Prólogo

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La luna estaba en su punto más álgido aquella noche. El viento, azotaba suavemente las ramas de los árboles y hacía que las hojas hablasen. De fondo, se escuchaba el sonido de los grillos. Un hombre estaba sentado en aquel jardín. Estaba sentado en uno de los bancos de piedra que recorrían, de manera circular, una fuente de agua con la estatua de una mujer esbelta y desnuda en su centro. La mujer llevaba el pelo largo y con él tapaba sus senos. Estaba con las piernas semicruzadas y con los labios arqueados, formando una tenue sonrisa en su rostro. De debajo de sus pies, brotaba el agua que caía lentamente por la fuente y se acumulaba formando un estanque en forma de O. De allí mismo, nacían unas enredaderas que se elevaban por la estatua y la vestían con hojas de color verde y flores de color púrpura. Cinco antorchas prendidas en postes cerca de los poyos y una familia entera de juguetonas luciérnagas, alumbraban aquel lugar durante la visita nocturna de aquel hombre.

El hombre vestía con ropa poco ornamentada, pero de buena calidad. Iba con unos pantalones de tela y una camisa de rayas que le iba muy holgada. Llevaba el pelo con una ondulada melena castaña, que le caía por detrás hasta poco más debajo de la nuca. El varón estaba sentado con las piernas abiertas y semiflexionadas, con la mirada perdida y los brazos apoyados en su regazo, mientras juntaba sus manos entrelazando sus dedos. A su lado estaba apoyada una espada con una vaina de colores rojo y blanco.

Otra persona entró al jardín. Silenciosamente, se acercó al asiento donde estaba el otro hombre y se sentó junto a él.

- Veo que no te separas de ella ni un segundo, ¿verdad lord Fergin? –Dijo el misterioso hombre recién llegado.

El varón que llevaba allí casi toda la noche giró la cabeza y, cuando se dio cuenta de a quien tenía al lado, se levantó de su asiento instantáneamente, se puso frente al otro hombre e hincó su rodilla derecha al suelo e hizo una reverencia.

- Emperador Júgrem, no esperaba su visita.

El emperador tenía el pelo corto y rizado de un color castaño oscuro igual que sus ojos. Llevaba puestos unos ropajes ostentosos con una tonalidad de colores roja y blanca. Los colores de su imperio. Llevaba un collar muy grande con una medalla de oro que ocupaba parte de su pecho. Ese era el símbolo que lo calificaba de emperador para su pueblo.

- Levántate Fergin! -Le ordenó-. Vengo cómo amigo, no cómo emperador.

El emperador le tendió la mano a su compañero y lo ayudó a ponerse en pie. Fergin se volvió a sentar, esta vez más a su lado.

Los dos hombres se habían criado prácticamente juntos desde pequeños. Sus familias eran muy amigas desde mucho antes de que los dos nacieran. Aprendieron a usar la espada juntos, fueron de caza por primera vez juntos y fueron a la guerra también juntos.

-Entonces, ¿siempre la llevas encima? – Dijo el emperador señalando la espada de su amigo.

-Sí, nunca se sabe si un drokuni  va a atacarme por sorpresa. Seguimos estando en guerra con ellos. En cualquier momento se podría infiltrar en nuestras ciudades y matarnos a todos.

-En eso tienes razón. Esos cabrones...- Júgrem apretó fuerte los puños-. Al parecer han encontrado una forma de transformarse en humanos. Se ve, que van a los campos y se hacen pasar por mendigos, y con la excusa de pedir limosna, entran en las casas y saquean todo cuando pueden: grano, animales, herramientas... Todo. Pero, sabemos que son drokunis porque la nariz sigue siendo la de un león y al cabo de un tiempo vuelven a transformarse en las abominables criaturas que son en realidad.

Los drokunis eran una raza de humanoides, mitad humano mitad león, que vivían en las tierras más próximas al Imperio del hombre. Caminaban sobre dos patas, pero con la espalda algo encorvada. Eran muy robustos y de complexión ancha. Sus rostros daban claras señales, algo difuminadas, de rasgos de un león. Se solían dejar la melena larga y algunos se solían hacer trenzas para decorarse el pelo. Aunque no salieran de sus fauces, tenían unos dientes muy fuertes y unos colmillos largos que daban miedo solo con mirarlos. A ojos de los humanos, todos les parecían una panda de salvajes. Muchos de sus soldados eran chamanes y siempre estaban en contacto con la naturaleza. Dominaban el arte de la caza y de la pesca y tenían un sentido del arte muy peculiar y característico de su raza.

Kamsha: El secreto tras las piedras 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora