Sara, una quinceañera sobreviviente a la masacre, esperaba en el balcón sus nupcias. Llevaba ropas blancas y una expresión triste en su delicado rostro:
— Ha transcurrido solo tres meses y todos se han convertido en cerdos. ¿Dónde está general?
De pronto, una sombra se dirigió hacia ella desde el callejón...
— La pequeña Sara llora y no deja de llorar, le han despojado de su voluntad de amar. Al jefe León le han de condenar. Pobre pequeña Sara, hoy se casará con el hombre sin honra. ¿En cuántos segundos ella la suya(honra) perderá?
— ¡Ayuda! — gritó Sara — Es una de las bestias de piel aceitosa que ha sobrevivido. ¡Auxilio!
— Eres muy gritona, Sara. Nadie te escuchará. Mejor, ¿por qué no me cuentas qué se siente casarte a los quince años? Estoy seguro de que tendrás una luna de miel interesante.
— ¡Cállate, maldito demonio! ¡Todo esto es su culpa! — dijo antes de morder su mano para contener la furia.
— Oye, guarda esa sangre para tu prometido — decía, mientras esbozaba una enorme sonrisa.
— ¿No has notado que ustedes los humanos son como monstruos? Te aseguro que si hubiera un infierno más ardiente y profundo ese sería exclusivo para ustedes.
— El general vendrá por tu cabeza, pagarás lo que has hecho.
La extraña criatura iba a replicar, pero se esfumó en las sombras. Sara lloró desconsoladamente. Deseaba tener el valor de quitarse la vida, aunque ya conocía lo que, posiblemente, le esperaría del otro lado: la horrenda realidad de un esposo tres veces mayor, ebrio y machista era algo más soportable que la muerte. Sin embargo, tampoco quería eso, imploraba por que llegara alguien a colocar el orden que era necesario.
Ciro, una pequeña ciudad costera, que debería ser una de las más desarrolladas en los últimos meses, fue la segunda ciudad en ser retomada por el ejército del Purificador, quien dictó a los sobrevivientes la orden de resguardar y preservar el desarrollo en el pueblo. Sin embargo, una vez que las tropas se marcharon, un tal Antonio, ex policía, se hizo con el control total del poblado. Se restableció parte de la red eléctrica y crearon una especie de "palacio de gobierno" en donde iban a beber y a consumir drogas los habitantes cercanos al gobernador. Parecía una auténtica fiesta a lo lejos, pero no era más que un montón de ebrios que hacían y deshacían bajo la justificación del tirano en el cargo.
Llegó la noche y, exactamente a las diez, un grupo de ebrios empezó a buscar a Sara. Era hora del matrimonio y al señor Antonio no le agradaba esperar. Los escombros de lo que fue una prospera ciudad eran sacudidos por la música, una auténtica falta de respeto a las memorias del pasado. Sara permanecía en el balcón con temor, ira y odio. La encontrarían pronto y la llevarían con el hombre que golpeó a su padre, cuando este se negó a entregarla por esposa. Una estatua que permanecía en el callejón le habló de repente... Sara gritó. Pensó que estaba enloqueciendo, gritaba para que aquel monstruo se retirara y la dejara tranquila, pero... aquel cuerpo metálico empezó a moverse. Se trataba de un hombre. Sus huesos crujían hasta que adoptó una postura erguida, vio fijamente a la infeliz chica y le ordenó que se largara hacia las colinas.
— ¡Solo eres otro drogadicto imbécil! ¡Lárgate y déjame sola! — gritó.
— Escúchame bien mocosa, no permitiré que me vuelvas a faltar el respeto. Salta de ese balcón y lárgate, salvo que quieras ser purgada junto con estas escorias.
— Ge... ¿General?
— ¡Que te largues!
Sara dio un salto y empezó a correr. A lo lejos se escuchaban los gritos de los ebrios que la buscaban.
— ¡Eres una ramera inútil! ¡Mataremos a la perra de tu madre si huyes! — decían intentando convencerla de volver, pero era en vano.
Sara corría a toda velocidad, no paraba de llorar al pensar en sus padres. ¿Iban a morir junto con el resto? No podía permitirlo, así que decidió dar la vuelta intentando salvarlos a toda prisa. Todo iba bien hasta que un sujeto le puso el pie, haciendo que cayera directo en el suelo.
— Lo siento, pero no iras a ningún lado. Paúl dio la orden de que nadie ni nada se acerque a ese edificio.
Sara forcejeó sin sentido. Su captora tenía demasiada fuerza y no paraba de reír cada vez que intentaba liberarse.
— ¡No puedo dejar que mis padres mueran!
— En verdad lo lamento, pequeña, pero para este momento ese edificio no es más que una fosa común.
La muchacha se desmoronó al escuchar aquellas palabras, miraba a su captora con rabia intentando ocultar sus fuertes deseos de llorar. La mujer que con fuerza la sostenía intentó consolarla, pero al bajar la guardia recibió un fuerte golpe en el mentón, Sara estaba furiosa y decidida a dar un segundo golpe, mas aún, algo extraño había en aquella fuerte mujer, aquel golpe le había arrancado una sonrisa.
— ¡Tú! ¿Acaso eres real? ¿Serás acaso?
— En efecto querida, tienes suerte de que estemos del mismo bando, me hubieras sacado más que una sonrisa con ese golpe.
— Entonces ¿Tú eres aquella a la que todos toman por loca, la que sonrie en cada batalla, la... la mano derecha del General?
— Aunque creas esas patrañas no puedo molestarme contigo, después de todo, deben pensar que se necesita más que fuerza y valor para pelear. Aunque... bueno, en efecto todo lo que has dicho de mi es cierto.