Las paredes temblaban cual niño pequeño que teme la llegada de su primer miedo. El suelo empezaba a agrietarse poco a poco, sutilmente. El techo había dado ya su último suspiro y simplemente se limitaba a esperar la llegada de la muerte. La tormenta arrasadora que se acercaba era la peor vista por nadie jamás, un cliché distorsionado por la pura realidad. Era la ficción siendo absolutamente aplastada por la naturaleza plausible. Pero ante todo pronóstico, al otro lado del cuadrilátero se encontraba un chaval sin nada que perder. Un joven que aún tenía ese brillo de inocencia en los ojos. Ese brillo que la edad y la experiencia hace que pierdas. No le tenía miedo a nada porque sabía que su momento había llegado. No eran necesarias explicaciones. Todos sus seres queridos se los había llevado la tormenta consigo ¿Qué necesidad había de luchar? La necesidad de saber que alguien le escucharía, aunque fuera en los ecos que la humanidad dejaría en el universo. Así pues empezó a tocar. Empezó a tocar el piano que se encontraba en el centro de la habitación. Este se estaba en un estado pésimo, desafinaba de una manera estruendosa y las ligeras gotas de lluvia que se habían colado por las gritas del techo estaban haciendo mella en su interior, pero al pianista no le importaba. Él tenia su objetivo, su propia convicción, su capacidad de amar, su pasión. Tocaba cada nota como si fuera un rayo de sol atravesando la galaxia en busca de hogar donde resguardarse. Un golpe de armonía resquebrajado por el paso del tiempo, por la llegada de la tormenta, por el fin del mundo. Pero aun así eran firmes notas que escribían una hermosa pieza, fruto de años de evolución y prosperidad. El zénid de una civilización que se estaba derrumbado. Pero aún así ahí estaba, el último humano tocando la última sonata creada. Esta llegaba a su fin. Cada nota acercaba más la tormenta. Cada nota hacía temblar más las paredes. Cada nota hacía más feliz al pianista. Tanto que al lentamente presionar la última tecla, sonreía. Sonreía a pesar de que la tormenta ya se había llevado las paredes. Sonreía porque era feliz. Feliz al pesar que ya no quedaba nadie más en la tierra para escuchar la última nota. Para escuchar al pianista solitario. Para escuchar la última sonata.