El sol estaba ya radiante y justo en el centro del cielo. No había nubes y si había alguna, rápidamente se la llevaba la brisa. El camino del bosque estaba tranquilo. Su padre les había dicho que últimamente la frontera estaba algo más tranquila de lo habitual, con lo cual, había menos movimiento de lo normal por las carreteras principales. Hacia bastantes meses que el ejército imperial no tenía un enfrentamiento cara a cara con los drokunis, así que había apenas movimiento de soldados por aquellos caminos. En las últimas semanas, solo habían capturado un par de espías infiltrados en forma humana, intentando recopilar información sobre el estado actual del enemigo. Aún no habían descubierto cómo se las habían ingeniado para convertirse en humanos durante un periodo corto de tiempo, pues todos los presos se negaban a hablar y acababan muriendo de sed o de hambre.
El hecho de que la guerra contra su raza vecina estuviera tan calmada, podría ser algo bueno para el imperio, ya que eso suponía menos bajas y menos pérdidas de dinero para el estado; pero por otro lado, podría ser un aviso de que deberían aumentar la seguridad y las defensas en el punto caliente. Quizá las bestias de las allá de sus tierras estaban preparando un ataque a gran escala contra el Imperio del hombre y podrían cogerlos con la guardia baja y por sorpresa. Si aquello pasara, supondría un golpe muy fuerte para todo el Imperio.
Quizá aquella carretera estaba calmada porque era día de mercado, y todo el mundo estaba en Puertomarea haciendo dinero. La gente solía viajar bien temprano para coger un buen sitio en la avenida para montar allí su pequeña paradita. Luego, antes de que empezara el atardecer, los comerciantes recogían su tienda improvisada y toda la mercancía que les habría sobrado, que no sería mucha si había sido un buen día de mercado, y después de ponerlo todo en sus carromatos, volvían a sus casas antes de que el sol se pusiera por las enigmáticas montañas de las tierras de Alteidum. Así evitaban la noche. Las carreteras no eran muy seguras cuando la luna reinaba en el cielo.
Algunas patrullas de soldados solían vigilar cerca de las aldeas cuando era de noche, pero eso no te podía salvar del ataque nocturno de un huargo o alguna ave salvaje, cuando se viajaba por las carreteras y tenías la posada más próxima a varios kilómetros de distancia, donde refugiarte de las bestias que acechaban cuando el sol ya no brillaba. Por eso era preferible abandonar la capital pronto y llegar a casa antes de que la luna tomara asiento en el firmamento.
Aquel día no hubo ninguna complicación o contratiempo que hubiese molestado a los dos niños. Ni nada destacable durante el trayecto hacia el bosque. Solamente, que el camino se lo pasaron hablando e imitando los distintos criados que tenían a su servicio, mientras se reían a carcajadas por las malas imitaciones que hacia cada hermano.
Llegaron al frondoso bosque de altos árboles. Aquellos impresionantes colosos eran muy grandes y fuertes y, sobre todo, fáciles de escalar, pues tenían muchas ramas y la corteza algo desgastada con la que podían usarla de apoyo para trepar hasta las hojas más verdes para coger sus frutos.
Y eso hicieron.
Nada más llegar escucharon el piar de los pájaros y el trote de la familia de ciervos y otros animales que vivían en aquella arboleda. Aquel lugar les hacía sentir de una manera muy especial a los dos hermanos. La atmósfera era absorbente y muy pura. Las copas de los árboles filtraban la luz de una manera, que parecía que los mismísimos rayos de sol te acariciasen suavemente las mejillas, como una mujer acaricia a su amada pareja mientras duerme. Al estar allí, rodeado de animales en su propio hábitat y al poder respirar un aire más puro que el de la sucia ciudad, uno podría sentirse libre y natural. Algo que a los dos muchachos les encantaba. Aquel lugar los acogía mágicamente en su seno, igual que lo hace una madre con su bebé recién nacido.
Árimor intentó atrapar un par de lagartijas, pero estas eran más rápidas, y el chico de pecas no podía escalar tan rápido como los reptiles. Sham se quedaba abajo con la mirada alzada hacia arriba, observando los dulces rayos de sol y las sombras que provocaban en ellas las aves cuando volaban cerca del bosque. El juego de luces y el movimiento de las hojas, parecían las olas de un profundo mar de color verde.
El hermano rubio, hizo una señal para que su compañero bajase un par de frutos del árbol donde se había subido para capturar aquel escurridizo animal. Árimor le hizo caso y se aventuró por las ramas con las hojas más verdes en busca de comida para él y su hermano. Llego al final de la rama y cogió un par de piezas de fruta que tenían pinta de estar maduras y comestibles. Entonces bajó y se sentó junto a Sham.
- ¿Crees que estarán buenas? –Preguntó el rubio mientras su hermano le acercaba la comida recién cogida.
- Eso espero, y si lo están, cogeré unas cuantas más y le pediremos a la señorita Morby que nos prepare un zumo-. Dijo entusiasmado Árimor.
Los dos juntos hicieron una cuenta atrás y mordieron aquella fruta. La piel era de color morado oscuro y estaba blanda. Era tan grande como una manzana y cabía perfectamente en las manos de los dos chicos. Cuando empezaron a saborear aquella fruta notaron que la textura era pastosa y dulce. Se volvieron a llenar la boca, y vieron que el interior era de un azul violeta bastante más claro que la piel que la recubría.
- No creo que con esto podamos hacer zumo. Es muy espeso-. Dijo casi atragantándose Sham.
- Pero está muy rico- Se le cayeron trocitos de fruta de la boca -, voy a por más en cuanto me lo termine.
-Vale, yo buscaré bayas cerca de los arbustos.
En cuanto terminaron de comer, los dos salieron a recolectar más comida. Árimor volvió a subirse al árbol y empezó a poner muchas piezas de fruta en su camisa, con la que había improvisado una bolsa.
Mientras su hermano seleccionaba que piezas estaban listar para ser recogidas y cuáles no, Sham se puso a recolectar baya de distintos matorrales, mientras las guardaba en su pequeño zurrón. Al apartar unas cuantas hojas vio que había un animal durmiendo plácidamente a la sombra de un árbol. El niño rubio llamó a su hermano e hizo señas con las manos para que se fijara en aquella criatura. Este, desde arriba de la rama, entre cerró los ojos intentando enfocar lo que quería ver.
- ¿Es un drokuni? - Preguntó lo más bajito que pudo mientras se quitaba de la boca, la pieza de fruta que estaba sujetando con sus dientes.
- Creo que sí. - Le respondió de igual forma.
Árimor bajó relativamente rápido, intentando que las piezas de fruta que estaba sujetando, no se le precipitaran al vacío y se espachurraran contra la tierra. Se reunió con su hermano y éste guardó las porciones de fruta recién cogidas en su bolsita y se acercaron sigilosamente hasta el drokuni.
Los dos hermanos se quedaron mirando fascinados aquel animal. Nunca habían visto a uno de cerca. Siempre que su padre y sus hombres hablaban de los drokunis, les decían que eran bestias feroces y agresivas que solamente querían comerse a los niños humanos. Seguramente exageraban, porque aquel drokuni dormía plácidamente y sin molestar a nadie. Tenía el pelo marrón brillante y la melena cuidadosamente peinada con trenzas. Sus rasgos, eran claramente parecidos a los de un león. Vestía con unos ropajes que nunca antes habían visto. No llevaba zapatos. Llevaba una camiseta de cuero que solo le tapaba el pecho y los hombros levemente ornamentada con pequeños dibujos verdes, unos pantalones con un agujero para dejar escapar su cola y unas muñequeras de color verde musgo.
De repente abrió los ojos y se sorprendió al ver a dos humanos mirándolo fijamente.
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Kamsha: El secreto tras las piedras 1
Viễn tưởngSham y Árimor, dos hermanos, conocen a Y'ghark, un drokuni. Aunque humanos y drokunis estén en guerra, su amistad es más fuerte y emprenden un viaje donde conocerán a una dríada y a un elfo. Estos cinco jóvenes no saben que el destino les tiene algo...