La mujer guardó silencio y ni siquiera se giró para mirarla cuando la anciana le preguntó. En lugar de eso permaneció sentada sobre las rocas desgastadas, observando el mar con tanta intensidad como si fuera posible que, sólo por desearlo con todas sus fuerzas, aquellas olas que iban y venían sin cesar la arrastrasen a una nueva vida.
Una lejos de allí.
Por última vez leyó la pequeña nota que aparecía cubierta por su apretada caligrafía de aspecto infantil. Una única frase que, de ser cierto lo que la anciana le había prometido, cambiaría su vida. La dobló con exquisito cuidado, sin prisas, hasta convertirla en un cuadrado diminuto que apenas sobresalía entre sus dedos. Le había costado mucho conseguir aquel mísero trozo de papel, demasiado. Sin embargo, la botella en la que al fin lo depositó había sido mucho más fácil de encontrar.
A su lado, la vieja miró como la espuma cubría la orilla. Llevaban mucho rato allí sentadas, tanto que la marea había comenzado a subir. Durante todo ese tiempo había insistido una y otra vez en su cantinela, repitiéndole a la muchacha que lo que estaba a punto de empezar no era ningún juego. Le suplicó que olvidase esas historias y recapacitase. Que era el deber de una buena esposa cuidar de su marido, reconfortarle, darle hijos y atender su hogar. Aunque el marido de una no fuera el mejor, era el que se tenía. Y una se debía a él. Aun así, pese a que se había prometido a sí misma que no volvería a insistir, no pudo evitar preguntarle una vez más.
—Sabes lo que tendrás que pagar—guardó silencio y esperó a que el rugido de las olas menguase antes de continuar— ¿Estás segura de que merece la pena?
La mujer se giró y la miró con aquellos ojos tristes que, poco a poco, iban volviéndose duros. Quiso hablarle a la vieja de cómo era vivir así; de las noches insomnes en las que había dormido acariciando el cuchillo que escondía bajo la almohada, preguntándose entre ronquido y ronquido si no debería rajarle la garganta, coger el primer tren y tratar de llegar a los Pirineos para escapar a Francia antes de que se dieran cuenta de lo que había hecho. Quiso contarle sobre la impotencia de ver como los días se amontonaban uno tras otro, sin que nada cambiase. Ni pareciese mejorar. Pero de algún modo extraño que no sabría explicar, entendió que para la vieja aquello no sería ningún misterio.
Así que, sin pararse a pensarlo ni un segundo más, cerró con el tapón de corcho la botella, y sin la menor ceremonia, la arrojó con todas sus fuerzas al mar. Las olas la recogieron con la voracidad de una jauría de perros famélicos a los que se lanzase un trozo de carne fresca; la alzaron entre crestas de espuma, jugueteando con ella, alejándola sin prisas de la costa hasta hacerla desaparecer en el horizonte.
Por un momento la mujer sintió miedo por lo que acababa de hacer y el pánico se apoderó de ella. Él no siempre había sido así; hubo una época en la que se quisieron de verdad. Aún estaba a tiempo. Podría tirarse al mar, nadar con todas sus fuerzas y recuperar la botella antes de que el oleaje la arrastrase a las profundidades.
Pero cerró los ojos y dejó que su turbación se extinguiera poco a poco, como la llama de una cerilla que, a pesar de brillar con fuerza, estuviese condenada a extinguirse.
Al rato se levantó de allí, y tras apretar con cariño el hombro de la vieja, se encaminó con pasos lentos hacía su hogar.
***
Su voz ronca retumbando en el callejón se convirtió en la confirmación que necesitaba para comprender que había hecho lo correcto. El hombre entró dando un portazo que cuarteó la madera; fue tambaleándose de pared en pared, apoyándose en la única mesa miserable que presidía el minúsculo salón para no caer al suelo; apestando a pescado muerto, con los ojos enloquecidos y las manos callosas cerrándose y abriéndose casi en un espasmo.