no se permite visitarlas.
Kondo parecía estar genuinamente indignado por el trato dado a Kaede, y Shizuka recordó la inusual devoción que el soldado había sentido por su señora.
--¿Y Takeo? -preguntó Shizuka.
--Por lo visto, al enfrentarse a Fujiwara se topó con las fuerzas de Arai y se vio obligado a retirarse. Lo que ocurrió después está muy confuso. Hubo un tifón enorme e inesperado en el oeste y ambos ejércitos quedaron atrapados cerca de la costa. Nadie sabe a ciencia cierta qué ha sido de ellos.
--Si Arai derrota a Takeo, ¿qué hará con él? -preguntó Shizuka.
--¡Eso es lo que todos se preguntan! Algunos aseguran que mandará ejecutarle; otros, que no se atrevería, a causa de la reputación de Takeo; también hay quien dice que hará con él una alianza para enfrentarse a los Otori de Hagi.
--¿Cerca de la costa? -se interesó Kenji-. ¿Qué zona, exactamente?
--A poca distancia de un pueblo llamado Shuho, creo. No conozco la comarca.
--¿Shuho? -repitió Kenji-. Nunca he estado allí, pero dicen que tiene un hermoso lago natural de aguas azules; siempre he deseado visitarlo. Hace mucho tiempo que no salgo de viaje. Ahora, el estado del tiempo es perfecto para desplazarse. Los dos vendréis conmigo.
A pesar del tono superficial que Kenji quería dar a sus palabras, Shizuka detectó un matiz de urgencia.
--¿Y los chicos? -preguntó.
--Los llevaremos con nosotros. Será una buena experiencia para ellos y tal vez lleguemos a necesitar los poderes extraordinarios de Taku -Kenji se puso en pie-. Debemos ponernos en camino cuanto antes. Recogeremos caballos en Yamagata.
--¿Cuál es tu plan? -preguntó Kondo-. Si me permites el atrevimiento, ¿tienes la intención de asegurarte de que Takeo sea eliminado?
--No exactamente. Te lo explicaré por el camino.
Kondo hizo una reverencia y salió de la estancia. Entonces, Kenji le murmuró a Shizuka:
--Ojalá lleguemos a tiempo de salvarle la vida.
Ninguno de nosotros pronunció palabra mientras cabalgábamos, pero la actitud de Akita y sus guerreros fue cortés y respetuosa en todo momento. Yo abrigaba la esperanza de haber salvado con mi rendición a mis hombres y a Hiroshi, aunque estaba convencido de que mi propia vida no sería perdonada. Me sentí agradecido a Arai por haberme tratado como a un señor Otori, de su mismo rango, evitándome así una humillación. Con todo, imaginé que o bien ordenaría que me ejecutasen o me obligaría a que yo mismo me diese muerte. A pesar de las enseñanzas de mi niñez, las palabras de Jo-An y mi promesa a Kaede, no tenía otra opción que obedecer.
El tifón había arrastrado a su paso la humedad del aire y la mañana era clara. Mis pensamientos contaban también con la misma claridad: Arai me había derrotado; yo me había rendido; me sometería a él y le obedecería, y haría cualquier cosa que me pidiera. Empecé a entender por qué los guerreros tenían en tan alta estima su estricto código de honor: hacía la vida mucho más sencilla.
Me vinieron a la memoria las palabras de la profecía, pero las ignoré. No deseaba que nada distrajese mi atención del camino que me proponía seguir. Miré fugazmente a Hiroshi, quien cabalgaba a mi lado con la espalda recta y la cabeza erguida. Su viejo caballo caminaba con pesadez y, de vez en cuando, emitía un relincho de satisfacción, agradecido por la calidez de los rayos del sol. Medité sobre la formación que el muchacho había recibido, que le había otorgado el don de la valentía. Hiroshi sabía por instinto cómo actuar de forma honorable. ¡Lástima que hubiera tenido que experimentar la rendición y la derrota a una edad tan temprana!
Las señales de la devastación provocada por el tifón a su paso por la costa se veían por doquier: casas sin tejado, gigantescos árboles arrancados, cosechas aplastadas y ríos desbordados que trasladaban bueyes, perros y otros animales muertos entre los escombros. Por un momento, sentí preocupación por mis campesinos de Maruyama y me cuestioné si las defensas que habían construido recientemente habrían sido lo bastante resistentes para proteger los campos de cultivo; también me pregunté qué sería de ellos desde que ni Kaede ni yo estábamos allí para ayudarlos. ¿A quién pertenecia ahora el dominio? ¿Quién se encargaría de cuidarlo? Sólo había sido de mi propiedad durante un breve verano, pero lamentaba su pérdida profundamente. Había puesto todo mi empeño en devolverlo a su antiguo esplendor. Sin duda los miembros de la Tribu que yo había expulsado regresarían, castigarían a quienes los habían suplantado y proseguirían con sus crueles negocios. Y nadie, salvo yo, podía detenerlos.
A medida que nos acercábamos al pequeño pueblo de Shuho, divisamos a los hombres de Arai en busca de comida. Imaginé la adversidad que aquel gigantesco ejército estaba imponiendo sobre la población. Toda la cosecha recogida sería confiscada y la que quedaba por recolectar seguramente habría sido destruida por la tormenta. Confié en que aquellos aldeanos dispusieran de campos de cultivo secretos y almacenes ocultos; de no ser así, morirían de hambre cuando llegase el invierno.
Shuho era una localidad famosa por sus numerosos manantiales de agua fría, que formaban un lago de intenso color azul. Se decía que las aguas tenían propiedades curativas y estaban dedicadas a la diosa de la buena fortuna. Tal vez esto era lo que aportaba al lugar un ambiente de optimismo, a pesar de la invasión de las tropas y la destrucción producida por el vendaval. El brillante día parecía prometer el regreso de la buena suerte. Los lugareños se afanaban ruidosamente en las labores de reparación y reconstrucción, intercambiaban bromas, incluso cantaban. Los golpes de martillo y el siseo de las sierras componían una alegre melodía junto con el chapoteo del agua, que corría a borbotones por todas partes.
Nos encontrábamos en la calle principal cuando, para mi asombro, escuché que alguien, entre la algarabía, gritaba mi nombre:
--¡Takeo! ¡Señor Otori!
Reconocí la voz, si bien no pude identificar a su dueño de inmediato. Entonces el suave aroma a madera recién cortada trajo un recuerdo a mi memoria: era Shiro, el maestro carpintero de Hagi, quien había construido para Shigeru el pabellón de té y el suelo de ruiseñor.
Giré la cabeza en dirección a la voz y le vi, agitando el brazo desde lo alto de un tejado. Me llamó otra vez:
--¡Señor Otori!
Los animados sonidos del pueblo empezaron a apagarse paulatinamente a medida que los hombres, uno a uno, abandonaban sus herramientas y se volvían para observarme.
Su mirada silenciosa cayó sobre mí. Me recordaron a los hombres que, suplicantes, habían observado a Shigeru en su camino de regreso desde Terayama a Yamagata; aquellas miradas enfurecieron y alarmaron a los guerreros Tohan que nos acompañaban. Los parias también me habían mirado de ese modo cuando pasé un tiempo entre ellos, en mi huida hacia el templo.
Miré hacia delante sin responder, pues no quería enojar a Akita. Al fin y al cabo, yo era un prisionero; pero escuché cómo mi nombre pasaba de boca en boca como el zumbido de los insectos que revolotean alrededor del polen.
Hiroshi susurró:
--Todos conocen al señor Otori.
--No digas nada -repliqué, con la esperanza de que los aldeanos no fueran castigados por ello.
Me pregunté por qué estaría Shiro allí; tal vez había tenido que abandonar el País Medio tras la muerte de Shigeru; supuse que tendría noticias de Hagi.
Arai había instalado su cuartel general en un pequeño templo situado en la ladera de la colina que se elevaba sobre el pueblo. No iba acompañado por todo su ejército, claro está; más tarde averigüé que algunos de sus hombres seguían en Inuyama y que el resto estaba acampado a medio camino entre Hagi y Kumamoto.
Desmontamos y le pedí a Hiroshi que permaneciese con los caballos y se encargara de que los alimentaran. Por un momento, dio la impresión de que iba a protestar; entonces, bajó la cabeza y una profunda tristeza le empañó el rostro.
Sakai puso la mano en el hombro del niño e Hiroshi agarró las riendas de Shun. Sentí una punzada de dolor al observar al pequeño bayo caminar dócilmente junto al muchacho, frotando la testa en el brazo de éste. Aquel caballo me había salvado la vida muchas veces y me dolía apartarme de él. Por vez primera, la idea de que quizá no volviera a verle se abalanzó sobre mí como una losa y caí en la cuenta de lo firmemente que me aferraba a la vida, de que de ninguna manera deseaba morir. Me permití experimentar tal sentimiento durante unos instantes, si bien al poco rato saqué mi lado Kikuta de lo más profundo de mi ser y lo instalé a mi alrededor como un baluarte, agradecido porque ahora la oscura fortaleza de la Tribu me sustentaría.
--Venid por aquí -me pidió Akita-. El señor Arai desea veros inmediatamente.
Percibí la voz de Arai, que, enojada y poderosa, llegaba desde el interior del templo. Al borde de la veranda, un criado que esperaba con un cuenco de agua me lavó los pies. Poco se podía hacer con el resto de mi cuerpo; mi coraza y mis ropas estaban mugrientas, cubiertas de sangre y de barro. Me había sorprendido que Akita tuviera un aspecto tan pulcro después de la batalla y la persecución bajo la lluvia; cuando me condujo a la sala donde se encontraban Arai y sus lacayos principales, observé que todos ellos estaban igualmente bien vestidos y aseados.
Entre aquellos hombres voluminosos, Arai era el más corpulento. Parecía haber crecido en estatura desde que nos hubiéramos visto en Terayama por última vez. Sus victorias le habían otorgado el peso del poder. Había demostrado sus dotes de mando características al tomar el control tras la muerte de Ilida y la de Shigeru; era valiente, inteligente y despiadado, y gozaba de la habilidad de ganarse a los hombres para que le jurasen fidelidad. Entre sus defectos se contaban la precipitación y la terquedad; no era flexible ni paciente y su ambición resultaba a todas luces desmedida. Mientras que Shigeru había buscado la autoridad para así poder gobernar con justicia y armonía en comunión con el cielo, Arai únicamente deseaba el poder por el placer que éste le proporcionaba.
Tales pensamientos me cruzaban la mente mientras miraba al hombre sentado en lo alto de una plataforma, flanqueado por sus lacayos. Vestía una resplandeciente coraza profusamente decorada en rojo y oro, pero llevaba la cabeza al descubierto. Se había dejado barba y bigote, y percibí el aroma del perfume que se había aplicado en el cabello. Nuestros ojos se encontraron por un instante, pero en ellos no pude discernir otra cosa que su cólera.
Aquella estancia debía de haber sido la sala de audiencias del templo. Más allá de las puertas interiores, a medio abrir, escuché los movimientos y susurros de los monjes y sacerdotes; el olor a incienso flotaba en el aire.
Caí de rodillas y me incliné hasta dar con la frente en el suelo.
Reinó un largo silencio, tan sólo interrumpido por el impaciente golpeteo del abanico de Arai. Yo escuchaba la respiración acelerada de los hombres que tenía alrededor de mí, el latido de sus corazones como redobles de tambor; desde la distancia llegaban los sonidos de las tareas de reconstrucción. Me pareció oír el relincho de Shun, amarrado junto a los demás caballos. Era el sonido anhelante del animal al que ofrecen comida.
--¡Eres un necio, Otori! -el grito de Arai rasgó el silencio de la sala-. Te ordeno que te cases y te niegas a hacerlo. Desapareces durante meses, abandonando tu herencia. Ahora vuelves a aparecer y tienes la osadía de contraer matrimonio con una mujer protegida por mí, sin mi autorización. Te atreves a atacar a un noble, el señor Fujiwara. Todo se podría haber evitado. Podríamos haber sido aliados.
Arai continuó amonestándome durante un rato, recalcando cada frase con un golpe de abanico, como si deseara pegarme con él en la cabeza. Pero su furia no me afectó, en parte porque me había camuflado en la oscuridad de mi lado Kikuta y en parte porque todo lo que decía ya lo había asumido yo. No sentí rencor por sus palabras; tenía todo el derecho a mostrarse enfadado conmigo. Esperé, con la cara pegada al suelo, hasta ver qué paso daba a continuación.
Una vez que los insultos y reproches se le hubieron agotado, reinó otro prolongado silencio. Por fin, dijo con un gruñido:
--Abandonad todos la sala. Quiero hablar a solas con Otori.
Alguien a su izquierda murmuró:
--¿Es eso sensato, señor? La reputación del señor Otori...
--¡No tengo miedo de Otori! -bramó Arai, furioso.
Escuché cómo los hombres salían, uno a uno, y entonces Arai se puso en pie y descendió de la plataforma.
--Levántate -ordenó.
Me incorporé, si bien mantuve la mirada baja. Arai se arrodilló para que estuviéramos frente e frente y poder hablar sin que nadie nos escuchara.
--Bueno, ya hemos acabado con eso -dijo en tono casi afable-. Ahora podemos hablar de estrategia.
--Lamento profundamente haber ofendido al señor Arai -dije yo.
--De acuerdo, ya es suficiente; lo pasado, pasado está. Mis consejeros opinan que debo ordenarte que te des muerte por tu insolencia -para mi sorpresa, Arai empezó a reírse entre dientes-. La señora Shirakawa es una mujer hermosa. El hecho de haberla perdido debe de ser castigo suficiente. Creo que muchos sienten envidia de que siguieras adelante e hicieras lo que a ellos les hubiera gustado hacer. Y sobreviviste, lo que muchos consideran un milagro, dada la reputación de la dama. Sin embargo, las mujeres pasan; lo que importa es el poder, el poder y la venganza.
Hice otra reverencia para no revelar la furia que aquellas superficiales palabras estaban despertando en mí. Arai continuó:
--Me gusta la osadía, Takeo. Admiro lo que hiciste por Shigeru. Mucho tiempo atrás le prometí que te apoyaría en caso de que él muriera; me indigna, como a ti, que sus tíos hayan quedado sin castigo. Hablé con los hermanos Miyoshi cuando los enviaste a mí. De hecho, Kahei está aquí, con mis hombres; luego podrás verle. El más joven sigue en Inuyama. Me contaron cómo burlaste al ejército principal de los Otori y también dijeron que son muchos los miembros del clan que están a tu favor. La batalla de Asagawa fue excelente. Nariaki llevaba tiempo incordiándome y me alegré de que acabaras con él. Pasamos por Maruyama y vimos el trabajo que hiciste allí; Kahei me contó cómo te enfrentaste a la Tribu. Aprendiste bien las lecciones de Shigeru. Se habría sentido orgulloso de ti.
--No merezco vuestros elogios -dije-. Me quitaré la vida si así lo deseáis. O bien me retiraré a un monasterio; a Terayama, por ejemplo.
--De ninguna manera -replicó él con sequedad-. Conozco tu reputación. Prefiero utilizarla para mi ventaja antes que encerrarte en un templo, donde atraerías a todos los descontentos de los Tres Países -tras una pausa, añadió, como de improviso-: Puedes quitarte la vida si lo deseas. Como guerrero, estás en tu derecho y no te lo impediré. Pero sin duda prefiero que luches conmigo.
--Señor Arai.
--Ahora me obedece la totalidad de los Tres Países, con la excepción de los Otori. Quiero acabar con ellos antes del invierno. Su ejército principal sigue apostado a las afueras de Yamagata. Creo que puedo derrotarlos, pero se batirían en retirada a Hagi y dicen que la ciudad no puede someterse con un asedio, sobre todo cuando comienzan las nieves.
Arai me miró fijamente, escrutándome la cara. Yo mantuve una expresión impasible, con la mirada perdida.
--Takeo, tengo que hacerte dos preguntas. ¿Cómo lograste identificar a la Tribu en Maruyama? La otra es: ¿Fue tu huida a la costa premeditada? Creíamos que te habíamos atrapado, pero te desplazaste demasiado deprisa para poder alcanzarte, como si lo hubieras planeado con antelación.
Levanté entonces la cabeza y sostuve su mirada por un instante.
--Acepto vuestra oferta de una alianza -dije-. Os serviré con lealtad. A cambio, asumo que me reconoceréis como el heredero legítimo del clan Otori y me apoyaréis en la reclamación de mi herencia, en Hagi.
Arai dio unas palmadas y, cuando un criado se presentó a la puerta, le ordenó que trajera vino. Yo no le dije a Arai que nunca renunciaría a Kaede y él, sin duda, no estaba siendo franco conmigo, pero bebimos ceremoniosamente para celebrar nuestra alianza. Hubiera preferido algo de comer, incluso un té. El vino cayó como fuego en mi estómago vacío.
--Ahora puedes contestar a mis preguntas -dijo Arai.
Le hablé de los informes sobre la Tribu recogidos por Shigeru y le expliqué que me habían sido entregados en Terayama.
--¿Dónde están ahora? ¿En Maruyama?
--No.
--¿Dónde entonces? ¿No vas a decírmelo?
--No se encuentran en mi posesión, pero sé dónde están. Y tengo en la cabeza casi toda la información.
--De manera que por eso has logrado tantos éxitos -dedujo Arai.
--La Tribu parece ansiosa por asesinarme -tercié yo-. No había muchos miembros de la organización en Maruyama, pero cada uno de ellos representaba una amenaza, por lo que me vi obligado a erradicarlos. Habría preferido utilizarlos a mi favor; sé lo que pueden hacer y lo útiles que pueden llegar a ser.
--¿Me enseñarás los documentos?
--Siempre que nos ayude a ambos a conseguir nuestros objetivos.
Arai permaneció sentado, meditando mis palabras.
--Me enfurecí por el papel que la Tribu jugó el año pasado -explicó-. Yo no sabía que eran tan poderosos. Te llevaron con ellos y se las arreglaron para mantenerte oculto mientras mis hombres rastreaban Yamagata en tu busca. De repente me di cuenta de que eran como la humedad que ataca el suelo de las casas o la carcoma que destroza los cimientos de un edificio gigantesco. También yo quería acabar con ellos, pero era más sensato controlarlos. Por cierto, eso me recuerda otro asunto que quiero comentar contigo. ¿Te acuerdas de Muto Shizuka?
--Claro que sí.
--Probablemente sabes que tuve dos hijos con ella.
Asentí con la cabeza. Conocía sus nombres, Zenko y Taku, y sus edades.
--¿Sabes dónde están? -preguntó Arai.
En su voz se apreciaba un curioso matiz, casi de súplica. Yo lo sabía, pero no pensaba decírselo.
--No exactamente -respondí-. Supongo que podría adivinar por dónde empezar a buscarlos.
--Mi hijo, el nacido en mi matrimonio, murió recientemente -dijo Arai de forma brusca.
--No lo sabía. Lo lamento mucho.
--Fue viruela, pobre criatura. La salud de su madre es delicada y la pérdida la ha afectado mucho.
--Mi más sinceras condolencias.
--He enviado mensajes a Shizuka diciendo que quiero a mis hijos conmigo. Los reconoceré y adoptaré oficialmente; pero no he recibido ninguna noticia de ella.
--Es vuestro derecho como padre -dije yo-, pero la Tribu reclama a los niños con mezcla de sangre que han heredado las dotes propias de la organización.
--¿Qué dotes son ésas? -preguntó Arai con curiosidad-. Sé que Shizuka era una espía magnífica y he oído muchos rumores sobre ti.
--No son nada excepcional -repliqué-. Se suele exagerar al hablar sobre ellas. Se trata más que nada de una cuestión de entrenamiento.
--No estoy seguro -dijo él sin quitarme los ojos de encima.
Resistí la tentación de encontrarme con su mirada. De repente caí en la cuenta de que el vino y la noticia del indulto de mi muerte me habían mareado. Permanecí inmóvil, sin pronunciar palabra, e hice un esfuerzo por recobrar el control.
--Bueno, hablaremos del asunto en otra ocasión. Mi segunda pregunta tiene que ver con tu apresurada retirada a la costa. En todo momento habíamos pensado que regresarías a Maruyama.
Le hablé de mi pacto con Terada, de mis planes para acceder a Hagi por barco y atacar el castillo desde el mar, mientras que enviaba a mi ejército como señuelo ante las fuerzas Otori y las mantenía luchando en tierra. De inmediato, Arai se interesó por el plan de ataque, como yo sabía que haría, y su entusiasmo por iniciar el ataque contra los Otori antes de que Hagi quedara aislada por el invierno aumentó en gran medida.
--¿Podrías conseguir que los Terada se aliaran conmigo? -preguntó Arai con ojos fieros e impacientes.
--Supongo que exigirán algo a cambio.
--Averigua de qué se trata. ¿Cuánto puedes tardar en alcanzarlos?
--Si no cambia el tiempo, puedo hacerles llegar un mensaje en menos de un día.
--Te estoy otorgando mucha confianza, Otori. No me defraudes.
Arai me habló con la arrogancia de un señor supremo, pero ambos sabíamos que en nuestra transacción yo ostentaba un poder considerable. Hice otra reverencia y, al incorporarme, le dije:
--¿Puedo haceros una pregunta?
--Desde luego.
--Si hubiera venido a veros en la primavera a pediros vuestra autorización para casarme con Shirakawa Kaede, ¿me la habríais concedido?
Arai sonrió y sus dientes se vieron muy blancos en contraste con la barba.
--El compromiso ya había sido acordado con el señor Fujiwara. A pesar de mi afecto por la señora Shirakawa y por ti, tu matrimonio era imposible. Yo no podía insultar aun hombre de la posición de Fujiwara, vinculado a tantas personas de importancia. Además -Arai se inclinó hacia delante y bajó la voz-, Fujiwara me contó un secreto sobre la muerte de Iida que muy pocos conocemos -se rió entre dientes otra vez-. La señora Shirakawa es una mujer demasiado peligrosa para permitirle vivir en libertad. Prefiero mantenerla recluida a cargo de alguien como Fujiwara. Muchos opinaron que había que darle muerte; se puede decir que la generosidad del noble le ha salvado la vida.
Yo no deseaba escuchar nada más acerca de Kaede; me enfurecía demasiado. Sabía que mi situación seguía siendo peligrosa y no debía permitir que mis emociones enturbiaran mi buen juicio. A pesar de la cordialidad de Arai y su oferta de sellar una alianza, no me fiaba del todo de sus intenciones. Tenía la impresión de que me había liberado demasiado a la ligera y de que tenía planes para mí que por el momento no quería desvelar.
Cuando nos pusimos de pie, dijo de un modo casual:
--Veo que llevas el sable de Shigeru. ¿Puedo verlo?
Saqué el sable del cinturón y se lo entregué. Arai lo recogió con deferencia y lo desenvainó. La luz se reflejó en la reluciente hoja de color azul grisáceo dejando al descubierto sus motivos ondulados.
--La Serpiente -dijo Arai-. El tacto es perfecto.
Entendí entonces que Arai ambicionaba a Jato. Me pregunté si tendría la obligación de ofrecérselo como regalo; en todo caso, no pensaba hacerlo.
--He hecho un juramento por el que me comprometo a conservar este sable hasta mi muerte y entregárselo a mi heredero -murmuré-. Es un tesoro del clan Otori...
--Sin duda -replicó Arai con frialdad, sin soltar la espada-. Hablando de herederos, te encontraré una novia más apropiada. La señora Shirakawa tiene dos hermanas. Estoy pensando en casar a la mayor con el sobrino de Akita, pero aún no he concertado nada con respecto a la pequeña. Es una muchacha preciosa, muy parecida a la señora Shirakawa.
--Gracias, pero no me es posible considerar la posibilidad de un matrimonio hasta que mi futuro sea menos incierto.
--No hay prisa, la niña sólo tiene diez años.
Arai realizó un par de movimientos con el sable y Jato entonó una melancólica melodía en el aire. Me hubiera gustado arrebatárselo y permitirle que cortara el cuello de Arai. No quería a la hermana de Kaede, la quería a ella misma. Sabía que Arai estaba divirtiéndose a mi costa, pero ignoraba sus intenciones.
Mientras él me observaba sonriente, pensé que sería muy fácil clavar mi mirada en la suya y, a medida que fuera perdiendo la conciencia, quitarle mi sable... Me haría invisible, burlaría a los guardias y escaparía a la campiña.
Y después, ¿qué? Volvería a ser un fugitivo y mis hombres, Makoto, los hermanos Miyoshi -también Hiroshi, probablemente- serían masacrados.
Estos pensamientos me iban asaltando la mente a medida que Arai alzaba a Jato por encima de mi cabeza. La belleza de la escena me impresionó. Vi a un hombre corpulento, su rostro ensimismado y carente de expresión; sus movimientos, ligeros. El sable que blandía cortaba el aire más deprisa de lo que el ojo lograba ver. Me encontraba, sin duda alguna, ante la presencia de un maestro cuya habilidad en el arte de la espada procedía de años de entrenamiento y disciplina. La admiración que sentí en aquel momento me llevó a otorgar mi confianza al hombre que tenía frente a mí. Decidí actuar como un auténtico guerrero; obedecería sus órdenes, cualesquiera que fuesen.
--Es un arma extraordinaria -dijo por fin al dar por acabada la demostración, pero no me devolvió a Jato. Arai respiraba con cierta dificultad y diminutas gotas de sudor le perlaban la frente-. Hay otro asunto que debemos tratar, Takeo.
Yo permanecí en silencio.
--Existen muchos rumores sobre ti. El más dañino, y también el más persistente, es que tienes alguna conexión con los Ocultos. Las circunstancias de la muerte de Shigeru y de la señora Maruyama no hicieron más que aumentar las especulaciones. Los Tohan siempre han afirmado que Shigeru se confesó creyente de la doctrina del Secreto, que nunca acataría la consigna de arremeter contra los Ocultos ni destruiría sus imágenes cuando Ilida se lo ordenase. Lamentablemente, ningún testigo fiable sobrevivió a la caída de Inuyama, por lo que nunca sabremos si era cierto o no.
--El señor Otori nunca me habló de ello -repliqué yo, diciendo la verdad.
El pulso se me había acelerado. Tuve la impresión de que iba a ser forzado a renegar públicamente de mis creencias de la niñez y la idea me horrorizaba. No podía imaginar la elección a la que me iba a enfrentar.
--La señora Maruyama tenía reputación de mostrarse comprensiva con los Ocultos. Se dice que muchos miembros de la secta encontraron refugio en su dominio. ¿Tienes alguna prueba al respecto?
--Me preocupaba más localizar a la Tribu -repliqué-. Los Ocultos siempre me han parecido inofensivos.
--¿Inofensivos? -explotó Arai con un grito de cólera-. Su doctrina es la más dañina y peligrosa de cuantas existen. Insulta a todos los dioses y amenaza el tejido mismo de nuestra sociedad. Afirma que las castas más ínfimas, los campesinos y los parias, son iguales a los nobles y guerreros. Se atreve a declarar que los grandes señores serán castigados tras su muerte al igual que los plebeyos y niega las enseñanzas y la existencia del Iluminado.
Arai me clavó las pupilas de sus ojos encolerizados; las venas del cuello parecían a punto de estallarle.
--No soy creyente -dije.
No mentía, pero sentí una punzada de añoranza por las creencias de mi niñez y un cierto remordimiento por mi ausencia de fe. Arai gruñó:
--Ven conmigo.
Salió a toda prisa de la sala y se plantó en la veranda. Sus guardias se pusieron en pie de un salto y uno de ellos le trajo las sandalias para que se las calzara. Seguí a Arai mientras recorría a toda prisa el perímetro del lago y dejaba a un lado las hileras de caballos. Shun me vio y me lanzó un relincho. Hiroshi se encontraba junto al caballo, sujetando un cubo. Al verme rodeado por guardias, palideció. Dejó caer el cubo y nos siguió. En ese momento noté un movimiento a mi izquierda. Escuché la voz de Makoto y, al girar la cabeza, le vi entrar a caballo a través de la cancela que conducía al recinto del templo. Mis hombres estaban reunidos en el exterior.
Un pesado silencio pareció desplomarse sobre el pueblo. Imaginé que todos, al ver a Arai caminando a grandes zancadas hacia la montaña y llevando a Jato en la mano, creerían que iba a ser ejecutado.
En la ladera de un monte había un grupo de prisioneros atados; formaban una mezcla de bandidos, espías, guerreros sin amo y pequeños delincuentes que, simplemente, habían tenido la mala suerte de ser atrapados. Casi todos estaban en cuclillas, en silencio, resignados a su suerte; algunos lloriqueaban aterrorizados; uno de ellos entonaba lamentos fúnebres.
Por debajo de sus gemidos escuché a Jo-An, que rezaba en voz baja.
Arai dio una orden y el paria fue traído a nuestra presencia. Bajé la mirada hasta él e intenté mantener una actitud distante. Me limitaría a hacer lo que el señor Arai ordenase.
Arai dijo:
--Te pediría que destrozaras públicamente las despreciables imágenes de los Ocultos, Otori, pero no disponemos de ninguna. Esta cosa, este paria, fue recogido anoche en la carretera, montado en el caballo de un guerrero. Algunos de mis hombres le conocían de Yamagata. Había sospechas de que tenía alguna relación contigo. Se creía que había muerto y ahora vuelve a aparecer, tras haber escapado ilegalmente de su lugar de residencia y, según hemos sabido, después de haberte acompañado en varias batallas. No oculta que es un creyente.
Arai bajó la vista hasta Jo-An con una expresión de disgusto en el rostro. Entonces, se volvió hacia mí y me alargó el sable.
--Demuéstrame cómo actúa Jato -dijo.
Yo no veía los ojos de Jo-An. Quería encontrarme con su mirada, pero él estaba atado con la cabeza hacia delante y le resultaba imposible moverla. Siguió susurrando plegarias que sólo yo lograba oír, las que los Ocultos elevan en el momento de la muerte. No había tiempo para otra cosa más que para agarrar el sable y blandirlo. Sabía que si dudaba por un instante nunca sería capaz de hacerlo y echaría a perder todo aquello por lo que había luchado.
Noté el peso familiar y reconfortante de Jato en mi mano, recé para que no me fallara y clavé los ojos en los huesos del cuello desnudo de Jo-An.
El corte de la hoja fue tan limpio y certero como de costumbre.
"Liberaste a mi hermano de su sufrimiento en Yamagata. Si llegara el momento, ¿harías lo mismo por mí?".
El momento había llegado, y actué según los deseos de Jo-An. Le libré de la angustia de la tortura y le ofrecí, como a Shigeru, una muerte rápida y honorable. Con todo, aún considero el hecho de haberle matado como una de las peores acciones de mi vida, y el recuerdo de aquello todavía me hace temblar.
En aquel momento no podía yo demostrar mis sentimientos. Cualquier señal de debilidad o arrepentimiento habría supuesto mi fin. La muerte de un paria tenía menos importancia que la de un perro. Aparté la vista de la cabeza cercenada y del torrente de sangre. Comprobé el filo de la hoja; estaba completamente limpio. Miré a Arai. Él mantuvo mi mirada por un momento, antes de que yo bajase los ojos.
--Muy bien -aprobó con satisfacción mientras paseaba la mirada por sus lacayos-. Sabía que no teníamos que preocuparnos por Otori -me dio una palmada en el hombro; había recuperado su buen humor-. Comeremos juntos y conversaremos sobre nuestros planes. Tus hombres pueden descansar aquí; me encargaré de que sean alimentados.
Yo había perdido por completo el sentido del tiempo. Debía de ser alrededor del mediodía. Mientras comíamos, la temperatura empezó a descender mientras un viento cortante llegaba desde el noroeste. El frío repentino provocó que Arai decidiera pasar a la acción. Resolvió partir con la primera luz del día siguiente, encontrarse con el resto de su ejército y marchar cuanto antes hacia Hagi. Yo llevaría a mis hombres de regreso a la costa con el fin de establecer contacto con Terada y realizar las disposiciones necesarias para el ataque por mar.
Concertamos que la batalla tendría lugar en la siguiente luna llena, la del décimo mes. Si para entonces yo no hubiera logrado realizar mi travesía por mar, Arai abandonaría la campaña para después consolidar el territorio que había conquistado hasta entonces y, más tarde, retirarse a Inuyama, donde yo me uniría a él. Ninguno de nosotros dio mucho crédito al segundo plan. Estábamos decididos a conseguir nuestro objetivo antes de la llegada del invierno.
Kahei fue llamado a mi presencia y nos saludamos con alegría, pues ambos habíamos temido no volver a vernos. Decidí que, ya que no podía llevar a todos mis hombres por mar, les permitiría descansar un día o dos antes de enviarlos hacia el este, al mando de Kahei. Recordé que éste me había hablado de su escasa experiencia en la navegación por el mar.
Una vez reunidos, Kahei y yo nos encargamos de organizar asuntos tales como el acuartelamiento y el alimento de las tropas en aquella comarca, cuya situación de por sí era lamentable. Noté algo en su mirada -tal vez lástima, o acaso compasión-, pero no quise hablarle de mis sentimientos, no deseaba compartirlos con nadie. Para cuando todo hubo estado dispuesto de la mejor manera posible y regresé al lago, ya era media tarde. Los restos mortales de Jo-An habían desaparecido. Tampoco estaban allí los demás prisioneros, ya ejecutados y enterrados con poca ceremonia. Me pregunté quién les habría dado entierro. Jo-An me había acompañado para enterrar a los muertos, pero ¿quién haría lo mismo por él?
Al pasar junto a las filas de caballos, decidí comprobar el estado de mis monturas. Allí estaban Sakai e Hiroshi dando de comer a los animales, satisfechos por poder disfrutar de un día más de descanso.
--Quizá debieras partir junto al señor Arai mañana -le dije a Sakai-. Ahora estamos en el mismo bando que Maruyama; puedes llevar a Hiroshi a casa.
--Perdonadme, señor Otori -replicó él-, pero preferiría quedarme a vuestro lado.
--Los caballos ya se han acostumbrado a nosotros -intervino Hiroshi, dando una palmada al cuello corto y musculoso de Shun mientras que el animal comía con deleite-. No me enviéis de vuelta, os lo ruego.
Yo me encontraba demasiado cansado para discutir; además, prefería mantener a mi caballo y al niño bajo el cuidado de mis hombres. Me despedí de ellos y me encaminé hacia el templo, pues sentía que tenía que meditar sobre la muerte de Jo-An y el papel que yo había jugado en ella.
Me enjuagué la boca y las manos en el aljibe, imploré ser purificado de la contaminación de la muerte y solicité la bendición de la diosa.
Me senté durante un rato mientras el sol se ocultaba tras los cedros y contemplé el asombroso tono azul del lago. Pequeños peces plateados nadaban en las zonas poco profundas y una garza llegó agitando sus grandes alas grises en busca de alimento. Permaneció en pie, paciente y silenciosa, con la cabeza ladeada y los ojos negros, inmóviles. Entonces, clavó el pico en el agua. El pececillo se retorció brevemente antes de desaparecer.
El humo de las hogueras se elevaba en el aire, mezclándose con la bruma que surgía de las aguas del lago. Las primeras estrellas aparecían en el firmamento, que recordaba a la seda color gris perla. No habría luna aquella noche. El viento tenía el sabor del invierno. El pueblo entonaba la melodía del atardecer, cuando los hombres eran alimentados por sus mujeres; el olor a comida llegó hasta mí.
No tenía apetito; de hecho, casi todo el día había sentido náuseas. Me había forzado a comer y beber con los hombres de Arai y sabía que pronto debería unirme a ellos de nuevo para seguir brindando por nuestra victoria compartida. Pero retrasaba el momento y seguía contemplando el lago a medida que iba perdiendo su color y se tornaba tan gris como el cielo.
La garza, más sabia que yo, alzó el vuelo con un batir de alas para emprender el regreso a casa.
A medida que caía la oscuridad, conseguí pensaren Jo-An sin sentirme culpable. Me preguntaba si su alma estaría con su dios, con el Secreto que todo lo ve y a todos nos juzga. Yo no creía en la existencia de una deidad semejante. Si existía en realidad, ¿por qué abandonaba a sus seguidores? ¿Por qué permitía que los Ocultos sufrieran semejante persecución? De ser cierta su existencia, seguro que para entonces yo ya estaba condenado.
"Tu vida ha quedado al descubierto y ya no te pertenece". Jo-An había creído en la profecía. "La paz sólo se alcanza con el derramamiento de sangre". A pesar de la doctrina de los Ocultos, que prohibía matar, Jo-An lo había sabido y lo había aceptado. Yo estaba más decidido que nunca a traer aquella paz, de tal manera que su sangre derramada por mi culpa no fuera desperdiciada.
Me dije que no era conveniente seguir allí sentado, sumido en mis pensamientos, y me disponía a levantarme cuando escuché la voz de Makoto en la distancia. Alguien respondió y entendí que se trataba de Shiro. En una de esas pasadas que juega la memoria, me había olvidado por completo de haberle visto con anterioridad. Mi encuentro con Arai y los acontecimientos posteriores habían arrojado una gruesa capa sobre mi retentiva. Ahora el recuerdo volvió a mí y pude reconocer su voz gritando mi nombre y el silencio que había caído sobre el pueblo cuando atravesé a caballo la calle principal.
Makoto me llamó:
--¡Takeo! Este hombre te buscaba. Quiere que vayas a su casa.
Shiro mostró una amplia sonrisa.
--Sólo hemos reparado la mitad del tejado, pero tenemos comida de sobra y leña para el fuego. Sería un honor.
Me sentí agradecido a Shiro y pensé que su espontaneidad y su sentido práctico de la vida eran justo lo que yo necesitaba.
Makoto me preguntó en voz baja:
--¿Te encuentras bien?
Yo me limité a asentir, pues de repente temí que la voz se me quebrara.
--Siento mucho la muerte de Jo-An -dijo Makoto.
Era la segunda vez que mencionaba el nombre del paria.
--No merecía morir-repliqué.
--Tal vez fue más de lo que merecía: una muerte rápida a tus manos. Podría haber sido mucho peor.
--No hablemos de ello, ya ha pasado.
Me volví hacia Shiro y le pregunté cuándo había abandonado Hagi.
--Hace más de un año -respondió-. La muerte del señor Shigeru fue un duro golpe para mí, y no deseaba servir a los Otori una vez que él y tú os habíais marchado. Éste es mi pueblo natal; fui a Hagi como aprendiz cuando tenía diez años, hace más de treinta.
--Me sorprende mucho que te dejaran marchar -comenté yo.
En efecto, los maestros carpinteros de la calidad de Shiro solían ser muy valorados y los clanes solían retenerlos celosamente.
--Les pagué -replicó Shiro entre risas-. El feudo no dispone de dinero; permiten a cualquiera marcharse siempre que les dé suficientes monedas a cambio.
--¿No tienen dinero? -pregunté sorprendido-. ¡Pero si el clan de los Otori era uno de los más ricos de los Tres Países! ¿Qué ha ocurrido?
--La guerra, la mala administración, la ambición... Los piratas tampoco han sido de gran ayuda y el comercio por mar se encuentra paralizado.
--La situación nos favorece -opinó Makoto-. ¿Pueden permitirse mantener un ejército?
--A duras penas -respondió Shiro-. Los hombres están bien equipados; casi todo el capital del feudo se ha invertido en corazas y armas. Pero siempre falta comida y los impuestos son altísimos. Entre la población reina el descontento. Si el señor Takeo regresa a Hagi, calculo que la mitad del ejército se unirá a él.
--¿Se sabe allí que tengo planes para regresar? -pregunté.
Me hubiera gustado estar al corriente de cuántos espías trabajaban para los Otori y de lo que la noticia de la nueva alianza tardaría en llegarles. Aunque yo ya no pudiera contratar a la Tribu, sin duda los Kikuta trabajarían para los señores de los Otori sin cobrarles nada.
--Todos confían en tu regreso -replicó Shiro-. Ya que el señor Arai no te quitó la vida, como todos pensábamos que haría...
--¡Yo también lo creía! -exclamó Makoto-. A mi llegada al pueblo pensé que era la última vez que te vería.
Shiro desvió la mirada hacia el tranquilo lago, ya totalmente gris bajo la mortecina luz.
--El agua se habría teñido de rojo -dijo con calma-. Había más de un arquero con su arma apuntando al señor Arai.
--No digas eso -le advertí-, ahora somos aliados.
Le he reconocido como mi señor.
--Tal vez -gruñó Shiro-, pero no fue Arai quien escaló los muros del castillo de Inuyama para vengar al señor Shigeru.
Shiro y su familia -su esposa, dos hijas y los maridos de éstas- nos acomodaron en la zona de la casa recién reparada. Cenamos juntos y después, con Makoto, me dirigí al templo a beber vino con Arai. El ambiente era animado, incluso bullicioso; mi nuevo aliado estaba convencido de que el último baluarte de oposición estaba a punto de caer.
¿Qué ocurriría después? Yo no quería pensar detenidamente acerca del futuro. Arai deseaba verme instalado en Hagi, donde yo llevaría a los Otori a una alianza con él y los tíos de Shigeru serían convenientemente castigados. Pero yo aún abrigaba la esperanza de recuperar a mi esposa y, si es que estaba destinado a gobernar de costa a costa, en algún momento tendría que enfrentarme con Arai en combate. Y, sin embargo, le había jurado mi fidelidad...
Bebí sin medida, agradecido por el consuelo que el vino me otorgaba y confiando en que me entumeciera los sentidos por un tiempo.
La noche fue corta. Antes de la madrugada, las primeras tropas de Arai empezaron a prepararse para el largo viaje. Para cuando llegó la hora del Dragón ya había partido todo el ejército, y el pueblo se sumió en el silencio hasta que el sonido de las reparaciones comenzó de nuevo. Sakai e Hiroshi habían pasado la noche sin separarse de los caballos. Por fortuna, puesto que Hiroshi, indignado, fue testigo de cómo dos guerreros por separado intentaron llevarse a Shun afirmando que les pertenecía. Al parecer, la reputación de mi cabalgadura había ido en ascenso, al igual que la mía.
Pasé el día elaborando planes. Escogí a los hombres que sabían nadar y a quienes tenían conocimientos sobre el mar y la navegación, entre ellos mis guerreros procedentes del clan Otori y algunos hombres de la zona que se habían unido a nosotros tras nuestra llegada a la costa. Revisamos las corazas y las armas y equipamos a los marineros lo mejor que nos fue posible. Envié a los lanceros al bosque a cortar palos y lanzas para los hombres que marcharían con Kahei. A los soldados que quedaron inactivos se les ordenó ayudar con las reparaciones de los destrozos producidos por la tormenta y salvar lo que se pudiera de la cosecha. Makoto partió en dirección a la costa para encontrarse con Ryoma y transmitir a los Terada los detalles de nuestra campaña. La marcha de Arai por tierra duraría el doble de tiempo que nuestra travesía por mar, por lo que disponíamos de varios días para prepararnos a conciencia.
Para mi alivio, la población de Shuho disponía de almacenes ocultos que habían pasado inadvertidos a los hambrientos hombres de Arai, y los lugareños mostraron su deseo de compartir los alimentos con nosotros. Me impresionaba cuántos sacrificios se hacían por mi causa, lo mucho que se ponía en juego en aquel asalto desesperado. ¿Qué ocurriría el invierno siguiente? ¿Condenarían estas luchas por el poder a miles de personas a la muerte por inanición?
No tenía alientos para pensar en ello. Había tomado una decisión y tenía que seguir adelante con ella.
Aquella noche me reuní con Shiro y sus yernos y estuvimos conversando sobre sus labores de construcción. No sólo habían trabajado en la casa del señor Shigeru, sino que también habían construido la mayor parte de las casas de Hagi y habían realizado todos las tareas de carpintería en el castillo de la ciudad. Me mostraron planos del interior de la fortaleza, lo que me sirvió para completar la información que me faltaba del día en el que fui adoptado y entré a formar parte del clan Otori. Además, me hablaron sobre los suelos secretos, las puertas ocultas y los compartimentos escondidos que habían instalado por orden de Masahiro.
--Recuerda a una casa de la Tribu -comenté.
Los carpinteros se cruzaron miradas sagaces.
--Bueno, quizá ciertas personas tuvieron algo que ver con el diseño -dijo Shiro mientras servía otra ronda de vino.
Cuando me eché a dormir, medité sobre los Kikuta y la conexión de la Tribu con los señores de los Otori. Tal vez en aquel momento me esperasen en Hagi, conscientes de que no tenían que perseguirme más, que yo iría hasta ellos. No habían pasado muchas semanas desde el último intento de acabar con mi vida, en aquella zona, y no dormí profundamente; a menudo me incorporaba para escuchar los sonidos de la noche de otoño y del pueblo adormecido. Estaba solo en una pequeña alcoba situada al fondo de la casa; Shiro y su familia se encontraban en el cuarto adyacente. Mis guardias estaban apostados fuera, en la veranda, y había perros en todas las casas de la calle. Parecía imposible que nadie lograse acercarse hasta mí. Sin embargo, alrededor de la hora más oscura de la noche me desperté de mi inquieto amodorramiento y escuché que alguien respiraba en la habitación.
No tenía duda de que se trataba de un miembro de la Tribu, pues quienquiera que fuese respiraba de la forma lenta y casi imperceptible en la que yo había sido entrenado. Pero había algo diferente en aquel aliento: era ligero y no parecía el de un hombre. La oscuridad era total, no se veía nada; pero me hice invisible al instante, ya que cabía la posibilidad de que el intruso tuviera más habilidad que yo para ver sin luz. Me alejé del colchón en silencio y me agaché en un rincón de la habitación.
Por los minúsculos sonidos y un ligero cambio en el aire, supe que mi enemigo se aproximaba al lecho. Me pareció apreciar su olor, pero no era el de un hombre. ¿Es que los Kikuta habían enviado a una mujer, tal vez a un niño, en mi contra? Por un instante, sentí repugnancia por tener que matar a un crío; entonces, localicé el lugar donde se encontraría su nariz y me acerqué en esa dirección.
Le puse las manos alrededor de la garganta, hasta encontrar el pulso. Podría haber apretado y matado a mi asaltante de inmediato, pero en cuanto agarré el cuello me di cuenta de que era el de un niño. Solté la presión un poco; el chico había tensado los músculos al máximo para provocar en mí la ilusión de que era más fornido de lo que realmente era. Al notar que yo relajaba la sujeción, tragó saliva y dijo rápidamente:
--Señor Takeo, los Muto quieren una tregua.
Le agarré por los hombros. Entonces le hice abrir las manos y le arrebaté un cuchillo, así como un garrote que llevaba entre las ropas. Acto seguido le tapé la nariz para que tuviera que abrir la boca y le metí los dedos dentro en busca de agujas o de veneno. Tuve que hacer todo esto en la oscuridad y él se sometió sin ofrecer resistencia. Después llamé a Shiro para que trajera una lámpara de la cocina.
Cuando Shiro vio al intruso estuvo a punto de dejar caer la lámpara al suelo.
--¿Cómo ha conseguido entrar? ¡Es imposible!
Quiso dar un azote al niño, pero yo no se lo permití. Di la vuelta a las manos del muchacho y vi la característica línea que cruzaba las palmas. Le propiné una bofetada.
--¿Qué mentiras me cuentas sobre los Muto, si eres un Kikuta?
--Soy el hijo de Muto Shizuka -dijo con calma-. Mi madre y el maestro Muto han venido a ofrecerte una tregua.
--¿Y por qué estás aquí? ¡No acostumbro a negociar con mocosos como tú!
--Quería ver si podía -replicó él, vacilando un poco por primera vez.
--¿Acaso tu madre no sabe que estás aquí? ¡He estado a punto de matarte! ¿Qué habría sido entonces de la tregua? -volví a abofetearle, esta vez con menos fuerza-. ¡Eres un estúpido! -caí yo en la cuenta de que hablaba como Kenji-. ¿Eres Zenko o Taku?
--Taku -susurró.
"El más pequeño", pensé.
--¿Dónde está Shizuka ahora?
--No lejos de aquí. ¿Quieres que te lleve?
--Quizá a una hora decente.
--Debo regresar-dijo Taku, nervioso-. Se va a enfadar mucho cuando vea que me he ido.
--Te lo mereces. ¿Acaso no se te ocurrió cuando te marchaste?
--A veces se me olvida pensar -dijo él con tristeza-. Cuando quiero hacer algo, lo hago y ya está.
Reprimí las ganas de echarme a reír.
--Voy a atarte hasta que sea de día. Entonces iremos a ver a tu madre.
Le pedí a Shiro que trajese cuerda y amarré al niño, al tiempo que daba instrucciones a uno de los avergonzados guardias para que no le quitase los ojos de encima. Taku pareció resignado a quedarse prisionero; demasiado resignado, quizá. Pensé que él estaba seguro de poder escapar y yo quería dormir un rato. Le pedí que me mirara. Me obedeció con cierta desgana y casi inmediatamente puso los ojos en blanco y cerró los párpados. Cualesquiera que fueran sus dotes extraordinarias -y yo no dudaba que eran muchas-, no podía resistirse al sueño de los Kikuta.
"Eso es algo que puedo enseñarle", pensé casi sin darme cuenta, instantes antes de quedarme yo también dormido.
Cuando me desperté, Taku seguía durmiendo. Le observé la cara durante un buen rato. No veía parecido conmigo ni con los Kikuta; me recordaba sobre todo a su madre, pero también tenía una ligera similitud con el padre. Si el hijo de Arai había caído en mis manos..., si los Muto realmente querían hacer una tregua conmigo... No fue hasta que una sensación de alivio empezó a caer sobre mí que caí en la cuenta de lo que me había asustado hasta ese momento un encuentro con Kenji, mi antiguo preceptor, y el resultado de tal encuentro.
Taku continuó durmiendo, mas no me preocupé. Sabía que su madre vendría a buscarlo antes o después. Tomé un desayuno ligero con Shiro y después me senté en la veranda con los planos del castillo de Hagi, memorizándolos mientras esperaba a Shizuka.
Aunque estaba atento a su aparición, la joven casi había llegado a la casa antes de que la reconociera. Me había visto, pero si no la hubiera llamado habría pasado de largo.
--¡Eh, tú!
No quise mencionar su nombre. Shizuka se paró y habló sin girarse:
--¿Yo, señor?
--Ven dentro de la casa para encontrar lo que estás buscando.
Ella se acercó a la vivienda, se descalzó las sandalias en la veranda y me hizo una profunda reverencia. Sin decir palabra, entré en la casa. Shizuka me siguió.
--¡Ha pasado mucho tiempo, Shizuka!
--Primo mío, más vale que no le hayas hecho daño.
--Estuve a punto de matarle. Deberías cuidarle mejor.
Nos miramos con cólera el uno al otro.
--Supongo que debería registrarte en busca de armas -dije.
Me sentía feliz de volver a verla y tuve la tentación de abrazarla, pero no quería que me clavara un cuchillo en las costillas.
--No he venido a hacerte daño, Takeo. Estoy aquí con Kenji. Quiere hacer las paces contigo. Ha convencido a la familia Muto; seguirán los Kuroda y los demás, probablemente, también. Trajimos a Taku con nosotros como muestra de buena voluntad. No sabía que iba a escaparse solo.
--La Tribu nunca me ha dado motivos para otorgarle mi confianza -dije yo-. ¿Por qué habría de fiarme de ti?
--Si mi tío viene a verte, ¿hablarás con él?
--Desde luego. Trae también a tu hijo mayor. Mis hombres cuidarán de los niños mientras hablamos.
--He oído decir que te has vuelto despiadado, Takeo -terció Shizuka.
--Tus parientes de Yamagata y Matsue me enseñaron a serlo. Kenji decía siempre que era lo único que me faltaba -llamé a la hija de Shiro y le pedí que trajera té-. Siéntate -le indiqué a Shizuka-. Tu hijo está dormido. Toma un poco de té y luego trae a Kenji y a Zenko ante mi presencia.
Nos sirvieron el té y Shizuka lo bebió a pequeños sorbos.
--Supongo que te has enterado de la muerte de Yuki -dijo Shizuka.
--Sí, la noticia me ha entristecido muchísimo. Me indigna que la hayan utilizado de esa forma. ¿Sabes lo del niño?
Shizuka asintió con un gesto.
--Mi tío no perdona a los Kikuta. Por eso está dispuesto a desafiar la sentencia de Kotaro contra ti y ha decidido apoyar tu causa.
--¿No me culpa de su muerte?
--No, los culpa a ellos por su rudeza e inflexibilidad. También se culpa él mismo por la muerte de Shigeru, por alentaros a Kaede y a ti para que os enamoraseis y quizá también por la muerte de su hija.
--Todos nos sentimos culpables, pero el destino nos utiliza a su antojo -dije en voz baja.
--Es verdad -convino Shizuka-. No tenemos más remedio que vivir en el mundo tal y como es.
--¿Tienes noticias de Kaede?
No deseaba hablar de ella; no quería dejar al descubierto mi debilidad ni mi humillación, pero incluso así no pude resistirme.
--Está casada. Vive recluida, pero vive.
--¿Te sería posible ponerte en contacto con ella?
El rostro de Shizuka se suavizó ligeramente.
--Soy amiga del médico del señor Fujiwara y entre las criadas de la casa hay una muchacha de la familia Muto. De vez en cuando nos hace llegar mensajes, pero no podemos hacer casi nada. No me atrevo a establecer un contacto directo. Creo que ni siquiera Kaede llega a darse cuenta del peligro en el que se encuentra. Fujiwara ha dado muerte a criados suyos, incluso a acompañantes, por dejar caer una bandeja, romper una planta o algún otro asunto insignificante.
--Makoto dice que Fujiwara no duerme con ella...
--Creo que no -replicó Shizuka-. En términos generales, no le gustan las mujeres; pero siente una atracción especial por Kaede. Es uno de sus tesoros.
La rabia me carcomía las entrañas. Me imaginé entrando de noche en la residencia para encontrar a aquel hombre. Le descuartizaría, lentamente...
--Fujiwara está protegido por su relación con el emperador -prosiguió Shizuka, como si me pudiera leer el pensamiento.
--¡El emperador! ¿Qué hace el emperador por nosotros, tan lejos, en la capital? Puede que ni siquiera exista un emperador. ¡Es como una historia de fantasmas, inventada para asustar a los niños!
--Hablando de culpa -intervino Shizuka, haciendo caso omiso de mi arranque de cólera-, yo también soy culpable. Persuadí a Kaede para que provocara la atención de Fujiwara. Por otra parte, sin la ayuda del noble todos habríamos muerto de hambre aquel invierno.
Shizuka terminó el té y me hizo una reverencia.
--Si el señor Otori lo desea, iré a buscar a mi tío.
--Me encontraré aquí con él dentro de un par de horas. Primero tengo unos asuntos que tratar.
--Señor Otori.
El hecho de que Shizuka me otorgara tal tratamiento me resultaba extraño, pues hasta entonces sólo le había oído utilizarlo para dirigirse a Shigeru. Me di cuenta de que durante nuestra conversación yo había pasado de "primo" a "Takeo" y, finalmente, a "señor Otori". No sé por qué, pero me agradaba. Tuve la impresión de que, si Shizuka reconocía mi autoridad, es que ésta era real.
Les pedí a los guardias que vigilaran a Taku y me fui a revisar las tropas que permanecían en el pueblo. Los dos días de descanso y la comida en abundancia habían tenido un efecto excelente en los hombres y los caballos. Me sentía ansioso por regresar a la costa, por tener noticias de Fumio, y decidí que viajaría con un destacamento reducido; pero no sabía qué hacer con el resto de los hombres. Como de costumbre, la comida suponía un problema. Los habitantes de Shuho habían sido generosos con nosotros, pero no podíamos seguir aprovechándonos de su buena voluntad o les dejaríamos sin recursos. Aunque me decidiera por enviar casi todo mi ejército por tierra, a seguir a Arai, necesitaría provisiones.
Era casi el mediodía y regresé a casa de Shiro mientras meditaba sobre estos problemas. Recordé entonces al pescador de la playa y a los bandidos que tanto le asustaban. Una incursión contra aquellos forajidos podría ser beneficiosa para matar el tiempo, para apartar a mis hombres de la ociosidad y restaurar su espíritu de lucha después de habernos batido en retirada. El ataque también agradaría a los lugareños y, posiblemente, conseguiríamos alimentos y equipamiento. La idea me pareció estupenda.
A la sombra de la techumbre de tejas, una figura permanecía en cuclillas. Se trataba de un hombre de aspecto corriente, vestido con ropas de un azul grisáceo y que no llevaba armas visibles. Junto a él se encontraba un muchacho de unos doce años. Ambos se pusieron en pie con lentitud cuando me vieron.
Hice un movimiento con la cabeza.
--Vamos.
Kenji se descalzó las sandalias en la veranda.
--Espera aquí -le dije-. Que venga conmigo el chico.
Entré en la casa con Zenko y le llevé hasta la estancia donde su hermano menor seguía durmiendo. Tomé en la mano el garrote de Taku y les dije a los guardias que estrangularan a los niños si se producía cualquier tipo de ataque contra mí. Zenko permaneció en silencio y no dio señal alguna de temor. Me percaté de lo mucho que se parecía a Arai. Entonces, regresé junto a mi antiguo preceptor.
Ya en el interior de la vivienda, nos sentamos y nos observamos mutuamente durante un buen rato. Entonces Kenji hizo una reverencia con su ironía característica y dijo:
--Señor Otori.
--Muto -repliqué yo-. Taku también está en la habitación contigua. Él y su hermano morirán al instante si hay algún intento de matarme.
Kenji parecía más viejo y en su rostro percibí marcas de cansancio hasta entonces inexistentes. En las sienes se apreciaban las primeras canas.
--No tengo la menor intención de hacerte daño, Takeo -Kenji vio cómo yo fruncía el ceño y corrigió sus palabras con impaciencia-. Señor Otori. Es probable que no me creas, pero nunca quise herirte en modo alguno. Cuando aquella noche en casa de Shigeru juré protegerte mientras viviera, fui totalmente sincero.
--Tienes una extraña manera de mantener tus promesas -le dije.
--Ambos sabemos lo que significa estar dividido por lealtades contradictorias -repuso-. ¿Te importa que dejemos ese asunto a un lado, por el momento?
--Me agradaría que hiciéramos las paces.
Yo actuaba con mayor frialdad de la que sentía, a causa de todo lo que había sucedido entre nosotros. Durante mucho tiempo le había considerado en parte culpable de la muerte de Shigeru; pero en ese momento mi resentimiento hacia él remitía por la pena de la muerte de Yuki, por el sufrimiento del propio Kenji. Por otra parte, yo tenía remordimientos con respecto a Yuki; además, estaba la cuestión del niño: mi hijo era el nieto del que fuera mi preceptor.
Él exhaló un suspiro.
--La situación ha llegado a ser intolerable. ¿Qué sentido tiene que intentemos liquidarnos el uno al otro? La razón por la que los Kikuta te reclamaron en primer lugar fue para intentar conservar tus dotes extraordinarias. ¡No podía haberles ido peor! Sé que conservas los informes recogidos por Shigeru y no me cabe duda de que podrías asestar a la Tribu un golpe fatal.
--Preferiría trabajar con la Tribu que destruirla -le expliqué-. Pero antes debe demostrarme su fidelidad absoluta. ¿Estás en condiciones de garantizarla?
--Puedo hacerlo en nombre de todas las familias, excepto los Kikuta. Nunca se reconciliarán contigo -Kenji hizo una pausa y después prosiguió en voz baja-: Ni yo con ellos.
--Lamento muchísimo la muerte de tu hija -me apresuré a decir-. Me siento culpable de lo que le ha ocurrido. No tengo excusa. Te aseguro que si volviera a vivir actuaría de otra manera.
--No te culpo -replicó Kenji-. Yuki te eligió. Más bien me culpo a mí mismo por haberla criado en la creencia de que contaba con más libertad de la que, como mujer, tenía en realidad. Desde que Yuki te llevó a Jato, los Kikuta desconfiaron de ella. Temían que influyera en el niño. Tengo entendido que van a educarlo para que te odie, y los Kikuta tienen mucha paciencia. Yuki no te odiaba, nunca lo habría hecho. Siempre estaba de tu parte -Kenji sonrió con tristeza-. Se puso furiosa cuando te apresamos en Inuyama. Dijo que nunca lograríamos retenerte en contra de tu voluntad.
Noté que los ojos me ardían.
--Te amaba -dijo Kenji-. Quizá tu también la hubieras amado si en aquel entonces no hubieras conocido a la señora Shirakawa. También me culpo por eso. Fui yo quien planeó vuestro encuentro; observé cómo os enamorasteis en aquella sesión de entrenamiento. No sé, a veces pienso que en ese viaje todos estábamos bajo los efectos de un encantamiento.
Yo también lo pensaba. Reflexioné sobre la torrencial lluvia, la intensidad de mi pasión por Kaede, la locura de mi incursión al castillo de Yamagata, el viaje de Shigeru hacia la muerte.
--Ojalá las cosas hubieran sido diferentes, Takeo; pero no te guardo rencor.
Esta vez, no le reproché su familiaridad para conmigo. Kenji continuó, y ahora su forma de hablar recordaba a la de mi antiguo maestro:
--Sueles actuar como un necio, pero da la impresión de que el destino te utiliza para algún propósito, y nuestras vidas permanecen unidas. Estoy dispuesto a encomendarte a Zenko y a Taku como señal de buena voluntad.
--Bebamos para celebrarlo -propuse.
Llamé a la hija de Shiro para que trajera vino y, una vez que la joven se hubo retirado a la cocina, dije:
--¿Sabes dónde está mi hijo?
Me costaba imaginar a aquel niño recién nacido, huérfano de madre.
--Me ha sido imposible tener noticias de él, pero sospecho que Akio le ha llevado al norte, más allá de los Tres Países. Imaginó que quieres buscarle.
--Lo haré cuando todo esto termine.
Estuve tentado de hablar a Kenji de la profecía, de explicarle que mi propio hijo me daría muerte; pero al final decidí mantener el secreto.
--Dicen que Kotaro, el maestro Kikuta, está en Hagi -comentó Kenji mientras bebíamos.
--Entonces, allí nos encontraremos. Confío en que me acompañes.
Él prometió que lo haría y nos dimos un abrazo.
--¿Qué quieres hacer con los chicos? -preguntó Kenji-. ¿Se quedarán aquí, contigo?
--Sí. Parece que Taku tiene grandes dotes. ¿Le enviarías en una misión como espía? Tengo un trabajo para él.
--¿Piensas enviarle a Hagi? Quizá sea una responsabilidad excesiva.
--No, es por aquí, por esta zona. Quiero dar caza a unos bandoleros.
--Taku desconoce este territorio. Lo más probable es que se perdiera. ¿Qué quieres averiguar?
--Cuántos son, cómo es su refugio, cosas así. Tiene el don de la invisibilidad, ¿no es cierto? De otra forma, no podría haber burlado a mis guardias.
Kenji asintió.
--Tal vez Shizuka pueda ir con él. ¿Hay alguien de los alrededores que pueda acompañarlos, al menos parte del camino? Se ahorraría mucho tiempo.
Hablamos con las hijas de Shiro y la menor accedió a acompañarlos. La joven solía ir a recoger setas y plantas silvestres para cocinar y elaborar medicinas y, aunque se mantenía alejada de la zona de los bandidos, conocía bien el terreno hasta la costa.
Mientras hablábamos, Taku se despertó. Los guardias me llamaron, y Kenji y yo fuimos a verle. Zenko seguía sentado donde yo le había dejado, sin moverse.
Taku nos dedicó una amplia sonrisa y exclamó:
--¡Vi a Hachiman en el sueño!
--Eso está muy bien -repliqué-, porque vas a ir a la guerra.
Taku y Shizuka partieron aquella noche y regresaron con la información que necesitaba. Makoto volvió de la costa justo a tiempo para acompañarme. Llevamos con nosotros doscientos hombres y asaltamos la guarida de los bandidos, escondida entre las rocas. Sufrimos tan pocas pérdidas en el enfrentamiento que apenas podía describirse como una auténtica batalla. Los resultados fueron excelentes: todos los bandoleros murieron, salvo dos que capturamos vivos, y nos incautamos de las provisiones que habían acumulado para el invierno. También liberamos a varias mujeres que habían sido tomadas por la fuerza, entre ellas la madre y las hermanas del niño al que yo había alimentado en la playa. Zenko nos acompañó y combatió como un hombre. En cuanto a Taku, demostró ser de incalculable valor: hasta su exigente madre elogió la actuación del niño. A las aldeas del litoral llegó rápidamente la noticia de que yo había regresado para cumplir la promesa que le había hecho al pescador. Todos vinieron a ofrecerme sus barcas para ayudar a transportar a mis soldados.
Me dije que toda aquella actividad tenía como fin mantener a mis hombres ocupados, pero en realidad también lo hacía por mí mismo. Después de haber hablado con Shizuka sobre Kaede y de enterarme de su terrible suplicio, mi deseo de encontrarme con ella llegaba a resultarme insoportable. Durante el día estaba lo suficientemente atareado como para dejar mis pensamientos a un lado, pero por la noche regresaban para atormentarme con intensidad. Durante toda la semana se produjeron pequeños temblores de tierra. No me quitaba de la cabeza la visión de Kaede atrapada en un edificio sacudido por el terremoto, derruido y envuelto en llamas. La ansiedad me atenazaba ante la idea de que muriera, de que pudiera pensar que yo la había abandonado, de que se marchara de este mundo sin que yo tuviera la oportunidad de decirle cuánto la amaba y que nunca querría a nadie más que a ella. El pensamiento de que Shizuka tal vez podría hacerle llegar un mensaje regresaba a mi mente una y otra vez.
Taku e Hiroshi establecieron entre ellos una relación un tanto tormentosa, porque tenían una edad parecida pero eran totalmente opuestos en cuanto a formación y manera de ser. Hiroshi demostraba su desaprobación hacia Taku y sentía celos de él. Taku le hacía trucos aprovechando sus poderes de la Tribu e Hiroshi se enfurecía. Yo me encontraba demasiado ocupado como para mediar entre ellos, pero ambos me seguían adondequiera que iba, enzarzados en disputas permanentes. Zenko, más mayor que ellos, se mantenía al margen. Yo sabía que sus dotes de la Tribu no eran excepcionales, pero era un hábil jinete y experto en el arte de la espada. También parecía haber sido entrenado con éxito en el sumo deber de la obediencia. No sabía a ciencia cierta qué haría con él en el futuro, pero no olvidaba que era el heredero de Arai y tenía la certeza de que tendría que tomar una decisión al respecto antes o después.
Celebramos una gran fiesta para despedirnos de los habitantes de Shuho y después, con la comida requisada a los bandidos, Kahei, Makoto y el cuerpo principal de mi ejército emprendieron la marcha hacia Hagi. Envié con ellos a Hiroshi, silenciando sus protestas diciéndole que podía montar a Shun, pues abrigaba la esperanza de que el caballo protegiese al niño, tal y como había hecho conmigo mismo.
Me resultó difícil despedirme de ellos, especialmente de Makoto. Mi mejor amigo y yo nos dimos un largo abrazo. Deseé que pudiéramos tomar parte juntos en la batalla, pero él no tenía experiencia en navegación y yo le necesitaba para que liderase mis tropas de tierra junto con Kahei.
--Nos encontraremos en Hagi -nos prometimos el uno al otro.
Una vez que se hubieron marchado, sentí la necesidad de estar informado sobre sus movimientos, sobre el avance de Arai, sobre la situación en Maruyama y en la residencia del señor Fujiwara. Quería saber la reacción del aristócrata ante mi nueva alianza con Arai. Ahora podía empezar a utilizar las redes de la Tribu a través de los Muto.
Kondo Kiichi había acompañado a Shizuka y a Kenji hasta Shuho, y me percaté de que también me podía ser útil, pues en ese momento estaba al servicio de Arai. A fin de cuentas, éste y Fujiwara eran aliados, lo que daba a Kiichi la excusa para acercarse directamente al aristócrata. Shizuka me explicó que Kondo era en esencia un hombre pragmático y obediente, que serviría a quienquiera que Kenji le indicase. Pareció no tener problemas a la hora de jurarme su fidelidad. Con la aprobación de Kenji, Kondo y Shizuka partieron hacia el suroeste para establecer contacto con los espías de la Tribu allí apostados. Antes de que emprendieran camino, llevé a la joven a un aparte y le di un mensaje para que le comunicara a Kaede: que la amaba, que pronto iría a buscarla, que tuviera paciencia, que no debía morir antes de que yo la volviera a ver.
--Es peligroso, no creo que pueda llegar hasta la propia Kaede -dijo Shizuka-. Haré lo que esté en mi mano, pero no puedo prometer nada. En todo caso, te haré llegar un mensaje antes de la luna llena.
Regresé al templo abandonado de la costa y establecí allí el campamento. Pasó una semana; la luna entró en el primer cuarto. Nos llegó el primer mensaje de Kondo: Arai se había enfrentado al ejército de los Otori cerca de Yamagata y éste se estaba batiendo en retirada hacia Hagi. Ryoma regreso de Oshima y nos hizo saber que los Torada estaban preparados. El estado del tiempo era bueno y el mar estaba en calma, con excepción de la marejada que los temblores de tierra provocaban. Mi impaciencia por emprender la travesía iba en aumento.
Dos días antes de la luna llena, al mediodía, divisamos en la distancia oscuras siluetas que procedían de Oshima: era la flota de barcos piratas. Había doce naves, suficientes -junto con las barcas de pesca- para transportar a todos los hombres que llevaba conmigo. Alineé a mis guerreros en la playa, preparados para embarcar.
Fumio bajó de la primera barca de un salto y avanzó por el agua a mi encuentro. Uno de sus hombres le seguía cargando con un bulto de gran tamaño y dos cestas más pequeñas. Después de abrazarnos, me dijo:
--He traído una cosa que quiero enseñarte. Llévame dentro; nadie más debe verla.
Nos dirigimos al interior del templo mientras que sus marineros empezaron a dar instrucciones para el embarco. El hombre colocó los bultos en el suelo y luego fue a sentarse al borde de la veranda. Por el olor, pude imaginar el contenido de una de las cestas y me extrañó mucho que Fumio se hubiera tomado la molestia de traerme una cabeza decapitada. ¿De quién sería? Primero, la desenvolvió.
--Mírala, después la enterraremos. Hace un par de semanas nos apropiamos de un barco y allí estaba este hombre, con varios más.
Miré la cabeza con disgusto. La piel se veía blanca como el nácar, y el cabello, amarillo como la yema de un huevo de pájaro. Los rasgos eran grandes; la nariz, aguileña.
--¿Es realmente un hombre o un demonio?
--Es uno de los bárbaros que fabricaron el tubo para ver de cerca.
--¿Es eso lo que llevas ahí? -indiqué el bulto grande con un gesto.
--¡No! Es algo mucho más interesante.
Fumio desenvolvió el objeto y me lo mostró. Lo agarré con cautela.
--¿Un arma?
No estaba seguro de cómo esgrimirla, pero tenía el aspecto inconfundible de un artefacto diseñado para matar.
--Sí, es un arma y estoy convencido de que podemos reproducirla. Ya han fabricado otra por encargo mío. No salió muy bien, la verdad: mató al hombre que la probaba. Pero creo que sé dónde estaba el error.
En ese momento, los ojos de Fumio brillaban y el rostro le resplandecía.
--¿Cómo funciona?
--Ahora verás... ¿Tienes a alguien de quien puedas librarte?
Pensé en los dos bandidos que habíamos capturado. Estaban amarrados en la playa, como ejemplo para quienes intentaran seguir sus pasos; les dábamos la cantidad justa de agua para que sobrevivieran. Yo había escuchado sus gemidos mientras esperábamos a Fumio y pensé que tendría que hacer algo con ellos antes de que partiéramos.
Fumio llamó al hombre que le había acompañado, quien trajo una marmita llena de carbón ardiendo. Atamos a los bandidos, que no cesaban de suplicar y maldecir, a los troncos de unos árboles. Fumio se separó de ellos unos veinte pasos y me hizo una señal para que le siguiera. Encendió una mecha en el carbón ardiendo y la aplicó a un extremo del tubo del arma. Ésta tenía una especie de gancho, como un resorte. Fumio elevó el tubo en el aire y, mirando a través de él, apuntó a los prisioneros. De repente sonó un estallido que me hizo dar un respingo, seguido por una nube de humo. El bandolero emitió un grito espantoso. La sangre manaba abundantemente de una herida en su garganta. Murió en cuestión de segundos.
--¡Ah! -exclamó Fumio con satisfacción-. Ya voy perfeccionando la técnica.
--¿Cuánto tiempo tiene que pasar antes de disparar otra vez? -pregunté.
El aspecto del arma era tosco y feo. Carecía de la belleza de un sable, de la majestuosidad de un arco; pero en tendí que sería mucho más eficaz que cualquiera de los dos.
Fumio repitió el proceso mientras yo contaba mis respiraciones: más de cien, demasiado tiempo en pleno fragor de una batalla. El segundo tiro alcanzó al otro bandido en el pecho y le produjo un agujero descomunal. Imaginé que la bala podría atravesar casi todas las corazas. Las posibilidades de aquel arma me intrigaban y desagradaban a mismo tiempo.
--Los guerreros dirán que es un arma para cobarde. -le dije a Fumio.
Él soltó una carcajada.
--No me importa luchar como un cobarde si de ese forma consigo sobrevivir.
--¿La llevarás contigo?
--Siempre que me prometas destruirla en caso de que perdamos -Fumio sonrió abiertamente-. Nadie más debe aprender a fabricarla.
--No vamos a perder. ¿Qué nombre tiene?
--Arma de fuego -respondió Fumio.
Regresamos al interior del templo y Fumio envolvió otra vez el artefacto. La horrible cabeza nos miraba con ojos ciegos. Las moscas empezaban a posarse sobre ella y el olor parecía penetrar en todos los rincones de la estancia, lo que me producía náuseas.
--Llévatela -le ordené al pirata.
Éste miró a su amo.
--Antes, te enseñaré otra cosa -Fumio agarró el tercer bulto y lo desenvolvió-. Llevaba esto alrededor del cuello.
--¿Cuentas para la oración? -dije yo, tomando la hilera de abalorios en mis manos.
Parecían de marfil. Al desenroscarse, ante mis ojos apareció una cruz, el símbolo de los Ocultos. Me conmocionó ver tan abiertamente algo que para mí siempre había sido secreto. En la casa de nuestro sacerdote, en Mino, las ventanas estaban instaladas de manera que, a ciertas horas del día, el sol formaba una cruz dorada en la pared; pero aquella fugaz imagen era todo lo que yo había visto hasta entonces.
Con el rostro inexpresivo, le devolví aquel rosario a Fumio.
--¡Qué raro! ¿Se trata de alguna religión bárbara?
--No seas ¡nocente, Takeo. Éste es el símbolo de la doctrina de los Ocultos.
--¿Cómo lo sabes?
--Yo sé todo tipo de cosas -respondió él con impaciencia-. No temo al conocimiento. He estado en el continente. Sé que el mundo es mucho más grande que nuestro archipiélago. Los bárbaros comparten las creencias de los Ocultos; lo encuentro fascinante.
--¡De poco sirven en la batalla!
Más que fascinante, encontraba aquel hecho alarmante, como si se tratara de un mensaje siniestro que me llegaba de un dios en el que yo había dejado de creer.
--Esos bárbaros deben de tener muchas más cosas que desconocemos. Takeo, cuando te hayas establecido en Hagi, envíame al continente. Debemos comerciar con otros pueblos y aprender de ellos.
Me resultaba difícil imaginar aquel momento del futuro. Sólo podía pensar en la batalla inminente.
A media tarde ya habían embarcado todos los hombres. Fumio me comunicó que teníamos que partir para aprovechar la marea del atardecer. Me puse a Taku sobre los hombros. Kenji, Zenko y yo avanzamos a través del agua hasta la barca de Fumio y nos subieron a bordo por encima de las regalas. La flota ya estaba en camino y las velas amarillas se hinchaban con la brisa. Me quedé mirando la costa mientras se alejaba más y más, hasta que finalmente desapareció bajo la bruma del ocaso. Shizuka me había dicho que enviaría mensajes antes de que partiéramos, pero no había tenido noticias suyas. Su silencio aumentaba mi preocupación por ella, y por Kaede.
El estado de ánimo de Rieko era de absoluto nerviosismo, pues el tifón la había sobresaltado tanto como los temblores de tierra ocurridos con anterioridad. Se encontraba al borde del colapso. A pesar de la contrariedad de la tormenta, Kaede se sentía satisfecha por haberse librado de la constante vigilancia de la mujer. Sin embargo, dos días después de que el viento amainase, el estado del tiempo mejoró y Rieko recuperó su salud y fortaleza habituales, junto a su irritante capacidad de intromisión.
Cada día parecía encontrar una tarea para embellecer a Kaede. Le depilaba las cejas; le frotaba la piel con salvado de arroz; le lavaba y peinaba el cabello; le empolvaba la cara hasta alcanzar un tono blanco, antinatural; le aplicaba cremas en los pies y las manos hasta que quedaban tan suaves y translúcidos como perlas. También elegía la ropa para Kaede y la vestía con la ayuda de las criadas. De vez en cuando, como un privilegio especial, le leía en alto o tocaba el laúd para ella, pues, según le contaba a la joven, tenía fama de gozar de grandes dotes musicales.
Fujiwara realizaba su visita una vez al día. Kaede, instruida por Rieko en el arte del té, preparaba la infusión para él llevando a cabo la ceremonia en silencio, mientras el noble examinaba cada uno de sus movimientos y la corregía alguna que otra vez. En los días soleados, las mujeres se sentaban en una estancia que daba a un pequeño jardín tapiado, donde crecían dos pinos retorcidos y un ciruelo de gran antigüedad, junto a macizos de azaleas y peonías.
--Disfrutaremos de las flores en la primavera -dijo Rieko mirando los arbustos de un monótono color verde.
Kaede reflexionó sobre el largo invierno que tenía por delante. Después vendría otro, y otro más, mientras que su vida se ¡ría reduciendo a la de un tesoro inerte, sólo visto por los ojos de Fujiwara.
El jardín le recordaba al del castillo de los Noguchi, donde se había sentado unos momentos junto a su padre. Le acababan de informar del matrimonio concertado con el señor Otori Shigeru y se sentía henchido de orgullo y aliviado porque su hija fuera a contraer un matrimonio tan ventajoso. Ninguno de los dos sabía entonces que aquel casamiento iba a resultar una farsa, una trampa para apresar a Shigeru. Dado que Kaede tenía pocos asuntos en los que ocupar sus pensamientos, rememoraba el pasado una y otra vez mientras que contemplaba el jardín y, según los días pasaban lentamente, observaba cualquier cambio, por insignificante que fuera.
El ciruelo empezó a dejar caer sus hojas y un anciano acudía para recogerlas, una a una, del tapiz de musgo. Cuando esto sucedía, Kaede tenía que ser retirada de su vista, como de la de cualquier hombre, pero ella le observaba desde detrás de una mampara. Con infinita paciencia, el anciano recogía cada una de las hojas con el índice y el pulgar -para que el musgo no sufriese daños- y las iba colocando en una cesta de bambú. Entonces, peinaba el musgo como si de cabello se tratase y eliminaba cualquier resto de ramitas o de hierba, lombrices, plumas de pájaro o fragmentos de corteza. Durante el resto del día la capa vegetal se veía impoluta y luego, poco a poco, de manera casi imperceptible, el mundo y la vida empezaban a dejar huella en ella. A la mañana siguiente, el proceso comenzaba otra vez.
En el tronco retorcido y en las ramas del ciruelo crecía liquen verde y blanco, y Kaede también lo observaba a diario con suma atención. Los más minúsculos acontecimientos tenían la capacidad de asombrarla. Una mañana, un hongo jaspeado de color rosa pálido, como si fuera una flor hecha de carne humana, brotó a través del musgo. Cuando, ocasionalmente, un pájaro se posaba en la copa de uno de los pinos y emitía su canto, el pulso de la joven señora se aceleraba.
El gobierno del dominio de Maruyama no había ocupado por completo su mente inquieta; ahora tenía tan poco que hacer que temía morir de aburrimiento. Intentaba escuchar el ritmo de los moradores de la casa más allá de las paredes de sus aposentos; pero pocos eran los sonidos que penetraban en aquel solitario lugar. Una vez oyó la melodía de una flauta y pensó que podría ser Makoto. Temía encontrarse con él, pues los celos la atenazaban al pensar que el monje era libre de ir de un lado a otro para estar con Takeo y luchar con él codo con codo; sin embargo, Kaede también anhelaba verle para tener alguna noticia, por insignificante que fuera. Pero no tenía forma alguna de saber si era el joven monje o no.
Aparte del aburrimiento, lo peor era no estar informada de ningún asunto. Se libraban batallas que se ganaban o se perdían, los señores de la guerra ascendían a lo más alto o caían en desgracia; pero Kaede de nada se enteraba porque toda clase de noticias se le negaba. Su único consuelo era que si Takeo estuviera muerto Fujiwara se lo habría hecho saber para mofarse de ella, para disfrutar con su sufrimiento.
Kaede sabía que Fujiwara continuaba con las representaciones de obras de teatro y a veces se preguntaba si el noble habría escrito la historia de la joven, como había sugerido en cierta ocasión. Con frecuencia, Mamoru le acompañaba en sus visitas y el señor le recordaba que debía estudiar las expresiones de Kaede y reproducirlas. A ella no le estaba permitido presenciar las obras, pero a veces oía retazos de diálogo y cánticos, además de las interpretaciones de los músicos o el redoble de tambores. De cuando en cuando captaba una frase que le resultaba familiar y la obra de la que procedía tomaba forma en su cabeza; entonces, se conmovía hasta las lágrimas por la belleza de las palabras y las melancólicas emociones que transmitían.
Su propia vida era igualmente melancólica y conmovedora. Forzada a contemplar los minúsculos detalles de su existencia presente, empezó a buscar modos de capturar sus propios sentimientos. Las palabras le llegaban de una en una. A veces pasaba el día entero seleccionándolas. Sabía poco sobre poesía, no más de lo que había leído en los libros de su padre, pero coleccionaba palabras como quien colecciona abalorios de oro y las unía en combinaciones que le resultaban hermosas. Después, las mantenía en secreto en el fondo de su corazón.
Lo que más le gustaba a Kaede era el silencio con el que los poemas tomaban forma propia, como las figuras de piedra de las cuevas sagradas de Shirakawa, formadas gota a gota por el agua calcárea. A Kaede le molestaba el charloteo de Rieko, una mezcla de malicia y de presunción expresada con frases triviales. También le importunaban las visitas de Fujiwara, la artificialidad del noble, que resultaba totalmente contraria a la verdad sin adornos que ella buscaba. Además de a éste, el único hombre al que Kaede veía era Ishida. El médico acudía cada varios días y la joven disfrutaba con sus visitas, aunque apenas se dirigían la palabra el uno al otro. Cuando Kaede empezó a crear poemas, dejó de tomar las infusiones calmantes que el médico le proporcionaba; quería conocer sus propios sentimientos, sin importarle la angustia que pudieran producirle.
Junto a la habitación que daba al jardín había un pequeño santuario doméstico con estatuas del Iluminado y de Kannon, el misericordioso. Ni siquiera Rieko se atrevía a impedir que Kaede rezara, y la joven se arrodillaba allí durante horas hasta que alcanzaba un estado donde la oración y la poesía se fundían, y el mundo cotidiano parecía llenarse de santidad y significado. A menudo meditaba sobre los sentimientos que la habían perturbado tras la batalla de Asagawa y la persecución de la Tribu por parte de Takeo, y se preguntaba si aquel estado de santidad que a veces rozaba podría traerle la respuesta de cómo gobernar sin recurrir a la violencia. Entonces se reprendía a sí misma, pues nunca volvería a gobernar, y tenía que admitir que, si pudiera hacerse con el poder, buscaría la venganza contra todos los que la habían hecho sufrir.
En el santuario, las lámparas ardían día y noche y con frecuencia Kaede encendía incienso y dejaba que la intensa fragancia la envolviera. De un marco pendía una pequeña campana y de vez en cuando sentía el impulso de hacerla sonar con fuerza. El tañido hacía eco en sus aposentos y las criadas intercambiaban miradas, cuidadosas de que Rieko no las viera. Sabían algo de la historia de Kaede; sentían lástima por ella y cada vez la admiraban en mayor medida.
Una de aquellas muchachas le interesaba a Kaede en particular. Sabía por los documentos de Shigeru que había copiado que varios miembros de la Tribu estaban empleados en la residencia de Fujiwara, aunque con toda seguridad él lo ignoraba. Dos hombres, uno de ellos el capataz de las tierras, recibían un salario que llegaba de la capital; presumiblemente eran espías colocados allí para informar a la corte sobre las actividades del aristócrata exiliado. Había dos mujeres en la cocina que vendían retazos de información a quienquiera que pagase por ellos. Y otra mujer, una criada, a quien Kaede creía haber identificado como aquella muchacha que tanto le llamaba la atención.
No tenía mucho en lo que basarse, más allá del hecho de que la jovencita le recordaba a Shizuka y que las manos de ambas eran similares. Al principio, al separarse de Shizuka, Kaede no la había echado en falta: su vida estaba completamente llena con Takeo; pero ahora, en la companía de mujeres, la añoraba muchísimo. Anhelaba escuchar su voz y echaba de menos su alegría y su coraje.
Sobre todo, Kaede deseaba recibir noticias. La chica se llamaba Yumi. Si alguien sabía lo que ocurría en el mundo de puertas afuera, eran los miembros de la Tribu; pero Kaede nunca estaba a solas con ella y temía abordarla, incluso indirectamente. En un primer momento la joven señora pensó que la muchacha podría haber sido enviada para asesinarla por algún tipo de venganza o para castigar a Takeo, y la observaba con disimulo; no con miedo, más bien con curiosidad. Se imaginaba cómo Yumi la mataría, qué se sentiría al morir y si su reacción sería de alivio o de pesar.
Kaede conocía la sentencia de muerte que la Tribu había dictado sobre Takeo, que había cobrado mayor fuerza tras la persecución que éste había llevado a cabo en Maruyama. No esperaba ninguna comprensión ni apoyo por parte de los miembros de la organización y, sin embargo, había algo en la actitud de la muchacha que le hacía pensar que no le era hostil.
A medida que los días se acortaban y se volvían más fríos, las mujeres de la residencia fueron sacando y aireando las prendas de invierno; lavaron la ropa de verano, la doblaron y la guardaron. Durante dos semanas, Kaede vistió túnicas de entretiempo y agradeció el abrigo que le proporcionaban. Rieko y las criadas cosían y bordaban, pero a Kaede no le estaba permitido ayudarlas. No es que le gustara la costura de un modo especial, pues al ser zurda le resultaba difícil, pero le habría resultado agradable llenar sus días vacíos con aquellas labores. Los colores de los hilos le resultaban hermosos y le fascinaba la forma en la que una flor o un pájaro cobraban vida sobre el tejido de seda. Se enteró por Rieko de que el señor Fujiwara había ordenado que se mantuvieran alejados de Kaede todo tipo de agujas, tijeras y cuchillos. Incluso los espejos debían ser traídos a su presencia exclusivamente por Rieko. Kaede se acordó de la pequeña arma con forma de aguja que Shizuka había fabricado para ella y escondido en la manga de su túnica; se estremeció al pensar el uso que le había dado en Inuyama. ¿Temía Fujiwara que Kaede pudiera hacer lo mismo con él?
Rieko nunca dejaba de vigilar a Kaede, excepto durante las visitas diarias de Fujiwara. La acompañaba al pabellón de baños, incluso a las letrinas, donde apartaba las pesadas túnicas a un lado y después le lavaba las manos en el aljibe. Cuando comenzaba la menstruación de Kaede, Fujiwara interrumpía sus visitas hasta que, pasada una semana, la joven había sido purificada.
El tiempo seguía su curso. El ciruelo mostraba sus ramas desnudas. Una mañana, el musgo y las agujas de los pinos aparecieron cubiertos de reluciente escarcha. La llegada del frío trajo como consecuencia una oleada de enfermedad. Primero, Kaede se constipó; la cabeza le dolía y tenía la garganta tan irritada como si se hubiera tragado varias agujas a la vez. La fiebre le provocó sueños angustiosos; pero pasados unos días se recuperó y tan sólo permaneció la tos, que le impedía descansar bien por las noches. Ishida le recetó corteza de sauce y valeriana. Para entonces, Rieko se había contagiado; parecía que en ella la enfermedad había cobrado mayor virulencia y la mujer enfermó mucho más que Kaede.
En el atardecer del tercer día desde que Rieko hubiera caído enferma, hubo varios temblores de tierra de baja intensidad. Éstos, añadidos a la fiebre, llevaron a Rieko a un estado de pánico y perdió todo control sobre sí misma. Alarmada, Kaede envió a Yumi a buscar a Ishida.
Para cuando el médico llegó ya era de noche. La luna plateada pendía del cielo, totalmente negro; las estrellas eran inmóviles puntos de luz.
Ishida le pidió a Yumi que trajera agua caliente. El médico elaboró un potente jarabe e hizo que la enferma se lo bebiera. Poco a poco, dejó de retorcerse y sus sollozos remitieron.
--Dormirá un rato -anunció Ishida-. Que Yumi le dé otra dosis si tiene otro ataque de pánico.
Mientras el médico hablaba, la tierra volvió a temblar. A través de las ventanas abiertas, Kaede vio que la luna se estremecía a medida que el suelo se levantaba y luego volvía a caer. La otra criada que se encontraba en la estáncia emitió un chillido y salió corriendo al exterior.
--La tierra ha estado temblando todo el día -dijo Kaede-. ¿Creéis que nos avisa de un terremoto?
--¡Quién sabe! -replicó Ishida-. Por si acaso, haréis bien en apagar las lámparas antes de iros a la cama. Yo me iré a casa, a ver qué hace mi perro.
--¿Vuestro perro?
--Si está dormido bajo la veranda, no habrá un terremoto importante; pero si está aullando, entonces empezaré a preocuparme.
Ishida se rió por lo bajo y Kaede cayó en la cuenta de que hacía mucho tiempo que no le había visto de tan buen humor. Era un hombre tranquilo, reservado y meticuloso, guiado por su deber hacia Fujiwara y su profesión médica; pero Kaede notó que aquella noche le había sucedido algo que había alterado su habitual serenidad.
Ishida se marchó y Yumi siguió a Kaede hasta la alcoba para ayudarla a desvestirse.
--El médico parece alegre esta noche -comentó Kaede.
Le resultaba de lo más agradable no tener a Rieko escuchando cada una de sus palabras. La túnica se le deslizó por los hombros y, mientras Yumi levantaba el cabello de Kaede para que el manto pudiera caer al suelo, la muchacha se acercó a la oreja de su señora y le susurró:
--Es porque Muto Shizuka ha venido a verle.
Kaede sintió que la sangre dejaba de llegarle a la cabeza. La alcoba pareció dar vueltas a su alrededor, no a causa de un temblor de tierra, sino de su propia debilidad. Yumi la sujetó con fuerza y la acostó sobre el colchón. Acto seguido, trajo la túnica de dormir y ayudó a Kaede a ponérsela.
--Mi señora no debe enfriarse ni enfermar otra vez -murmuró, al tiempo que tomaba el peine para desenredar el cabello de Kaede.
--¿Qué noticias hay? -preguntó ésta en voz baja.
--Los Muto han acordado una tregua con el señor Otori. El maestro Muto está ahora con él.
Al oír el nombre de Takeo el corazón de Kaede se le desbocó en el pecho y creyó que ¡ba a vomitar.
--¿Dónde está?
--En la costa, en Shuho. Se rindió al señor Arai.
Kaede no lograba imaginar qué habría sucedido.
--¿Se encuentra a salvo?
--Él y Arai han sellado una alianza. Juntos, atacarán Hagi.
--Otra batalla -murmuró Kade. Una oleada de emoción la invadió y los ojos se le cuajaron de lágrimas-. ¿Y mis hermanas?
--Están bien. Se ha concertado el matrimonio de la señora Ai con el sobrino del señor Akita. Por favor, señora, no llores. Nadie debe averiguar que sabes estas cosas. Mi vida depende de ello. Shizuka me juró que serías capaz de ocultar tus sentimientos.
Kaede hizo un esfuerzo por no verter ni una lágrima.
--¿Mi hermana pequeña?
--Arai quería comprometerla en matrimonio con el señor Otori, pero él dice que no considerará la posibilidad de casarse mientras no haya conquistado Hagi.
Fue como si una aguja oculta se le hubiera clavado en el corazón. No se le había ocurrido la posibilidad de que Takeo pudiera casarse otra vez. Pero su matrimonio con Kaede había sido anulado; se esperaría de él que tomase otra esposa. Hana era una opción lógica, pues sellaría la alianza con Fujiwara, y otorgaría a Arai otro enlace con los dominios de Shirakawa y Maruyama.
--Hana sólo es una niña -dijo Kaede con amargura mientras Yumi le peinaba el cabello.
¿Acaso Takeo ya la había olvidado? ¿Aceptaría él con gusto a su hermana, que tanto se parecía a ella? Los celos la atenazaron con mucha más fuerza que cuando pensaba en Makoto. Su aislamiento, su encierro, la golpearon con renovada fuerza. "El día que me entere de que se ha casado, moriré, aunque tenga que arrancarme la lengua de un mordisco", juró Kaede en silencio.
--Puedes estar segura de que el señor Otori tiene sus propios planes -susurró Yumi-. A fin de cuentas, se dirigía a rescatarte cuando Arai le interceptó y se vio obligado a regresar a la costa. En aquella ocasión logró escapar gracias al tifón.
--¿Venía a rescatarme? -preguntó Kaede.
Sus celos se aplacaron un poco, arrastrados por la gratitud y por un ligero destello de esperanza.
--En cuanto se enteró de que habías sido retenida contra tu voluntad, partió con un millar de hombres -Kaede notó que Yumi temblaba-. Ha enviado a Shizuka a decirte que te ama y que nunca te abandonará. Ten paciencia. Él vendrá a buscarte.
De la habitación contigua llegó un sonido, una especie de sollozo febril. Ambas mujeres se quedaron inmóviles.
--Acompáñame a las letrinas -dijo Kaede con tanta calma como si no hubiera pronunciado otras palabras en toda la velada más que "sujeta mi túnica" o "péiname el cabello".
Ella sabía el riesgo que Yumi estaba corriendo al transmitirle aquel mensaje y temía por su seguridad. Ésta tomó una capa y la puso sobre los hombros de Kaede. Salieron a la veranda en silencio. Hacía más frío que nunca.
--Esta noche helará -comentó Yumi-. ¿Quieres que pida más carbón para los braseros?
Kaede aguzó el oído. La noche estaba en calma. No corría el viento; ningún perro aullaba.
--Sí, mejor será que no pasemos frío.
A la entrada de las letrinas Kaede se quitó la capa de piel de los hombros y se la dio a Yumi para que la sujetara. En cuclillas, en aquel hueco oscuro donde nadie la veía, dio rienda suelta a su alegría. Las palabras le golpeaban el cerebro, las mismas palabras que la diosa le había dicho tiempo atrás: "Ten paciencia. Él vendrá a buscarte".
Al día siguiente Rieko se sintió un poco mejor; se levantó y se vistió a la hora habitual, aunque Kaede le suplicó que descansara más tiempo. El viento del otoño traía el frío desde la montaña, pero ella sentía una calidez que no había conocido desde que hubiera sido confinada. Intentaba no pensar en Takeo, pero el mensaje que Yumi le había hecho llegar en susurros le había traído su imagen a la mente con toda nitidez. Las palabras que él le había transmitido se repetían una y otra vez en su cabeza, con tanta fuerza que Kaede temía que alguien pudiera oírlas. Le aterrorizaba la sola idea de delatarse. No habló con Yumi, ni siquiera la miró; pero era consciente de que un nuevo sentimiento había surgido entre ellas, una especie de complicidad. ¿La notaría Rieko, con sus ojos de cormorán?
La enfermedad de ésta tuvo como consecuencia que se mostrara más malhumorada y maliciosa que nunca. Todo lo encontraba mal; se quejaba de la comida, enviaba a buscar tres clases de té diferentes y ninguno le gustaba; abofeteó a Yumi por no traer agua caliente con suficiente celeridad, e hizo llorar a Kumiko, la segunda criada, cuando ésta expresó su miedo ante los temblores de tierra.
Por lo general, Kumiko se mostraba alegre y animada, y Rieko le permitía ciertas licencias con las que las demás criadas jamás soñarían. Pero aquella mañana Rieko no paró de burlarse de la muchacha; se reía con desprecio de sus temores, ignorando el hecho de que ella misma también los sentía.
Kaede decidió apartarse del tenso ambiente y fue a sentarse a su lugar favorito, que miraba al diminuto jardín. Los débiles rayos de sol apenas alcanzaban la habitación; en unas cuantas semanas ya no iluminarían ni las tapias exteriores. El invierno resultaría triste en aquellos aposentos. ¿Llegaría Takeo antes de las nieves?
Desde allí no se veían las montañas, pero Kaede las imaginaba elevándose, majestuosas, en el cielo azul del otoño. Para entonces, las cumbres estarían cubiertas de nieve. De repente, un pájaro se posó en uno de los pinos, emitió su breve canto y acto seguido remontó el vuelo por encima del tejado, dejando tras de sí un destello verde y blanco. A Kaede le recordó al ave que Takeo había pintado mucho tiempo atrás. ¿Sería un mensaje para ella? ¿Acaso pronto quedaría libre?
Las voces de las mujeres subían de tono a sus espaldas. Kumiko gritaba:
--¡No puedo evitarlo! Cuando la casa empieza a temblar, tengo que salir corriendo. No soporto quedarme dentro.
--Así que eso es lo que hiciste anoche. ¡Dejaste a su señoría sola mientras yo dormía!
--Yumi estuvo con ella todo el rato -replicó Kumiko entre lágrimas.
--El señor Fujiwara dio órdenes para que siempre hubiera dos de vosotras con ella.
El sonido de otra bofetada resonó en la habitación. Kaede pensó en el vuelo del pájaro, en las lágrimas de la mujer. Sus propios ojos le ardieron. Escuchó pisadas y supo que Rieko se encontraba de pie tras ella, pero no quiso girar la cabeza.
--De modo que la señora Fujiwara estuvo sola con Yumi anoche. Os oí murmurar. ¿De qué hablabais?
--Conversamos en voz baja para no despertaros -replicó Kaede-. No hablamos de nada en particular; del viento del otoño, del brillo de la luna, tal vez. Le pedí que me peinara el cabello y que me acompañara a las letrinas.
Rieko se arrodilló junto a su señora e intentó mirarla a la cara. Su empalagoso perfume hizo toser a Kaede.
--No me molestéis. Ninguna de nosotras se encuentra bien. Intentemos pasar un día tranquilo.
--¡Qué ingrata sois! -exclamó Rieko con una voz que recordaba al zumbido de un mosquito-. Y qué estúpida. El señor Fujiwara lo ha hecho todo por vos y aún soñáis con poder engañarle.
--Debéis de tener fiebre -repuso Kaede-, sufrís alucinaciones. ¿Cómo podría yo engañar al señor Fujiwara? Soy su prisionera.
--Sois su esposa -la corrigió Rieko-. Sólo con pronunciar la palabra prisionera ya demostráis vuestra rebeldía contra vuestro esposo.
Kaede no respondió, se limitó a contemplar las ramas de los pinos recortadas en el firmamento. Temía desvelar sus sentimientos ante Rieko. El mensaje de Yumi le había devuelto la esperanza, pero el reverso de la esperanza era el miedo: por Yumi, por Shizuka, por sí misma.
--Parecéis diferente -murmuró entonces Rieko-. ¿Acaso creéis que no sé interpretaros?
--Es cierto, me siento acalorada -respondió Kaede-. Creo que vuelvo a tener fiebre.
"¿Habrá llegado ya a Hagi?", pensó. "¿Estará combatiendo en este momento? ¡Que no le ocurra nada! ¡Que logre sobrevivir!".
--Voy a rezar un rato -le dijo a Rieko, y fue a arrodillarse frente al santuario.
Kumiko trajo carbón y Kaede encendió incienso. El penetrante aroma se extendió por los aposentos y aportó cierta tranquilidad a las mujeres que allí se encontraban. Unos días más tarde Yumi fue a recoger la comida del mediodía, mas no regresó a la hora de la cena. Otra criada, de más edad, acudió en su lugar. Ella y Kumiko sirvieron los alimentos en silencio. Kumiko tenía los ojos tristes y enrojecidos y a menudo sorbía por la nariz. Cuando Kaede preguntó qué ocurría, Rieko saltó:
--Se le ha contagiado el resfriado, eso es todo.
--¿Dónde está Yumi? -quiso saber Kaede.
--¿Acaso te interesa? Eso prueba que mis sospechas eran correctas.
--¿Qué sospechas? -preguntó Kaede-. ¿A qué os referís? Yumi no me interesa en absoluto. Tan sólo me preguntaba dónde estaba.
--No volveréis a verla -dijo Rieko con frialdad.
Kumiko emitió un extraño sonido, como si ahogara un sollozo. Un escalofrío recorrió a Kaede y, sin embargo, la piel le ardía. Se sentía como si las paredes de la habitación se estrecharan más y más a su alrededor. Para cuando llegó el atardecer la cabeza le dolía intensamente y le pidió a Rieko que enviara a buscar a Ishida.
El médico llegó y Kaede quedó desolada por su aspecto. Unos días antes se había mostrado alegre; ahora su rostro estaba crispado, los ojos le brillaban como brasas y el cutis había adquirido un tinte gris. Su actitud mantenía la calma habitual y en todo momento se dirigió a Kaede con la máxima amabilidad, pero con plena seguridad algo terrible había sucedido.
Rieko lo sabía; Kaede estaba segura de ello. La delataban los labios apretados y la mirada mezquina en sus ojos. No poder interrogar al médico le suponía a Kaede una tortura; no saber qué estaba ocurriendo en la residencia ni en el mundo de puertas afuera pronto le haría enloquecer. Ishida le ofreció una infusión de corteza de sauce y le dio las buenas noches con inusual intensidad. Kaede supo entonces que nunca volvería a verle. A pesar del calmante, pasó la noche inquieta.
A la mañana siguiente, Kaede interrogó otra vez a Rieko sobre la desaparición de Yumi y la aflicción de Ishida. Cuando sólo recibió acusaciones veladas por respuesta, decidió dirigirse al mismísimo Fujiwara. Había pasado casi una semana desde que le hubiera visto por última vez; no la había visitado durante su enfermedad. Kaede no podía soportar aquel ambiente inexplicable por más tiempo.
--Por favor, decidle al señor Fujiwara que me gustaría verle -le pidió a Rieko una vez que se hubo vestido.
La mujer fue en persona a llevar el mensaje y, al regresar, dijo:
--Su señoría está encantado de que su esposa desee su compañía. Ha organizado un entretenimiento especial para esta tarde. Os verá entonces.
--Querría hablar con él a solas -replicó Kaede.
Rieko se encogió de hombros.
--De momento no hay invitados. Sólo Mamoru estará con él. Más vale que os bañéis. Supongo que tendré que lavaros el cabello para que pueda secarse al sol.
Cuando por fin la cabellera de Kaede estuvo seca, Rieko insistió en aplicarle una gran cantidad de aceite para después recogerla en uno de sus elaborados peinados. La joven se vistió con las ropas acolchadas de invierno, agradecida por el calor que le proporcionaban, pues el cabello mojado la había enfriado y, a pesar de que lucía el sol, el aire resultaba helado. Tomó un poco de sopa al mediodía, pero su estómago y su garganta parecían haber cerrado el paso a la comida.
--Estáis muy pálida -comentó Rieko-. El señor Fujiwara admira esa característica en las mujeres.
La inflexión de su voz hizo temblar a Kaede. Algo espantoso estaba a punto de suceder; ya estaba sucediendo. Todos sabían de qué se trataba, excepto la propia Kaede. ¿Cuándo se lo harían saber? El pulso se le aceleró y lo notó en el cuello y en el vientre. Desde el exterior llegó el monótono sonido de un martillo que parecía el eco de su propio corazón.
Kaede se dirigió al santuario y se arrodilló, pero ni siquiera allí logró calmar su ansiedad. A media tarde llegó Mamoru y la condujo hasta el pabellón donde había contemplado las primeras nieves con Fujiwara a comienzos del año. Aunque aún no había oscurecido, las linternas ya estaban encendidas y colgadas en las ramas desnudas de los árboles, y los braseros ardían en la veranda. Kaede miró fugazmente al joven, intentando deducir de su actitud qué era lo que sucedía. Él estaba tan pálido como ella y le pareció detectar un atisbo de lástima en sus ojos. La preocupación de la joven fue en aumento.
Debido a su confinamiento, había pasado mucho tiempo desde que Kaede hubiera visto paisaje alguno, y la escena que tenía ante sí -los extensos jardines con las montañas al fondo- le pareció de una belleza incomparable. Los últimos rayos de sol arrojaban tonos rosa y oro a las cumbres nevadas y el cielo, translúcido, mostraba colores azul y plata. Kaede lo observó, empapándose en él como si fuera la última visión de este mundo que iba a tener.
Mamoru le puso una piel de oso sobre los hombros y murmuró:
--El señor Fujiwara acudirá enseguida.
Justo delante de la veranda había una zona con diminutas piedras blancas que habían sido rastrilladas para formar un patrón en forma de remolino. En el centro se acababan de erigir dos postes. Kaede frunció el ceño al verlos; rompían la armonía de las piedras de una forma tosca, incluso amenazante.
Escuchó el sonido amortiguado de pisadas, el roce de la seda de una túnica.
--Su señoría se aproxima -anunció Rieko a sus espaldas, y ambos hicieron una reverencia hasta el suelo.
El particular perfume de Fujiwara envolvió a Kaede a medida que él se sentaba a su lado. Durante un largo rato, no pronunció palabra; cuando por fin le ordenó a la joven que se incorporase, a ella le pareció detectar una nota de cólera en su voz. Su corazón se estremeció. Intentó recobrar su valentía, pero no le resultó posible. Estaba terriblemente asustada.
--Me alegro de veros recuperada -dijo Fujiwara con helada corrección.
La boca de Kaede estaba tan seca que apenas lograba articular palabra.
--Gracias al cuidado de su señoría -susurró.
--Rieko dice que deseáis hablar conmigo...
--Siempre deseo la compañía de su señoría -empezó a decir Kaede, pero la voz se le quebró cuando observó que los labios de Fujiwara hacían una mueca de burla.
"No debo asustarme", pensó. "Si nota que tengo miedo, sabrá que me ha derrotado... Al fin y al cabo, sólo es un hombre. Ni siquiera me dejaba tener una aguja; sabe lo que soy capaz de hacer. Sabe que maté a Ilida". Kaede respiró hondo.
--Tengo la impresión de que están ocurriendo cosas que no entiendo. ¿Acaso he ofendido a su señoría? Os ruego que me digáis en qué me he equivocado.
--Soy yo el que no entiende algunas cosas que están sucediendo -replicó él-. Creo que podría hablarse de una conspiración. En mi propia casa. Nunca hubiera creído que mi esposa pudiera rebajarse a tal infamia, pero Rieko me comunicó sus sospechas y la propia criada las confirmó antes de morir.
--¿Qué sospechas? -preguntó Kaede sin mostrar emoción alguna.
--Que alguien os trajo un mensaje de Otori.
--Rieko miente -dijo Kaede; pero su voz contradecía sus palabras.
--No lo creo. Vuestra antigua doncella, Muto Shizuka, ha sido vista en la comarca. Me sorprendió. Si quería veros, debería haberse dirigido a mí. Entones recordé que Arai solía utilizarla como espía. La criada confirmó que Otori la había enviado. Aquello me conmocionó, pero imaginad mi asombro cuando la muchacha Muto fue descubierta en los aposentos de Ishida. Quedé destrozado. Ishida, mi sirviente más fiel, casi un amigo para mí. ¡Cuan peligroso resulta un médico en quien uno no pueda confiar! Le habría resultado sumamente fácil envenenarme.
--El señor Ishida es digno de la máxima confianza -repuso Kaede-. Está totalmente dedicado a vos. Aunque fuera verdad que Shizuka hubiera traído consigo un mensaje del señor Otori, eso no tiene nada que ver con el médico.
Fujiwara miró a Kaede como si ésta no hubiera entendido el sentido de las palabras del noble.
--¡Dormían juntos! -estalló-. Mi médico ha estado manteniendo un romance con una espía.
Kaede no respondió. No había sabido de aquella relación; había estado demasiado envuelta en su propia pasión como para darse cuenta. Ahora parecía lógico. Kaede recordó con cuánta frecuencia Shizuka acudía a los aposentos de Ishida a recoger hierbas o medicinas. Y ahora Takeo la había enviado con un mensaje para ella. Shizuka e Ishida se habían arriesgado a encontrarse e iban a ser castigados por ello.
El sol se había ocultado tras las montañas, pero aún no reinaba la oscuridad. La luz del crepúsculo caía sobre el jardín, apenas ahuyentada por el reflejo de las linternas. Un cuervo voló por encima de sus cabezas emitiendo amargos graznidos.
--Aprecio mucho a Ishida -dijo Fujiwara-. Y sé que vos estabais muy unida a vuestra doncella. Es una tragedia, por lo que debemos confortarnos mutuamente de nuestra congoja -Fujiwara dio una palmada-. Mamoru, trae vino. Creo que daremos inicio al espectáculo -el noble se inclinó hacia Kaede-. No hay prisa, tenemos toda la noche.
La joven aún no entendía el significado de las palabras de Fujiwara. Le escrutó el rostro y vio la cruel mueca de sus labios y la palidez de su cutis, así como el pequeño músculo de su mandíbula que le delataba. Los ojos de Fujiwara se volvieron hacia ella; Kaede apartó la mirada y la dirigió a los postes. Entonces, un repentino desfallecimiento la embargó; las linternas y las piedras blancas empezaron a dar vueltas a su alrededor. Hizo una profunda inspiración para calmarse.
--No lo hagáis -susurró-. No es digno de vos.
En la distancia, un perro empezó a aullar. Aullaba y aullaba sin cesar. "Es el perro de Ishida", pensó Kaede, quien tuvo la sensación de que era su propio corazón el que emitía aquellos aullidos, pues expresaban con exactitud el terror y la desesperación que la embargaban.
--La desobediencia y la deslealtad han de ser castigadas -sentenció Fujiwara-. Además, servirá de factor disuasorio para los demás.
--Si tienen que morir, dadles una muerte rápida -pidió Kaede-. A cambio, haré cualquier cosa que me pidáis.
--Pero si ya debéis hacerlo -replicó él, confundido-. ¿Qué otra cosa podríais ofrecer que una esposa no hubiera hecho ya?
--Sed compasivo -suplicó Kaede.
--Mi naturaleza no es misericordiosa -repuso él-. Ya no estáis en condiciones de negociar, mi querida esposa. Pensasteis que podríais utilizarme para vuestros propósitos. Ahora, yo os utilizaré para los míos.
Kaede escuchó pisadas sobre la gravilla. Miró en la dirección del sonido como si la potencia de su mirada pudiese alcanzar a Shizuka y salvarla. Varios guardias se encaminaron lentamente hacia los postes. Iban armados con sables y llevaban otros instrumentos metálicos cuya sola apariencia hizo estremecer a Kaede.
Casi todos los hombres mostraban un semblante sombrío; sólo uno de ellos sonreía, emocionado. Situados entre los guardias, Ishida y Shizuka se veían como pequeñas figuras, débiles cuerpos humanos con una inmensa capacidad de sufrimiento.
Ninguno de ellos emitió sonido alguno mientras los ataban a los postes; pero Shizuka levantó la cabeza y miró a Kaede.
"Esto no puede suceder. Tomarán veneno", pensó la joven.
Fujiwara dijo:
--No creo que hayamos dejado a vuestra mujer ninguna posibilidad de salvarse, pero será interesante comprobarlo.
Kaede no tenía ni idea de las intenciones de Fujiwara, ignoraba qué tortura y muerte cruel había planeado; pero en el castillo de los Noguchi había escuchado suficientes historias como para temerse lo peor. Estaba a punto de perder el control de sí misma. Se levantó a medias, algo impensable en presencia de Fujiwara, e intentó suplicarle, pero mientras las palabras le salían a borbotones se escuchó un alboroto que procedía del portón principal de la residencia. Los guardias saludaron con un grito y dos hombres entraron en el jardín.
Uno era Murita, el lacayo que había acudido a escoltar a Kaede y que más tarde había tendido una emboscada y matado a sus hombres. Llevaba el sable en la mano izquierda; su mano derecha aún mostraba la herida que la joven le había infligido con su espada. Kaede pensó que desconocía al otro hombre, aunque había algo en él que le resultaba familiar. Ambos se arrodillaron ante Fujiwara y Murita tomó la palabra:
--Señor Fujiwara, perdonad la molestia, pero este hombre dice que trae un mensaje urgente del señor Arai.
Kaede se había desplomado sobre el suelo otra vez, agradecida por aquel breve respiro. Volvió los ojos hacia el otro hombre, notó sus manos grandes y brazos largos y, con asombro, cayó en la cuenta de que era Kondo. Sus rasgos habían cambiado y, al hablar, su voz también sonaba distinta. Pero lo más seguro era que Murita y Fujiwara le reconocieran.
--Señor Fujiwara, el señor Arai os envía sus saludos.
Todo marcha de acuerdo con los planes.
--¿Ha muerto Otori? -preguntó el noble, mirando a Kaede por un instante.
--Todavía no -respondió el hombre-. Pero mientras tanto, el señor Arai os pide que le devolváis a Muto Shizuka. Tiene por ella un interés especial y desea que se mantenga viva.
Por un momento, el corazón de Kaede se inundó de esperanza. Fujiwara no se atrevería a dañar a Shizuka si Arai la reclamaba.
--¡Qué petición tan extraña! -exclamó Fujiwara-. Y qué extraño mensajero... -entonces, el noble le ordenó a Murita-: Desármale, no me fío de él.
El perro aulló de nuevo con más intensidad. A Kaede le pareció apreciar un momento de calma total y entonces, en el instante en que iba a hablarle a Fujiwara, en el que Murita daba un paso hacia Kondo y éste desenvainaba su sable, la tierra soltó un inmenso rugido y se levantó por los aires. La veranda salió volando; los árboles subieron disparados hacia el cielo y después se desplomaron pesadamente; la casa, a espaldas de Kaede, osciló violentamente y se partió en dos. Ahora más perros ladraban, frenéticamente, y los pájaros enjaulados piaban aterrorizados. El aire se llenó de polvo. Desde el edificio derrumbado llegaban los chillidos de las mujeres y el crepitar del fuego.
La veranda aterrizó pesadamente con un golpe seco que hizo temblar a Kaede. Quedó inclinada hacia abajo, con la parte inferior cerca de la casa; el techo se había desplomado casi por completo. Los ojos de Kaede estaban llenos de polvo y de astillas de madera. Por un momento, creyó que estaba atrapada; entonces se dio cuenta de que tenía una vía de escape y empezó a gatear por la extraña pendiente que ahora formaba la veranda. Por encima del borde, como si fuera en un sueño, vio cómo Shizuka se liberaba de sus ataduras, propinaba una patada en la entrepierna a uno de los guardias, le arrebataba el sable y le cortaba el cuello. Kondo ya había asestado a Murita un golpe mortal que casi le había partido en dos.
Fujiwara estaba tumbado junto a Kaede, cubierto parcialmente por el tejado desplomado. Su cuerpo estaba retorcido y daba la impresión de que no podía incorporarse; pero alargó el brazo y agarró a la joven por el tobillo. Era la primera vez que la tocaba. Sus dedos fríos la apretaban con tal fuerza que le resultaba imposible escapar. El polvo hacía toser al noble; sus ropas estaban sucias y bajo su perfume habitual se apreciaba el hedor del sudor y la orina; sin embargo, cuando habló su voz se mostraba calmada, como de costumbre.
--Si vamos a morir, muramos juntos -dijo.
Kaede escuchaba el crepitar de las lenguas de fuego que arrasaban la vivienda. Rechinaban y se retorcían como una criatura viviente. El humo se tornó más denso, le irritaba los ojos y enmascaraba el resto de los olores.
De nuevo, intentó liberarse de los dedos de Fujiwara.
--Quiero poseerte -dijo él-. Eras el ser más hermoso que jamás había visto. Quería que fueras mía, sólo mía. Quería intensificar tu amor por Takeo negándotelo, para así poder compartir la tragedia de tu sufrimiento.
--¡Soltadme! -gritó Kaede, quien ya sentía el calor del fuego que se acercaba-. ¡Shizuka! ¡Kondo! ¡Ayudadme!
Shizuka estaba ocupada con el resto de los guardias y luchaba contra ellos como un hombre. Las manos de Ishida seguían atadas al poste. Kondo, que acababa de matar a uno de los guardias por la espalda, giró la cabeza al oír a Kaede y se acercó a zancadas hasta la casa envuelta en llamas. De un salto, subió al borde de la veranda.
--Señora Otori -dijo Kondo-, os liberaré. Corred al jardín, a los estanques. Shizuka os cuidará. Kondo bajó por la pendiente y, deliberadamente, cortó la muñeca de Fujiwara. El noble emitió un espantoso grito de dolor; su mano cercenada soltó el tobillo de Kaede. Kondo empujó a ésta hacia arriba y la ayudó a descolgarse por el borde de la veranda.
--Tomad mi sable. Sé que podéis defenderos.
El guerrero le colocó la empuñadura de su espada en la mano y, rápidamente, le dijo:
--Cuando os juré mi fidelidad fui sincero y no permitiré que nadie os haga daño mientras viva. Pero, como guerrero, nunca debí dar muerte a un hombre de la posición de vuestro padre. Mayor crimen aún es acabar con la vida de un aristócrata como el señor Fujiwara. Tengo la obligación de pagar por ello.
Kondo miró a Kaede sin traza de ironía y sonrió.
--Corred -la apremió-. ¡Deprisa! Vuestro esposo vendrá a buscaros.
Kaede dio un paso hacia atrás. Vio que Fujiwara se incorporaba mientras la sangre le chorreaba del muñón de su muñeca. Kondo envolvió sus largos brazos alrededor del noble y le sujetó con firmeza. Al momento, las llamas estallaron a través de las frágiles paredes de la residencia y cayeron sobre ambos, devorándolos al instante.
El insoportable calor y los gritos aterradores aturdían a Kaede. "Fujiwara se está abrasando vivo y todos sus tesoros se están quemando", pensó casi fuera de sí. Le pareció oír los chillidos de Kumiko, que procedían desde el interior de la casa arrasada por las llamas, y deseó poder hacer algo para salvarla; pero cuando se disponía a encaminarse a la vivienda Shizuka tiró de ella hacia atrás.
--¡Estás ardiendo!
Kaede soltó el sable y se llevó las manos, inútilmente, a la cabeza. Las llamas se extendían por su cabello engrasado con aceite.
Llegó la puesta de sol y la luna se elevó sobre el mar en calma dejando una estela de plata por la que avanzaba nuestra flota. El astro de la noche brillaba con intensidad y se distinguía con nitidez la cadena de montañas que jalonaba la costa que acabábamos de abandonar. La marea se agitaba bajo el casco de las naves y las velas ondeaban en la brisa. Los remos caían sobre el agua con ritmo acompasado.
Llegamos a Oshima en las primeras horas de la mañana. Una bruma blanquecina emergía desde la superficie del mar y Fumio me explicó que persistiría varias noches más, mientras el aire se fuera enfriando. Aquel ambiente nebuloso resultaba perfecto para nuestros planes. Pasamos el día en la isla y lo dedicamos a abastecer las naves con provisiones procedentes de los almacenes de los piratas; también subieron a bordo más hombres de los Terada, equipados con espadas, cuchillos y otro tipo de armas que yo jamás había visto.
A media tarde nos dirigimos al santuario e hicimos ofrendas a Ebisu y a Hachiman, al tiempo que elevamos plegarias para que el mar estuviera en calma y lográramos derrotar a nuestros enemigos. Los sacerdotes nos entregaron caracolas, una por barco, y nos ofrecieron auspicios de buena fortuna que animaron a los hombres, aunque Fumio se tomaba todo aquello con cierto escepticismo y daba palmadas a su arma de fuego mientras afirmaba:
--Esto sí que nos traerá buena suerte.
Mientras tanto, a mí no me importaba rezar a cualquier dios, pues sabía que simplemente se trataba de diferentes rostros, creados por los hombres, de la verdad indivisible.
La luna casi llena se elevaba por encima de las montañas cuando zarpamos en dirección a Hagi. Esta vez Kenji, Taku y yo viajamos con Ryoma en su barca, más rápida y de menor tamaño. Dejé a Zenko al cuidado de Fumio, después de explicar a éste el parentesco del muchacho y hacerle ver la importancia de mantener con vida al hijo de Arai. Justo antes del amanecer la bruma comenzó a formarse sobre el agua y nos fue envolviendo a medida que nos acercábamos a la ciudad dormida. Desde el otro lado de la bahía escuchaba el canto de los primeros gallos y las campanas de los templos de Tokoji y Daishoin.
Mi plan consistía en dirigirnos directamente al castillo. No deseaba destruir mi ciudad ni someter al clan Otori a un baño de sangre. Pensé que si podíamos matar o capturar a los señores de los Otori inmediatamente, lo más probable era que el clan se pusiera de mi lado en lugar de enfrentarse entre sí. Lo mismo opinaban los guerreros Otori que me acompañaban. Muchos de ellos me habían suplicado que les permitiera escoltarme y tomar parte directa en la venganza, pues se habían sentido ultrajados por los señores del clan, habían sufrido agravios y deslealtades. Pero mi objetivo era penetrar en el castillo en secreto y silenciosamente. Sólo llevaría conmigo a Kenji y a Taku, y colocaría a mis hombres al mando de Terada.
El viejo pirata se encontraba embargado por la emoción ante la idea de ajustar las cuentas que tenía pendientes desde hacía tanto tiempo. Yo le había dado instrucciones: los barcos debían permanecer alejados de la costa hasta la madrugada. Entonces, sonarían las caracolas y las naves avanzarían a través de la bruma. El resto, dependía de él. Yo abrigaba la esperanza de convencer a la ciudad para que se rindiera; de no ser así, lucharíamos por las calles hasta llegar al puente y lo dejaríamos libre para permitir el paso al ejército de Arai.
El castillo estaba construido sobre un promontorio situado entre el río y el océano. Yo sabía, por el día de mi adopción, que la residencia se hallaba en el costado que daba al mar, donde un muro, según decían inexpugnable, se elevaba directamente desde el agua.
Kenji y Taku llevaban consigo garfios y otras armas propias de la Tribu. Yo iba armado con cuchillos arrojadizos, una espada corta y mi sable, Jato.
La luna desapareció y la bruma se tornó más densa. La barca flotaba en silencio en dirección a la costa y llegó hasta la muralla de piedra con un mínimo sonido. Uno a uno, nos colocamos junto al muro y nos hicimos invisibles. Escuché pisadas por encima de nuestras cabezas y
una voz gritó:
--¿Quién está ahí? ¡Dad vuestro nombre!
Ryoma contestó en el dialecto de los pescadores de Hagi:
--Estoy solo. Me he perdido con esta dichosa niebla.
--Te habrás emborrachado, más bien -replicó otro de los centinelas-. ¡Largo de aquí! Si volvemos a verte cuando la niebla desaparezca, te clavaremos una flecha.
El sonido del remo se fue apagando. Di un pequeño silbido a Kenji y Taku -no podía distinguir a ninguno de ellos-, y los tres comenzamos a escalar. El proceso fue lento; el muro, bañado dos veces al día por la marea, estaba recubierto de algas y resultaba de lo más resbaladizo. Centímetro a centímetro, fuimos ascendiendo los tres y finalmente llegamos a lo más alto. Un último grillo de otoño chirrió y al instante se quedó en silencio. Kenji respondió con otro chirrido. Escuché a los guardias, que conversaban en el extremo más alejado de la muralla. Junto a ellos ardían una lámpara de aceite y un brasero. Más allá se encontraba la residencia donde los señores de los Otori, sus lacayos y sus familias estarían durmiendo.
Sólo oía dos voces, y esto fue algo que me sorprendió. Lo lógico hubiera sido encontrar más centinelas, pero por la conversación de aquellos guardias deduje que todos los hombres disponibles habían sido apostados en el puente y a lo largo del río para anticiparse al ataque de Arai.
--¡Ojalá ya nos hubiera derrotado! -gruñó uno de ellos-. La espera se hace insoportable.
--Arai debe de saber la poca comida que hay en la ciudad -replicó el otro-. Lo más probable es que piense que puede forzarnos a morir de hambre.
--Más vale tenerle ahí fuera que aquí dentro.
--Disfruta mientras puedas. Si Arai se hace con el control de la ciudad, habrá una matanza. El mismísimo Takeo huyó y se adentró en un tifón con tal de no enfrentarse con él.
Estiré el brazo para encontrar a Taku y acerqué su cabeza a la mía.
--Salta al otro lado del muro -le susurré al oído-. Distráeles mientras nosotros los atacamos por la espalda. Noté que asentía con la cabeza y escuché un sonido casi imperceptible mientras se alejaba. Kenji y yo le seguimos por encima del muro. Bajo el resplandor del brasero observé una pequeña sombra. Se movió trémulamente sobre el suelo y, después, aquella silueta silenciosa, que recordaba a un fantasma, se dividió en dos.
--¿Qué ha sido eso? -dijo asustado uno de los guardias.
Ambos se habían puesto en pie y miraban fijamente las dos imágenes de Taku. Kenji y yo lo tuvimos muy fácil: cada uno se encargó de un centinela, al que matamos sin hacer el más mínimo ruido.
Los guardias acababan de hacer té, de modo que bebimos un poco mientras esperábamos la primera luz del día. El cielo fue palideciendo poco a poco. Cuando las caracolas empezaron a sonar, el vello de la nuca se me erizó. Desde la costa, los perros ladraron en respuesta.
La actividad estalló en la residencia; escuché pisadas y exclamaciones de sorpresa, pero también percibí que aún no había cundido la alarma. Las persianas se abrieron y las puertas correderas se deslizaron. Un grupo de guardias salió corriendo, seguidos por Shoichi y Masahiro, todavía cubiertos con ropas de dormir pero empuñando sus sables.
Se pararon en seco cuando me vieron caminar hacia ellos a través de la bruma, con Jato en la mano. A mis espaldas aparecían los primeros barcos; las caracolas sonaron otra vez desde el agua y el sonido hizo eco en las montañas que rodeaban la bahía.
Masahiro dio un paso atrás.
--¿Shigeru? -preguntó, ahogando un grito.
Su hermano mayor palideció. Estaban viendo al hombre al que habían intentado asesinar; vieron el sable Otori en su mano y el terror los embargó.
Dije en voz alta:
--Soy Otori Takeo, nieto de Shigemori, sobrino e hijo adoptivo de Shigeru. Os considero responsables de la muerte del legítimo heredero del clan Otori. Enviasteis a Shintaro a asesinarle; cuando falló, conspirasteis con Ilida Sadamu para acabar con él. Ilida ya ha pagado con su vida. Ahora os toca a vosotros.
Yo era consciente de que Kenji se encontraba detrás de mí, sable en mano, y abrigué la esperanza de que Taku se mantuviera en estado invisible. En ningún momento aparté los ojos de los hombres que tenía enfrente.
Shoichi intentó recobrar la compostura.
--Tu adopción fue ilegal. No tienes derecho a afirmar que tienes sangre Otori ni a llevar ese sable. No te reconocemos -llamó a los lacayos-. ¡Matadle!
Jato pareció temblar en mis manos al tiempo que cobraba vida. Yo estaba preparado para enfrentarme a un ataque por parte de los guerreros, pero ninguno se movió. La expresión de Shoichi cambió de repente al comprender que tendría que enfrentarse conmigo él solo.
--No deseo dividir el clan -dije-. Sólo quiero vuestras cabezas.
Consideré que ya les había advertido lo suficiente y notaba que Jato estaba sediento de sangre. Era como si el espíritu de Shigeru se hubiera apropiado de mi cuerpo y se dispusiera a llevar a cabo su venganza.
Shoichi se encontraba más cerca de mí que su hermano; además, era más hábil que éste con la espada. Primero me libraría de él. Ambos habían sido buenos luchadores, pero ahora eran ancianos que rondaban los cincuenta años y no llevaban armadura. En cambio, yo me encontraba en mi mejor momento en cuanto a forma física y velocidad, debido a las batallas que me había visto obligado a librar. Maté a Shoichi con un golpe en el cuello que le cortó en diagonal. Masahiro saltó hacia mí por la espalda, pero Kenji paró el golpe con su espada y, cuando me giré para enfrentarme a mi oponente, vi que el miedo le distorsionaba el rostro. Blandiendo mi sable, le fui empujando hacia el muro. Escapó a todos mis ataques, pero no mantenía la concentración suficiente. Volvió a llamar a sus hombres, mas ninguno de ellos se movió.
Los primeros barcos se encontraban a corta distancia de la costa. Masahiro volvió la cabeza para mirarlos, la giró hacia mí de nuevo y vio cómo Jato descendía sobre él. Hizo un movimiento desesperado para esquivarlo y cayó por encima del muro en dirección al mar.
Furioso porque se me había escapado, estaba a punto de saltar tras él cuando su hijo, Yoshitomi, mi antiguo enemigo del pabellón de entrenamiento, llegó corriendo desde la residencia seguido por un puñado de hermanos y primos. Ninguno de ellos pasaba de los veinte años.
--Yo lucharé contigo, hechicero -gritó Yoshitomi-. Veremos si eres capaz de combatir como un guerrero.
Yo me encontraba en un estado casi de exaltación, y Jato, una vez que había probado la sangre, pareció enloquecer y empezó a moverse a la velocidad del rayo. Cuando me enfrentaba a varios enemigos a la vez, Kenji se colocaba a mi lado. Sentí lástima porque aquellos hombres tan jóvenes tuvieran que morir, pero al mismo tiempo me alegraba de que pagaran por la traición de sus progenitores. Cuando por fin pude volver mi atención hacia Masahiro, vi que había salido a la superficie cerca de una pequeña embarcación situada delante de la flota de naves. Era la barca de Ryoma. Agarrando a su padre por el cabello, el joven tiró de él hacia arriba y le cortó la garganta con uno de los cuchillos que los pescadores utilizan para destripar el pescado. Fueran cuales fuesen los crímenes de Masahiro, aquel final fue mucho más terrible del que yo podía haber imaginado para él: la muerte a manos de su propio hijo mientras, aterrorizado, intentaba escapar.
Me giré para mirar al grupo de lacayos.
--Tengo una enorme tropa de hombres en aquellas naves y el señor Arai y yo hemos sellado una alianza. No deseo pelear con ninguno de vosotros. Os doy permiso para quitaros la vida si así lo deseáis; también podéis pasar a mi servicio o bien enfrentaros uno a uno conmigo en este mismo momento. He cumplido mi deber para con el señor Shigeru, me he limitado a hacer lo que él me ordenó.
Yo aún sentía el espíritu de mi padre adoptivo en mi interior,
Uno de los hombres de más edad dio un paso adelante. Recordaba su cara, pero no su nombre.
--Soy Endo Chikara. Muchos de nosotros tenemos hijos y sobrinos que ya se han unido a vuestra causa. No deseamos enfrentarnos a ellos. Habéis cumplido con vuestro deber por derecho propio, de manera justa y honorable. Por el bien del clan, estoy preparado y deseoso de serviros, señor Otori.
Acto seguido, Endo se arrodilló y, uno a uno, los demás lacayos le imitaron. A continuación, Kenji y yo recorrimos la residencia y apostamos guardias ante los aposentos de las mujeres y los niños. Yo confiaba en que éstas se quitaran la vida; más tarde decidiría qué hacer con los niños. Comprobamos todos los rincones secretos y encontramos varios espías escondidos. Algunos eran Kikuta, pero ni en la residencia ni en el castillo había señal alguna de Kotaro, quien, según le habían dicho a Kenji, se hallaba en Hagi.
Endo me acompañó al castillo. El capitán de la guardia también sintió alivio ante la posibilidad de rendirse ante mí; se llamaba Miyoshi Satoru y era el padre de Kahei y Gemba. Una vez que nos hubimos asegurado de la fidelidad de la fortaleza, las naves llegaron a la costa y los hombres desembarcaron para recorrer la ciudad, calle por calle.
La toma del castillo, que yo había considerado como la parte más difícil de mi plan, resultó ser la menos complicada. A pesar de la rendición de los guerreros, buena parte de la ciudad se negó a claudicar pacíficamente. El caos estalló en las calles; la población intentaba huir, pero no había dónde acudir. Terada y sus hombres tenían sus propias cuentas que saldar y surgieron bolsas de obcecada resistencia que tuvimos que vencer librando feroces ataques cuerpo a cuerpo.
Por fin, llegamos a la orilla izquierda del río, no lejos del puente de piedra. A juzgar por la posición del sol, debía de ser media tarde. La neblina se había disipado tiempo atrás, pero el humo de las casas en llamas pendía sobre las aguas. En la orilla contraria, el escaso follaje de los arces mostraba un rojo intenso; los sauces que bordeaban el agua se veían amarillentos y dejaban caer sus hojas, que eran arrastradas por los remolinos. En los jardines florecían los crisantemos tardíos. En la distancia divisé la presa y las tapias con techumbre de tejas que bordeaban la orilla.
"Allí está mi casa", pensé. "Esta noche dormiré en ella".
El río estaba atestado de hombres que nadaban y de pequeñas embarcaciones cargadas hasta los topes. Una larga fila de soldados avanzaba hacia el puente.
Kenji yTaku seguían a mi lado; el niño se mostraba silencioso, asustado por los horrores del combate. Nos quedamos mirando la lastimosa escena que teníamos ante nuestros ojos, los restos del derrotado ejército de los Otori. Sentí compasión por los soldados y también furia hacia sus señores por haberlos desorientado y traicionado, dejándolos solos ante el peligro de aquella desesperada acción de retaguardia mientras que ellos dormían plácidamente en el castillo de Hagi.
Fumio y yo nos habíamos separado, pero vi que estaba en el puente con unos cuantos de sus hombres. Parecían discutir con un grupo de capitanes de los Otori. Nos acercamos a ellos. Zenko se encontraba con Fumio y sonrió a Taku por un instante. Ambos hermanos permanecieron codo con codo, sin pronunciar palabra.
--Éste es el señor Otori Takeo -dijo Fumio a los hombres cuando me aproximé-. El castillo se ha rendido ante él. Él mismo os lo explicará -Fumio se giró hacia mí-.Quieren destruir el puente y prepararse para el asedio. No creen en la alianza con Arai, pues han estado luchando contra él durante la última semana. Los persigue muy de cerca y dicen que su única esperanza es derrumbar el puente de inmediato.
Me quité el yelmo para que me vieran la cara y, al instante, se hincaron de rodillas.
--Arai me ha jurado su apoyo-dije-. La alianza es verdadera. Una vez que sepa que la ciudad se ha rendido, dejará de atacar.
--Destruyamos el puente de todas formas -propuso el caudillo de los capitanes.
Me acordé del fantasma del cantero enterrado vivo en el interior del puente construido por él mismo y de la inscripción que Shigeru me había leído: "El clan Otori da la bienvenida a los justos y los leales. Que los injustos y los desleales sean precavidos". Yo no deseaba destrozar una construcción tan hermosa y, además, no veía cómo podrían desmantelar el puente a tiempo.
--No, dejadlo como está -repliqué-. Respondo por la fidelidad del señor Arai. Decidles a vuestros hombres que no tienen nada que temer si se rinden ante mí y me aceptan como su señor.
Endo y Miyoshi se acercaron a lomos de sendos caballos y los envié a llevar el mensaje a los soldados Otori. Poco a poco, la confusión reinante fue desapareciendo. Despejamos el puente y Endo se dirigió cabalgando hasta el otro extremo del viaducto para organizar un regreso ordenado a la ciudad. Muchos hombres se tranquilizaron hasta tal punto con mi mensaje que se pararon a descansar allí mismo, mientras otros decidieron marcharse a casa y tomaron rumbo hacia sus granjas o viviendas.
Miyoshi dijo:
--Debéis recibir al señor Arai a lomos de un caballo, señor Takeo.
Y me entregó su montura, un hermoso corcel negro que me recordó a Aoi. Entonces, atravesé el puente para hablar con los hombres que se encontraban en el otro extremo, quienes estallaron en vítores; después, regresé junto a Endo. Cuando las aclamaciones se aplacaron, escuché el sonido distante del ejército de Arai, que se aproximaba: los cascos de caballo y las fuertes pisadas de los soldados de a pie.
Descendían por el valle con los estandartes de Kumamoto y Seishuu desplegados y, en la distancia, recordaban a una hilera de hormigas. Según se acercaban, divisé a Arai a la cabeza de la tropa, montado en un caballo castaño; llevaba un yelmo con cornamenta y una coraza adornada de rojo.
Me incliné hacia abajo y le dije a Kenji:
--Debería ir a recibirle.
Kenji frunció el ceño mientras observaba el otro lado del río.
--Algo va mal -dijo con calma.
--¿Cómo dices?
--No estoy seguro, pero no bajes la guardia. No cruces el puente.
Mientras yo apremiaba a mi caballo hacia delante, Endo me dijo:
--Soy el lacayo principal del clan Otori. Permitidme llevar al señor Arai la noticia de nuestra rendición ante vos.
--Muy bien -aprobé-. Di le que acampe a sus tropas en aquel lado del río y tráele a la ciudad. Entonces podremos declarar la paz sin más derramamiento de sangre.
Endo avanzó cabalgando por el puente. Arai se detuvo y esperó en el extremo opuesto. Se encontraba el primero a medio camino del viaducto cuando Arai levantó la mano, mostrando el negro abanico de combate.
Se produjo un momento de tenso silencio. Zenko gritó a mi lado:
--¡Están preparando los arcos!
Arai dejó caer el abanico.
A pesar de que aquello estaba sucediendo ante mis propios ojos, no podía dar crédito a lo que veía. Durante unos instantes me quedé mirando a lo lejos con incredulidad, a medida que las flechas empezaban a llover sobre nosotros. Endo fue el primero en sucumbir y los hombres situados en la orilla, desarmados y desprevenidos, empezaron a caer como ciervos ante el cazador.
--¡Ya está! -dijo Kenji, desenvainando el sable-. Eso era lo que iba mal.
Yo ya había sido traicionado otra vez por el propio Kenji y por la Tribu. Pero esta traición procedía de un guerrero a quien yo había jurado mi fidelidad. ¿Para eso había matado a Jo-An? Ante tamaño ultraje, la furia me embargó y los ojos se me inyectaron en sangre. Había tomado el control del castillo, que según decían era inexpugnable; había mantenido a salvo el puente y pacificado a los hombres. También había entregado mi ciudad a Arai como un caqui maduro y, con ella, los Tres Países.
Los perros aullaban en la distancia y su lamento recordaba al de mi propia alma.
Arai avanzó a caballo por el puente e hizo un alto a medio camino. Al verme, se quitó el yelmo. Era un gesto de burla. Estaba saboreando su poder, su victoria.
--Gracias, Otori -exclamó en ese mismo momento con un grito-. ¡Buen trabajo! ¿Te rendirás ahora o prefieres que luchemos?
--Puede que gobernéis sobre los Tres Países -le contesté a voz en grito-, pero vuestra falsedad será recordada más allá de vuestra muerte.
Sabía que estaba a punto de librar mi última batalla y, como era de esperar, sería contra Arai. Pero nunca había pensado que sería tan pronto.
--No habrá nadie para contarla -se burló Arai en respuesta-. Tengo la intención de eliminar al clan Otori de una vez por todas.
Me incliné hacia delante, agarré a Zenko y tiré de él con fuerza hasta sentarlo a lomos de mi caballo, delante de mí. Tomé en mis manos la espada corta y la coloqué junto al cuello del muchacho.
--Tengo a tus dos hijos, ¿acaso vas a condenarlos a muerte? Te juro que mataré a Zenko en este instante y a Taku después, antes de que puedas alcanzarme. ¡Ordena detener tu ataque!
El rostro de Arai cambió de expresión y empalideció.
Taku seguía de pie, inmóvil, al lado de Kenji. Zenko tampoco se movió. Ambos miraban fijamente al padre que apenas habían conocido.
Entonces, Arai endureció el gesto y soltó una sonora carcajada.
--Te conozco, Takeo. Sé de tu debilidad. No fuiste educado como guerrero, veamos si eres capaz de matar a un niño.
Yo debería haber actuado de inmediato y con crueldad, pero no lo hice. Arai se volvió a reír.
--¡Suéltale! -gritó-. ¡Zenko, ven aquí!
Fumio me llamó en voz baja:
--Takeo, ¿disparo contra él?
No recuerdo si llegué a responderle. Tampoco me acuerdo de haber soltado a Zenko. Escuché el disparo del arma de fuego y vi cómo Arai saltaba hacia atrás en su montura cuando la bala le atravesó la coraza por encima del corazón. A medida que el caballo retrocedía, los hombres que rodeaban a Arai prorrumpieron en gritos de rabia y de horror y empezaron a cargar contra mis tropas. Zenko chillaba, aterrorizado. Entonces, con un rugido descomunal, la tierra estalló a nuestros pies.
Los arces de la otra orilla se elevaron por los aires y, al desplomarse, rodaron ladera abajo. A su paso, arrastraron al ejército de Arai, aplastándolo contra las rocas y el suelo y empujándolo hacia el río.
Mi caballo retrocedió presa del pánico, y cuando huía del puente a toda velocidad me tiró al suelo. Mientras me incorporaba, conmocionado por el golpe, el puente emitió un gemido que pareció humano. La hermosa construcción de piedra siguió lamentándose mientras se esforzaba por mantenerse en pie, pero instantes después se desmoronó y arrastró consigo a todos cuantos se encontraban encima. A continuación, el río pareció enloquecer. Desde la confluencia situada corriente arriba llegó un aluvión de aguas pardas que se desbordaron por la orilla que daba a la ciudad, arrastrando a su paso barcas y animales. La turbulenta corriente se trasladó a la orilla contraria, donde barrió lo que quedaba de ambos ejércitos. A su paso, destrozaban las barcas como si fueran palillos para comer y ahogaban a hombres y animales, empujando sus cadáveres en dirección al mar.
La tierra tembló ferozmente otra vez y a mis espaldas escuché el estruendo de casas que se derrumbaban. La cabeza me daba vueltas. Una gigantesca nube de polvo cubría el aire y en el estrépito los sonidos se confundían, por lo que no era capaz de distinguir su procedencia. Supe en todo momento que Kenji se encontraba a mi lado y que Taku estaba arrodillado junto a su hermano, quien también había caído cuando mi caballo retrocedió. A través de la neblina pude distinguir que Fumio se aproximaba hacia mí empuñando el arma de fuego con una mano.
Yo temblaba a causa de los sentimientos dispares que me embargaban; sentía una especie de euforia, de exaltación. Reconocía cuan insignificantes éramos los humanos frente a las grandes fuerzas de la naturaleza, al tiempo que daba gracias al cielo, a los dioses en los que yo decía no creer, quienes una vez más me habían librado de la muerte.
Mi última batalla había empezado y terminado en cuestión de minutos. Ya no pensaba yo en más combates; ahora mi única preocupación era salvar la ciudad del fuego devastador.
Buena parte del terreno que rodeaba el castillo quedó arrasada por las llamas. La propia fortaleza sucumbió tras el segundo temblor de tierra y mató a las mujeres y niños que allí se encontraban. Yo sentí cierto alivio, la verdad, pues sabía que no podía permitirles seguir con vida; pero me sentía incapaz de ordenar su muerte. Ryoma también murió entonces, pues su barca fue aplastada por las piedras que se desplomaron sobre el mar. Cuando días más tarde la marea arrastró su cuerpo a la costa, hice que le enterraran en Daishoin junto a los señores Otori y mandé esculpir su nombre en la lápida.
Los días siguientes apenas probé alimento y me resultaba casi imposible conciliar el sueño. Con la ayuda de Miyoshi y de Kenji organicé cuadrillas con los supervivientes para que retirasen los escombros, enterrasen a los muertos y atendieran a los heridos. Durante las largas y penosas jornadas de trabajo en cooperación y de sufrimiento compartido, las heridas abiertas entre los miembros del clan se fueron cauterizando. La opinión generalizada era que el terremoto había sido un castigo enviado desde el cielo por la traición de Arai. Y el cielo había demostrado que me favorecía. Yo era el hijo adoptivo de Shigeru y su sobrino por sangre; estaba en posesión de su sable, me parecía a él y había vengado su muerte. El clan me aceptó sin reservas como su legítimo heredero. Yo desconocía en aquel momento cuál sería la situación en el resto de las tierras. Los terremotos habían hecho estragos en gran parte de los Tres Países, pero no tuvimos noticias de otras ciudades. Yo era consciente de la inmensa tarea que tenía por delante: por un lado, restaurar la paz y, por otro, evitar que el siguiente invierno la población muriese de hambre.
La noche del terremoto no dormí en casa de Shigeru, ni tampoco los días siguientes. No me encontraba con fuerzas para acercarme hasta allí, por si la vivienda hubiera sido destruida. Me instalé con Miyoshi en lo que quedaba de su residencia, que había sufrido cuantiosos daños. Pero unos cuatro días después del seísmo, Kenji se acercó a mí por la noche, después de la cena, y me comunicó que alguien venía a verme. Mostraba una amplia sonrisa, por lo que en un primer momento pensé que podría ser Shizuka con un mensaje de Kaede.
Eran Chiyo y Haruka, las criadas de casa de Shigeru. Parecían débiles y agotadas y, cuando me vieron, temí que Chiyo muriera de la emoción. Ambas se arrodillaron a mis pies, pero hice que se levantaran y abracé a Chiyo mientras las lágrimas le surcaban el rostro. Ninguno de nosotros logró articular palabra.
Por fin, Chiyo dijo:
--Vuelve, señor Takeo. Tu casa te está esperando.
--¿Sigue en pie?
--El jardín está destrozado, porque el río lo anegó; pero la vivienda se conserva casi intacta. La prepararemos para ti.
--Iré mañana al atardecer -prometí.
--¿Vendréis también, señor? -preguntó entonces Chiyo a Kenji.
--Casi como en los viejos tiempos -respondió él sonriendo, aunque todos sabíamos que nunca sería lo mismo.
Al día siguiente, Kenji y yo, acompañados por Taku y varios guardias, fuimos caminando por aquella calle que me resultaba tan familiar. No llevé a Zenko, pues las circunstancias en las que murió Arai habían perturbado a su hijo mayor en gran medida. Yo estaba preocupado por él y lamentaba la confusión y el sufrimiento del muchacho; pero no tenía tiempo para dedicarle. Sospechaba que Zenko creía que su padre había muerto de manera innoble y que me acusaba de ello. Tal vez incluso me despreciara porque le hubiera permitido a él seguir con vida. Lo cierto es que yo no sabía qué trato darle: el de heredero de un poderoso señor de la guerra o el de hijo del hombre que me había traicionado. Pensé que lo mejor sería mantenerle apartado de mi vista por el momento y ponerle al servicio de la familia de Endo Chikara. Yo aún abrigaba la esperanza de que su madre, Shizuka, estuviera viva; cuando regresara, hablaríamos sobre el futuro de su hijo. Con respecto a Taku, no albergaba yo duda alguna. Le mantendría a mi lado, sería el primero de los niños espías que había soñado con entrenar y poner a mi servicio.
El distrito que rodeaba mi antigua vivienda apenas había sido tocado por el terremoto y los pájaros cantaban alegremente en los jardines. A medida que lo atravesábamos, yo recordaba cómo tiempo atrás había esperado escuchar la melodía del río según me aproximaba a la casa y me vino a la memoria la primera vez que había visto a Kenji en la esquina de la tapia. Ahora la melodía sonaba diferente; el torrente estaba atascado; la cascada, seca; pero el río aún lamía el muelle y el muro exterior de la vivienda.
Haruka había colocado las últimas flores silvestres y unos cuantos crisantemos en cubos situados a la puerta de la cocina, como de costumbre, y su intenso aroma de otoño se mezclaba con el olor a barro y a putrefacción de las aguas del río. El jardín estaba en ruinas y los peces de los estanques, muertos; pero Chiyo había lavado y pulido el suelo de ruiseñor. Cuando lo pisamos, arrancó a cantar bajo nuestros pies.
Las estancias de la planta inferior habían sido alcanzadas por el agua y el barro; Chiyo ya había comenzado a vaciarlas y se empezaban a reemplazar las esteras. Pero la sala de la planta de arriba estaba intacta. La anciana la había limpiado a conciencia hasta otorgarle el mismo aspecto que tenía la primera vez que la vi, el día que me enamoré de aquella casa.
Chiyo se disculpó por no poder ofrecerme agua caliente para el baño, pero nos lavamos con agua fría. La anciana se las ingenió para encontrar comida y nos preparó varios platos, así como unas cuantas frascas de vino. Comimos en la sala de arriba, como antaño hubiéramos hecho con tanta frecuencia, y Kenji hacía reír a Taku contándole lo mal estudiante y lo desobediente que había sido yo -imposible, decía-. Me embargaba una mezcla casi insoportable de lástima y de alegría, y cuando sonreía, lo hacía con lágrimas en los ojos. Pero, a pesar de mi congoja, el espíritu de Shigeru se encontraba en paz. Me parecía ver su sereno espíritu en la sala, con nosotros, mostrando su sonrisa franca. Sus asesinos estaban muertos y Jato había regresado a casa.
Por fin, Taku se quedó dormido, y Kenji y yo compartimos otra frasca de vino mientras observábamos cómo la luna se desplazaba por encima del jardín. La noche era fría; probablemente helaría. Cerramos las persianas antes de irnos a dormir. Pasé la noche inquieto, sin duda a causa del vino, y me desperté justo antes del alba, pensando que había oído un sonido extraño.
En la casa reinaba el silencio. Sólo se escuchaba la respiración de Kenji y Taku, dormidos a mi lado, y la de Chiyo y Haruka, en la habitación de la planta inferior. Habíamos apostado varios guardias en la puerta y con ellos había un par de perros. Me pareció escuchar la conversación en voz baja de los centinelas. Era posible que fueran ellos quienes me habían despertado.
Me tumbé y agucé el oído durante un rato. La sala empezó a iluminarse a medida que amanecía. Decidí que no ocurría nada inusual y que ¡ría a las letrinas antes de intentar conciliar el sueño durante un par de horas más. Me levanté sin hacer ruido y bajé las escaleras lentamente; abrí la puerta corredera y salí al jardín.
No me molesté en enmascarar mis pasos, pero en cuanto el suelo empezó a cantar caí en la cuenta de lo que había oído con anterioridad: una ligera pisada sobre las tablas. Alguien había intentado entrar en la casa y el suelo de ruiseñor le había disuadido. ¿Dónde estaría ahora el intruso?
Estaba yo pensando: "Tengo que despertar a Kenji, hacerme al menos con un arma", cuando de repente el maestro Kotaro emergió del jardín cubierto por la bruma y se plantó frente a mí.
Hasta aquella noche, sólo le había visto con viejas ropas azuladas y desvaídas, el disfraz que solía utilizar en sus viajes. Ahora vestía el negro atuendo de combate de la Tribu y el inmenso poder que habitualmente mantenía oculto quedaba revelado en su ademán y en su rostro. El maestro Kikuta, experto, cruel e implacable, era la encarnación de la hostilidad que la Tribu sentía hacia mí.
Kotaro dijo:
--Tengo entendido que tu vida ya no me pertenece.
--Rompiste el vínculo que nos unía al ordenar a Akio que me matara -repliqué yo-. Fue entonces cuando quedaron anulados todos nuestros compromisos. Además, no tenías derecho a demandar nada de mí cuando nunca me dijiste que eras tú quien mató a mi padre.
Kotaro sonrió con desprecio.
--Tienes razón, yo maté a Isamu -convino él-. Ahora sé qué le hizo ser desobediente a él también: la sangre Otori que ambos compartíais.
Kotaro se llevó la mano a la casaca y yo me moví con rapidez, pensando que iba a sacar un cuchillo para atacarme; pero lo que él sujetaba en la mano era un palo de pequeño tamaño.
--Teníamos que elegir y yo saqué esta vara -dijo-. Obedecí las órdenes de la Tribu, a pesar de que Isamu y yo éramos primos y amigos, y aunque él se negó a defenderse. En eso consiste la auténtica obediencia.
Kotaro me clavaba los ojos en la cara, con la esperanza de sumirme en el sueño de los Kikuta; yo tenía la seguridad de poder soportar su mirada, pero tampoco creía que pudiera hacerle dormir, como aquella vez en Matsue. Nos sostuvimos la mirada el uno al otro durante un rato y ninguno de los dos logró imponerse.
--Le asesinaste -le acusé-. También contribuiste a la muerte de Shigeru. ¿Y de qué sirvió la muerte de Yuki?
Kotaro siseó con impaciencia de aquella forma que yo recordaba y, rápido como el rayo, arrojó la varita al suelo y sacó un puñal. Yo salté hacia un lado, al tiempo que gritaba con todas mis fuerzas. No me hacía ilusiones sobre mi habilidad para enfrentarme a él solo y desarmado. Tendría que luchar con mis propias manos, como en su día había hecho con Akio, hasta que alguien acudiera en mi ayuda.
Kotaro se plantó a mi lado de un salto, esgrimiendo el puñal, y con un movimiento fulminante se colocó detrás de mí para agarrarme por el cuello; pero yo, que había previsto sus intenciones, me desembaracé de su brazo, giré con rapidez y le propiné una fuerte patada en la espalda. Le alcancé justo encima del riñon y oí cómo Kotaro gruñía de dolor. Entonces, de un salto me subí encima de su espalda y, con la mano derecha, le golpeé en el cuello.
Kotaro impulsó el puñal hacia arriba y la hoja atravesó el puño de mi mano derecha. Me arrancó de cuajo los dedos meñique y anular y me cruzó la palma de lado a lado, provocándome una profunda hendidura. Era la primera herida importante que sufría y el dolor era terrible, el peor que jamás había experimentado. Me hice invisible durante un momento, pero la sangre, que caía a chorros sobre el suelo de ruiseñor, me delataba. Volví a gritar a pleno pulmón, llamando a Kenji y a los guardias, y acto seguido me desdoblé. Mi segunda imagen salió rodando por el suelo mientras que intenté propinar un puñetazo a Kotaro con la mano izquierda.
Ladeó la cabeza para esquivar el golpe y entonces le pegué una patada en la mano que sujetaba el cuchillo. Con increíble velocidad, dio un prodigioso salto y, aún en el aire, trató de patearme la cabeza. Esquivé la patada justo a tiempo y, cuando Kotaro cayó al suelo, salté hacia arriba haciendo un esfuerzo por ignorar la conmoción y el dolor que el ataque de mi adversario me había producido, pues temía que si me rendía ante ellos, aunque sólo fuera por un momento, podía morir. Me disponía a atacarle de forma parecida, cuando escuché que alguien abría la ventana de la sala superior y vi cómo un pequeño cuerpo invisible era lanzado desde lo alto.
A Kotaro le pilló desprevenido y escuchó el sonido segundos más tarde. En ese momento, ya sabía yo que era Taku. Pegué otro salto para amortiguar su caída, pero dio la impresión de desplomarse casi directamente sobre Kotaro, lo que le distrajo por unos momentos. Aún en el aire, me giré y alargué una pierna, con la que propiné una fuerte patada en el cuello al maestro Kikuta.
Cuando puse los pies en tierra, Kenji gritó desde arriba:
--¡Takeo, aquí!
Entonces, me lanzó a Jato. Agarré mi sable con la mano izquierda. Kotaro asió a Taku, le elevó por encima de su cabeza y le lanzó con fuerza en dirección al jardín. Escuché cómo el niño ahogaba un grito al caer sobre el suelo.
Blandí a Jato en el aire, pero mi mano derecha sangraba a borbotones y la hoja cayó sin la fuerza suficiente. Fallé el golpe y al mismo tiempo Kotaro se hizo invisible. Ahora que yo estaba armado, se mostraba más precavido. Tuve un momento de respiro, que aproveché para arrancarme el fajín y envolvérmelo alrededor de la mano, empapada de sangre.
Kenji saltó desde la ventana de la planta superior y aterrizó de pie, como un gato; al instante, se hizo invisible. Yo podía discernir vagamente a los dos maestros y, naturalmente, ellos se veían el uno al otro. Yo había luchado junto a Kenji con anterioridad y sabía lo verdaderamente peligroso que podía llegar a ser, pero me di cuenta de que nunca antes le había visto combatir contra nadie que tuviera dotes parecidas a las suyas. Kenji blandía una espada corta, de mayor tamaño que el puñal de Kotaro, lo que le daba una ligera ventaja; pero éste, además de excelente espadachín, actuaba movido por la fuerza que otorga la desesperación. Con compás trepidante, armas blancas en ristre, ambos se desplazaban de un lado a otro del suelo de ruiseñor, que gritaba bajo sus pies. Por un instante Kotaro perdió el paso, pero cuando Kenji se acercó recobró el equilibrio y le propinó una patada en las costillas. Ambos se desdoblaron a la vez. Yo me lancé contra el segundo cuerpo de Kotaro mientras Kenji hacía una pirueta en el aire para alejarse de él. Kotaro se giró para enfrentarse a mí y escuché el silbante sonido de un cuchillo arrojadizo. Kenji se lo había lanzado al cuello. La primera de las hojas en forma de estrella se le clavó en la carne y percibí que la visión de Kotaro empezaba a vacilar. Tenía los ojos clavados en mi cara. En vano, hizo un último esfuerzo por clavarme el puñal, pero Jato se anticipó y encontró el camino hasta su cuello. Mientras moría, intentó maldecirme; pero tenía la tráquea cortada de lado a lado y la sangre que manaba a chorros ahogó sus palabras.
Para entonces había amanecido; cuando bajamos la mirada al cadáver de Kotaro bajo los pálidos rayos de sol, parecía difícil creer que aquel hombre de apariencia frágil hubiera gozado de semejante fortaleza física. Kenji y yo habíamos tenido que hacer enormes esfuerzos para reducirle; yo había quedado con una mano destrozada y Kenji había sufrido magulladuras y la rotura de varias costillas, según nos enteramos más tarde. Taku estaba herido y conmocionado, pero por fortuna había logrado sobrevivir. Los guardias, que llegaron corriendo ante mis gritos, se quedaron tan sobrecogidos como si un demonio nos hubiera atacado. Los perros, rabiosos, gruñían y mostraban los dientes.
Yo había perdido dos dedos y tenía una terrible herida en la palma de la mano. Una vez que el terror y el fragor de la lucha hubieron remitido, el dolor resurgió con toda su intensidad y estuve a punto de desmayarme.
Kenji dijo:
--La hoja del cuchillo debía de estar envenenada.
Tenemos que amputarte el brazo hasta el codo, para salvarte la vida.
La cabeza me daba vueltas y en un primer momento pensé que bromeaba, pero su semblante denotaba seriedad y su tono de voz me alarmó. Le hice prometerme que no lo haría. Preferiría estar muerto antes que perder lo que me quedaba de mi mano derecha. Pensé con lástima que jamás volvería a blandir un sable ni a sujetar un pincel.
Kenji me lavó la herida de inmediato, le pidió a Chiyo que trajera carbón ardiendo y, mientras los guardias se colocaban de rodillas sobre mi cuerpo para evitar que me moviera, cauterizó los muñones de mis dedos y los bordes de la herida. Entonces me vendó la mano tras aplicarme un ungüento que, según dijo, esperaba fuera un antídoto.
En efecto, la hoja estaba envenenada. Caí en una especie de infierno, atenazado por el dolor y la fiebre, y me sumí en la desesperación. A medida que pasaban los largos y atormentados días, me daba cuenta de que todos pensaban que iba a morir. Yo no lo creía, pero no me era posible hablar ni, por tanto, consolar a los que me rodeaban. Yacía en la sala de la planta superior, sudando y sin dejar de moverme agitadamente, mientras balbuceaba a los muertos, que pasaban por delante de mí. Fueron llegando a mi presencia aquellos a quienes yo había matado, y también los que habían muerto por mi causa. Contemplé a mi familia, en Mino; a los Ocultos, en Yamagata; a Shigeru e Ichiro; a los hombres que yo había asesinado siguiendo las órdenes de la Tribu; a Yuki y Amano; a Jiro; a Jo-An.
Deseaba que cobraran vida otra vez, ansiaba verlos en carne y hueso y escuchar sus voces. Uno a uno, se despidieron de mí y me abandonaron, dejándome solo y desconsolado. Anhelaba seguirlos, pero no me era posible encontrar el camino que habían tomado.
En el peor momento de mi delirio, abrí los ojos y vi a un hombre en la sala. Nunca antes le había visto, pero al instante supe que era mi padre. Vestía ropas de campesino, igual que los hombres de mi aldea, y no portaba armas. Las paredes parecieron desvanecerse y me encontré en Mino otra vez. La aldea no había ardido y los campos de arroz se veían de un verde brillante. Observé a mi padre trabajando en los campos, absorto en su labor, con actitud serena. Le seguí hasta el sendero de la montaña y nos adentramos en el bosque. Supe entonces lo mucho que le gustaba vagar por allí, entre los animales y las plantas; era lo que más me gustaba hacer a mí también.
Le vi girar la cabeza y aguzar el oído con el peculiar gesto de los Kikuta, mientras captaba algún sonido distante. Pronto reconocería los pasos de su primo y amigo, que venía a ejecutarle. Kotaro apareció en el sendero, delante de él.
Vestía las oscuras ropas de combate de la Tribu, al igual que cuando había venido a buscarme a mí. Los dos hombres se quedaron de pie, inmóviles, ante mis ojos, cada uno con su ademán característico. Allí estaba mi padre, quien había jurado no volver a matar, y el futuro maestro Kikuta, entregado a su misión de terror y de muerte.
Mientras Kotaro sacaba su puñal, yo emití un grito de advertencia. Intenté levantarme, pero unas manos me lo impidieron. La visión se desvaneció y me dejó embargado por la angustia. Sabía que no podía cambiar el pasado, pero, a pesar de la intensidad de la fiebre, era consciente de que el conflicto aún estaba por resolver. Por mucho que los hombres desearan el fin de la violencia, parecía que no podían escapar a ella. Seguiría presente para siempre, a menos que yo encontrara un camino intermedio, una forma de traer la paz, y la única que se me ocurría era reservar toda violencia para mí mismo, en el nombre de mi país y de mi pueblo. Tendría que continuar mi violento recorrido para que quienes de mí dependían pudieran vivir en paz, de la misma forma en la que no debía creer en nada para que todos los demás fueran libres de seguir sus propias doctrinas. La idea no me agradaba. Quería seguir a mi padre, abandonar las armas y vivir de la forma que mi madre me había enseñado. La oscuridad me envolvió y supe que si me rendía ante ella podría seguir a mi padre y mi conflicto terminaría para siempre. Un finísimo velo me separaba del otro mundo, pero entonces una voz resonó a través de las sombras.
"Tu vida no te pertenece. La paz sólo se alcanza con el derramamiento de sangre".
Tras las palabras de la anciana profetisa escuché a Makoto, que pronunciaba mi nombre. No sabía yo si seguía vivo o si había muerto. Deseaba explicarle lo que había aprendido durante mi delirio. Quería contarle que no podía resistir la idea de cumplir con mi sangriento deber, por lo que había decidido marcharme con mi padre; pero cuando intenté hablar mi lengua deformada era incapaz de dar salida a las palabras y tan sólo lograba emitir balbuceos inconexos. Yo me revolvía a causa de la frustración, pensando que nos separaríamos para siempre antes de que yo pudiera comunicarme con mi amigo.
Makoto me agarraba las manos con fuerza. Se inclinó hacia delante, juntó sus labios a mi oído y me dijo:
--Lo sé, Takeo, te entiendo. Todo irá bien. Tendremos paz, pero sólo tú puedes conseguirla. No debes morir. ¡Quédate con nosotros! Tienes que quedarte con nosotros para traernos la paz.
Makoto siguió habiéndome así durante el resto de la noche. Su voz alejaba a los fantasmas que me acechaban y unía mi espíritu con este mundo. Llegó la madrugada y la fiebre remitió. Caí en un profundo sueño, y cuando desperté había recobrado la lucidez. Makoto seguía a mi lado y lloré de alegría porque estuviera vivo. La mano aún me dolía, pero con el dolor corriente de una herida, no con la feroz agonía del veneno. Kenji me dijo más tarde que pensaba que yo había heredado de mi padre algún tipo de inmunidad que me había protegido del veneno del maestro Kotaro. Fue entonces cuando le repetí las palabras de la profecía, le expliqué cómo mi propio hijo estaba destinado a matarme y cómo yo creía que no moriría hasta entonces. Kenji permaneció en silencio durante un buen rato.
--Bueno -dijo por fin-, eso queda muy lejos. Lo solucionaremos cuando llegue el momento.
Mi hijo era el nieto de Kenji, lo que aportaba mayor crueldad a la profecía. Sentí ganas de llorar, pues todavía me encontraba débil y las lágrimas me brotaban con facilidad. La fragilidad de mi cuerpo me enfurecía. Rasaron siete días hasta que pude caminar al exterior para ir a las letrinas y dos semanas hasta que logré volver a montarme a lomos de un caballo. La luna llena del onceavo mes llegó y se fue. Pronto sería el solsticio y, con la llegada del nuevo año, caerían las nieves. Mi mano empezó a curarse. La cicatriz, ancha y de aspecto desagradable, tapaba casi por completo la marca plateada de mi palma -producida por la quemadura que recibí el día que Shigeru me salvó la vida- y la línea recta de los Kikuta.
Makoto se sentaba a mi lado día y noche, pero apenas hablaba. Yo notaba que me ocultaba algo y que Kenji sabía de qué se trataba. Una vez trajeron a Hiroshi a verme y sentí un gran alivio al ver que estaba vivo. Se mostraba alegre y me contó el viaje que había realizado con mis tropas, cómo habían logrado escapar de lo peor del terremoto y se habían topado con los patéticos restos del ejército de Arai, en su día todopoderoso. También me contó lo maravilloso que era Shun, pero pensé que su jovialidad no era del todo sincera. A veces Taku, que en un solo mes había madurado años, venía a sentarse a mi lado; al igual que Hiroshi, actuaba con alegría, pero su rostro se veía pálido y comedido. A medida que recobraba mis fuerzas, me di cuenta de que no habíamos recibido noticias de Shizuka. Obviamente, todos temían lo peor; pero yo nunca pensé que estuviera muerta, ni tampoco Kaede, pues ninguna de ellas me había visitado en mi delirio.
Por fin, una tarde Makoto me dijo:
--Nos han llegado noticias del sur. Los daños del terremoto han sido mayores allí. Hubo un terrible incendio en la residencia del señor Fujiwara... -me tomó la mano-. Lo siento, Takeo. Al parecer, nadie sobrevivió.
--¿Ha muerto Fujiwara?
--Sí, su muerte está confirmada -hizo una pausa y añadió con rapidez-: Kondo Kiichi murió allí también.
Kondo, a quien yo había enviado con Shizuka...
--¿Y tu amigo?
--Pobre Mamoru, también murió; pero tal vez acogiera la muerte con gusto.
Permanecí en silencio unos instantes. Makoto añadió con suavidad:
--No han encontrado el cuerpo de tu esposa, pero...
--Tengo que saber si sigue viva o no -dije, angustiado-. Por favor, ve a enterarte.
Makoto accedió a partir la mañana siguiente. Pasé la noche atormentado, preguntándome qué haría si Kaede estuviera muerta. Mi único deseo sería seguirla al otro mundo y, sin embargo, ¿cómo podría abandonar a todos cuantos me habían apoyado con tanta lealtad? Para cuando amaneció reconocí la verdad que encerraban las palabras de Jo-An y las de Makoto. Mi vida no me pertenecía. Sólo yo podía traer la paz. Estaba condenado a vivir.
Durante la noche me vinieron a la mente los documentos de Shigeru que Kaede había transportado a Shirakawa y le hablé a Makoto de ellos antes de que emprendiera la marcha. Ya que me veía obligado a seguir viviendo, quería que regresaran a mi posesión antes del invierno. Tenía que pasar los largos meses invernales planeando la estrategia para el verano; los enemigos que aún me quedaban no dudarían en utilizar a la Tribu en mi contra. Decidí que tendría que abandonar Hagi en la primavera e imponer mi gobierno en los Tres Países. Puede que debiera establecer mi cuartel general en Inuyama y hacer de aquella ciudad mi capital. La ocurrencia me hizo sonreír con amargura, pues el nombre significa "la Montaña del Perro" y era como si me hubiera estado esperando.
Le pedí a Makoto que llevara a Hiroshi con él; el muchacho le enseñaría el lugar donde los documentos se encontraban ocultos. Yo aún abrigaba la débil esperanza de que Kaede estuviera en Shirakawa y que Makoto la trajera ante mí.
Regresaron un día de intenso frío, unas dos semanas más tarde. Venían solos y la decepción estuvo a punto de derrumbarme. Además, traían las manos vacías.
--La anciana que custodia el santuario no consiente en entregar los documentos a nadie más que a ti -me anunció Makoto.
Tuve la impresión de que tenía algo más que decir, pero se quedó en silencio.
--¿Qué podemos hacer? -pregunté.
Makoto me miraba con una extraña expresión que denotaba compasión y afecto.
--Iremos todos allí -afirmó-. Y sabremos de una vez por todas si hay noticias de la señora Otori.
Yo anhelaba ¡r a Shirakawa, pero temía que el viaje resultara inútil; además, estábamos a finales de año.
--Corremos el riesgo de quedar atrapados por la nieve -argumenté-. Tenía pensado pasar el invierno en Hagi.
--En el peor de los casos, puedes quedarte en Terayama. Voy a dirigirme al templo en el camino de vuelta y allí me quedaré, pues mi tiempo contigo se está acercando al final.
--¿Acaso piensas abandonarme? ¿Por qué?
--Siento que tengo otro trabajo que hacer. Ya has conseguido todo aquello en lo que me propuse ayudarte. Ahora he sido llamado para regresar al templo.
Quedé desolado. ¿Es que iba a perder a todos cuantos amaba? Me di la vuelta para ocultar mi congoja.
--Cuando creí que ibas a morir, hice un juramento -continuó Makoto-. Prometí al Iluminado que si vivías dedicaría mi vida a tu causa de una forma diferente. He luchado y he matado a tu lado y de buena gana lo volvería a hacer. Excepto que, al final, la muerte no resuelve nada. Como la danza de la comadreja, el ciclo de violencia sigue y sigue sin cesar.
Sus palabras me resonaban en los oídos. Eran las mismas que me habían golpeado la mente una y otra vez cuando me encontraba delirante.
--Bajo el efecto de la fiebre hablaste de tu padre y del mandamiento de los Ocultos por el que está prohibido quitarse la vida. Como guerrero, me resulta difícil de entender; pero como monje, se trata de un precepto que debo seguir. Aquella noche juré que nunca volvería a matar. A partir de ahora, buscaré la paz a través de la oración y la meditación. Abandoné mi flauta en Terayama para tomar las armas. Dejaré aquí mis armas y regresaré a mi música -Makoto esbozó una leve sonrisa-. Cuando pronuncio estas palabras, me suenan como las de un demente. Voy a dar el primer paso de un viaje largo y difícil, pero es el que debo seguir.
No respondí nada. Me imaginé el templo de Terayama, donde Shigeru y Takeshi estaban enterrados, donde había sido protegido y cuidado, donde Kaede y yo habíamos celebrado nuestra boda. Se encontraba en pleno centro de los Tres Países, el corazón físico y espiritual de mis tierras, y de mi vida. Y desde ese momento Makoto estaría allí, elevando plegarias por la paz que yo anhelaba, apoyando siempre mi causa. Nuestra labor sería como una diminuta gota de tinte en una tina gigantesca, pero el color se ¡ría extendiendo con el paso de los años, el hermoso color verde azulado de la paz. Bajo la influencia de Makoto, el templo volvería a ser un lugar de concordia, como lo había deseado su fundador.
--No voy a abandonarte -dijo Makoto con gentileza-, estaré contigo de un modo diferente.
Yo no encontraba palabras para expresar mi gratitud. Él había entendido mi conflicto y de aquella forma estaba dando los primeros pasos para resolverlo. Todo lo que yo podía hacer era darle las gracias y dejarle marchar.
Kenji, con el apoyo tácito de Chiyo, se opuso rotundamente a mi decisión de emprender viaje, alegando que corría un grave riesgo al acometer tan largo recorrido sin haberme recuperado por completo. Yo me sentía cada día mejor y la mano se me había curado casi totalmente, aunque aún me dolía y todavía notaba mis dedos inexistentes. Lamentaba la pérdida de destreza que mi mano mutilada comportaba e intentaba acostumbrar la mano izquierda al sable y el pincel, pero al menos podía sujetar las riendas de un caballo con la mano derecha, y pensé que me encontraba lo suficientemente bien para cabalgar. Mi mayor preocupación era que pudieran necesitarme para la reconstrucción de Hagi, pero Miyoshi Kahei y su padre me aseguraron que podrían arreglárselas sin mí. Kahei y el resto de mi ejército habían quedado retrasados por el terremoto, junto a Makoto, pero no sufrieron daños. Su llegada había aumentado en gran medida nuestras fuerzas y había acelerado la recuperación de la ciudad. Le pedí a Kahei que enviase mensajes a Shuho lo antes posible para invitar al maestro carpintero Shiro y a su familia a que regresasen al clan.
Finalmente, Kenji cedió y dijo que, a pesar del considerable dolor de sus costillas rotas, me acompañaría, ya que yo había demostrado ser incapaz de acabar con Kotaro por mí mismo. Le perdoné el sarcasmo, contento por tenerle a mi lado. También nos llevamos a Taku, pues no queríamos dejarle atrás, tan bajo de ánimo como estaba. Él e Hiroshi reñían como de costumbre, pero éste había ganado en paciencia y Taku se mostraba menos arrogante; me alegraba ver que entre ellos estaba naciendo una verdadera amistad. También llevé conmigo a los hombres que no resultaban imprescindibles en la ciudad y los fuimos dejando en grupos a lo largo de la carretera para que ayudasen en las tareas de reconstrucción de las aldeas y granjas afectadas por el terremoto. Éste había abierto una enorme brecha de norte a sur, y la fuimos siguiendo a lo largo de nuestro trayecto. Nos acercábamos a la mitad del invierno y, a pesar de las pérdidas y la destrucción, las gentes se preparaban para las celebraciones del Año Nuevo. Sus vidas empezaban otra vez.
Los días eran helados pero claros; el paisaje de invierno se veía desnudo, de un gris apagado, y el canto de las agachadizas llegaba desde los pantanos. Cabalgamos directamente hacia el sur y al atardecer, en la puesta de sol, el cielo adquiría un intenso tono rojo. Las noches eran muy frías, con estrellas gigantescas, y por las mañanas el paisaje aparecía blanco, cubierto de escarcha.
Yo sabía que Makoto me ocultaba algún secreto, pero no hubiera podido decir si era alegre o desdichado. Cada día, su expectación parecía ir en aumento. Mi propio ánimo era cambiante. Me alegraba de cabalgar de nuevo a lomos de Shun, pero el intenso frío y la dureza del viaje, junto con el dolor y la incapacidad de mi mano, me agotaban más de lo que yo hubiera pensado, y por las noches la tarea que tenía ante mí me parecía demasiado inmensa como para poder triunfar, sobre todo si es que iba a acometerla sin Kaede.
En el séptimo día llegamos a Shirakawa. El cielo se había encapotado y el mundo entero parecía cubierto por una capa gris. La casa familiar de Kaede se encontraba abandonada y en ruinas. La vivienda había quedado arrasada por el fuego y no quedaban más que vigas chamuscadas y cenizas. El aspecto era lúgubre; imaginé que la residencia de Fujiwara tendría la misma apariencia. Tuve la premonición de que Kaede estaba muerta y que Makoto me conducía a su tumba. Un alcaudón emitía su insistente canto desde el tronco abrasado de un árbol situado junto a la cancela y en los campos de arroz dos ¡bis buscaban alimento; su plumaje rosa relucía en aquel paisaje desolado. Mientras pasábamos junto a las riberas, Hiroshi me llamó.
--¡Señor Otori, mirad!
Dos yeguas marrones trotaban hacia nosotros relinchando a nuestros caballos. Cada una iba acompañada por un potro de unos tres meses, según calculé, cuyo tierno pelaje marrón empezaba a dar paso al gris. Las crines y cola de los potrillos eran tan negras como el azabache.
--¡Son los hijos de Raku! -exclamó Hiroshi-. Amano me dijo que el caballo de la señora Otori había preñado a las yeguas de Shirakawa.
Yo no podía quitarles la vista de encima. Parecían un regalo precioso enviado por el cielo, una promesa de renovación y de nueva vida.
--Uno de ellos será tuyo -le prometí a Hiroshi- Te lo mereces por tu lealtad hacia mí.
--¿Puede Taku quedarse con el otro? -suplicó en tonces Hiroshi.
--¡Desde luego!
Los niños lanzaron gritos de júbilo. Les pedí a los mozos que llevaran a las yeguas con nosotros, y los potrillos iban brincando junto sus madres. Me sentí muy animado a medida que seguíamos a Hiroshi, quien nos conducía a lo largo del Shirakawa hasta las cuevas sagradas.
Nunca antes había estado allí y me impresionó el enorme tamaño de la caverna en la que nacía el río. La montaña se erguía en lo alto, su cumbre ya cubierta de nieve, y se reflejaba en las negras e inmóviles aguas invernales. En aquel lugar guiado por la mano de la naturaleza, aprecié mejor que en ningún otro la verdad de que todos son uno. La tierra, el agua y el cielo se unían en perfecta armonía. Como aquel día en Terayama, cuando por vez primera tuve conocimiento de la verdad indivisible, ahora la tierra me mostraba la auténtica naturaleza del cielo.
Al borde del río había una pequeña casa, justo delante de las cancelas del santuario. Un anciano salió al oír cascos de caballo, sonrió al reconocer a Makoto e Hiroshi, e hizo una reverencia.
--Bienvenidos. Sentaos, prepararé té. Después llamaré a mi esposa.
--El señor Otori ha venido a recoger los arcones que dejamos aquí -dijo Hiroshi con tono solemne, y sonrió a Makoto.
--Sí, sí. Se lo diré. Ningún hombre puede entrar, pero las mujeres vendrán a nosotros.
Mientras nos servía el té, otro hombre salió de la casa y nos saludó. Era de mediana edad, amable y de aspecto inteligente. Yo no tenía ni idea de quién podía ser, aunque tuve la impresión de que él me conocía. Se presentó a nosotros como Ishida y deduje que era médico. Mientras nos hablaba sobre la historia de las cuevas y las propiedades curativas de las aguas, el anciano se acercó con notable agilidad a la entrada de las cuevas, saltando de piedra en piedra. A poca distancia de la entrada, una campana de bronce colgaba de un poste de madera. El hombre la tocó y el tañido resonó por encima del agua, haciendo eco y reverberando desde el interior de la montaña.
Mientras bebía el té, me dediqué a observar al anciano. Parecía mirar fijamente hacia la gruta y aguzar el oído. Tras unos momentos, se giró y, elevando la voz, dijo:
--Señor Otori, podéis acercaros hasta aquí.
Coloqué el cuenco en el suelo y me puse en pie. El sol estaba desapareciendo por detrás de la ladera occidental y la montaña arrojaba su sombra sobre el agua. A medida que, siguiendo los pasos del hombre, saltaba de piedra en piedra, noté que una fuerza extraña tiraba de mí.
Me coloqué junto al anciano, al lado de la campana. Él elevó la mirada y me sonrió; su sonrisa era tan cálida y franca que llegué a emocionarme.
--Aquí viene mi esposa -anunció el hombre-. Ella traerá los arcones -el anciano soltó una risa ahogada y añadió-: Os han estado esperando.
Para entonces mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y ya podían distinguir el interior de la cueva. Vi a la anciana del santuario, vestida de blanco. Escuché sus pisadas sobre la roca mojada y los pasos de mujeres detrás de ella. La sangre se me agolpaba en los oídos.
Cuando salieron a la luz, la anciana hizo una reverencia hasta el suelo y colocó el arcón a mis pies. Shizuka estaba justo detrás de ella, cargando con el segundo arcón.
--Señor Otori -murmuró.
Apenas la oí, ni siquiera miré a ninguna de las dos. Dirigí la vista más allá y descubrí a Kaede.
Supe que era ella por su silueta, pero había algo diferente. En un primer momento no la reconocí. Llevaba un paño sobre la cabeza y, según se acercó a mí, dejó que le cayera sobre los hombros.
Su cabello había desaparecido por completo y tenía la cabeza afeitada.
Clavó sus ojos en los míos. Su rostro no tenía marca alguna y se veía tan bello como siempre, pero yo apenas me fijé. La miré a los ojos, vi en ellos el inmenso sufrimiento que había padecido y noté cómo su suplicio le había otorgado fortaleza. El sueño de los Kikuta nunca más volvería a afectarla.
Todavía sin pronunciar palabra, Kaede se giró y se quitó el paño de los hombros. La nuca, antaño pálida y exquisita, estaba plagada de marcas de tonos rojo y púrpura allí donde el cabello le había abrasado la piel.
Coloqué mi mano mutilada sobre su nuca, cubriendo sus cicatrices con las mías.
Permanecimos así durante un buen rato. Escuché el reclamo de una garza que cruzaba el cielo, el interminable arrullo del agua y los rápidos latidos del corazón de Kaede. Nos encontrábamos al abrigo del saledizo de roca y no me di cuenta de que había empezado a nevar.
Cuando me di la vuelta, el paisaje se estaba cubriendo de blanco con el manto de las primeras nieves.
En las orillas del río, los potrillos resollaban, sorprendidos ante la nevada, la primera que conocían. Para cuando la nieve se derritiera y llegase la primavera, su pelaje sería gris, como el de Raku.
Elevé una plegaria para que la primavera también trajera la curación a nuestros cuerpos lisiados, a nuestro matrimonio y a nuestra tierra. También recé para que aquella primavera fuera testigo del regreso a los Tres Países del houou, el pájaro sagrado de la leyenda.
EPÍLOGO
Los Tres Países han disfrutado de casi quince años de paz y prosperidad. El comercio con el continente y con los bárbaros nos ha aportado una riqueza considerable. Inuyama, Yamagata y Hagi cuentan con castillos y palacios únicos en las Ocho Islas. La corte de los Otori, según dicen, rivaliza en esplendor con la del mismísimo emperador.
Siempre existen amenazas -poderosos individuos como Arai Zenko dentro de nuestras fronteras; señores de la guerra más allá de los Tres Países; los bárbaros, a quienes les gustaría llevarse una porción mayor de nuestra riqueza; incluso el emperador y su corte, que temen nuestra competencia-, pero hasta ahora, que cuento con treinta y dos años de vida y llevo catorce gobernando, hemos conseguido frenar a nuestros adversarios por medio de la fuerza y la diplomacia.
Los Kikuta, dirigidos por Akio, no han abandonado su campaña contra mí y mi cuerpo aún lleva las señales de sus intentos por matarme. Nuestra lucha contra ellos continúa; nunca lograremos erradicarlos por completo, pero los espías que mantengo a las órdenes de Kenji y de Taku los mantienen bajo control.
Taku y Zenko están casados y tienen hijos. Concerté el matrimonio de Zenko con mi cuñada Hana, en un intento más bien fallido de acercarle a mí por medio de una alianza. La muerte de su padre sigue siendo un asunto pendiente entre nosotros y sé que, si pudiera, me derrocaría.
Hiroshi vivió con mi familia hasta los veinte años y después regresó a Maruyama, donde se encarga del cuidado del dominio en nombre de mi hija mayor, quien en el futuro lo heredará de su madre.
Kaede y yo tenemos tres hijas: la mayor tiene trece años, y sus hermanas, once. Nuestra primera hija guarda un gran parecido con su madre y no da muestra alguna de las dotes extraordinarias de la Tribu. Las gemelas, idénticas como dos gotas de agua, no sólo han heredado los poderes extraordinarios de la organización, sino que incluso tienen la línea K¡kuta en las palmas de la mano. Son muchos los que las temen, y con razón.
Kenji localizó a mi hijo hace una década, cuando el muchacho contaba con cinco años de edad. Desde entonces le hemos mantenido bajo vigilancia, pero no permitiré que nadie le haga daño. He meditado muchas veces sobre la profecía y he llegado a la conclusión de que es imposible luchar contra el destino, y por si las palabras de la anciana no llegaran a cumplirse -pues las profecías, al igual que las plegarias, se consuman de formas inesperadas-, cuanto menos haga al respecto, mejor. Al recordar cómo le otorgué a Shigeru, mi padre adoptivo, la muerte rápida y honorable propia de un guerrero, limpiando así el insulto y la humillación a los que había sido sometido por Ilida Sadamu, a veces me viene a la mente el pensamiento de que mi hijo me traerá consuelo, que yo podría desear morir a sus manos.
Pero mi muerte será otra leyenda de los Otori, una leyenda que yo no podré narrar.