Prólogo

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                Aquel chalet se alzaba imponente en la cima del acantilado que bordaba la isla, unos metros más abajo las olas se estrellaban con furia indómita sin darle tregua al silencio, a pesar del abandono del que había sido víctima desde ese fatídico evento, aun luchaba por conservar lo majestuoso que había sido en épocas pasadas. Como todos los años en esa fecha Dylan abandonaba su rutina diaria para ir a ver el ocaso en pos de honrar la memoria de su difunta amada, era un viaje que hacía solo sin importar lo complicado que le resultaba a su edad, pero este día en especial estaba demasiado exhausto para intentar si quiera abandonar la silla de ruedas.

                <<Espero que esa niña torpe no lo haya olvidado>> se dijo para sí con desdén, no le agradaba en lo absoluto la joven enfermera que se había instalado en la habitación de servicio y se preocupaba por asistirle en todo lo que necesitaba, de hecho no le agradaba otro ser humano aparte de su fallecida esposa, pero la casa era demasiado grande para mantenerla limpia por sí solo, la cocina no se le daba muy bien y aunque le costaba reconocerlo también extrañaba la compañía de otra persona en ese desierto paraíso en el que se ubicaba su morada.

                ―Espero que no haya hecho planes para hoy señor Dylan ―Dijo ella mientras apoyaba sus manos sobre los hombros del anciano ―recuerde que tenemos este pequeño “paseo” ―terminó de hablar mientras se alejaba de él.

                ―No eres graciosa, además ya es bastante tarde, ¿piensas retrasarlo hasta mi muerte? ― Bufó él luego de arrojar su tenedor al suelo con furia.

                ―¿Cómo puede decir eso? ―protestó ella.

                ―Eres más lista que eso… ¿o acaso aun no lo has deducido? ―replico él.

                ―Para ser sincera creí que ya éramos amigos ―dijo ella mientras lo abrazaba desde atrás. Se agacho a recoger el tenedor, lo limpió bien y lo puso sobre el plato en el que aún quedaban algunos trozos de fruta.

                ―Ya he perdido el apetito ―Dijo él al ver el gesto de la enfermera.

                ―Estoy segura que desde aquí hasta el muelle lo libraremos fácilmente, pero es un trayecto largo del muelle a Rideside, y no podremos pararnos a comer en medio de la vegetación, sabes mejor que yo lo peligroso que eso puede resultar ―dijo ella mientras se dirigía hacia la cocina para terminar de preparar y empacar los alimentos que llevarían.

                Él había hecho ese viaje ya un par de veces desde que su esposa había muerto, y antes de eso lo había hecho una docena de veces más, siempre al lado de ella. Con el pasar de los años el camino se había hecho más largo y tortuoso, o al menos esa era la impresión que iban percibiendo a medida que envejecían juntos. Una vez que alcanzaban Rideside se acercaban a la orilla lo más que su valor les permitía, siendo este el único lugar en la isla desde el que se podía ver perfectamente la puesta de sol sobre el mar, usaban este lugar como un símbolo de que un ciclo más de sus vidas terminaba para darle paso a lo que siguiera después.

                Eran cerca de las tres de la tarde cuando salieron de casa, las ropas eran desahogadas pero aun así el calor les sofocaba, cada uno llevaba su propio sombrero y una sombrilla iba atada a la silla de ruedas brindándoles una sombra cómoda. El aire golpeaba bastante fuerte a esta altura, sin embargo no era muy refrescante. Mientras realizaban el descenso al muelle ninguno de los dos menciono una sola palabra, pero al llegar al muelle los recuerdos se agolpaban en la memoria del hombre luchando por salir y luego de dar algunos pasos adentrándose al camino que daba a Rideside no pudo contenerlos más.

Fantasmas del pasadoWhere stories live. Discover now