CAPITULO: XI
TÍTULO: LA CENA
Rufo recibió a su Pequeña Diosa en el dormitorio de los espejos con un gesto expectante, esperaba la reacción de ella a cómo él había preparado el ambiente y la mesa para la cena de ellos dos, y al momento Áurea, con cara sonriente soltó un exclamación de sorpresa y le besó apretando una y otra vez sus labios contra los de él, mientras que interiormente se reafirmaba diciéndose que ese era el camino, abrirse a él siendo ella misma, disfrutando con su guerrero espartano, pues no solamente tenía que ser, como ya lo había pensado, una concesión que debía de hacer al condenado a muerte, sino también a ella misma para anestesiarse y así olvidándose de que iba a ser su verdugo y que inexorablemente después de esa velada vendría una madrugada de fuego, sangre y muerte.
En el centro del amplio dormitorio de los espejos Áurea se encontró, no como podría haber imaginado, con una barroca, larga y oscura mesa maciza, adornada con dos pesados candelabros de plata y una cubertería del mismo metal, junto con una antigua vajilla de porcelana, todo en armonía con la vetustez de la mansión, mientras el Fantasma de la Ópera interpretase en el órgano a Juan Sebastián Bach haciendo vibrar las copas de Murano. Pero no, Rufo había preparado a media luz una íntima y desenfadada mesa, con dos rosas blancas sobre un mantel de tonalidades amarillas y verdes y una vela roja encendida en el centro, sujeta al cuello de una botella encostrada de ceras de diferentes colores, y de fondo la voz de Serrat interpretando “desnúdeme señora”.
Áurea había dado unos pasos hacia la mesa para ver los detalles, Rufo la siguió, la cogió por detrás de la cintura, la besó en el cuello y,
- ¿Te gusta el rosbif?
-Mucho, de verdad. Mi madre es inglesa.
-Lo sabía.
- ¡Cómo! -Se sorprendió ella
-Es de lógica. La madre de Rosa Ana, mi mujer, ¿sabes tú?, es inglesa y vive en Londres -Y lo decía no como si fuera una mera casualidad, sino que así debía ser, para eso Áurea, considerada por Rufo su Pequeña Diosa del Olimpo, era a su vez la mujer duplicada de la suya propia. Y al momento Rufo cambió de conversación-: La carne del rosbif es soberbia, me han asegurado en una de mis carnecerías. La ha asado Rosa Ana, fue muy buena cocinera. Casi ya ni entra en la cocina, pero ha querido hacerte un homenaje. Las ensaladas las he preparado yo.
- ¿Por qué no cena con nosotros? – se le ocurrió decir de pronto a Áurea
- No suele salir de su habitación -contestó Rufo-, dormimos separados. Desde que le dieron de alta en el hospital y volvió a casa no me ha dejado verla la cara, siempre cubierta con ese velo negro, incluso cuando voy a su habitación para hablar sobre algún asunto con ella, se esconde entre las sombras para que no vea su figura. ¡Pero dejémoslo ya! ¿Quieres? ¿A ver que te parece este vino?
Áurea dibujó en su rostro una sonrisa que por ser sincera, hizo que por primera vez brillaran más intensamente sus ojos color violeta frente a él. Cogió la copa que le ofrecía, aspiró el aroma del vino, lo vio al trasluz y, <muy afrutado y con bonitos reflejos de color turquesa ¡Espléndido!>, y dando un trago lo dejó en la boca acercándosela a la de Rufo y éste, abrazándola, le abrió los labios con su lengua y bebió el vino, luego, muy quedo, <la noche promete, pero no quisiera que se enfriara el rosbif. ¡Anda, voy a buscarlo!>, < ¿Te ayudo con las ensaladas?>, <No es necesario, Pequeña Diosa, no>.
Áurea se quedó sola en el dormitorio de los espejos. Fue una lástima que Rufo no la hubiera dejado que le acompañara a traer la cena, hubiera sido una ocasión para conocer esa parte de la casa y preparar con más seguridad su huida durante la madrugada. Antes de salir Rufo para la cocina le dijo a ella que fuera picoteando los aperitivos, como así hacía, y mientras saboreaba una ostra sintió en su nuca, fue una sensación, la mirada furtiva de la mujer del velo negro en la cara, ésta se habría excitado con el beso cuajado de vino que le dio a su marido, pues que lo disfrutara como ella ya lo había hecho. Y distraída se paró a mirarse en los espejos y se fijó en el que estaba en el techo reflejando la cama. Siempre que la poseía Rufo cerraba los ojos, no quería ver el cuerpo de él gozando el suyo, se negaba a correr riesgos, que se formara un corta circuito en su cerebro y se desconectase de la imagen virtual y placentera de su marido. Mas, esta vez, estaba dispuesta a participar plenamente en el festín de la imagen. Vería a Rufo, como en un calidoscopio, contorsionar su cuerpo desnudo entrelazándolo con el suyo despojado de ropa, los dos tomando diferentes y excitantes formas mientras él buscaba con sus labios por toda la piel de ella las zonas más erógenas para más excitarla.
Y en medio de esos pensamientos apareció Rufo bandeja en mano con el rosbif, tan apetitoso como bien emplatado, llevando además una adornada ensalada tropical y, por supuesto, el postre, unos variados pastelitos de un solo bocado.
Y empezaron a cenar preñados de sensualidad entre vino y risas, lanzándose miradas ardientes e insinuantes mientras se chupaban los dedos de grasa o se metían lentamente un trozo de carne en la boca o se pasaban la lengua por los labios después de un trago de vino, y más sensualidad en el postre, introduciéndose el uno al otro los pastelitos en la boca, y al no quedar ya uno, él, impaciente, la cogió de una mano, la hizo levantar de la mesa, la condujo a la cama, se desnudó, la desnudó, y rodeados de los espejos jugaron con sus cuerpos perdiendo la noción del tiempo. A Áurea los azotes ya no solamente no la dolían, sino que la gustaban y también que la retorciera los pezones o se los mordisqueara o que los dientes del guerrero espartano dejaran huella en su cuello y todo ese dolor gozoso no hacía más que sazonarla el cuerpo, inundándolo de nuevos y vigorosos placeres hasta llegar a una cascada de orgasmos al tiempo que tenía que gemir y gritar si no quería reventar de gozo por dentro. Y con el último orgasmo quedó plácidamente derrengada, acogiendo entre sus muslos abiertos al guerrero espartano, que quieto tomaba aliento, y, arrebolada ella, contemplaba en el espejo del techo los robustos glúteos de él, como dos dunas de arena dorada, y su espalda surcada por los arañazos de pasión que le había hecho, perlados de sangre.
Calmados los apetitos de la carne, pero disfrutando ambos de la placidez y del abandono de sus cuerpos aún electrificados, Rufo le dijo a su Pequeña Diosa que si había tenido ya tiempo de leer “Guzmán de Alfarache”, una de las dos novelas que le dejó antes de marcharse a Argentina, y Áurea le contestó que todavía no, que había estado ocupada con la historia que le tenía preparada para esa noche, y él, pues que bueno, que ya lo leería o mejor, que en lugar de escribirle mañana un nuevo cuento que se leyera la novela y por la noche la comentarían y a su autor, Mateo Alemán, un magnífico escritor, cuyo estilo, como ella ya sabría, se encontraba entre el naturalismo de Zola y el realismo de Flaubert.
Pero ya no habría un mañana para Rufo, pensó con dolor Áurea. La burbuja de amor y pasión en la que se habían envuelto esa noche había estallado como una pompa de jabón. La realidad se mostraba de nuevo con toda su crudeza. Tenía, debía de matar a su secuestrador esa misma madrugada, era inevitable. Qué iba a hacer si quería ver crecer a sus hijos, estar con su marido, ver a sus padres, reanudar su trabajo, salir con su esposo junto con los amigos… No les podía quitar a todos ellos su derecho a disfrutar de nuevo de ella, dejando ya de sufrir su ausencia.
-Qué te pasa, Pequeña Diosa, ¿te has quedado muda?
-No. -Y Áurea sonrió queriendo ocultar su pesar, y a continuación-: Es que estoy memorizando, amo, el cuento que te tengo preparado.
- ¿Y lo titulas?
- “El edificio”.
- Pues, todo tuyo...
- Ponte cómodo. Empiezo:
Ernesto de las Eras y Fernández se dijo en un caluroso diez de agosto, en la mañana que le iban a asesinar, coincidiendo con la última campanada de las doce del mediodía, hora del ángelus, que si a sus veintidós años recién cumplidos le acababan de nombrar ejecutivo con derecho en la planta décima a despacho propio y secretaria, aún le quedaba toda una vida por delante para alcanzar su sueño: estar en la cima de ese edificio, sede central de la toda poderosa multinacional con la que más de un jefe de estado procuraba estar a bien.
En esos momentos se encontraba en su nuevo despacho, hacía nada que había pedido a su secretaria carita de ángel, que pronto sería carne para su entretenimiento, que le trajera un café y mientras lo esperaba se había envuelto en sus pensamientos. Se decía, además, rotundo, que, si mucho era haber llegado a ejecutivo a su temprana edad, poco representaba para él, lo que deseaba era tener el mundo en sus manos y por eso tenía que ir ya pensando en la planta doce, donde se encuentran los directivos, pero no se quedaría ahí, “¡joder!”, seguiría remontando el edificio hasta llegar a la planta veinte y convertirse en uno de los poderosos directores internacionales con despacho y dos secretarias, sala de reuniones y baño propio. Pero no, nada de apoltronarse allí, él conocía muy bien cómo medrar, era un tiburón, un depredador de hombres y un encantador de mujeres, sabía valerse de ellos, ya lo había hecho con empleados de medio pelo de la multinacional, meras marionetas a su servicio, a los que despreciaba por ser débiles, pero ya no necesitaría a esos peina ovejas, ahora iría a por la gente gorda del edificio, los que mandan de verdad, sabría cómo manejarlos a su antojo, hacerlos bailar al son que le saliera a él de los cojones y, gracias a su habilidad y a su poder de persuasión y a su encanto y a su cinismo y a su mala hostia, iría escalando y escalando el edificio hasta alcanzar las últimas plantas, ya cercanas al cielo, y desde ahí saltaría a la mismísima cima, donde reina uno de los hombres más poderosos del mundo, pero no más inteligente que él, y pronto, agazapado tras ese dios, se tiraría a su yugular, le clavaría los dientes, saborearía su sangre y le terminaría hundiendo en los infiernos, y él, entonces, ocupando su lugar, desde esa dorada cima gritaría, “¡padre, míreme, ya estoy en la cumbre del mundo!”
Claro que él era un tiburón devorador de todo lo que se le ponía por delante, se lo debía a su padre, un borracho pendenciero y jugador de taberna, medio loco, que le faltaban cuatro dedos en una mano, se los cortó de un hachazo su madre, lo que la obligó a huir junto con su amante, abandonándolos a los dos, el todavía niño. Su padre volcó todo su odio y resentimiento en él, no había día que no le maltratara o le pegase o le gritase que Dios le castigaría por ser hijo de una puta y que estaría condenado por vida a ser un don nadie, una mierda, un débil sin agallas. Y él apretaba los dientes y se juraba que no tendría alma, viviría sólo para demostrarle a su padre que se equivocaba, que llegaría a lo más alto de la sociedad más selecta, que no le importaría los cadáveres que dejase a su paso y el primer cadáver, aun siendo él menor de edad, fue su padre al que supo cómo incapacitarle, meterle en un manicomio valiéndose de estúpidos funcionarios de lágrima fácil, y no sólo eso, y es que se quedó con toda la fortuna de él, lo suficiente para irse financiando la gloria.
Adelantemos acontecimientos y vayamos a unos días después del asesinato. Ernesto de las Heras y Fernández se encuentra correctamente colocado en un ataúd, taponadas sus fosas nasales con algodones, las manos cruzadas en el pecho y las suelas de sus zapatos en primer plano.
En el duelo, un ejecutivo de la planta décima y un jefe adjunto de dirección, representantes ambos de la multinacional, coinciden en que los de pompas fúnebres habían hecho un magnífico trabajo de reconstrucción del cadáver.
Pagados al ataúd, observando atentamente al muerto, se encuentran tres empleados de las plantas inferiores del edificio de la multinacional. Son dos mujeres y un hombre. Se conocen sólo de vista, pero no, los trapos sucios del hombre son bien conocidos por una de las mujeres, sin que aquél lo sepa. Tienen los tres una profunda tristeza marcada en el rostro. Mas, aclaremos, lo que les pasa es que están haciendo un verdadero esfuerzo para mantener esa actitud y no dar un escándalo saltando y bailando de alegría al comprobar que, efectivamente, ese cabrón de Ernesto de las Heras y Fernández está ahí, cadáver.
La más mayor de las dos mujeres, Elena, al acercarse la primera al ataúd, muy discretamente, sacó de su recogido peinado un largo alfiler de cabeza anacarada y se lo clavó al muerto en la mano y sí, comprobó que estaba por fin bien jodido, sin vida y bien muerto.
Elena conoció a Ernesto cuando era sólo un muchacho, un joven encantador quince años más joven que ella. Fue el día que entró él en la multinacional como ayudante suyo de almacén situado en el sótano del edificio.
Nunca hubiera pensado ella que se pudiera enamorar de un chiquillo, pero así ocurrió, se enamoró de Ernesto de una forma irracional y ciega. Elena, de carita guapa y cuerpo algo ya ajamonado, se dio cuenta desde el primer día que ese chico intentaba seducirla, y si lo intentaba era porque no podía reprimir ya su ardiente sangre de juventud, su testosterona en ebullición y porque sería virgen y habría pensado en ella para “la primera vez”, y eso a Elena le halagaba, sería una experiencia y un disfrute desvirgar a un muchacho tan inocente, joven y guapo. Y ocurrió lo que no debería haber ocurrido.
Como cada día a la hora del almuerzo, ya sin gente y cerrado el almacén durante hora y media, se reunían los dos en un cuartito adjunto y allí entre hablillas y bromas almorzaban lo que se traían de casa. Esta vez, cerrado ya el almacén después de una mañana de mutuas miradas perturbadoras y sutiles insinuaciones, entraron en el cuartito sin comentar nada entre ellos, sin intención de probar bocado, pues ya lo habían sentenciado, se iban a enrollar, a devorar. Ernesto cogió de la mano a Elena y directamente la llevó a una cercana silla y allí, soltándola, se bajó los pantalones y los calzoncillos sentándose después frente a ella, que contemplaba con arrebato cómo surgía de entre los muslos del muchacho una hermosa, dura y erecta verga, y volviendo éste a coger de la mano a la mujer se la atrajo hacia sí, la subió la falda, la bajó las bragas hasta los pies y la dio la vuelta diciéndole que se la cogiera y que se la fuera metiendo ella misma de espaldas a él, y la mujer, amorosa y excitada, se la cogió con las dos manos, se la orientó hacia su sexo y se la fue introduciendo despacio y suave mientras se iba sentando sobre las piernas de Ernesto, hasta llegar al fondo de su vagina, y ya cabalgándole comprobó sorprendida y gozosa que el falo del muchacho le estaba estimulando zonas que ni ella, pese a su experiencia, sabía que existían, a la vez que abierta de piernas el chaval le friccionaba el clítoris al tiempo que le iba pasando la lengua por la columna vertebral, descubriéndola una nueva y maravillosa forma de hacer el amor.
Hubo más días de gozos y experiencias nuevas. Elena, feliz, se decía que no conocía palabras ni metáfora alguna que pudiera describir la intensidad de los orgasmos, previas inmensas olas de placer que le hacía sentir el joven Ernesto y, drogada de amor y antes de que se diera cuenta, quedó atrapada en sus brazos, sin voluntad, esclavizada y dispuesta a cometer todas las impudicias y vilezas que fueran necesarias para que su amante alcanzara la planta tercera del edificio y se convirtiese en jefe de área.
Y el día en que Ernesto consiguió esa primera meta, ya por la tarde noche, se pasó por el piso de Elena. Elena no llegó a encender las velas, ni a descorchar la botella de cava y ni a sacar el asado del horno, porque el joven Ernesto ponía fin a su relación con ella y ella, entre sollozos, le dijo que cómo le hacía esto después de todas las maldades que había hecho por él, y el joven Ernesto, en un tono despectivo le contestó, “¡pero tú que te creías, vieja!”, y con el mismo sentimiento con que se arruga un papel y se arroja a la papelera, dejó a la pobre Elena en las mismas puertas del suicidio.
La otra mujer que observa con Elena el cadáver de Ernesto de las Heras y Fernández, tiene por nombre Concha y estuvo embarazada del muerto. Cuando vivo él, ella le entregó con toda generosidad su cuerpo, su vida y su decencia. Y por esa locura de amor, ciega y poseída de él, se prestó a todo tipo de maldades para que pudiera alcanzar la décima planta del edificio y cuando ya no pudo auparle más, la abandonó y ante las súplicas de ella sólo recibió de él desdén y violencia, una violencia tan brutal que le provocó un aborto.
Sólo nos queda saber de ese hombre que está junto a las dos mujeres. Su nombre es Mariano. Un hombre muy varonil, que practica deportes de riesgo, y que en ese momento está recién divorciado y es padre de tres niños. Lo de muy varonil saltaba a la vista, pero Ernesto le caló fácilmente. Un día se lo encontró a solas en uno de los ascensores del edificio. Ernesto, atractivo, guapo y con su fuerte personalidad, vestía de verano con un pantalón vaquero ajustado. Al entrar en el ascensor se encontró con él, que le echó de inmediato una marida de arriba a abajo, dejándola unos segundos en la bragueta y Ernesto se dijo que ese hombre tan varonil era un maricón. Y se sonrieron mutuamente.
Una semana después, tras unos encuentros no por casualidad en la cafetería del edificio, donde fueron intimando, ya le tenía Ernesto en su apartamento sentado en el mismo sofá que él, los cuerpos ladeados, mirándose de frente, cada uno con un cubata en la mano, manteniendo los dos una sonrisa, con las piernas cruzadas, meciéndolas, dándose golpecitos el uno al otro con los pies. Mariano, ante lo que ya era inevitable, se sinceró, que estaba casado y que quería mucho a su mujer y a sus hijos, pero que al verle en el ascensor de pronto se encontró con su pasado gay, que había ocultado, debido a esta sociedad intransigente y retrógrada, tras un matrimonio no deseado y que sí, lo reconocía, que se había enamorado de él. Ernesto le sonrió, se inclinó hacia él, le dio un beso metiendo sus labios entreabiertos entre los de Mariano, le cogió de la mano y le dijo que tranquilo, y se lo llevó al dormitorio y junto a la cama, a la vez que con la lengua le lamía el cuello, le pidió que se relajara, que sintiera, que él se ocuparía de todo, y le empujó suavemente hasta dejarle caer en la cama boca arriba, se puso encima, le desabrochó los botones de la camisa y comenzó a mordisquearle las tetillas mientras le iba bajando la cremallera del pantalón…
Lo que Mariano no sabía es que, entre los árboles de un cuadro al óleo que representaba un paisaje campestre, colgado frente a la cama, se encontraba camuflado el objetivo de una máquina fotográfica, donde Concha, en la habitación de al lado, embarazada de Ernesto, iba inmortalizando la escena de amor.
Días después, Ernesto junto con Concha habían seleccionado entre los dos las más escabrosas fotografías en las que no cabía dudas de que uno de los protagonistas era Mariano y el otro un desconocido. Esas fotografías se las entregó ella a su jefe, un ultra católico de comunión diaria, casado y con nueve hijos, a su vez jefe de los ejecutivos de la planta décima, donde Mariano tenía su despacho. Concha aprovechó que estaba en la cama con su jefe para entregarle esas fotografías, y éste, escandalizado, “¡Qué inmoralidad!”. Al día siguiente destituyó a Mariano de su cargo y lo bajó a la entreplanta y, por consejo de su fiel secretaria, Ernesto ocupó su lugar en la planta décima del edificio.
Volvamos al velatorio. Los dos ejecutivos de la multinacional no tienen nada que reprochar a Ernesto de las Heras y Fernández. Han tenido suerte, se murió antes de que pudiera abrirles las carnes a mordiscos. Ahora se encuentran sentados el uno junto al otro en la primera fila de los bancos situados frente al féretro; las otras dos mujeres y el hombre, que han disfrutado viendo el cadáver, están dispersos sentados por las filas de atrás. Hay una última persona en uno de los bancos, está sola, es un viejo con una mueca parecida a una sonrisa en su cara de estropajo, ya ha estado junto al féretro y ha visto el cadáver durante largo tiempo, ahí le afloró esa mueca de sonrisa que se ha dejado perenne en la cara.
Ya no hay nadie más velando al cadáver. Un monótono silencio envuelve la sala, silencio que bruscamente se rompe al irrumpir en ella el inspector Alonso acompañado de dos agentes de policía. Van directos a detener a uno de esos seis personajes que se encuentran en el velatorio. Le van a acusar en unos segundos de matar a Ernesto de las Heras y Fernández.
Bien, ahora volvamos a la mañana en que éste va a morir exactamente con la última campanada de la hora del ángelus. No lo sabe él y ni siquiera su asesino. Habíamos dejado al nuevo ejecutivo en su despacho envuelto en sus pensamientos a la espera de que su secretaria le trajera un café. Van a dar de inmediato las doce del mediodía en el reloj de la iglesia engallada en la acera de enfrente. El sol le da a Ernesto en la cara y le molesta. Se levanta de su asiento y suena la primera campanada. Durante la segunda, se dirige a paso largo hacia la ventana y en ella acciona la cinta de la persiana para bajarla, ésta se encuentra atascada a la altura del dintel. Intenta liberarla sacudiéndola insistentemente, no lo consigue. Abre las dos hojas de la ventana, acerca a ella una silla y se sube. Pone un pie sobre el antepecho y levanta los brazos para asir la lama que sobresale del cajón del tambor. Tiene ahora más de medio cuerpo frente al vacío y el reloj ya ha ido desgranando campanada tras campanada hasta la séptima y en la octava llaman a la puerta. ¡Adelante!, grita él sin volver la cabeza. Alguien entra, da unos primeros pasos, se para un instante y en un impulso irrefrenable se lanza a la carrera hacia la ventana y al llegar, arremete con fuerza contra Ernesto de las Heras y Fernández y lo lanza al vacío coincidiendo con la novena campanada, en su caída, el cuerpo se va acelerando y sintiendo él el aliento de la muerte en su nuca, se dice angustiado que esas manos… y suelta un juramento y oyéndose la décima campanada es cuando revienta en mitad de la calle, mas, todavía con un hilito de vida, al percibir, ya sonando la penúltima campanada del reloj de la iglesia, que alguien acerca el oído a su boca, le dice con el aliento que le ha empujado el malnacido de su padre, que le faltan cuatro dedos en una mano, y al sonar la última campanada de las doce, exactamente en la hora del ángelus, Ernesto de las Heras y Fernández entrega el alma al diablo.
El caso se lo dieron al inspector Alonso, que habló primero con el guardia de circulación, el que asistió al defenestrado en su último suspiro, y éste le puso al corriente de la sorprendente y grave acusación que le confesó la victima antes de morir. Seguidamente subió al despacho del ejecutivo y le fue fácil hacerse una idea aproximada de lo que había ocurrido en esa escena del crimen. Interrogada la secretaria del muerto, ella le dijo que cuando volvía con el café que le había pedido su jefe, se paró un instante en el pasillo a hablar con una compañera y en ese instante vio como un viejo entraba en el despacho y al poco salía de él. Después visionó el policía junto con la secretaria las cintas de las cámaras de seguridad hasta que ésta, emocionada, dio un grito y señaló sin dudarlo a un viejo cogiendo uno de los ascensores del edificio, el mismo viejo que entró y salió del despacho de su jefe.
Con esos datos, y ya conociendo la identidad del asesino, el inspector Alonso localizó el manicomio en el que había estado recluido el viejo. Interrogado su director, éste le dijo que hacía unos días que se había escapado del centro y que durante los años en que había estado en él no dejó de repetir obsesionado, “le tengo que velar, le tengo que velar…”
No fue un caso difícil para el inspector Alonso y considerándolo él resuelto se trasladó con dos agentes al velatorio de Ernesto de las Heras y Fernández y allí se encontraron con el viejo, que estaba velando el cadáver de su hijo, el cual al verlos se levantó despacio de su asiento en el banco y sin resistirse extendió los brazos para que le esposaran y con la misma extraña sonrisa que había mantenido todo el rato en su cara de estropajo, sin dirigirse a nadie en especial, sentenció, <¡ese hijo mío era un cabrón, no merecía vivir!>.
FIN
EL PRÓXIMO UNO DE NOVIEMBRE DE 2O17, CAPÍTULO XII Y ÚLTIMO
TÍTULO: “FUEGO, SANGRE Y MUERTE”