Cuando me gustaba el fútbol
Raúl Pérez Torres
Yo bajaba con Oswaldo por la
Avenida América, rodando la
pelota con pases largos de vere-
da a vereda, cuando mamá salió a la ven-
tana de la casa y me llamó a gritos. Me
paré en seco mirando cómo la pelota se
iba solita, sin nadie que la detuviera, que
la acariciara, como lo hacía yo con mis
zapatos de caucho ennegrecidos y rotos.
Oswaldo estupefacto por un momento,
corrió luego tras ella y yo regresé donde
mamá, limpiándome las manos en el
pantalón.
Mi vieja, enfadada y marchita, llena
de grandes surcos sus mejillas, me habló
de la misma manera que hablan todas las
madres pobres, me recriminó mi sucie-
dad, mi vagancia y ese juego maldito que
destruía mis zapatos y dejaba mi ropa
"hecho sendales".
Luego llevándome al comedor me
dijo "desclava ese cuadro de la pared y
límpialo porque debes ir a empeñarlo".
Me dediqué por entero a esta labor y
Oswaldo me ayudaba, tratando de sacarle
el mejor brillo con el trapo que utilizaba
mamá para limpiar los cubiertos (que casi
siempre estaban limpios). Era un cuadro
plateado de la Divina Cena tallado a
mano. Despreciaba ese cuadro, siempre lo
había mirado desde mi silla con esa
muerta benevolencia que no servía para
nada, con el tipo de barbas largas sentado
en la mitad de una mesa enorme y los
doce más mirando nuestro almuerzo de
caras macilentas y sopa de fideo. Oswaldo
me dijo:"hay que jalarle las barbas a éste"
y yo me reí buscando en su actitud esa
sombra protectora de la amistad, pero
luego me puse triste y con ganas de decir
puta madre, porque me daba pena ver
cómo poco a poco nos íbamos quedando
sin nada, primero el radio, luego la vajilla
que le regalaron a Micaela cuando se
casó, el despertador de Julia, el abrigo que
Manolo heredó de papá, el prendedor
que le regaló el tío Alonso a mamá cuan-
do regresó de España, los libros de medi-
cina de cuando el ñaño estudiaba y así
todo, y también estaba eso de que podía
verme Gabriela en el momento de entrar
a la casa de empeño de don Carlos, como
ya me había visto otras veces. Por eso y
por mucho más estaba triste. Pero
Oswaldo me dijo que me acompañaría y
además recordé que el cuadro no me gustaba y que ahora podría comer en paz,
mirando las paredes vacías y las telas de
araña que siempre me produjeron una
extraña fascinación.
Guardamos la pelota en la red que
Micaela tejió cuando estaba en cinta y
bajamos a lo de don Carlos.
Quedaba en el primer piso de la casa
de Gabriela, había que atravesar un
zaguán largo y embaldosado.Yo procura-
ba no topar las baldosas negras y camina-
ba en puntillas. Siempre que no tocaba
las baldosas negras don Carlos me recibía
afectuosamente y decía: "veamos, vea-
mos, qué me traes ahora condenado" .Al
final habían dos puertas cerradas y des-
pintadas, con mucha mugre, y manoseo,
con el timbre a un lado (todas las veces
que tocaba ese timbre me daban ganas de
orinar), se abría sigilosamente una puer-
ta corrediza pequeña y unos ojos chiqui-
tos sin luz, escudriñaban a los lados de mi
rostro, sin fijarse en mí, hasta que final-
mente me miraba y decía con voz gan-
gosa: "veamos, veamos, qué me traes
ahora condenado".
Estiré el paquete y don Carlos pre-
guntó:"¿qué es esto?" , a la vez que abría
el envoltorio con sus manos amarillas y
temblorosas. Me desentendí del asunto y
me puse a mirar tras suyo todo lo que
mis ojos podían ver: medallones empol-
vados, chalinas de diferentes colores,
radios, libros, máquinas de coser y de
escribir, dos o tres biblias de enorme
tamaño, un cofre de hueso, cobijas, un
estuche de cuero, una espada, un título
de abogado con marco de madera talla-
do, ternos de hombre, abrigos, todo
ordenado y pegado con un papelito
blanco. Pero el cuarto lleno de humo no
me dejaba ver más allá, donde una bruma
espesa se extendía como borrándolo,
como debe ser la entrada al infierno,
hasta que su voz ronca sonó en mi oído
como cuerno y dijo; "esto no sirve, es
pura lata" .Volví mi cabeza desamparada
hacia Oswaldo que estaba escondido
inclinado tras la puerta y él me hizo una
seña impaciente frunciendo las cejas y
agitando las manos, indicándome que
insista, entonces yo mientras bailoteaba
desesperadamente en mi puesto, frotán-
dome las piernas, le dije: "es nuevo, el tío
nos trajo de Roma".
Don Carlos pasaba el dedo por los
apóstoles y mascullaba algo entre dientes,
luego prendió un foco y se iluminó el
cuarto con miles de reflejos dorados que
por simple coincidencia venían a estre-
llarse contra mis ojos, al rato dijo: "cuán-
to", yo respondí:"cien, mamá lo sacará a
fin de mes". Don Carlos lanzó una riso-
tada y gritó: "ni comprado, ni que estu-
vieran vivos". Tragué saliva y respondí:
"cuánto ofrece" y me sentí como esas
mujeres que vendían verduras en el mer-
cado del barrio. Don Carlos fue a su
escritorio y sacó dos billetes de a veinte,
diciéndome: "toma esto condenado para
que no te vayas con las manos vacías,
firma aquí" y me señaló el libro azul con
la pasta rota . Firmé y recogí los dos pape-
les y sentí un profundo resentimiento
con mamá, con Oswaldo, con don Carlos
y con esos viejos plateados de la Divina
Cena. Cuando me retiraba, don Carlos
me gritó: "espera la contraseña" y me
lanzó un recibo que lo doblé y guardé en
el bolsillo de la camisa junto con los
billetes, pensando en que ya teníamos
para otro día de comida.
Antes de salir pedí a Oswaldo que
saliera primero y me avisara si Gabriela
estaba en la ventana. Oswaldo salió ale-
gre, pateando la pelota y luego me hizo
unas señas que yo no entendí bien.
Cuando salí, la voz inconfundible de
Gabriela me gritó r''Chino", pero yo aca-
lambrado hasta los talones me lancé con-
tra Oswaldo, le quité la pelota y corr í
con todas mis fuerzas. En la esquina de la
Panamá cambié un billete y compré un
helado y dos delicados. Allí le esperé a
Oswaldo, pero no apareció; entonces
empecé a subir a la casa pateando las pie-
dras y aplastando las pepitas de capuli
que encontraba en la calle, ese sonido me
producía una dulce satisfacción en las
plantas de los pies y en el oído.
Cerca de la casa me encontré con la
jorga del flaco Daría, todos estaban en
rueda, tecniqueando con una cáscara de
naranja. Me quedé viéndoles hasta que se
acercó el Chivolo Sáenz y me dijo :
"C hino, juguemos un partidito", yo me
iba a negar pensando en que mamá me
estaría esperando para tomar café y com-
prar la leche de la mamadera del hijo de
Micaela, pero el flaco vino por atrás y me
hizo soltar la pelota, así que decidí irme
con ellos diciéndome: "qué caraj a , que
esperen".
Había una canchita frente a la Escuela
Espejo. Allí jugaba yo siempre al salir de
la escuela, en el tiempo en que asistía,
pero desde que murió papá ya no volví
porque mamá me dijo que era preciso
que la acompañara, que se sentía muy
sola y triste y que yo era su único hala-
go, pero ahora sé que no fue por eso, sino
que necesitaba a alguien a quien insultar,
a quien mandar a los empeños, a quien
enviar a la tienda a fiar el pan de la tarde.
Pero en la cancha me olvidaba de todo y
le daba a la pelota más que ninguno, tal
vez sólo por eso gozaba de pequeñí
simo respeto, como ahora en qu e el flaco
me decía : "Chino, haz vos el partido" y
yo meditaba , me daba aires, miraba a
todos, uno por uno, y decía serio: "vos
Chivolo acá, vos Patitas allá".
Ellos metieron el primer gol. Nos
sacamos las camisetas y entonces sí se dis-
tinguía más. Yo me entendía bien con
Perico pero más con Oswaldo, lástima
que Oswaldo no estuviera porque sino
era goleada. De todas maneras ganamos
un partido y suspendimos el otro porque
casi ya no se veía y decidimos pararlo
para continuar al otro día.
Cuando fui a ponerme la camisa, ésta
había desaparecido. Comencé a buscarla
primero con una risa nerviosa, luego
angustiado y luego con lágrimas en los
ojos, pero la camisa nada.Todos empeza-
ron a abandonarme. Se me abrió un abis-
mo oscuro, largo, de donde salía mamá,
Micaela, su hijo, Oswaldo, papá, el profe-
sor, los zapatos de caucho, don Carlos,
Gabriela, los apóstoles.
Seguí buscando por horas, debajo de
las piedras con las que señalábamos el
gol, tras de los árboles, bajo las yerbas, fui
a la tienda y rogué que me prestaran una
esperma y seguí buscando, con el dorso
desnudo, empapado en lágrimas, tras de
las matas de chilca, en el tapial, al otro
lado de la cancha.
Ya muy entrada la noche, desolado y
vencido, lleno de frío y miedo me dije:
"bueno, Chino, que mierda" y me llené
de tristeza. De la misma tristeza que tenía
mamá cuando perdió a papá.
Ahora estoy en la estación esperando
que pase Oswaldo y el negro Bejarano a ver Si nos vamos a Guayaquil para
embarcarnos.
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Cuando me gustaba el futbol (Raul Pérez Torres)
Short StoryMaratón de lectura sobre deportes...