Interlunio

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Julio César y Máximo nacieron el mismo mes del mismo año, uno en la fase de Luna Nueva y el otro en la de Luna Llena. Vivieron sus primeros años sin conocerse, cada uno con su familia, hasta que, en una modesta sala verde de un jardín de infantes en el barrio de Barracas, el encuentro se produjo.

A semanas de conocerse, eran siameses: dos manos para el mismo juguete, para el mismo alfajor o para el lápiz con el cual dibujaban. Compartían todo: mañanas, tardes y meriendas.

Sin embargo, en su interior, latían dos almas diferentes. Julio César, el hijo de la Luna Nueva, conquistaba a todos con su franca sonrisa seductora. Máximo, el hijo de la Luna Llena, era un chico sin brillo que siempre solía verse triste y desganado. Aun así, eran inseparables: tardes, mañanas y meriendas.

Fueron a la misma escuela inicial. Después de clase hacían juntos los deberes. Alternaban las casas: meriendas, tardes y mañanas.

En el sexto grado se sentaron en bancos diferentes. Máximo, al frente junto a un chico poco sociable, de pocos amigos y de pocas palabras; Julio César, al fondo con el chico más popular. Compartían mañanas, algunas tardes y pocas meriendas.

Llegada la adolescencia, Julio César y Máximo apenas intercambiaban palabras. La Luna Llena, pasaba el tiempo ensimismado, con expresión melancólica. En cambio la Luna Nueva vivía entre amigos.

Finalizado el bachillerato, sus vidas se apartaron. La Luna Nueva se dedicó a las ciencias empresariales, donde la cosecha de éxitos estuvo acompañada por su virtud de perseverancia; la Luna Llena, por su parte, quiso probar suerte con el arte plástico, pero, ansioso de reconocimiento, sembró vientos que sólo obtuvieron apatía y rechazo.

El dinero de Julio César atraía inversores que no dudaban en confiarle más y mejores contratos. Máximo, solo en su taller, pintaba imágenes disociadas, símbolos de su oscuro universo cohabitado por fantasmas, incomprensibles para el público.

Tras abandonar la escuela volvieron a verse en un restaurante. Máximo recorría mesa por mesa ofreciendo sus láminas para cuadros, al tiempo que Julio César celebraba su unión matrimonial en uno de los sectores exclusivos. No hubo diálogo.

Una noche de Luna Llena, Máximo, derramaba la sangre de sus venas cortadas para dibujar una estrella en los azulejos del baño. No dejó cartas ni mensajes. Hacía tiempo que no hablaba con sus familiares. Estaba solo. Ni cartas ni mensajes. Sólo la estrella roja que goteaba por los azulejos.

Julio César se enteró por medio de su hermana, compañera de colegio de un joven que a su vez era primo del vecino de Máximo. Al momento de recibir la noticia, cenaba junto a su esposa un cordero grillado con duraznos. Esa misma madrugada despertó hambriento. En la heladera quedaban sobras del cordero, y era tanta el hambre que las comió así frías como estaban.

Dos noches después tuvo una pesadilla: el paisaje derretido, humo, cielo rojo, árboles en fuego, niños sin cabeza que desfilaban por un puente, rayos eléctricos, un tren con dientes de lobo y la Luna Llena junto al horizonte.

Al día siguiente, salió de su trabajo una hora antes. Se detuvo en una tienda para comprar lienzos, un caballete, pinceles, una paleta y pomos de pintura. Al llegar a su departamento, la esposa lo miró sin comprender, aunque él no respondió preguntas.

Encerrado en un cuarto que había destinado como espacio personal, dispuso el caballete y uno de los lienzos. Cielo rojo, derretido por el fuego, niños sin cabeza que desfilan por un puente, rayos eléctricos, un tren con dientes de lobo y la Luna Llena junto al horizonte: el pincel dominaba su mano.

Era una noche de Luna Nueva, cuando guardó la pintura y se prometió no preguntarse jamás qué fuerza impulsaba aquella mano ni qué oscuro río abastecía su imaginación.

Durante esa semana, Julio César continuó su rutina, aunque por momentos le mordía la inquietud de quemar aquel cuadro.

Consultó a un catedrático de bellas artes, especialista en simbología, quien al contemplar la pintura, le sugirió exponerla en una galería. A modo de análisis, comentó: "la violencia remite a la constante lucha de la humanidad; sin embargo los colores suaves nos trasladan a un tiempo primitivo de amor incondicional, como algo lejano que percibimos con nostalgia"

La obra se vendió a buen precio. El catedrático y especialista en simbología le propuso ser su curador, con la promesa de diagramarle dos exposiciones anuales a cambio de que le entregara una determinada cantidad de obras en la fecha prevista.

Sin confiar en su talento, Julio César aceptó la propuesta, con la tranquilidad de que él no arriesgaba nada. Durante el primer mes se vio frustrado. Las noches de Luna Nueva lo ponían analítico y exigente. Recién en el período de la Luna Llena, se dejaba absorber por la inspiración y su mano, al manipular el pincel, resolvía la obturación.

El dinero y los aplausos lo colmaron. Con el tiempo abandonó su profesión para dedicarse tiempo completo a la pintura. Juliana, una crítica de arte que quedó alucinada por una de sus obras, compuso un extenso y elogioso artículo en una revista.

La obra se llamaba El jardín raquítico y era un calco de Los vientos lloran en otoño, un cuadro pintado meses atrás por Máximo, al cual Juliana, en su momento, le había dedicado un comentario adverso.

Julio César veía a Juliana en varias muestras por diversos países. Se saludaban, compartían cenas, cócteles e incluso hoteles. Se casaron al año y medio, luego de que Julio Cesar tramitara el divorcio de su primer esposa.

Los meses de convivencia oscilaban entre el encanto y la decepción de ambos. Bajo la fase de Luna Nueva, compartían las comodidades de su posición social. Sin embargo, con el ingreso a la fase de Luna Llena, Juliana emprendía viajes que a Julio César le despertaban un volcán de celos. Ésas horas de soledad, diabólicas e intensas, prodigaban el ímpetu de su pincel.

Con el embarazo de Juliana hubo armonía, o al menos eso pensaba Julio César, ya que por aquel entonces empezaba a sufrir una rara amnesia; mejor dicho, su memoria avanzaba de manera fragmentada.

Como si viviera en un paraíso anestesiado, Julio César gozaba de su esposa, de sus hijos y de su fama. Los momentos de posesión, como así le llamaba, donde experimentaba la lucidez artística, desaparecían a la mañana siguiente, dejando a modo de huella, la sensación de una pesadilla.

Su situación económica: sin contratiempos. Viajes por el mundo. Su obra artística aceptada y elogiada por la crítica.

Una noche de Luna Llena, en Holanda, durante una retrospectiva dedicada a él, una periodista francesa le preguntó acerca de sus comienzos. Entonces respondió que cuando tenía cuatro años, en la salita de su jardín de infantes, se sentaba junto a un amigo a dibujar el paisaje que veían a través de la ventana.

En eso, una gota púrpura, quizá el aderezo de algún bocadillo ingerido hacía segundos, le colgaba por la comisura del labio. La periodista permaneció fría y dura como una perla. Al marcharse sus zapatos trastabillaron pero ella no quiso detenerse. Se alejó asustada.

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