Destinados

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¿Cuánto tiempo llevaba caminando solo en ese bosque?

Había salido de la casa en la que vivía solo, cuando apenas habían salido los primeros rayos de sol, recorriendo incansables leguas perdido en aquel laberinto frondoso; pero ahora la noche había llegado a inundar todo con su impenetrable oscuridad, provocándole frío y hambre, sin mencionar cuan asustado estaba. A estas alturas lo más probable es que se muriera en mitad del bosque y en completa soledad.

Aun así, siguió caminando con la cabeza en alto, a pesar de que unas lágrimas corrían por sus mejillas y de que mucosidades trataban de escaparse de su nariz. Porque si iba a morir, trataría de hacerlo con firme dignidad.

Y tan concentrado iba en sus pensamientos, sobre que nadie lo extrañaría o siquiera se dieran cuenta de que había desaparecido; que cuando tropezó con un bulto en el suelo, no tuvo tiempo de reponerse y terminó por caer de cara al suelo.

Apoyándose con las manos en la fría tierra, se levantó y miró con qué cosa exactamente había tropezado. Era un bulto oscuro, cuyo único movimiento era subir y bajar de forma lenta y paulatina. Tembló ligeramente, pero la curiosidad pudo más y a rastras, se acercó hasta eso.

Cuando un rayo de luna logró atravesar las frondosas copas de los árboles y se posó en aquello, Tooru lanzó un grito y cayó de espaldas. No era posible aquello que estaba viendo, seguramente estaba agonizando o tal vez ya había muerto y eso era lo primero que veía en su otra vida.

Había escuchado por las historias de los ancianos sobre aquellas criaturas, su padre también le había hablado de ellos, con un especial énfasis que en su momento no pudo entender, pero ahora, pensándolo bien, debió haberlo escuchado con más atención.

Volvió a acercarse hasta lo que suponía, era el dragón y con temor posó su mano sobre su cuerpo. El animal era un poco más grande que él, un niño de unos 12 años, estaba cubierto de gruesas y duras escamas oscuras, pero que tenían un inusual brillo con la luz de la luna. La respiración se notaba lenta y cansada, y a Oikawa le dio la impresión de que era como si estuviese enfermo.

Con un poco más de confianza, no solo dejó la mano ahí, sino que también le hizo recorrer el escamoso y duro cuerpo, en una especie de caricia hacia el animal. Estaba caliente, mucho. Pero supuso que eso era normal para un dragón, escupían fuego, ¿no era así?

El animal abrió uno de sus ojos y el niño se sorprendió de que estos fueran de un color verde intenso, además de que le daban la fuerte sensación de que parecían casi humanos.

Volvió a acercarse, pero esta vez sin miedo, sino que completamente curioso. El animal solo se le quedó mirando, como si aceptara su compañía. Finalmente, Tooru se acostó al lado del pequeño dragón y resguardándose en su calor, se quedó dormido.

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La mañana llegó y con ello los rayos de sol y luz que hicieron que el pequeño castaño abriera los ojos. El dragón seguía a su lado, pero ahora éste, a diferencia de lo que había podido ver durante la noche, tenía una expresión de dolor y sufrimiento en lo que parecía ser su rostro. Incluso unas gotas de sudor -si es que eso era posible-, corrían por su frente y sus escamas estaban mucho más ardientes que antes.

Oikawa se levantó y miró alrededor, esa zona del bosque ahora le era familiar, al fin y al cabo, no estaba muy lejos de su casa.

Lo más sensato hubiese sido que siguiera su recorrido y se refugiara en su hogar; pero al volver a mirar al dragón, observó algo que debido a la oscuridad de la noche se le había pasado por alto. En su ala, había una rama que la atravesaba; seguramente eso era lo que hacía que el animal se quedara en ese lugar, inmóvil y con ese gesto de dolor.

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