A Carolina siempre le habían gustado los vampiros. No los de las leyendas, por cierto; aquellos seres deformes, putrefactos, capaces de abrirse paso desde sus ataúdes tragando tierra, capaces de roer huesos insepultos, de devorar ratas, de masticar sus propias extremidades si el alimento escaseaba.
No, a ella le gustaban los vampiros elegantes, seductores, pálidos; un poco amanerados, es cierto, pero perfectamente capaces de amarla a una durante siglos, milenios enteros.
Libro tras libro, fantaseaba con acariciar esa sensación de perpetuidad: sentirse eternamente amada, deseada.
Y como le gustaban tanto estos vampiros, leyó todo lo que se podía leerse sobre ellos.
Y leía con voracidad, deteniéndose en aquellos párrafos que la estremecían, volviendo atrás, releyendo. Su esposo se había acostumbrado a esas lecturas nocturnas. Incluso se había acostumbrado a escucharla leer en voz alta, a murmurar, una y otra vez, esos párrafos que la sobrecogían.
En todo caso, su esposo sabía que si Carolina conseguía un libro nuevo lo mejor era ponerse un par de algodones en los oídos, porque la noche sería larga. Por alguna razón que él nunca logró descifrar, y que ella tampoco consiguió explicar cabalmente, los textos nuevos que caían en sus manos debían ser leídos en voz alta.
No podía evitarlo, pero con el objeto de preservar la salud matrimonial, Carolina había conseguido reducir sus murmuraciones a un tono apenas audible.
Y una noche, casi por casualidad, encontró un papel doblado, una nota, escrita a mano, dentro de la última novela rosa que había sacado de la biblioteca.
Decía lo siguiente:
Del Flamma Tenebrae y la Summa Nocturna, páginas perdidas del , repite una vez la plegaria arcana; una vez, y solo una: NSPHRS VMPRS INCS et SCCBS CNVCT.
Aquellas palabras, pero sobre todo la caligrafía, como trazada por las delgadas patas de una araña, la aterrorizaron. Las sintió como una sustancia pegajosa que se adhería a sus labios, y supo que las había susurrado.
Arrojó la nota a la basura, se lavó las manos, la boca, y corrió por el pasillo de vuelta a la habitación. Le resultaba absurdo, y hasta divertido, que después de haber leído tantas historias de vampiros, se sintiese aterrorizada por una mísera cita, sin dudas, apócrifa.
Abrió las persianas para despertarse con la primera luz del día, y se acostó.
Su marido se movió un poco, quejándose de algo en sueños, pero no despertó. Carolina pudo entregarse de nuevo a sus fantasías, a sus vampiros seductores, flemáticos, hipnóticos, pálidos como la luna, hasta que se quedó dormida.
Cuando despertó estaba debajo de la cama. Las persianas estaban cerradas.
¿Era de noche?
¿Acaso ya había amanecido?
En su boca había un sabor distinto al de una larga noche de sueño, un sabor como a metal, a monedas grasientas...
(¿A sangre?)
Se sentía un poco aturdida, pero no amada; insatisfecha, pero no deseada...
(Se sentía hambrienta)
De la cama, justo encima de ella, goteaba un delgado hilo de sangre.
Se pasó la lengua por los caninos afilados.
Había comenzado.