La hora del Té

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A la medianoche comenzaba la hora de las brujas, la hora del diablo era a las tres de la madrugada, pero a él solamente le importaba la hora del té.

Todas las tardes a las cinco en punto, sin importar que lloviera, hiciera frío o un calor sofocante, el ritual se repetía. Había pocas cosas que lo entusiasmaban tanto.

Siempre era igual a pesar de los cambios innegables; no importaban las tazas ni las teteras, los aromas ni los sabores, los sonidos ni los invitados, todo se mantenía idéntico cada vez; lo que importaba eran las emociones y los colores que luego iba a oler en sus recuerdos. Siempre, sin falta ni retrasos, podía sentirse cómo el amor y la abundancia abrazaban a cualquiera que pasara por allí. Solo en esos momentos era capaz de soportar los chillidos de las crías, los tirones de pelo de los sobrinos y los denigrantes apodos que nunca dejaban de lloverle encima.

No tenía ningún problema en esperar junto a la chimenea, estuviera encendida o no. Le gustaba la vista que tenía de la ventana en esa ubicación. Algunos se habían animado a describir su actitud como poética y nostálgica; a él simplemente le atraían las aves que descansaban sobre los cables. Siempre se entretenía con sus conversaciones.

Ya ni siquiera intentaba subirse al regazo de nadie, mucho menos a la mesa. Eso nunca terminaba bien y ya estaba viejo como para pasársela saltando de allí para allá escapando. Tampoco necesitaba hacerlo, los ronroneos y las caricias en los pies eran mucho más efectivas para conseguir esas sustancias tan deliciosas que siempre aparecían a esa hora. Bueno, al menos trocitos. Otra cosa que había aprendido era que cuanto más jóvenes eran las crías, más migajas caían al suelo desde sus dedos.

Decididamente nunca podría decidirse sobre si prefería la hora del té o los míticos días en que conseguía robar una lata de atún.

La hora del TéWhere stories live. Discover now