A punto de morir de un cáncer fulminante se encuentra Cristina Palacios en el hospital central de Caracas fumándose un cigarrillo. La angustia la acecha, la soledad la agobia y concluye con un veredicto a su propia conciencia: la soledad duele más que la muerte.
Cristina como cualquier otra mujer soltera y sin descendencia, dependía de sí misma para sobrevivir a las intrigantes tragedias que día a día se fueron acumulando en su sangre y piel. Su tez estaba pálida como la nieve y con manos temblorosas llevaba la colilla del cigarrillo a su boca. Su mirada era como un faro de luz oscura en una costa al mediodía, sombría y apagada de la luz de la vida. Sus ojos tan sólo emiten la sombra de la soledad en los litorales marítimos de la existencia.
Su bisabuela murió de leucemia, su abuela también y hace quince años una traza del rostro de su madre le hace ver el suyo en iguales realidades: en el mismo hospital, con la misma enfermera y el mismo atisbo de desesperanza.
Pobre mujer, tan sola y melancólica. Lo que el destino le ha deparado no son más que cosechas secas y ramas sin hojas. En vez de luz: tinieblas; en vez de dicha, angustia y en vez de paz, ironía. Soltera durante toda su vida, pero no virgen. Siempre fue la amante de hombres casados y nunca correspondida en el amor. El amor era solamente una escarcha que no cesaba de esparcirse en su vientre, pero aquel esplendor nunca brilló en el exterior, pues nunca fue percibido por el impostor que le hizo creer que le amaba como a nadie en el mundo. El hombre a quien amaba nunca vio luz en ella, tan solo era una más que cazó con el arco de cupido y una vez clavada la flecha, se fue sin arrancarla.
- Le queda poco tiempo de vida Cristina-. Dice María mientras le inyecta morfina en sus vías endovenosas.
– Tranquila María, no hay herencia que pelear y no tengo nada que perder. Consígame otra caja de cigarros-.
La enfermera dudó por unos momentos, tomando una postura reflexiva. Al final, se dijo a si misma con cierto pesar: - ¡Qué carajo! Igual va a morir, ya no hay nada que hacer-.
Duró María unos cinco minutos en volver con la cajetilla de luckies. Se sentó en un taburete junto a la camilla y mientras toda la habitación se llenaba con humo, empezó a meditar sobre la vida de su paciente. Y creyó comprenderla en su cama de agonía. Pero no fue así. Nunca llegas a comprender lo suficientemente a una persona con cáncer, a menos que hayas vivido la misma experiencia. Pero María en realidad no sabía nada de aquella paciente, solo conocía su nombre, la dirección de su domicilio y una que otra trivialidad que llegaron a conversar en algún momento dado.
Cuando escuchas aquel auspicio de muerte: "Vas a morir". Allí sientes que pudiste hacer mucho, pero que en realidad no hiciste nada. Cristina pudo formar una familia, pudo tener hijos, pudo ser feliz quizá en algún otro país o en otro estado. Pero no, no fue así. Su decisión fue: esperar. Esperar lo inesperado, esperar por la decisión de un hombre que luego de tener sexo con ella, la dejaba en su apartamento (pagado por él) y luego arrancaba a toda velocidad en su Mercedes Benz rumbo a La Castellana. Durante años, oportunidades nuevas surgían, pero ella las rechazaba y ahora que está muriéndose se da cuenta del valor de su desprecio.
Son en las últimas horas, que recuerdas las cosas más insólitas de tu existencia, no tienes nada más que recuerdos buenos y malos. Allí es que surge el arrepentimiento; pero lastimosamente es demasiado tarde. El cáncer no espera a que te arrepientas, sencillamente llega el momento en que te arranca la vida sin pedir permiso.
En los últimos momentos las horas son una eternidad, y la eternidad está próxima a llegar. No hay secreto que no salga como burbuja hacia la superficie de la realidad, basta saber esto: muchos secretos son tan secretos que hasta te llegas a olvidar de su existencia; pero cuando sabes que te quedan horas y no días, se abren y emergen a la superficie aquellos contenidos inauditos. A última hora recuerdas tus pesares y tus vergüenzas. Los pesares que jamás relataste y habría de recordar Cristina la infamia de ser la amante despreciada de aquel banquero con una esposa austríaca que germinó cinco hijos con él. Nunca nadie supo de aquel trajín oculto, pues las cartas fueron jugadas con artimañas astutas sin que notaran los contrincantes los ases debajo de la manga.
En la recta final cristina fuma su último cigarrillo, el dolor parece apaciguarse un poco con aquel placer y, luego de fumar su cigarrillo, y tomar la mano de la enfermera le revela su secreto mejor conservado. Cristina reveló detalle a detalle su enamoramiento, las pasiones desenfrenadas con el banquero en hoteles lujosos de la Capital y como se alejó aquel monarca del reino de su fantasía cuando le contó que tenía cáncer. La enfermera siente un escalofrío recorrer hasta el último poro de su piel cuando aquella verdad salió a flote. Inauditamente, lloró angustiosa. -¿Por qué ha de llorar la enfermera?-, Se pregunta Cristina. Luego de llorar tan solo añadió: –Yo soy la esposa del banquero-.
La enfermera había sido aquella que había acompañado a Cristina en los preparativos del funeral de su madre; en una ocasión que estaba tratándose con quimioterapia le compró una torta para celebrar su cumpleaños, aquel día ningún familiar la felicitó, tan sola el equipo de enfermería del hospital.
Cristina nunca supo que a quien le hacía daño era a quien consideró su amiga durante más de veintidós años. Jamás se interesó por averiguar quién era la austriaca de la que hablaba su amante y por todos esos años la maldijo en su corazón. El amanecer simplemente le irritaba y en cada atardecer se increpaba a sí misma por no ser correspondida en el amor. Nunca preguntó por la nacionalidad de María, pues ella vino a Venezuela en los tiempos de la dictadura de Jiménez, como emigrante y teniendo la edad de seis años. Debido a que aprendió el idioma castellano a tan corta edad, no llegó a notársele su acento alemán. Su padre se asoció con el gobierno en aquellos tiempos y llegaron a prosperar económicamente. María tuvo una estricta educación basada en buenos principios, respetando siempre los convencionalismos sociales y estudiando diez horas al día. De manera que aquella mujer tenía una ética intachable en el ejercicio de su trabajo. Su amabilidad conquistó el cariño de todo el personal, como también el de sus pacientes. Sin embargo, no supo hasta aquel entonces que era odiada y querida al mismo tiempo por una mujer que siempre le demostró especial afecto.
¿Qué quedará ahora?, María siempre tuvo la convicción de que para ser feliz, el odio tiene que apagarse. Por un momento sintió deseos de golpear a aquella moribunda. Pero se contuvo. Nunca había tenido en toda su vida tanta tensión acumulada. Luego de haber pasado aquel huracán, se calmó su espíritu y su mente recobró la serenidad de siempre.
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Luego de Cristina abrir su corazón, pidió perdón con mano en pecho. Acto seguido, una brisa fresca disipó el humo del cigarrillo y el aire quedó con aspecto casi purificado. La austriaca le da un beso en la frente y declara la aceptación de su perdón. Cristina sonrió, luego murió. Sus ojos tristes se tornaron vidriosos y la enfermera, con profundo pesar cerro las ventanas del aquel faro que brilló con pureza en su último instante.
Fin.
Nunca maldigas ni dañes a los inocentes. Muchas veces a quien maldices o dañas te hace el bien y te favorece; no esperes que sea demasiado tarde para darte cuenta de los daños que ocasionas. Si te hicieron daño: perdona. Así obtendrás paz.
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Odio clandestino
Short Story"A punto de morir de un cáncer fulminante se encuentra Cristina Palacios en el hospital central de Caracas fumándose un cigarrillo. La angustia la acecha, la soledad la agobia y concluye con un veredicto a su propia conciencia: la soledad duele más...