Capítulo V: Hísië (bruma) III

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Nubes oscuras cercaban el rostro céreo de la luna. El aire prodigaba a los hombres dormidos sus caricias. Sentado frente a la hoguera Faramir no hallaba reposo. Entre los árboles se extendía la niebla. Sus ojos vagaban por las sombras del bosque. Eventuales rayos sacudían el silencio sepulcral. El crujir de las llamas le quemaba los oídos.

—Señor ¿gusta? —el soldado que hacía guardia le tendía una botella.

Faramir bebió un trago. El vino era áspero. Los troncos crujían, como si intentaran moverse. Las ramas bajas susurraban, Faramir podría jurarlo; el soldado no lo notaba.

El bosque se mostraba desconfiado con él, pensó Faramir. Leía la deslealtad en su rostro, los engaños, la mentira. Sacudió la cabeza, los árboles no conocían sus intenciones. Ni siquiera él las conocía... ansiaba que llegara la mañana.

—¿Te vas? —la debilidad en su voz lo avergonzó.
Legolas asintió vigoroso, la sonrisa plena. El largo cabello descendía por su espalda. Faramir lo tomó de los hombros. Rememoró la dulzura de la piel. Lo acercó sin hacer nada más.
—Tan pronto —divagó Faramir. Legolas lo miró confuso—. Te acompañaré.
Los cabellos se movieron con la negativa. Faramir perdió sus manos en la cascada de sol.
—Los hombres son lentos —dijo Legolas, los labios rozados y tibios, tentadoramente húmedos, se abrieron—. Un jinete elfo no tiene comparación.
—Escribiré a tu padre. Le pediré tu mano como corresponde.
Legolas lo miró asustado, sus ojos miel imploraban. Faramir lo abrazó.
—Lo prometiste —musitó Legolas.
—No quiero que te vayas. ¡No te dejaré ir! —masculló enfurecido—. El futuro príncipe de Ithilien crece en tu vientre. Nos casaremos, serás feliz —se apresuró a decir—. ¡Te haré feliz!
Faramir lo besó. Estrujó el cuerpo menudo que no se resistía.
—Lo prometiste.
—Quisiera no tener palabra elfo —Faramir le dio la espalda. La amargura no estaba sólo en su voz—. Vete, antes de que me arrepienta...


Faramir aflojó las cintas de la capa. El aire le sabía pesado. Cada día de aquel viaje le parecía interminable, una noche en el bosque era una travesía sin fin. Se pasó las manos por el cabello. Tenía los dedos rígidos, acalambrados. Le desesperaba estar cerca de Legolas y tener que esperar. Miró sobre su hombro, un camino se abría entre los árboles y lo llamaba.

—¿Señor? —preguntó el soldado cuando lo vio levantarse.

—Daré una vuelta.

—¿No has pensado casarte?
Faramir se recargó en la enramada. Las flores amarillas esparcían su olor, el perfume era repulsivo, molesto.
—Conozco a una encantadora princesa —continuó el Aragorn.
—¿Buena esposa y madre? —Faramir sonrió.
—No podría asegurarlo —bromeó Aragorn. Se apoyó en el bastón y puso una mano sobre el hombro de Faramir—. Está enamorada.
—¿De quién?
Aragorn enarcó las cejas. Le dio un manotazo en la espalda.
—No la hagas sufrir. No encontrarás una esposa mejor que la dama Eowyn, créeme.
Faramir aplastó una flor. El pestilente aroma le produjo nauseas...

La hierba murmuraba debajo de sus botas. Los matorrales crujían detrás de él, como si algún animal salvaje intentara alejarlo; al volverse no hallaba nada extraño. Diminutas lágrimas de luna hacían senderos en las copas de los árboles. La noche inquietaba a Faramir. Su respiración se aceleraba. Sentía la piel de su espalda tirante, fría.

—¡Princesa de Ithilien! —cuchicheó Arwen emocionada.
La dama Eowyn sonrió. El vestido azul, entretejido de lazos y cintas, resplandecía con su sonrisa. Su cabello caía suelto sobre los hombros desnudos. Al otro lado de la habitación Faramir brindaba con Aragorn y Eomer.
—Es una gran mujer —dijo Eomer—. Hazla feliz, se lo merece...

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