"El amor tiene un poderoso hermano, el odio. Procura no ofender al primero, porque el otro puede matarte."
-F. Heumer.
- Confieso que cada vez que te veo, mi corazón se acelera. Mis manos comienzan a sudar. Todo mi interior lucha por reirse, pero no de alegría, Antol. De nerviosismo. De terror. ¡De horror, al imaginar el infierno que nos espera! Y aún así, cada vez que me besas, quiero que continues, hasta que ya ambos nos hastiemos. ¿Es esa la confesión que querías escuchar?
Aquellas habían sido sus palabras. Susurros, suaves como la seda en la que su cuerpo desnudo se hallaba recostado, y a la vez tan duros como su semblante al escuchar a las sirvientas murmurar sobre la supuesta relación prohibida que mantenía, producto de una pasion por la que era consumido, y cuya causante era la chica destrozada, que había humedecido la almohada bajo su cabeza con lágrimas.
Ella, la joven que, desde que sus memorias daban inicio, había sido su complemento. Le era imposible recordar un solo momento donde no estuviese incluida.
Jamas habían pronunciado el infame “Te amo”, puesto que amor no era lo que sentían. Un romance, ligero y fugaz como un suspiro, nunca se podría comparar a la cadena que los unía, siempre presente, continuamente desbordando lágrimas en sus ojos, dos pares de replicas exactas.
Se odiaba. Aquella era la única verdad: No existía odio más intenso que el de si mismo contra su persona, y por tanto, hacia ella. Jamás había logrado sentir nada más por ninguna otra. Sin embargo, ella sí.
Su cabellera se movió suavemente, azabache y rizada, tan oscura como el cielo nocturno, le recordó el día del incidente. De aquel trágico "accidente", del cuál nunca se arrepentiría de haber sido causante. Del cuál nunca podría sentir culpa.
Recordaba la sangre brotando de la cabeza del chico, quien perecía y se alejaba más de lo que llamamos vida a cada minuto que pasaba. Ya había perdido la conciencia, y él mismo, perpetuador del crimen, estaba a punto de hacer lo mismo.
Una caricia y un te quiero inocente habían sido suficientes para enloquecerlo. Ella era suya. No la compartiría ni con el mismísimo Lucifer, si en las puertas del infierno se encontrase. Aquel chico, no merecía nada menos que la muerte.
Y, con una roca, había ejecutado su sentencia.
Al enterarse, ella solo había sonreído, tiernamente y con comprensión. Como consecuencia, el también lo había hecho. Juntos, habían enterrado el cadáver en el bosque, donde ahora estaría pudriéndose, mientras sus seres queridos lo buscaban y colgaban afiches que anunciaban su desaparición.
Se talló los ojos, y tocó suavemente el hombro blanquecino de la muchacha, despertándola.
- ¿Qué sucede? – pregunto ella, sus ojos adormilados mirándolo expectantes.
El joven parpadeó, como saliendo de una ensoñación, que consistía en asesinatos, relaciones incestuosas, infiernos y pecados, ensoñación que se había convertido en una realidad.
Mirándola fijamente susurró:
- Te odio.
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No es sino odio
RomanceSe odiaba. Aquella era la única verdad: No existía odio más intenso que el de si mismo contra su persona, y por tanto, hacia ella. Y por causa de aquel odio, jamás sería capaz de sentir nada más por ninguna otra.