A las siete de la mañana, y a pesar del trajín de la máquina que limpia las calles, podía oírlos en su dormitorio. Ella trataba de amortiguar el ruido, pero no había ninguna duda acerca de lo que estaban haciendo. ¿Cómo podía hacerme esto?
No es real. No puede ser real.
Me quedé tumbado encima de las sábanas mientras me frotaba nuevamente el estómago con una mano. Mi cuerpo entero parecía estar entumecido, helado. Sí al menos pudiera sentirlo. Quería sentirlo.
Dejé de frotarme, estiré de la sábana sobre mí y me enrollé en ella. Observé el cielo de la mañana a través de mi ventana; estaba empezando a clarear. Podía sentir el sudor en mi nuca —ya hacia mucho calor— y el palpitar en mis sienes. Mi felicidad se hallaba marchita, estremeciéndose dentro de mí. Ella no me quería. Nunca me había hecho esto si me quisiera.
Y entonces pararon.
—Joder, muchas gracias.
Fruncí el ceño y miré al techo con los labios entreabiertos lo justo para dejar escapar un suspiro incrédulo.
Parecía el fin del mundo; lo peor que me había sucedido en la vida.
Si alguna vez me había imaginado por un segundo que creía en el amor, ahora veía que me había estado haciendo ilusiones. Porque todo acaba del mismo modo, haya o no amor por tu parte.
Todo el mundo te acaba traicionando.